Don José
Existen los escritores de
culto, aquellos a los que un grupo de lectores sigue y se apega con devoción, la obra de ese escritor, se persigue, sus libros y los conservan como si se
tratara de la reliquia mortuoria de un santo, y forman una especie de feligresía para quienes el volumen de cada texto es un objeto de veneración, incluso algunos elevan a ese autor a una especie de
dios personal, del que cada palabra, cada frase la asumen con una fe ciega.
Tengo un amigo cuya
adhesión a la obra del escritor Ernesto Sábato, no fue propiamente un culto,
sino una variante del afecto pocas veces comprendida que es la amistad
literaria, la podemos diferenciar del culto porque en ella no intermedia la
existencia de una idolatría, ni de una veneración. La amistad literaria tiene
una forma de trascendencia del amor basada en los libros y sus lecturas, que
nos permite prescindir de los ritos del conocerse mutuamente, del saludo, de
estrechamiento de manos o del abrazo fraterno, o de estar al tanto o no, sobre
la existencia del otro.
Ritualidad que es
sustituida por la simbología que reposa en sus textos, que nos remite a esa mirada inaugural con la que desde
ellos se cifra el mundo, y prolongan la existencia de otras realidades que sólo
pueden abordarse dentro de ese universo de palabras.
Una amistad literaria
nace de lo admirativo; así era el lazo que unía a mi amigo con Ernesto Sábato.
Por eso cuando el centenario escritor murió, enseguida lo llamé y le di mi más
sentido pésame, algo que mi amigo agradeció.
En la lista de mis
amistades literarias se encuentra José Samarago, quien ocupa una posición
relevante y entre las más sentidas y cercanas, por la naturaleza revelada de su
obra; pero sobre todo, por la de conexión inesperada que encuentro en sus
novelas, hay en ellas ecos ancestrales que se descifran detrás de sus palabras
que semejan a las memorias perdidas.
Saramago es uno de esos
escritores cuya obra crece en una dimensión particular, al igual que William
Faulkner, García Márquez, Joseph Conrad, Dostoievski, Virginia Woolf, Philip
Roth, John Doss Passos, Saúl Bellow, entre muchos otros. Escritores de los que
siempre lamentaremos leer su último libro.
La voz de Saramago se
apagó en el año 2010, desde esa fecha tomé en cuenta que no habrían nuevos
libros de él, que ya no nos brindaría el acostumbrado asombro de su particular
inventiva. Tengo casi todos los libros escritos por Saramago, a excepción de
dos o tres, para el momento de su muerte tenía pendientes por leer seis de esos
títulos, los cuales decidí digerir con mesura, como quien degusta la última
botella de un vino añejo celosamente envejecido; los voy leyendo a la razón de
uno o dos por año, pienso que cuando se me acaben me tocará releer aquellos que
considere más cercanos a mi inquietud literaria.
Parte de esa lectura
comedida es la novela “Todos los nombres”, una trama que refleja la escisión
del tiempo exterior y el abrir una brecha por donde asomarnos a la conciencia
de Don José, quien vive en una burbuja de la que entra sale por momentos para asomarse a la
realidad. Su trabajo es rutinario, impensado como si fuese un mecano, su
existencia está volcada en seguir en horas secretas, la pista a las
divagaciones de una secreta obsesión.
Don José es el único
nombre que aparece en las 318 páginas de la novela, el resto de los personajes
son como piezas de ajedrez, carecen de nombre particular, se conocen por sus
funciones. El edificio donde está la Conservaduría General del Registro Civil,
al igual que Don José es una vieja construcción que no entró en el inventario
de la modernidad, luz eléctrica y teléfono son la mayor expresión tecnológica
que hay en esa oficina, y que Saramago describe: “La puerta antigua, la última
capa de pintura marrón está descascarillada, las venas de la madera, a la vista, recuerdan una piel estriada. Hay
cinco ventanas en la fachada. Apenas se cruza el umbral, se siente el olor a
papel viejo”.
En ese edificio cumple un
horario de perpetuidad Don José, llenando ficheros, actualizando la data de
vivos y muertos. Es un hombre rubicundo, con vientre un tanto prominente, su
cuerpo denota ausencia de ejercicio y es una gran suma de flacidez; sobrepasa
la mediana edad y parece que llevará años arrastrando el cansancio, su rostro
denota las marcadas líneas de una prolongada obstinación. Vive en una pequeña
casa que está justo al lado de la Conservaduría, y que de hecho pertenece a ese
organismo, al igual que le pertenece Don José. La casa posee una puerta interna
que la comunica directamente con la sala de despachos.
Don José se ha obsesionado
en hacer un seguimiento de la vida de
personajes famosos. Lo hace a través de las actualizaciones de información
oficial que llegan a esa oficina, actas
de matrimonios, nacimientos de hijos, cambio de residencia, adquisición de
nuevas propiedades, traspasos de vehículos, y un largo etcétera de menudencias
de la vida común y que el aparato burocrático se encarga de archivar.
Digamos que Don José
tiene especial predilección por la gente famosa. Por eso cada tarde tras la
hora del cierre oficinesco, él se escurre y toma prestadas las fichas
originales del Registro, para hacer un duplicado exacto para su archivo que
consta de varias carpetas, en las que el va agregando los aspectos novedosos
que sobre ellos publiquen los periódicos o revistas. Cada noche Don José tijera
en mano se da a la faena de recortar montones de páginas con lo publicado e
integrarlos a sus carpetas.
Parco de gestos,
reservado de palabras, como buen burócrata viste de manera formal y sin
relevancia, sobre su camisa torpemente planchada remata una corbata que cierra
su nudo condenatorio bajo los pliegues de su papada. Siempre viste de gris o
marrón, indistintamente de la época del año, tiene dos abrigos y una cazadora,
debajo de su catre guarda cada noche, tras repulirlos, el único par de zapatos
que tiene. Sobre su cabeza deslucen unos largos mechones de color cenizo que
tratan de ocultar su incipiente calvicie. Tiene la estampa de un hombre triste.
Toda soledad soporta una
repetición, una rutina inconmensurable, la de Don José es la de ir a de una
realidad a otra, la de la oficina de la Conservaduría, a su casa-habitación; en
ambas se dedica al mismo quehacer, recolectar y archivar datos. Viendo la vida
de Don José a distancia nos percatamos que no es más representativa que el mobiliario
de la oficina. La diferencia entre él y ellos es que Don José respira, come,
defeca y orina, de resto su vida es tan impersonal como la de cualquier
escritorio del Despacho gubernamental que Saramago nos describe como “un
enjambre burocrático que trabaja sin descanso desde la mañana hasta la noche”.
Los escribientes no
tienen más remedio, deshilvanar el tiempo por esos pasillos donde se escurren las sombras. A Don José la soledad
no le pesa, ni siquiera piensa en ella, ignora que existe. En el momento de
nuestro encuentro en las primeras páginas de la novela, Don José nos muestra
que es un hombre incapaz de dar testimonio sobre el amor. No ha tenido la
capacidad de amar, está imposibilitado de hacerlo debido a la perturbación de
su retraimiento existencial. Simple, jamás se propuso a amar, era algo ajeno a
su naturaleza, como jamás pensó tocar una computadora. Aunque es el año 1997, y
en la Conservaduría aún escriben con máquinas de escribir y el archivo se lleva
de manera manual.
Así, sin saber amar, su
vida se conforma con esas cuotas de pequeñas alegrías, los hallazgos y
descubrimientos sobre las famosas personalidades. El amor compromete una
porción de fe, como apunto Octavio Paz, “en todo amor hay una eucaristía”. Don
José está lejos de albergar esa posibilidad, pues quien se niega al pecado,
también está negado al milagro, y el amor comprende algo de esos dos. Don José
está condenado al desamor. Pero ésta no es su única condena, porque él es un
habitante de lo absurdo, como Sísifo quien vive
condenado a subir una inmensa piedra hasta la cima de una montaña y
luego dejarla caer, y volverla a subir y dejarla rodar otra vez por toda la
eternidad.
Una tarde a Don José lo
asalta la realidad. Tras sustraer de manera oculta cinco fichas originales de
personajes de renombre para hacer los duplicados para su colección y abrir el
paquete en su casa vio que algo cayó al
piso, era una sexta ficha que se vino pegada a las otras. No es la de una
persona famosa, es una ficha de una mujer común y corriente, Don José la
detalla al levantarla del suelo y la observa, algo de esa mujer lo conmueve,
Don José flechado por aquel rostro, siente un fuerte impulso, la urgente
necesidad, de conocerla.
A partir de ese momento
la vida de Don José tuvo un único fin, encontrar a la misteriosa mujer de la
ficha. Decide seguirle el rastro, duerme poco, piensa en ella mañana y noche;
la jornada de trabajo se le hace insoportable, mira a su alrededor y todo lo ve
marcado por el aburrimiento, a cada minuto ve el reloj, espera con ansiedad la
hora de salida. Su cuerpo vive una sola emoción, encontrarla.
Don José respira con la
certeza de ese encuentro. Recorre los lugares donde aparece algún registro, sus últimas direcciones de
residencia, la escuela donde estudió, entra y sale de los sitios protegido con
las sombras de la noche; asalta ventanas, registra viejos archivos de oficinas
donde ella trabajo, allana escuelas a la medianoche, deshoja la guía
telefónica, no descansa siguiendo los pasos de su nombre, pero todo es
infructuoso. Su frustración crece cada día tanto como su pasión, la necesidad
que tiene de ella gobierna sus sentidos y
dirige su vida.
Don José está enamorado
pero no lo sabe, ignora la sintomatología del contagio amoroso; deambula como
un fantasma, anda atolondrado e incongruente, presa de una agitación febril.
Abrumado por el fracaso
de su búsqueda, Don José decide tomar unas vacaciones, pero no descansa, dedica
el cien por ciento de su tiempo a trajinar día y noche tratando de dar con ella
. Duerme poco por su mente inquieta, siente que la ciudad se la esconde, le
borra cada pista. Cuando Don José cree estar cercano a encontrarla, el azar
inmóvil que reacomoda el orden de las cosas, lo extravía, y Don José debe
volver mismo al punto de partida, una y otra vez. No confía en nadie, se siente
vigilado pero lo sabe desde un ámbito incierto porque no logra comprobar nada.
Un día mientras trabajaba
en la sección de fallecidos del Registro Civil, se encontró con la ficha de
ella; lo primero pensó era que se trataba de una confusión o quizá alguien
semejante con el mismo nombre. Entonces examinó la nueva ficha, leyó los datos adjuntos y
comprobó que era ella, los más apesadumbrados sentimientos hicieron peso sobre
su cabeza. Era ella no había duda, hacía pocos días que había muerto. Mareado,
y con visibles síntomas de estar descompensado, Don José se sentó en su
escritorio exhibiendo en su rostro una palidez de sudario, había sufrido un
cataclismo en su conciencia que le derrumbó todo.
Una vez aceptada la
infeliz realidad de su muerte, Don José hizo lo indecible, hasta el inventar
una excusa oficial, para ir tras ella en el Cementerio, tiene la esperanza
romántica de pararse sobre su tumba, y poder presentir de alguna manera algo de
su disipada presencia. En el cementerio le ubican el número de la tumba y la
sección donde reposa, está enterrada en la zona de los suicidas, enterarse de
eso supuso un nuevo golpe bajo para Don José. Él buscándola con la vida, ella
alejándose con la muerte. Pasa y se adentra en el cementerio, le dicen que en
las siguientes dos horas cesan las actividades.
Don José asistido por un
croquis va a la sección indicada. Llega con la última puesta de sol de la
tarde, se cierne la oscuridad pero no lo amedrenta, se queda ahí parado sobre
la tumba de ella, por fin la encontró,. ensimismado en sus pensamientos Don
José no se percata que ha avanzado la noche, y sigue ahí junto a la cripta,
pasan horas hasta que se da cuenta, es tarde y decide pasar la noche alli. Se
recuesta al pie de un olivo justo frente a la tumba. Al amanecer cuando se
dispone a marcharse, presto a abandonar con gesto de gallardía el lugar del reposo de la mujer que ama sin
saberlo, a Don José lo sorprende la aparición de un pastor y un rebaño de ovejas
que éste lleva a apacentar por aquel lado del camposanto; el ovejero lo saluda
y le pregunta que hace ahí a esas horas. Don José le explica que vino por la
tarde a visitar la tumba de una amiga y se había quedado dormido junto a su
tumba.
El pastor en su respuesta
le sugiere que ese cementerio es un laberinto invisible, “Por ejemplo, la
persona que está aquí, dijo el pastor tocando con el cayado el montículo de
tierra, no es quien usted cree (…) Quiere decir que ese número está equivocado,
preguntó temblando Don José (…) Ninguno de los cuerpos que están aquí
enterrados corresponde a los nombres que se leen en las placas de mármol, dijo
el pastor”.
Don José es expulsado una
vez más de su frágil ensueño, su mente da un vuelco, es como una locomotora que
viaja a 100 Km/h y choca de frente con la realidad, Todo se desdibuja, en ese
mundo donde vive la mente de Don José, un mundo extraño e incomprensible que lo
mantiene hechizado, viviendo dentro de una pesadilla de la que parece no puede
despertar, y que lo arrastra con fuerza abismal, con un sentimiento depravado,
hacia las zonas más turbias e inescrutables del alma humana.
Antes de admitir su
derrota definitiva interroga el pastor albergando una cierta esperanza: “¿Y los números? Pregunta Don José. Están
todos cambiados, repuso el pastor, (…) alguien los cambia antes de de que
traigan y coloquen las piedras con los nombres”.
Al salir del Cementerio,
y pese a la adversidad acontecida Don José decide seguir viviendo la intriga de
averiguar mas sobre la vida de aquella mujer. No se da por vencido pese al revés sufrido. Sabe que no existe ninguna posibilidad de tener un
encuentro cara a cara con ella, pero decide buscarla entre los espacios metafísicos
que le provee la imaginación; es el último rebrote de una pasión que le
permitirá sobreponer los ánimos, para empezar a reunir la mayor cantidad de
datos posibles para reconstruir, cada día, cada paso de la vida de ella.
Don José se conformará
con hacer el registro de su historia. Si, un registro es la única forma que
tiene para resolver el acertijo de encontrarla. Quizá en algún momento entre en razón y descubra lo inútil
de su empeño. Entonces comprenderá que ella es solo el recuerdo de algo que no
tuvo, pero que esta ahí, como aquello que se puede ver pero no tocar que es la
nostalgia. La muerte no es opuesta a la vida, es parte de ella, dice Haruki
Murakami en su novela Tokio Blues, si algún día Don José llegara a leerla,
entonces comprendería que esa mujer que se ha obsesionado por encontrar, vive presente en su vida, y que él sigue
buscándola sin saberlo.
Douglas González Droz
©Copyright. Douglas González