domingo, 27 de junio de 2021

 

Después de Casablanca


La muy focalizada sociología hollywoodense, siempre a la búsqueda del color local y sus elementos exóticos, fue por muchos años el único testigo ocular de realidades lejanas y exactas que nos llegaban en forma de películas, imágenes y palabras, porque estaban fuera del alcance del ámbito civilizado. Lugares lejanos de las activas metrópolis, y cuyo conocimiento de los pueblos que estaban perdidos más allá de  su horizonte, era alimentado con el mismo ingrediente que se fabrican las leyendas.

Es el caso de Tanger, ese pedazo de tierra bereber, ubicada al Norte de Marruecos, que por su cercanía al Peñón de Gibraltar, se convirtió en el puente de entrada de Europa a África y a la región del Medio Oriente también fue un territorio incierto, "terra incognita". Películas como Casablanca -1942- nos muestran una elocuente imagen de la época en que la ciudad era gobernada por las mafias del contrabando, ofreciendo más que una revelación del espíritu del lugar, una descripción que va más allá de lo reseñado en las guías turísticas.

La película Casablanca es como un ojo que recorre la teatral vida cotidiana, que en todo parece poner un acento melodramático, entremezclado con altas dosis de romanticismo, severos signos de decadencia y excesiva peligrosidad.

La Tanger de la década de los años 40, era una ciudad pobre, pero con encanto, el contrabando era la empresa más lucrativa del momento, que brillaba con todo el esplendor de una galaxia recién formada.

Sorprendente, te acostabas pobre y te levantabas rico, la fortuna podía alcanzarse en una sola la noche; pero de la misma manera podía perderse en cuestión de horas. Por el mundo se oía la noticia, sólo necesitas un poco de suerte para hacerte rico en Tanger.

El dinero tapizaba sus calles, el gasto vilipendioso se incrementaba como los acordes de una marcha rimbombante, aunque en la parte antigua la ciudad, estaba sumergida en una atmósfera taciturna; el ambiente era calmo y revelaba sosiego, que de alguna forma contagiaba con su clima de quietud al otro lado de la ciudad; el emergente con su nueva economía, y así ambos terminaban acoplándose en una densidad monótona, donde el cambio es una extrañeza como pasa en la sinfonía “El Bolero” del compositor Maurice Ravel, de acentuada influencia morisca, que repite “ad infinitum” un tema y un contra-tema, que en cierta manera  describe esos dos lados de la vida, uno donde los días son iguales en blanco y azul, teniendo de fondo los colores del desierto, impregnando todo de luz y calor. Dos, otro que alberga una vida llena de vanidades, y en la que los diseñadores franceses enviaban sus bellas modelos con los trajes de su última colección que junto a los más modernos automóviles, últimos modelos, se disputaban las calles junto a los asnos y camellos.

Cualquier cosa se podía comprar en Tanger, una ciudad de dos caras; la  tradicional árabe con mixturas bereber, y la inquietante llena de perversidad y lujuria, de ostentosa vida nocturna. Todo, desde drogas, armas hasta la siempre codiciada carne humana (léase trata de blancas), podía negociarse en la terraza de algún café que funcionaba como el mercado negro de la mafia, desde un avión hasta un pequeño país africano sin nombre preciso en el mapa.

Algún parecido con la realidad actual latinoamericana, es pura casualidad, o un cruce de tiempos, porque esas historias oscuras que por años llenaron el imaginario social sobre los países del Medio Oriente y el espíritu cautivo de sus ciudades al borde del desierto, se ha mudado para América Latina; aunque existe una gran diferencia, la cultura del crimen en este lado del mundo, carece de la seducción y el misterio que rodeaba la geografía del Sahara; aquí la violencia es pornográfica; y aunque se escriban en Hollywood muchos libretos sobre esta realidad, lo más seguro es que ni en una sola de esas películas podamos ver una escena tan memorable como esa donde Humphrey Bogart, dice recostado del piano –tras recibir la noticia del abandono de la mujer que fue el exceso de su vida- , “Play it again Sam”.

 

La condena eterna de la fantasía




Cada lector reescribe la novela que lee, hace una versión única del texto porque completa con su imaginación, junto a los recursos de su fantasía, aquellos silencios, omisiones de la trama novelística que deliberadamente fueron excluidas por el autor, quien en su texto sólo entrega un segmento de la historia total; este desempeño de complementar aspectos de la trama, es el que convierte a la multitud de lectores, en escritores de lo que leen.

El texto original es sólo el punto de partida de una extravagante y prolongada permutación de las lecturas que lo reescriben. De allí, que cada lectura responda a la imaginación y subjetividad del lector, nunca habrá dos lecturas de una obra con la misma percepción narrativa ni estética. Cuando leemos imaginamos, aquello que no nos dice el narrador, por no sobreabundar el texto, al que le agregamos lo que de su lectura nos cuenta la imaginación.

Afirmar que cada lectura reescribe una nueva versión de una novela, no es un acto temerario. Así tenemos que La Ilíada de Homero contaría con cientos de miles de versiones generadas por cada uno de sus lectores, y que se seguirán multiplicando mientras se lea este clásico de la literatura. Es oficio del lector completar aquellas partes en blanco, de lo que no se nos cuenta nada en la historia original.

Cabría preguntarse ¿cuál es la original de todas sus versiones? Ninguna lo es, decirlo sería incurrir en una grave equivocación. Una novela, una obra épica, no existe hasta tanto no es leída por alguien, pero una vez que esto sucede el texto se disipa en las manos del lector y pasa a ser sujeto de la infinita permutación de su fantasía.

Para algunos críticos literarios esta condición es revelada como un recurso técnico, denominado como “el dato oculto”, pero todas las obras están fecundadas de igual manera, haciendo más evidente el verdadero papel del lector que es la de inventar los datos ausentes en cada historia, a medida que se va adentrando en las líneas del texto.

 Cuando se lee la frase que pronuncia el protagonista de la novela de Joseph Conrad “El corazón de las tinieblas”, el aventurero Charles Marlow, al navegar el río Congo en África, tras observar lo degradante de los campamentos improvisados que yacen en los rincones del río, dice, “hemos llegado a las puertas del infierno”.

Tras leer esa frase la imaginación agrega nuevas escenas y elementos que responden a lo más íntimo de la ilusión: Tupida selva, cruenta y agresiva, semejante a una bestia salvaje sumergida en su sopor tropical, toda ella esparce en su resoplar un aire enrarecido capaz de fundir las voluntades de aquellos que se acercan al costado de esa mole gigantesca de intrincada vegetación cuyos árboles parecen estar anudados entre sí, a lo largo y ancho de cientos y cientos de kilómetros que se extienden selva adentro.

Cada vez que alguien se adentran en ella, al traspasar el borde del camino, esta  aventurándose en lo inexplicable.

Por eso quizá toda esa vorágine de hombres y mujeres asentados a la orilla del gran río Congo, vivían entre la ruina, la basura, la miseria y los desechos humanos confundidos en el extenso lodazal que se formaba a lo largo de sus márgenes. Las casas las llamaban, Kilukeni kanda, pero en realidad no eran casas, ni siquiera habitaciones, las más de las veces se trataba de montones de piedras o maderos, dispuestos de manera irregular, tratando de figurar una habitación, con techos de restos de palma, cortezas y bejucos amontonados con improvisación.

Era un asentamiento en el que la realidad tal como la conocemos estaban adulterados los espacios, había un regadero, sin límites; un conjunto anárquico y descollante de vulgaridad. En un morada podía ver a alguien dormitando en el día acostado sobre unos harapos sucios, a medio vestir y cubierto por un enjambre de moscas, y a menos de dos metros se podía entrever a una pareja copulando de manera desenfrenada apenas tapados con un guiñapo de tela transparentada por lo vieja y gastada, hecha jirones, colgada entre dos pilas de piedras.

La violencia es la constante día a día en ese enjambre de lo incivilizado. A unos treinta metros de un improvisado embarcadero se ve balancear el cuerpo de un hombre guindado de un árbol,  había sido linchado tras ser sorprendido violando a una niña de once años. Al atardecer un muchacho es degollado para robarle su ración de comida. Río abajo flotan henchidos en su descomposición, los cuerpos de dos hombres que habían sido quemados vivos. Pena máxima por esos lares, castigo que consiste en bañar al trasgresor de combustible y prenderte fuego mientras duerme.

Algunos refugios tenían colgadas en sus entradas cabezas humanas cercenadas, momificadas por el calor, el tiempo y lo sofocante de aquel clima; se mostraban como prestigiosos trofeos para su dueño.

El ser humano es un ser que ambiciona totalidades, por eso su vocación a completar los cuadros en blanco, incluso en la realidad que lo rodea. Cuando examinamos la lógica analítica de la que se vale el detective Sherlock Holmes, nos damos cuenta de un hecho particular, que con apenas una pieza, arma todo el rompecabezas. La reunión de pistas de cada caso, no es otra cosa que encontrar el dato oculto, el leit motiv del crimen y su perpetrador.

A través del relato "El Corazón de las Tinieblas", el territorio africano se nos muestra como una franja marcada por la barbarie, opuesta a la cultura y valores del mundo occidental. África no es un continente, es otra dimensión de lo humano, y el Congo descrito por Conrad vive bajo el espeso manto de una niebla que va y viene, pero que siempre está presente como un techo de oscuridad y de sombras que acobija un mundo aparte.

¿Quiénes son ellos? No hacen proclamas, ni son especializados inventores, ni persiguen la genialidad; tampoco están afiebrados por el virus del conocimiento, ni desarrollan la ciencia, el libro les es un objeto extraño, los derechos humanos una frase vacía, hueca; la vida se comprende en amos y esclavos, ambos gobernados por la muerte. Tienen adornos y fetiches con más valor que un ser humano. No construyen imperios, ni metrópolis como los antiguos egipcios, la mayoría de sus comunidades vive en la soterrada era del neolítico.

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Don José


Existen los escritores de culto, aquellos a los que un grupo de lectores sigue y se apega con devoción, la obra de ese escritor, se persigue, sus libros y los conservan como si se tratara de la reliquia mortuoria de un santo, y forman una especie de feligresía para quienes el volumen de cada texto es un objeto de veneración, incluso algunos elevan a ese autor a una especie de dios personal, del que cada palabra, cada frase la asumen con una fe ciega.

Tengo un amigo cuya adhesión a la obra del escritor Ernesto Sábato, no fue propiamente un culto, sino una variante del afecto pocas veces comprendida que es la amistad literaria, la podemos diferenciar del culto porque en ella no intermedia la existencia de una idolatría, ni de una veneración. La amistad literaria tiene una forma de trascendencia del amor basada en los libros y sus lecturas, que nos permite prescindir de los ritos del conocerse mutuamente, del saludo, de estrechamiento de manos o del abrazo fraterno, o de estar al tanto o no, sobre la existencia del otro.

Ritualidad que es sustituida por la simbología que reposa en sus textos, que nos  remite a esa mirada inaugural con la que desde ellos se cifra el mundo, y prolongan la existencia de otras realidades que sólo pueden abordarse dentro de ese universo de palabras.

Una amistad literaria nace de lo admirativo; así era el lazo que unía a mi amigo con Ernesto Sábato. Por eso cuando el centenario escritor murió, enseguida lo llamé y le di mi más sentido pésame, algo que mi amigo agradeció.

En la lista de mis amistades literarias se encuentra José Samarago, quien ocupa una posición relevante y entre las más sentidas y cercanas, por la naturaleza revelada de su obra; pero sobre todo, por la de conexión inesperada que encuentro en sus novelas, hay en ellas ecos ancestrales que se descifran detrás de sus palabras que semejan a las memorias perdidas.

Saramago es uno de esos escritores cuya obra crece en una dimensión particular, al igual que William Faulkner, García Márquez, Joseph Conrad, Dostoievski, Virginia Woolf, Philip Roth, John Doss Passos, Saúl Bellow, entre muchos otros. Escritores de los que siempre lamentaremos leer su último libro.

La voz de Saramago se apagó en el año 2010, desde esa fecha tomé en cuenta que no habrían nuevos libros de él, que ya no nos brindaría el acostumbrado asombro de su particular inventiva. Tengo casi todos los libros escritos por Saramago, a excepción de dos o tres, para el momento de su muerte tenía pendientes por leer seis de esos títulos, los cuales decidí digerir con mesura, como quien degusta la última botella de un vino añejo celosamente envejecido; los voy leyendo a la razón de uno o dos por año, pienso que cuando se me acaben me tocará releer aquellos que considere más cercanos a mi inquietud literaria.

Parte de esa lectura comedida es la novela “Todos los nombres”, una trama que refleja la escisión del tiempo exterior y el abrir una brecha por donde asomarnos a la conciencia de Don José, quien vive en una burbuja de la que  entra sale por momentos para asomarse a la realidad. Su trabajo es rutinario, impensado como si fuese un mecano, su existencia está volcada en seguir en horas secretas, la pista a las divagaciones de una secreta obsesión.

Don José es el único nombre que aparece en las 318 páginas de la novela, el resto de los personajes son como piezas de ajedrez, carecen de nombre particular, se conocen por sus funciones. El edificio donde está la Conservaduría General del Registro Civil, al igual que Don José es una vieja construcción que no entró en el inventario de la modernidad, luz eléctrica y teléfono son la mayor expresión tecnológica que hay en esa oficina, y que Saramago describe: “La puerta antigua, la última capa de pintura marrón está descascarillada, las venas de la madera,  a la vista, recuerdan una piel estriada. Hay cinco ventanas en la fachada. Apenas se cruza el umbral, se siente el olor a papel viejo”.

En ese edificio cumple un horario de perpetuidad Don José, llenando ficheros, actualizando la data de vivos y muertos. Es un hombre rubicundo, con vientre un tanto prominente, su cuerpo denota ausencia de ejercicio y es una gran suma de flacidez; sobrepasa la mediana edad y parece que llevará años arrastrando el cansancio, su rostro denota las marcadas líneas de una prolongada obstinación. Vive en una pequeña casa que está justo al lado de la Conservaduría, y que de hecho pertenece a ese organismo, al igual que le pertenece Don José. La casa posee una puerta interna que la comunica directamente con la sala de despachos.

Don José se ha obsesionado en  hacer un seguimiento de la vida de personajes famosos. Lo hace a través de las actualizaciones de información oficial  que llegan a esa oficina, actas de matrimonios, nacimientos de hijos, cambio de residencia, adquisición de nuevas propiedades, traspasos de vehículos, y un largo etcétera de menudencias de la vida común y que el aparato burocrático se encarga de archivar.

Digamos que Don José tiene especial predilección por la gente famosa. Por eso cada tarde tras la hora del cierre oficinesco, él se escurre y toma prestadas las fichas originales del Registro, para hacer un duplicado exacto para su archivo que consta de varias carpetas, en las que el va agregando los aspectos novedosos que sobre ellos publiquen los periódicos o revistas. Cada noche Don José tijera en mano se da a la faena de recortar montones de páginas con lo publicado e integrarlos a sus carpetas.

Parco de gestos, reservado de palabras, como buen burócrata viste de manera formal y sin relevancia, sobre su camisa torpemente planchada remata una corbata que cierra su nudo condenatorio bajo los pliegues de su papada. Siempre viste de gris o marrón, indistintamente de la época del año, tiene dos abrigos y una cazadora, debajo de su catre guarda cada noche, tras repulirlos, el único par de zapatos que tiene. Sobre su cabeza deslucen unos largos mechones de color cenizo que tratan de ocultar su incipiente calvicie. Tiene la estampa de un hombre triste.

Toda soledad soporta una repetición, una rutina inconmensurable, la de Don José es la de ir a de una realidad a otra, la de la oficina de la Conservaduría, a su casa-habitación; en ambas se dedica al mismo quehacer, recolectar y archivar datos. Viendo la vida de Don José a distancia nos percatamos que no es más representativa que el mobiliario de la oficina. La diferencia entre él y ellos es que Don José respira, come, defeca y orina, de resto su vida es tan impersonal como la de cualquier escritorio del Despacho gubernamental que Saramago nos describe como “un enjambre burocrático que trabaja sin descanso desde la mañana hasta la noche”.

Los escribientes no tienen más remedio, deshilvanar el tiempo por esos pasillos donde se  escurren las sombras. A Don José la soledad no le pesa, ni siquiera piensa en ella, ignora que existe. En el momento de nuestro encuentro en las primeras páginas de la novela, Don José nos muestra que es un hombre incapaz de dar testimonio sobre el amor. No ha tenido la capacidad de amar, está imposibilitado de hacerlo debido a la perturbación de su retraimiento existencial. Simple, jamás se propuso a amar, era algo ajeno a su naturaleza, como jamás pensó tocar una computadora. Aunque es el año 1997, y en la Conservaduría aún escriben con máquinas de escribir y el archivo se lleva de manera manual.

Así, sin saber amar, su vida se conforma con esas cuotas de pequeñas alegrías, los hallazgos y descubrimientos sobre las famosas personalidades. El amor compromete una porción de fe, como apunto Octavio Paz, “en todo amor hay una eucaristía”. Don José está lejos de albergar esa posibilidad, pues quien se niega al pecado, también está negado al milagro, y el amor comprende algo de esos dos. Don José está condenado al desamor. Pero ésta no es su única condena, porque él es un habitante de lo absurdo, como Sísifo quien vive  condenado a subir una inmensa piedra hasta la cima de una montaña y luego dejarla caer, y volverla a subir y dejarla rodar otra vez por toda la eternidad.

Una tarde a Don José lo asalta la realidad. Tras sustraer de manera oculta cinco fichas originales de personajes de renombre para hacer los duplicados para su colección y abrir el paquete en su casa vio que algo cayó  al piso, era una sexta ficha que se vino pegada a las otras. No es la de una persona famosa, es una ficha de una mujer común y corriente, Don José la detalla al levantarla del suelo y la observa, algo de esa mujer lo conmueve, Don José flechado por aquel rostro, siente un fuerte impulso, la urgente necesidad, de conocerla.

A partir de ese momento la vida de Don José tuvo un único fin, encontrar a la misteriosa mujer de la ficha. Decide seguirle el rastro, duerme poco, piensa en ella mañana y noche; la jornada de trabajo se le hace insoportable, mira a su alrededor y todo lo ve marcado por el aburrimiento, a cada minuto ve el reloj, espera con ansiedad la hora de salida. Su cuerpo vive una sola emoción, encontrarla.

Don José respira con la certeza de ese encuentro. Recorre los lugares donde aparece algún  registro, sus últimas direcciones de residencia, la escuela donde estudió, entra y sale de los sitios protegido con las sombras de la noche; asalta ventanas, registra viejos archivos de oficinas donde ella trabajo, allana escuelas a la medianoche, deshoja la guía telefónica, no descansa siguiendo los pasos de su nombre, pero todo es infructuoso. Su frustración crece cada día tanto como su pasión, la necesidad que tiene de ella gobierna sus sentidos y   dirige su vida.

Don José está enamorado pero no lo sabe, ignora la sintomatología del contagio amoroso; deambula como un fantasma, anda atolondrado e incongruente, presa de una agitación febril.

Abrumado por el fracaso de su búsqueda, Don José decide tomar unas vacaciones, pero no descansa, dedica el cien por ciento de su tiempo a trajinar día y noche tratando de dar con ella . Duerme poco por su mente inquieta, siente que la ciudad se la esconde, le borra cada pista. Cuando Don José cree estar cercano a encontrarla, el azar inmóvil que reacomoda el orden de las cosas, lo extravía, y Don José debe volver mismo al punto de partida, una y otra vez. No confía en nadie, se siente vigilado pero lo sabe desde un ámbito incierto porque no logra comprobar nada.

Un día mientras trabajaba en la sección de fallecidos del Registro Civil, se encontró con la ficha de ella; lo primero pensó era que se trataba de una confusión o quizá alguien semejante con el mismo nombre. Entonces examinó la  nueva ficha, leyó los datos adjuntos y comprobó que era ella, los más apesadumbrados sentimientos hicieron peso sobre su cabeza. Era ella no había duda, hacía pocos días que había muerto. Mareado, y con visibles síntomas de estar descompensado, Don José se sentó en su escritorio exhibiendo en su rostro una palidez de sudario, había sufrido un cataclismo en su conciencia que le derrumbó todo.

Una vez aceptada la infeliz realidad de su muerte, Don José hizo lo indecible, hasta el inventar una excusa oficial, para ir tras ella en el Cementerio, tiene la esperanza romántica de pararse sobre su tumba, y poder presentir de alguna manera algo de su disipada presencia. En el cementerio le ubican el número de la tumba y la sección donde reposa, está enterrada en la zona de los suicidas, enterarse de eso supuso un nuevo golpe bajo para Don José. Él buscándola con la vida, ella alejándose con la muerte. Pasa y se adentra en el cementerio, le dicen que en las siguientes dos horas cesan las actividades.

Don José asistido por un croquis va a la sección indicada. Llega con la última puesta de sol de la tarde, se cierne la oscuridad pero no lo amedrenta, se queda ahí parado sobre la tumba de ella, por fin la encontró,. ensimismado en sus pensamientos Don José no se percata que ha avanzado la noche, y sigue ahí junto a la cripta, pasan horas hasta que se da cuenta, es tarde y decide pasar la noche alli. Se recuesta al pie de un olivo justo frente a la tumba. Al amanecer cuando se dispone a marcharse, presto a abandonar con gesto de gallardía el  lugar del reposo de la mujer que ama sin saberlo, a Don José lo sorprende la aparición de un pastor y un rebaño de ovejas que éste lleva a apacentar por aquel lado del camposanto; el ovejero lo saluda y le pregunta que hace ahí a esas horas. Don José le explica que vino por la tarde a visitar la tumba de una amiga y se había quedado dormido junto a su tumba.

El pastor en su respuesta le sugiere que ese cementerio es un laberinto invisible, “Por ejemplo, la persona que está aquí, dijo el pastor tocando con el cayado el montículo de tierra, no es quien usted cree (…) Quiere decir que ese número está equivocado, preguntó temblando Don José (…) Ninguno de los cuerpos que están aquí enterrados corresponde a los nombres que se leen en las placas de mármol, dijo el pastor”.

Don José es expulsado una vez más de su frágil ensueño, su mente da un vuelco, es como una locomotora que viaja a 100 Km/h y choca de frente con la realidad, Todo se desdibuja, en ese mundo donde vive la mente de Don José, un mundo extraño e incomprensible que lo mantiene hechizado, viviendo dentro de una pesadilla de la que parece no puede despertar, y que lo arrastra con fuerza abismal, con un sentimiento depravado, hacia las zonas más turbias e inescrutables del alma humana.

Antes de admitir su derrota definitiva interroga el pastor albergando una cierta esperanza:  “¿Y los números? Pregunta Don José. Están todos cambiados, repuso el pastor, (…) alguien los cambia antes de de que traigan y coloquen las piedras con los nombres”.

Al salir del Cementerio, y pese a la adversidad acontecida Don José decide seguir viviendo la intriga de averiguar mas sobre la vida de aquella mujer. No se da por vencido pese al revés sufrido. Sabe que no existe ninguna posibilidad de tener un encuentro cara a cara con ella, pero decide buscarla entre los espacios metafísicos que le provee la imaginación; es el último rebrote de una pasión que le permitirá sobreponer los ánimos, para empezar a reunir la mayor cantidad de datos posibles para reconstruir, cada día, cada paso de la vida de ella.

Don José se conformará con hacer el registro de su historia. Si, un registro es la única forma que tiene para resolver el acertijo de encontrarla. Quizá en algún momento entre en razón y descubra lo inútil de su empeño. Entonces comprenderá que ella es solo el recuerdo de algo que no tuvo, pero que esta ahí, como aquello que se puede ver pero no tocar que es la nostalgia. La muerte no es opuesta a la vida, es parte de ella, dice Haruki Murakami en su novela Tokio Blues, si algún día Don José llegara a leerla, entonces comprendería que esa mujer que se ha obsesionado por encontrar, vive presente en su vida, y que él sigue buscándola sin saberlo.

Douglas González Droz

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