domingo, 26 de noviembre de 2023

 

Thomas Pynchon: el outsider invisible

 En su mente…“se habían fusionado todas en una sola calle abstracta que, cuando había luna llena, le provocaba pesadillas. Perro convertido en Lobo, luz convertida en crepúsculo, vacuidad convertida en presencia expectante (…) a la moza de bar con una hélice tatuada en cada nalga, a un orate potencial estudiando la mejor técnica para atravesar de un salto la luna de un escaparate (¿Cuándo se debe gritar ¡Jerónimo!, antes o después de que el cristal se rompa?) …“



El párrafo es un subrayado mío de la novela V. del escritor norteamericano Thomas Pynchon, debo admitir que la obra de este narrador elusivo, obsesivo cultivador del anonimato, seduce desde la primera línea. Es un contador de historias que guarda ese sello de la literatura norteamericana de las primeras décadas del Siglo XX, cuyos exponentes se atrevieron a todo, contra todo el “establishment” de la época. Su prosa y su ritmo siempre parece tener algo nuevo que revelar, inédito, como si leyéramos a un talento literario recién aparecido en cada uno de sus libros, lo leemos con el mismo placer y devoción de manejar un auto nuevo último modelo.

El influjo que ejerce la fuerza de su órbita gravitatoria de su obra es inmenso y perdurable, quien lee a Pynchon le pasa lo mismo que al lector de Dostoyevski, está condenado a recordarlo para siempre. 

Hay huellas de su densidad narrativa -que el foro de los academicistas llaman maximalismo literario-  que he encontrado presente en otros escritores, que podemos encontrar en la novelística de Paul Auster o en la del japonés Haruki Murakami, en este último, con en la irrupción de lo fantástico, o en la elaboración de sus atmósferas, para lo cual no ha hecho falta ningún milagro metafísico, porque Murakami ha admitido su marcada influencia de la literatura norteamericana, de autores como Jack Keroauc, quien como Pynchon, formó parte del movimiento Beat de la literatura estadounidense, cuyos miembros rompieron los viejos moldes y se atrevieron a contar las cosas como nunca antes se habían contado. Pynchon fue parte de ese grupo y también bebió del mismo pozo de la irreverencia que alimentó el talento de esos outsiders que la historia bautizó como la Generación Perdida.

Pynchon al igual que Virginia Woolf, expone una literatura que es más que una herramienta expresiva, es una forma de vivir, es el alfa y omega de la existencia; la única manera factible de respirar el mundo y de explicar y explicarse sus sintomatologías, sus engaños y la larga cadena que procuran los sentidos, percepciones y su repercusión en las emociones.

Sin duda, Pynchon es un pesimista con influencias platónicas, siempre tiene a la mano un boleto para abordar el tren conducido por el filósofo Arthur Schopenhauer, quien consideraba que el arte nos libera del dolor de la existencia, porque es una forma de conocimiento privilegiada, un conocimiento metafísico que tiene que ver con la contemplación desinteresada de las ideas en su sentido trascendental, es decir en los términos ya indicados por Platón, de aquello que es inmodificable e imperecederamente verdadero.

En este sentido Schopenhauer, indicaba que las ideas son las genuinas objetivaciones de la Voluntad, las define como especie, arquetipos, lo esencialmente real, universales y genéricas. Las ideas están fuera del espacio y el tiempo y del principio de causalidad en todas sus formas porque son eternas e inmutables. Incluso están fuera del alcance del individuo como tal, que sólo puede conocer cosas individuales, objetos que son objetivación inmediata de la voluntad y mediata de las ideas, por ser sus representaciones.

Las novelas de Pynchon son mucho más que buenas historias literarias, son mundos revelados desde el ámbito imperecedero de las ideas que replican argumentos de eternidad.

lunes, 22 de mayo de 2023

 

Una partida de billar


Era un café tradicional con una atmósfera que recordaba los años 50. Aquel recinto lúdico desmembrado del tiempo era atendido por Gaspar un italiano de piedemonte. Era un espacio habitado por la brevedad del recuerdo, también un lugar de sombra, de temperatura fresca como el de las cuevas donde se almacenan los vinos o los quesos añejos. Entrar ahí era salir de la ciudad, y asomarte a una ventana a una Italia imaginaria. Nadie hablaba en español, eran otras voces, en ese idioma que tenía algo de épico y su pronunciación venía junto al énfasis de abundantes gestos de sus manos que le otorgaban un cierto acento actoral. Apoyado en la barra con una taza de café, su mente se iba con el transcurrir del tintineo de las tazas de cerámica blancas con bordes de líneas verdes que entrechocaban en el lavaplatos, fregadas con celeridad y certeza por las manos de Gaspar quien las enjuagaba e iba ordenando en una bandeja con la maestría de un croupier.

El ambiente de la barra siempre estaba cargado de los vapores emanados por la vieja máquina italiana “Gaggia” de acero inoxidable donde se colaba el mejor café “expresso” del mundo, que con singular devoción Gaspar, desarmaba,  limpiaba y pulía cada tarde, hasta que sus partes cromadas quedaran tan relucientes como una nave de artillería de fuego, haciendo relumbrar cada aspecto de su diseño “Vintage”, posada sobre el mostrador,  poseía un brillo tan deslumbrante como el de un Buick “Road Master” descapotable de los años 50, que con sus frontales con dientes cromados eran capaces de lanzar destellos a trescientos sesenta grados al rodar sobre el asfalto.

El local estaba dividido por una mampara de madera con forma de arco en el centro donde colgaba una cortina plástica con flecos de colores, que nos daban noticias de que pasábamos a un ambiente de tahúr que separaba al salón de billar del resto del mundo.

Era un lugar sencillo y preciso, alumbrado por la penumbra de dos lámparas bajas de salón sobre cada una de las mesas, que no iluminan rostros sino las dos bolas blancas y una roja en su ir y venir sobre el tapete verde, rebotando de las bandas tras ser golpeada en cada jugada.

Como un mar de niebla, sobre la cabeza de los jugadores se movían las nubes del humo incesante de media docena de fumadores, que liaban sus cigarros guindados en la comisuras de sus labios, mientras mantenían el taco al ristre que el jugador de turno apoyaba en el borde la mesa como si fuera un largo bastón de mando y golpeaba la bola para describir la secreta geometría de su jugada que sólo ellos conocían su valor pasando cercana o tumbando una de las cuatro fichas blancas o la única negra, parecidas a diminutos bolos de bowling que estaban colocadas en el centro de la mesa. Al final de cada tiro si había habido carambola, el director de la partida anotaba en una pizarra que consistía en fichas de madera ensartadas en tiras de alambre que movían de un extremo a otro para marcar la puntuación, eran un rollo de fichas blancas, rojas y negras, que acumulaban en un orden según el valor de cada jugada.

Era algo más que un salón de billar era el bunker donde se guarnecían aquellos italianos que al final de cada día, iban a aquel salón a pasear su elegancia y a recuperar un poco de su identidad, alrededor de las tres mesas con los tacos de madera en la mano, con los que golpeaban las tres bolas en juego. buscando dominar el arte del billar con elegancia y estilo, algo que incrementaban sus trajes de sastrería, sus camisas de corte preciso y aquellas corbatas de tejidos elegantes enlazadas a sus cuellos y que jamás él veía en ninguna otra parte de la ciudad

Parado allí en el café, en su oficio de observador, a simple vista, podía ser juzgado como un hombre cualquiera de esos que cruzan las calles con la peregrinación que elaboraban sus pasos todos los días. No había ningún rasgo característico en él, ni siquiera su densa monotonía en el vestir nos llevaría a pensar que se trataba de un ser acosado por esos abismos de naturaleza astrofísica que gravitaban en su mente. Menos aún podría sospecharse que había convertido su vida en una obsesión, de traspasar realidades y saltar de un universo a otro.

Al principio atesoró ideas ingenuas pensó que un hoyo o un hueco podían ser el epicentro energético que sirviera de plataforma para ese viaje, pasó largo tiempo observando lo profundo de las cavidades, hasta darse cuenta de su inutilidad.

Luego pensó en la necesidad de la velocidad, de contar con un vehículo impulsor, fue cuando le dio por contratar taxis a los que hacía atravesar los túneles de la autopista a 120 kilómetros por hora, lo que resultó una tarea infructuosa.

Un día mientras esperaba el tren del Metro, intuyó que en aquel lugar coexistían realidades paralelas. Convencido de que ahí era el sitio donde podía darse la conexión, todos los días, a la misma hora, se dirigía a abordar el subterráneo; recorría sus doce estaciones, esperando que en algún momento se concatenaran las misteriosas leyes que gobiernan ese extraño fenómeno, encargado de fabricar una copia de nosotros y todo lo que nos habitaba en el momento que lo atravesamos. Pensaba que aquello era como un gran pez capaz de engullirlo todo, vagones y pasajeros para luego vomitarlos en otra realidad, sin que nadie nunca se entere o se percate de lo sucedido. Porque la travesía por estos pasajes temporales apenas dura un instante, como un destello de luz, así es como se conectan dos universos.

Luego, tiempo después se enteró que un grupo de científicos habían llegado a su misma conclusión, con pruebas más concretas y los llamaban agujeros gusanos. Y pensó que si ellos habían llegado a descubrir los agujeros gusanos, también estaban enterados de su efecto, de la multiplicación de realidades que  estos producían sin cesar, y comprendió lo nefasto que resultaría dar a conocer esa noticia para el resto de la humanidad. El mundo quedaría sujeto al caos de la irracionalidad porque las personas no sabrían en qué momento estarían viviendo en lo genuino original, en el molde perfecto como le llamó Platón- o si su existencia residía en una vulgar copia imperfecta.

Como todos los que alimentan su mente con extrañas teorías astrofísicas, él creía que la vida tal como la conocemos, no está limitada al universo observable. Creía con certeza de que vivimos atravesando agujeros gusanos, y que al otro lado sale un duplicado de nuestra existencia, algo que puede suceder innumerable número de veces. Estaba convencido de que hay copias nuestras regadas en la vastedad del espacio, porque estos agujeros actúan como una compleja máquina fotocopiadora, cuyas reproducciones ayudan a poblar universos.

Abandonó el café sin la frustración de que el tren abriera sus puertas en ningún lugar de sus intuiciones. Atrás dejó las bolas entrechocando en su inesperado devenir, rebotando de una banda a otra, bajo un murmullo de frases que expresaban el júbilo o la frustración de los jugadores; “ma que fa, stronsso, da fangulo, maledetta, mientras uno de ellos juntando los cinco dedos de cada mano, las levantaba para increpar a otro jugador con el usual ma que diche, mientras ese ápice de la humanidad fumaba y bebía litros de café.

Le gustaba aquel lugar porque era una suerte de pausa levitante en medio del barullo de la ciudad, donde todo parecía sucumbir bajo el sol sofocante de las 2pm. Y porque cada vez que atravesaba el umbral de esa sala de juego tenía la sensación de que todo el mapa de su cuerpo, junto al plasma de su sangre atravesaban una cortina que lo ponía en contacto con otra dimensión, donde una bola roja y dos blancas, al rodar sobre la mesa formaban  carambolas que describían en su movimiento la directriz de un agujero gusano. Caminaba con pausa meditabunda, acompañado por la incertidumbre de no saber si en ese instante seguía siendo el hombre original, una copia o ninguno.

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domingo, 19 de marzo de 2023

 

Una familia para alquilar


Una familia para alquilar precio a convenir, más que un aviso clasificado puede tomarse como un acto-reflejo del instinto de supervivencia, sobre todo porque con el trata de hacerle mella a la desesperación, que amenaza echarnos el mundo encima, y dejarnos hecho un hoyo en medio del espanto de las alucinaciones.

Pero también pudiera ser el espejo de dos caras de una misma vida, un espejo hecho de palabras. Si, es que es con palabras que uno se expurga,  lo que va llevando por dentro. Y poder decir como la letra del viejo bolero, tender al Sol, lo que hasta ese día fue -antes de ser palabras-: alma, vida y corazón.

Juro que busqué frases menos cursis, pero este es un texto cargado de blasfemia contra la palabra, ninguna de las que están escritas aquí sobrevivirán tres aguaceros, y para no hacerlo más kisch, les ahorraré lo del último gesto de un bohemio por una reina, pero he decretado la expulsión de estas letras las palabras: nostalgia, eternidad, estrellas, amor, besos, olvido, pena, corazón, labios, piel, poema, entre otras.

¿Cargos en su contra? Prostitución continúa y sostenida. Oferta Ilusoria y estafa agravada. Al final cito la frase más lúcida, que escribió Dante en la Divina Comedia,  cuando decidió peregrinar por el infierno, y que estaba escrita en letras grandes en el patio de aquél burdel:  “En el medio del camino de la vida / me encontré en una selva oscura, / porque la recta vía había perdido”.

Yo también era ese hombre, lo único que esta vez la selva oscura, volvía a tener cara de mujer.  

¿Pero por qué hablar de un solo hombre? Cuando mi voz pudiera ser la voz de los miles que hoy están sometidos a la terrible dictadura con matices de sacrificado peregrinaje existencial de tener una familia sin rango de pertenencia, es decir, ser padre de familia y vivir como un pendejo anónimo, sin ser tomado en cuenta y cuando lo hacen siempre es para ser señalado como el saboteador de turno: “Coño mamá para que le dijiste a mi papá….qué ladilla pana ahora no me va a dejar ir” o una de las más comunes: “No le digas nada a mi papá porque sabes que en materia de necesidades decide con treinta años de atraso”. Con el tiempo vemos que nuestros hijos se acercan a nosotros cautelosos y con temor, sólo para pedirnos dinero; el resto del tiempo pasan caminando rápido frente a nosotros, sin mirarnos, nos evitan a toda costa, no toleran quedarse a solas con nosotros, y si eso ocurre  ponen cara de terror y huyen enseguida. Porque sé que la exacta medida del resentimiento femenino llegado a cierta edad madura de cultivo, se activa a través de los hijos, son el vehículo que ellas tienen para mantener abiertas nuestras heridas nuestras susceptibilidades, para desquitarse, para tomar revancha y si se te ocurre apelar a la conmiseración de ellas, el diálogo se puede convertir en un gancho al hígado de nuestras esperanzas:

-Bueno mujer y no le vas a decir nada, yo soy su papá dile que no me hable así. 

Y ella, siempre terminará apelando al pasado para hacer ver como “tabla”, una  el encubrimiento de nuestra premeditada derrota. 

-Y quién te decía a ti algo –responderá con ímpetu y peor aún si lo hace con los veinticuatro rollos de peluquería enroscados en su cabeza-, cuando los viernes yo te esperaba como una pendeja arregladita para que saliéramos aunque fuera a la tasca de la esquina y pasaban, y pasaban las horas y tú nunca llegabas, y cuando aparecías, era vuelto mierda y hediondo a puta de algún bar de mala muerte ¿a quién le decía yo que te pusiera reparo?

-Pero mujer eso pasó hace veinte años – apela uno tratando de persuadirla.

-No seas tú tan pendejo, para mí eso pasó ayer. -Si en ese momento pela los ojos desorbitados como Margot, pone su peor cara y empieza a mirar a su alrededor con cierto desespero, es mejor abandonar el ring, porque en los siguientes treinta segundos algún objeto puede volar por los aires directamente hacia nuestra cabeza. 

Ya persuadidos, liquidados y balbuciantes ante la victoria de nuestro eventual oponente. No nos queda otra que ir derechito al cuarto prender el televisor y escapar con nuestra imaginación por esa ventana de vidrio que en esos casos no te cura, ni te salva, pero te facilita cierta condición de anonimato, aunque terminas convertido en un organismo del período Criptozoico.

Pero dejemos esas viejas consideraciones del resentimientos a un lado, y vamos a centrarnos en ese hombre que soy yo, Eliseo Machado Candem, un viejo profesor de biología en situación de retiro, que siempre lamentaré que Mendel me cayera mal, que tuviera muy poca vocación por la genética y más aún que para nada tuve presente las leyes relativas al genoma humano cuando me enamoré de Esther, sino se me hubieran encendido las alarmas cuando conocí a su familia.

¿Familia? Es una palabra que me suena, como la propiedad onomatopéyica de la naturaleza del desastre, con la sola mención de su sustantivo: Bueno mi ¡familia! Si, esa misma, cuyo epicentro es la casa habitada por el matrimonio Machado Fanuquio junto a su prole. 

De eso se trata esta historia, y sobre todo, de la particularísima razón del por qué he decidido ponerla en alquiler. Lo cual no la dejará desprovista de seguir siendo toda, todita mía. Es decir, la medida de mis afectos, el centro donde seguirán convergiendo todas las dimensiones de mis sentimientos, así como también el Gólgota donde día a día se  crucifican los sueños y esperanzas de patter famili. 

Algo debe apuntarse cuando hablamos de sentimientos, si nos referimos a esos que nos atacan cuando tenemos la guardia baja. Llegan convocados sin previo aviso, filtrados entre los gestos que a diario intercambiamos entre las cuatro paredes de nuestro hogar. Y como casi siempre, dan paso a los interminables diálogos espirales de pareja, a ratos de familia o de tuti li mundi, que es cuando los demás terminan por sumarse a la discusión. Claro está, al final cada quien va tomando partido, no hacia un lado o hacia el otro, porque aquí todos como ya he apuntado se quedaban de un solo lado, del lado de la madre. Quizás porque desde chiquitos ella también los adoctrinó con ese cursilísimo sofisma feminista con que las mujeres nos han jodido toda la vida, eso de que madre es madre y padre es cualquiera.

Pero también es una convocatoria del verbo en desgracia, por todos esos diálogos de ayer y que hoy resuenan interminables, inconclusos y que en ociosa clasificación pudiéramos denominar: diálogos cotidianos, comunes, intrascendentes, tristes, cómicos, graves, afectuosos, conciliadores, sentimentales; diálogos rotos, de mea culpa, de salvación que son esos que llegan llenos de frases repletas de ese musgo aterciopelado y suave del que a veces están revestidas esas cosas efímeras que salen por nuestras gargantas, y que abonan el terreno de la emoción instantánea aunque nos haga sentir el ser más estúpido, sentimentaloide y  lagrimón sobre la Tierra, y que por lo general tienen una letra con denso sabor a rokola.

A mí siempre me pasaba, quizá porque algunas veces cuando las aguas se estaban saliendo de su cauce, me iba directo al tocadiscos y ponía para mí solito aquel bolero de Celio González con la Sonora Matancera, “Quémame los ojos”, canción con la que yo intentaba telegrafiarle a Esther, mi esposa, mis más profunda pena, que yo estaba sufriendo, a ver si le conmovía un poco el alma, que siempre sospeché la tenía en estado zombie, pero jamás se compadeció de mí.  Yo me escondía detrás del  compás de la música y de esa letra que contaba lo jodidamente que yo estaba:

Deja que tus ojos me vuelvan a mirar,

deja que mis labios te vuelvan a besar,

deja que tus besos ahuyenten las tristezas

que noche tras noche me hacen llorar.

Mientras del tocadiscos salía esa sonoridad con todo el ímpetu de arrebatado despecho, a ver si se le ablandaba ese lado del corazón, y terminara por reanimar en nuestros cuerpos lo que el agravio había vuelto de sal. Algo que me funcionó durante años. Pero en los últimos tiempos perdió su efecto conciliador, utilizando esa táctica sólo conseguí ir de revés en revés.

Porque cuando Esther apenas escuchaba la canción, asomaba la cabeza por la cocina y decía, su frase preferida: “!Claro estás peleando conmigo para coger la calle e irte con las putas. Seguro que estás pensado en todo ese arreo de putas que tienes por ahí regado”.  Frase ante la que yo hacía mutis, para luego tratar de recobrar el hilo de algún diálogo en ese tránsito en el que las palabras propias, y las extrañas también se han ido con su música a otro lado, y están a punto de bajar el telón, y uno parado ahí con la boca tiesa, y el barco familiar comienza a irse a palo abajo como El Titanic, y ¡zas!, llega una última frase de emergencia, y algo te dice en tu interior “Rompe el silencio y úsala”, como si un cartel en ese momento estuviera pegado en todos los lados de nuestra conciencia. Son frases que vienen en una especie de maletín de primeros auxilios, un manual de salvamento existencial al que podemos echar mano para refugiarnos, en lo que creemos que es una infalible estrategia de convencimiento.

Son las mismas frases que tras ser usadas una y mil veces terminan un día por agotarse, y por hacer de la familia, un compendio de personajes listos para ser depositados en esta hoja en blanco, como si de un catálogo semántico se tratara, listos para ser colocados en un anuncio clasificado.

(Separata de la novela: Una Familia para Alquilar /
Autor: Douglas González -Copyright 2020


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