Russell
Banks: la novela norteamericana de finales del siglo XX
Russell
Banks (Massachusetts-1940), es otro de esos monstruos literarios genuinos que
existen para el asombro en el ámbito de las letras, como uno de esos especímenes
que por su rareza y complejidad siempre causan admiración. Nacido
en el seno de una familia norteamericana proletaria ha profesado un profundo
nihilismo a las dos fórmulas establecidas en la sociedad estadounidense para
alcanzar la felicidad: el the american dream y el american way of life.
Su culto
a lo literario nace por propia convicción personal, de manera espontánea, según
ha manifestado, creció sin ningún referente cultural en su familia, que como ha
indicado creció en el típico hogar anónimo de un obrero, como ha habido millones.
Banks que pudo haber elegido cualquier otra carrera, eligió estudiar letras
algo que tuvo que haber sido tomado con extrañeza en medio de su entorno, pero
desde joven Banks tenía el germen del escritor pululando por todos lados, sólo esperando
por expresarse.
Al salir
sus primeras publicaciones cuentos y novelas, fueron catalogados como un suceso
literario y rápidamente comienza a convertirse en un escritor de renombre que
lo llevan a ser galardonado con importantes premios literarios: O Henry,
Pushcart, Fels y Best American Short Writting Fellowships, John Doss Passos y
el de la American Academy of Arts and Letters.
Su obra
narrativa contempla, entre otros títulos publicados: Aflicción, Como en Otro Mundo,
Una americana consentida, Family Life, The New World, The Book of Jamaica, The
Sweet Hereafter, Rompenubes y La ley del hueso.
¿Qué
hay detrás de la literatura de Russell Banks? La vida de los desamparados,
gente que va al trabajo, gana un sueldo para subsistir, busca la felciidad en
la tv, o bebiendo cerveza y soñando con un futuro prometedor que como el Godot
de Becket nunca llega. Vida de personas ante la catástrofe de conquistar las
imposibilidades de la propia creación humana. Un nihilista del éxito de la organización
social –como la norteamericana- basada en el materialismo. Si existe dios se
esconde en una casualidad, o detrás de la voluntad humana.
El
hombre no es dueño de su propia libertad, infectada por sueños, recetas
existenciales y esperanzas, cuando esto no lo aniquila, es la pesada vida
rutinaria que todo haz de originalidad apaga que lo sepulta.
Si buscásemos
una metáfora que pudiera reflejar la impotencia y la frustración de Russell
Banks ante esa especie de ficción social
que a millones deslumbra como una fe religiosa: el sueño americano, diríamos
que es como el cuento de ese hombre común con incontables necesidades
económicas que una tarde pasa frente a la puerta de un casino, en momentos que se juega la gran apuesta del día. El número que salga ganador se llevará todo
los montones de billetes que están apilados sobre la mesa. Pero nuestro hombre
de hábitos muy domesticados, medianamente feliz, medianamente desdichado, oye
como un eco muy lejano el llamado del crupier: ¡hagan sus apuestas señores,
hagan sus apuestas! Vacila en entrar o
no, porque sus pasos están tan acostumbrados a repetir, una y otra vez su
rutina de todos días que no se permite otro rumbo sino el que está marcado en el mapa de sus cotidianidades. Pero como una esperanza ajena que no
le pertenece piensa en el 17 Rojo y afloja el paso mientras escucha con
atención la bolita metálica rodar saltando los obstáculos de cada casilla numérica
de la ruleta. De pronto el silencio es cortado por la voz cantarina del tahúr: “diecisiete
Rojo, sin apuestas, gana la casa”. Siente que se baja tarde
del tren de la vida, porque baja la acera con sentimiento de derrota, atrapado en esa
otra eternidad inmediata que es el tiempo ordinario y repetitivo de todos los
días, con su larga carga de sus hábitos y de actos predecibles. Nuestro hombre con
tantos atributos comunes, no sabe cuánto tardará en volver la casualidad a
jugar con él una vez más, sigue en andando esperando que el número de la casilla de su
existencia sea gritado por ese otro crupier invisible que parece cantar a diario
el destino de las cosas.
“Deriva
Continental”, es la novela que me abrió la puerta a la obra de Russell Banks –edición
de Bruguera, con la extraordinaria y muy notable traducción de Francisco
Rodríguez de Lecea- , su narrativa no pierde un ápice del clásico ritmo de la
novela norteamericana tan vinculada al lenguaje cinematográfico, pero siempre manteniendo
ese ápice, esa pincelada sutil que es entretejer una narrativa suave de
mudanzas imperceptibles, los volúmenes del lenguaje. Y es que las historias de
Banks sin su lenguaje tan tejido en lo literario, en lo elaborado y meticuloso,
perderían mucho de su elemento esencial, sino se cuentan con esa especie de rememoración épica impersonal como suelen contarse este tipo de historias.
Su historia,
como muchas otras de sus obras, son retratos de loosers, los catalogados por ese denso sistema de vanidades como perdedores, las minorías, pero más aún esa minoría que
es masa –invisible e ignota- que es mayoría pero tan reducida en los espacios
de la voluntad, por su colisión con el inevitable curso de la totalidad de las cosas que vive ignorándolo. También los negros, los bípedos, los analfabetas funcionales, el hombre común, el que
trata de no serlo y termina mirándose siempre el espejo de sus propios fracasos,
los inmigrantes, los buscadores de sueños, los que nunca abandonan sus propias
pesadillas, todos ellos convergen en la narrativa de Russell Banks, quien a su
manera y utilizando la voz de sus palabras denuncia y se compadece al observar
como cada uno va siendo devorado por una cadena sucesiva de trampas que impone
la secreta esperanza del “sueño americano”.
“Deriva
Continental”, es la gran novela de finales del siglo XX norteamericana, narra
la historia de dos personas, un hombre cuyo perfil bien pudiera responder al
norteamericano promedio que busca en ese mar de esperanzas pescar el cambio de
su vida y decide lanzarse a la aventura, y una mujer haitiana que emigra hacia
los Estados Unidos tras el sueño americano.
INVOCACION
[Texto
a manera de prólogo de la novela Deriva Continental]
“No
necesitas memoria para contar esta historia, la triste historia de Robert
Raymond Dubois, la historia que termina entre las calles secundarias y los
callejones de Miami, florida, una mañana de febrero de 1981, y que empieza
lejos al norte, en Catamount, Nueva Hampshire, durante una tarde fría, punteada
por la nieve, de diciembre de 1979. La historia cuenta lo que le sucedió al
joven Bob Dubois en los meses que transcurrieron entre una tarde invernal de
Nueva Hampshire y una mañana oscura y húmeda de Florida, y cuenta también lo
que les sucedió a varias personas que le querían, y a algunas personas de Haití
y Jamaica, y al hermano mayor de Bob, Eddie Dubois, que le quería pero pensaba
que no, y al mejor amigo de Bob, Avery Boone, que no le quería pero pensaba que
sí, y a las mujeres que fueron amadas por Bob Dubois casi tanto como amaba a su
esposa Elaine y de modo tan diferente. No necesitas memoria, sino tan sólo una
compasión lúcida, y una rabia ardiente y antigua, y el amor por el sol de un
hombre del Norte; es la historia la doble obsesión de un hombre blanco
cristiano por la raza y el sexo, y de la vergüenza de un americano honesto de
clase media por la historia de su nación. Esta es una historia americana de la
segunda mitad del siglo XX, y no necesitas una musa para contarla, sino algo
parecido a un hombre-boca, una voz que hable directamente frente a ti y no
detrás de ti, porque nada de lo que se dice aquí depende de la memoria. Con una
historia como ésta necesitas una
enumeración más que un recuento, una presentación más que una representación, y
por esa razón está contada de la manera que está contada. Y por más que tú
también puedas verla con tus propios ojos, y oírla con tus propios oídos –como si
tú, el narrador de la historia, estuvieras sentado en el círculo de oyentes,
atento, a la espera de sentirte tú también divertido, sorprendido, conmovido-
deberás sin embargo verla con ojos que no son los tuyos y contarla con una boca
distinta de la tuya. Así pues, deja que Legba se adelante y haga hablar a ese
hombre-boca blanco de edad mediana. Bajemos por el Grand Chemin, el camino del
sol, llenos de compasión y fortalecidos por el brillo de la rabia. Ven, Papá,
ven a la encrucijada. Ven, Huesos Viejos, maravíllate ante el triple misterio
de hombres y mujeres que se abrazan, de la negrura y de la llegada inesperada
de los dioses de Guinea. Ven impaciente a buscar la vergüenza en todas partes.
Da cuerpo y autorización y energía a la compasión y a la rabia de ese
hombre-boca blanco, y cubre sus hombros con una adecuada capa de vergüenza, y
dale un placer puro, físico, bajo el lento sol cercano, entre gentes y dioses
cuyas evidentes diferencias respecto a él y su único gran Dios le llevarán
también, finalmente, a aproximarse a sí mismo, además de a las otras personas
presentes. Y deja contar a ese hombre lo que el buen ciudadano americano Bob
Dubois hizo de malo a los ojos de Dios y de los Mysteres, y a los ojos del
propio hombre-boca, abandonado por Bob Dubois junto a su esposa Elaine, que le
había amado durante mucho, mucho tiempo, y junto a su hijo y sus dos hijas y su
amigo Avery Boone y las mujeres que Bob Dubois había hecho el amor y los
hombres y las mujeres que habían vivido y trabajado con Bob Dubois en
Catamount, Nueva Hampshire, y en Oleander Park, Florida, y en las barcas der
pesca de Cayo Moray. ¡Adelante, Legba, repito! Deja hablar a este hombre para que
aquel hombre viva”.