domingo, 26 de noviembre de 2023

 

Thomas Pynchon: el outsider invisible

 En su mente…“se habían fusionado todas en una sola calle abstracta que, cuando había luna llena, le provocaba pesadillas. Perro convertido en Lobo, luz convertida en crepúsculo, vacuidad convertida en presencia expectante (…) a la moza de bar con una hélice tatuada en cada nalga, a un orate potencial estudiando la mejor técnica para atravesar de un salto la luna de un escaparate (¿Cuándo se debe gritar ¡Jerónimo!, antes o después de que el cristal se rompa?) …“



El párrafo es un subrayado mío de la novela V. del escritor norteamericano Thomas Pynchon, debo admitir que la obra de este narrador elusivo, obsesivo cultivador del anonimato, seduce desde la primera línea. Es un contador de historias que guarda ese sello de la literatura norteamericana de las primeras décadas del Siglo XX, cuyos exponentes se atrevieron a todo, contra todo el “establishment” de la época. Su prosa y su ritmo siempre parece tener algo nuevo que revelar, inédito, como si leyéramos a un talento literario recién aparecido en cada uno de sus libros, lo leemos con el mismo placer y devoción de manejar un auto nuevo último modelo.

El influjo que ejerce la fuerza de su órbita gravitatoria de su obra es inmenso y perdurable, quien lee a Pynchon le pasa lo mismo que al lector de Dostoyevski, está condenado a recordarlo para siempre. 

Hay huellas de su densidad narrativa -que el foro de los academicistas llaman maximalismo literario-  que he encontrado presente en otros escritores, que podemos encontrar en la novelística de Paul Auster o en la del japonés Haruki Murakami, en este último, con en la irrupción de lo fantástico, o en la elaboración de sus atmósferas, para lo cual no ha hecho falta ningún milagro metafísico, porque Murakami ha admitido su marcada influencia de la literatura norteamericana, de autores como Jack Keroauc, quien como Pynchon, formó parte del movimiento Beat de la literatura estadounidense, cuyos miembros rompieron los viejos moldes y se atrevieron a contar las cosas como nunca antes se habían contado. Pynchon fue parte de ese grupo y también bebió del mismo pozo de la irreverencia que alimentó el talento de esos outsiders que la historia bautizó como la Generación Perdida.

Pynchon al igual que Virginia Woolf, expone una literatura que es más que una herramienta expresiva, es una forma de vivir, es el alfa y omega de la existencia; la única manera factible de respirar el mundo y de explicar y explicarse sus sintomatologías, sus engaños y la larga cadena que procuran los sentidos, percepciones y su repercusión en las emociones.

Sin duda, Pynchon es un pesimista con influencias platónicas, siempre tiene a la mano un boleto para abordar el tren conducido por el filósofo Arthur Schopenhauer, quien consideraba que el arte nos libera del dolor de la existencia, porque es una forma de conocimiento privilegiada, un conocimiento metafísico que tiene que ver con la contemplación desinteresada de las ideas en su sentido trascendental, es decir en los términos ya indicados por Platón, de aquello que es inmodificable e imperecederamente verdadero.

En este sentido Schopenhauer, indicaba que las ideas son las genuinas objetivaciones de la Voluntad, las define como especie, arquetipos, lo esencialmente real, universales y genéricas. Las ideas están fuera del espacio y el tiempo y del principio de causalidad en todas sus formas porque son eternas e inmutables. Incluso están fuera del alcance del individuo como tal, que sólo puede conocer cosas individuales, objetos que son objetivación inmediata de la voluntad y mediata de las ideas, por ser sus representaciones.

Las novelas de Pynchon son mucho más que buenas historias literarias, son mundos revelados desde el ámbito imperecedero de las ideas que replican argumentos de eternidad.

lunes, 22 de mayo de 2023

 

Una partida de billar


Era un café tradicional con una atmósfera que recordaba los años 50. Aquel recinto lúdico desmembrado del tiempo era atendido por Gaspar un italiano de piedemonte. Era un espacio habitado por la brevedad del recuerdo, también un lugar de sombra, de temperatura fresca como el de las cuevas donde se almacenan los vinos o los quesos añejos. Entrar ahí era salir de la ciudad, y asomarte a una ventana a una Italia imaginaria. Nadie hablaba en español, eran otras voces, en ese idioma que tenía algo de épico y su pronunciación venía junto al énfasis de abundantes gestos de sus manos que le otorgaban un cierto acento actoral. Apoyado en la barra con una taza de café, su mente se iba con el transcurrir del tintineo de las tazas de cerámica blancas con bordes de líneas verdes que entrechocaban en el lavaplatos, fregadas con celeridad y certeza por las manos de Gaspar quien las enjuagaba e iba ordenando en una bandeja con la maestría de un croupier.

El ambiente de la barra siempre estaba cargado de los vapores emanados por la vieja máquina italiana “Gaggia” de acero inoxidable donde se colaba el mejor café “expresso” del mundo, que con singular devoción Gaspar, desarmaba,  limpiaba y pulía cada tarde, hasta que sus partes cromadas quedaran tan relucientes como una nave de artillería de fuego, haciendo relumbrar cada aspecto de su diseño “Vintage”, posada sobre el mostrador,  poseía un brillo tan deslumbrante como el de un Buick “Road Master” descapotable de los años 50, que con sus frontales con dientes cromados eran capaces de lanzar destellos a trescientos sesenta grados al rodar sobre el asfalto.

El local estaba dividido por una mampara de madera con forma de arco en el centro donde colgaba una cortina plástica con flecos de colores, que nos daban noticias de que pasábamos a un ambiente de tahúr que separaba al salón de billar del resto del mundo.

Era un lugar sencillo y preciso, alumbrado por la penumbra de dos lámparas bajas de salón sobre cada una de las mesas, que no iluminan rostros sino las dos bolas blancas y una roja en su ir y venir sobre el tapete verde, rebotando de las bandas tras ser golpeada en cada jugada.

Como un mar de niebla, sobre la cabeza de los jugadores se movían las nubes del humo incesante de media docena de fumadores, que liaban sus cigarros guindados en la comisuras de sus labios, mientras mantenían el taco al ristre que el jugador de turno apoyaba en el borde la mesa como si fuera un largo bastón de mando y golpeaba la bola para describir la secreta geometría de su jugada que sólo ellos conocían su valor pasando cercana o tumbando una de las cuatro fichas blancas o la única negra, parecidas a diminutos bolos de bowling que estaban colocadas en el centro de la mesa. Al final de cada tiro si había habido carambola, el director de la partida anotaba en una pizarra que consistía en fichas de madera ensartadas en tiras de alambre que movían de un extremo a otro para marcar la puntuación, eran un rollo de fichas blancas, rojas y negras, que acumulaban en un orden según el valor de cada jugada.

Era algo más que un salón de billar era el bunker donde se guarnecían aquellos italianos que al final de cada día, iban a aquel salón a pasear su elegancia y a recuperar un poco de su identidad, alrededor de las tres mesas con los tacos de madera en la mano, con los que golpeaban las tres bolas en juego. buscando dominar el arte del billar con elegancia y estilo, algo que incrementaban sus trajes de sastrería, sus camisas de corte preciso y aquellas corbatas de tejidos elegantes enlazadas a sus cuellos y que jamás él veía en ninguna otra parte de la ciudad

Parado allí en el café, en su oficio de observador, a simple vista, podía ser juzgado como un hombre cualquiera de esos que cruzan las calles con la peregrinación que elaboraban sus pasos todos los días. No había ningún rasgo característico en él, ni siquiera su densa monotonía en el vestir nos llevaría a pensar que se trataba de un ser acosado por esos abismos de naturaleza astrofísica que gravitaban en su mente. Menos aún podría sospecharse que había convertido su vida en una obsesión, de traspasar realidades y saltar de un universo a otro.

Al principio atesoró ideas ingenuas pensó que un hoyo o un hueco podían ser el epicentro energético que sirviera de plataforma para ese viaje, pasó largo tiempo observando lo profundo de las cavidades, hasta darse cuenta de su inutilidad.

Luego pensó en la necesidad de la velocidad, de contar con un vehículo impulsor, fue cuando le dio por contratar taxis a los que hacía atravesar los túneles de la autopista a 120 kilómetros por hora, lo que resultó una tarea infructuosa.

Un día mientras esperaba el tren del Metro, intuyó que en aquel lugar coexistían realidades paralelas. Convencido de que ahí era el sitio donde podía darse la conexión, todos los días, a la misma hora, se dirigía a abordar el subterráneo; recorría sus doce estaciones, esperando que en algún momento se concatenaran las misteriosas leyes que gobiernan ese extraño fenómeno, encargado de fabricar una copia de nosotros y todo lo que nos habitaba en el momento que lo atravesamos. Pensaba que aquello era como un gran pez capaz de engullirlo todo, vagones y pasajeros para luego vomitarlos en otra realidad, sin que nadie nunca se entere o se percate de lo sucedido. Porque la travesía por estos pasajes temporales apenas dura un instante, como un destello de luz, así es como se conectan dos universos.

Luego, tiempo después se enteró que un grupo de científicos habían llegado a su misma conclusión, con pruebas más concretas y los llamaban agujeros gusanos. Y pensó que si ellos habían llegado a descubrir los agujeros gusanos, también estaban enterados de su efecto, de la multiplicación de realidades que  estos producían sin cesar, y comprendió lo nefasto que resultaría dar a conocer esa noticia para el resto de la humanidad. El mundo quedaría sujeto al caos de la irracionalidad porque las personas no sabrían en qué momento estarían viviendo en lo genuino original, en el molde perfecto como le llamó Platón- o si su existencia residía en una vulgar copia imperfecta.

Como todos los que alimentan su mente con extrañas teorías astrofísicas, él creía que la vida tal como la conocemos, no está limitada al universo observable. Creía con certeza de que vivimos atravesando agujeros gusanos, y que al otro lado sale un duplicado de nuestra existencia, algo que puede suceder innumerable número de veces. Estaba convencido de que hay copias nuestras regadas en la vastedad del espacio, porque estos agujeros actúan como una compleja máquina fotocopiadora, cuyas reproducciones ayudan a poblar universos.

Abandonó el café sin la frustración de que el tren abriera sus puertas en ningún lugar de sus intuiciones. Atrás dejó las bolas entrechocando en su inesperado devenir, rebotando de una banda a otra, bajo un murmullo de frases que expresaban el júbilo o la frustración de los jugadores; “ma que fa, stronsso, da fangulo, maledetta, mientras uno de ellos juntando los cinco dedos de cada mano, las levantaba para increpar a otro jugador con el usual ma que diche, mientras ese ápice de la humanidad fumaba y bebía litros de café.

Le gustaba aquel lugar porque era una suerte de pausa levitante en medio del barullo de la ciudad, donde todo parecía sucumbir bajo el sol sofocante de las 2pm. Y porque cada vez que atravesaba el umbral de esa sala de juego tenía la sensación de que todo el mapa de su cuerpo, junto al plasma de su sangre atravesaban una cortina que lo ponía en contacto con otra dimensión, donde una bola roja y dos blancas, al rodar sobre la mesa formaban  carambolas que describían en su movimiento la directriz de un agujero gusano. Caminaba con pausa meditabunda, acompañado por la incertidumbre de no saber si en ese instante seguía siendo el hombre original, una copia o ninguno.

.

domingo, 19 de marzo de 2023

 

Una familia para alquilar


Una familia para alquilar precio a convenir, más que un aviso clasificado puede tomarse como un acto-reflejo del instinto de supervivencia, sobre todo porque con el trata de hacerle mella a la desesperación, que amenaza echarnos el mundo encima, y dejarnos hecho un hoyo en medio del espanto de las alucinaciones.

Pero también pudiera ser el espejo de dos caras de una misma vida, un espejo hecho de palabras. Si, es que es con palabras que uno se expurga,  lo que va llevando por dentro. Y poder decir como la letra del viejo bolero, tender al Sol, lo que hasta ese día fue -antes de ser palabras-: alma, vida y corazón.

Juro que busqué frases menos cursis, pero este es un texto cargado de blasfemia contra la palabra, ninguna de las que están escritas aquí sobrevivirán tres aguaceros, y para no hacerlo más kisch, les ahorraré lo del último gesto de un bohemio por una reina, pero he decretado la expulsión de estas letras las palabras: nostalgia, eternidad, estrellas, amor, besos, olvido, pena, corazón, labios, piel, poema, entre otras.

¿Cargos en su contra? Prostitución continúa y sostenida. Oferta Ilusoria y estafa agravada. Al final cito la frase más lúcida, que escribió Dante en la Divina Comedia,  cuando decidió peregrinar por el infierno, y que estaba escrita en letras grandes en el patio de aquél burdel:  “En el medio del camino de la vida / me encontré en una selva oscura, / porque la recta vía había perdido”.

Yo también era ese hombre, lo único que esta vez la selva oscura, volvía a tener cara de mujer.  

¿Pero por qué hablar de un solo hombre? Cuando mi voz pudiera ser la voz de los miles que hoy están sometidos a la terrible dictadura con matices de sacrificado peregrinaje existencial de tener una familia sin rango de pertenencia, es decir, ser padre de familia y vivir como un pendejo anónimo, sin ser tomado en cuenta y cuando lo hacen siempre es para ser señalado como el saboteador de turno: “Coño mamá para que le dijiste a mi papá….qué ladilla pana ahora no me va a dejar ir” o una de las más comunes: “No le digas nada a mi papá porque sabes que en materia de necesidades decide con treinta años de atraso”. Con el tiempo vemos que nuestros hijos se acercan a nosotros cautelosos y con temor, sólo para pedirnos dinero; el resto del tiempo pasan caminando rápido frente a nosotros, sin mirarnos, nos evitan a toda costa, no toleran quedarse a solas con nosotros, y si eso ocurre  ponen cara de terror y huyen enseguida. Porque sé que la exacta medida del resentimiento femenino llegado a cierta edad madura de cultivo, se activa a través de los hijos, son el vehículo que ellas tienen para mantener abiertas nuestras heridas nuestras susceptibilidades, para desquitarse, para tomar revancha y si se te ocurre apelar a la conmiseración de ellas, el diálogo se puede convertir en un gancho al hígado de nuestras esperanzas:

-Bueno mujer y no le vas a decir nada, yo soy su papá dile que no me hable así. 

Y ella, siempre terminará apelando al pasado para hacer ver como “tabla”, una  el encubrimiento de nuestra premeditada derrota. 

-Y quién te decía a ti algo –responderá con ímpetu y peor aún si lo hace con los veinticuatro rollos de peluquería enroscados en su cabeza-, cuando los viernes yo te esperaba como una pendeja arregladita para que saliéramos aunque fuera a la tasca de la esquina y pasaban, y pasaban las horas y tú nunca llegabas, y cuando aparecías, era vuelto mierda y hediondo a puta de algún bar de mala muerte ¿a quién le decía yo que te pusiera reparo?

-Pero mujer eso pasó hace veinte años – apela uno tratando de persuadirla.

-No seas tú tan pendejo, para mí eso pasó ayer. -Si en ese momento pela los ojos desorbitados como Margot, pone su peor cara y empieza a mirar a su alrededor con cierto desespero, es mejor abandonar el ring, porque en los siguientes treinta segundos algún objeto puede volar por los aires directamente hacia nuestra cabeza. 

Ya persuadidos, liquidados y balbuciantes ante la victoria de nuestro eventual oponente. No nos queda otra que ir derechito al cuarto prender el televisor y escapar con nuestra imaginación por esa ventana de vidrio que en esos casos no te cura, ni te salva, pero te facilita cierta condición de anonimato, aunque terminas convertido en un organismo del período Criptozoico.

Pero dejemos esas viejas consideraciones del resentimientos a un lado, y vamos a centrarnos en ese hombre que soy yo, Eliseo Machado Candem, un viejo profesor de biología en situación de retiro, que siempre lamentaré que Mendel me cayera mal, que tuviera muy poca vocación por la genética y más aún que para nada tuve presente las leyes relativas al genoma humano cuando me enamoré de Esther, sino se me hubieran encendido las alarmas cuando conocí a su familia.

¿Familia? Es una palabra que me suena, como la propiedad onomatopéyica de la naturaleza del desastre, con la sola mención de su sustantivo: Bueno mi ¡familia! Si, esa misma, cuyo epicentro es la casa habitada por el matrimonio Machado Fanuquio junto a su prole. 

De eso se trata esta historia, y sobre todo, de la particularísima razón del por qué he decidido ponerla en alquiler. Lo cual no la dejará desprovista de seguir siendo toda, todita mía. Es decir, la medida de mis afectos, el centro donde seguirán convergiendo todas las dimensiones de mis sentimientos, así como también el Gólgota donde día a día se  crucifican los sueños y esperanzas de patter famili. 

Algo debe apuntarse cuando hablamos de sentimientos, si nos referimos a esos que nos atacan cuando tenemos la guardia baja. Llegan convocados sin previo aviso, filtrados entre los gestos que a diario intercambiamos entre las cuatro paredes de nuestro hogar. Y como casi siempre, dan paso a los interminables diálogos espirales de pareja, a ratos de familia o de tuti li mundi, que es cuando los demás terminan por sumarse a la discusión. Claro está, al final cada quien va tomando partido, no hacia un lado o hacia el otro, porque aquí todos como ya he apuntado se quedaban de un solo lado, del lado de la madre. Quizás porque desde chiquitos ella también los adoctrinó con ese cursilísimo sofisma feminista con que las mujeres nos han jodido toda la vida, eso de que madre es madre y padre es cualquiera.

Pero también es una convocatoria del verbo en desgracia, por todos esos diálogos de ayer y que hoy resuenan interminables, inconclusos y que en ociosa clasificación pudiéramos denominar: diálogos cotidianos, comunes, intrascendentes, tristes, cómicos, graves, afectuosos, conciliadores, sentimentales; diálogos rotos, de mea culpa, de salvación que son esos que llegan llenos de frases repletas de ese musgo aterciopelado y suave del que a veces están revestidas esas cosas efímeras que salen por nuestras gargantas, y que abonan el terreno de la emoción instantánea aunque nos haga sentir el ser más estúpido, sentimentaloide y  lagrimón sobre la Tierra, y que por lo general tienen una letra con denso sabor a rokola.

A mí siempre me pasaba, quizá porque algunas veces cuando las aguas se estaban saliendo de su cauce, me iba directo al tocadiscos y ponía para mí solito aquel bolero de Celio González con la Sonora Matancera, “Quémame los ojos”, canción con la que yo intentaba telegrafiarle a Esther, mi esposa, mis más profunda pena, que yo estaba sufriendo, a ver si le conmovía un poco el alma, que siempre sospeché la tenía en estado zombie, pero jamás se compadeció de mí.  Yo me escondía detrás del  compás de la música y de esa letra que contaba lo jodidamente que yo estaba:

Deja que tus ojos me vuelvan a mirar,

deja que mis labios te vuelvan a besar,

deja que tus besos ahuyenten las tristezas

que noche tras noche me hacen llorar.

Mientras del tocadiscos salía esa sonoridad con todo el ímpetu de arrebatado despecho, a ver si se le ablandaba ese lado del corazón, y terminara por reanimar en nuestros cuerpos lo que el agravio había vuelto de sal. Algo que me funcionó durante años. Pero en los últimos tiempos perdió su efecto conciliador, utilizando esa táctica sólo conseguí ir de revés en revés.

Porque cuando Esther apenas escuchaba la canción, asomaba la cabeza por la cocina y decía, su frase preferida: “!Claro estás peleando conmigo para coger la calle e irte con las putas. Seguro que estás pensado en todo ese arreo de putas que tienes por ahí regado”.  Frase ante la que yo hacía mutis, para luego tratar de recobrar el hilo de algún diálogo en ese tránsito en el que las palabras propias, y las extrañas también se han ido con su música a otro lado, y están a punto de bajar el telón, y uno parado ahí con la boca tiesa, y el barco familiar comienza a irse a palo abajo como El Titanic, y ¡zas!, llega una última frase de emergencia, y algo te dice en tu interior “Rompe el silencio y úsala”, como si un cartel en ese momento estuviera pegado en todos los lados de nuestra conciencia. Son frases que vienen en una especie de maletín de primeros auxilios, un manual de salvamento existencial al que podemos echar mano para refugiarnos, en lo que creemos que es una infalible estrategia de convencimiento.

Son las mismas frases que tras ser usadas una y mil veces terminan un día por agotarse, y por hacer de la familia, un compendio de personajes listos para ser depositados en esta hoja en blanco, como si de un catálogo semántico se tratara, listos para ser colocados en un anuncio clasificado.

(Separata de la novela: Una Familia para Alquilar /
Autor: Douglas González -Copyright 2020


Copyright - Douglas González

lunes, 21 de noviembre de 2022

De infortunios y esperanzas


"El Bar de las Grandes Esperanzas", es una película con abundantes matices literarios, es palpable que detrás de la historia, la pluma de un escritor consagrado. Eso me pareció en un primer momento. A medida que avanzaba su proyección, en la cinta se iban desplegando algunas pistas que sin duda conducían a un virulento estilo novelesco, y en ningún momento su autor trató de disimularlo, todo lo contrario, lo dejó en evidencia, en frases como: "¿Sabes por qué Dios inventó a los escritores? Porque le encanta una buena historia. Y a él le importan un carajo las palabras. Las palabras son la cortina que hemos colgado entre él y nosotros mismos. Trate de no pensar en las palabras. No busques la frase perfecta. No hay tal cosa. Escribir es conjeturar. Cada oración es una conjetura educada, tanto para los lectores como para ti”.  

Además, estaba el hecho de que el bar se llama Dickens, lo que sin duda es un saludo para Charles Dickens y su novela ”Grandes Esperanzas", historia que guarda mucho paralelismo con el drama de la novela de Moehringer: El infortunio es la materia prima de la esperanza. En la novela de Dickens el protagonista es un niño llamado Pip, que padece todos los infortunios de un niño criado en la pobreza. En la de Moehringer, su protagonista es un niño llamado JR, que padece el infortunio existencial de querer pertenecer y sentir que no pertenece a nada, ni a nadie. Al final de la película esperé con atención que aparecieran los créditos de la película. Y enm efecto, el Bar de las Grandes Esperanzas, como se tituló la película en español, cuyo original en inglés es "The Tender Bar", era la versión cinematográfica de una novela de Moehringer, con tintes de las memorias autobiográficas de la infancia de su autor.

J.R es el apelativo del protagonista, igual al  de J.R Moehringer.  En la historia JR es un niño un tanto perturbado que vive en un hogar desfasado de Long Island, y que arrastra severos problemas de personalidad por haberse criado sin un hogar verdadero. Tras abandonarlo a él y su madre, ambos se ven en la necesidad de vivir en casa de los abuelos maternos. Obsesivo y maniático producto de una crianza inestable, con una madre neurasténica que siempre parece estar al límite de la cordura y de su existencia, JR atraviesa el vía crucis de su infancia.

Sus abuelos maternos son un par de viejos decadentes como todo el ambiente que los rodea, que no han logrado superar el menoscabo de sus cuerpos que les ha traído la vejez y, una creciente depresión por el sin sentido que encuentran en una vida que les señala el camino a la muerte-; es una casa donde hay todo un desfile de situaciones y personajes paradójicos, entre ellos destaca el Tío Charlie -coprotagonista-, quien funge como una suerte de reivindicador de la vida turbia de JR. El tío Charlie es el dueño del Bar Dickens, lugar que se convierte en el en el centro del peregrinaje existencial de JR, y es el portador de la voz y opiniones sensatas con la que trata de darle un sentido de verdadera existencia a JR.

En el Dickens JR, trata de responderse todas las preguntas que se ha hecho sobre su padre, de quien sólo sabe que trabajaba en la radio y que era una suerte de locutor y DJ, venido a menos. Su padre es el fantasma que lo habita, una voz que JR trata de atrapar de manera infructuosa explorando las emisoras el dial, sintonizando una radio tras otra. 

Pero es en el Dickens donde la vida cobra sentido para JR, tratando de encontrar las respuestas para la vida y sobre el hecho de ser hombre. Preguntas que tratará de responder escuchando y observando la gama de personajes que frecuentan el bar. Sobre todo hombres que le sirvan de referencia de ese mundo exterior y desconocido, eso que nombran allá afuera, o en la calle, que nunca  marca con precisión un lugar que se sepa exactamente dónde está, sino que es una especie de metáfora para nombrar la experiencia de vida, la sumatoria de la existencia, JR es un niño que trata de responder su relación con su mundo y descubre que sólo lo puede hacer desde la literatura, y a partir de allí fabrica su mayor sueño, llegar a ser escritor.

Es su tío Charlie quien lo alienta a seguir, quien trata de convencerlo de que está obligado a mirar más allá, de las cuatro calles del pueblo, y  le repite una y otra vez  que el verdadero éxito está fuera del Bar, lejos de todos ellos y lo que representa el poblado de Manhasset, que es el lugar donde viven y donde parece que el tiempo está en una burbuja, apartado de la realidad real. La vida de JR puede resumirse en la de un ser que vive en el desamparo, el desamparo de hallar una familia, un hogar legítimo, un sentido de la vida, y eso lo encontrará en la literatura, sabe que los personajes literarios están hechos de otra sustancia  

De Moehringer se ha ponderado su estilo de escribir biografías, sin duda es un periodista con una particular manera de escribir biografías dado su estilo narrativo que trae como estandarte un Premio Pulitzer. Una de sus técnicas es colocar a los lectores frente a textos con matices literarios que demuestran un profundo conocimiento de la estructura de los "tempos" de la prosa y de sus efectos que en conjunto suman un estilo excepcional ¿Cuál es la receta secreta de Moehringer? 

Simple, Moehringer escribe las biografías como si fueran crónicas periodísticas, con todos los recursos que implica escribir este género: primero, saca al historiador de la mesa de trabajo. Segundo, se queda a solas con el periodista. Tercero, invita al literato; así comienza el juego de la prosa, donde ambos, periodista y literato, se mecen por los aires como un par de trapecistas haciendo piruetas y saltos, mostrando lo mejor de su arte, el de volar sin alas, lo que pone de relieve con un tono novelesco que le permite hacerlo escribir la historia dentro del género más antiguo del lenguaje escrito, la crónica. 

En esencia ese es el esquema que predomina en las biografías de Moehringer, el resto como dijo J.L. Borges es literatura. Su estilo narrativo es postmoderno, en pasajes pareciera cercano al de Paul Auster, como exponente de esa técnica donde el escritor no deja en evidencia su intención al escribir, sino que la historia parece tener vida propia, fluye por sí misma. Técnica narrativa derivada de la de Anton Chejov, fabricar escenas cargadas de simplicidad, soportadas en una narrativa de la imagen, que discurren cuadro a cuadro a cuadro -tal como lo aconsejaba Tom Wolfe-, y el revestir a sus personajes de una naturalidad y sencillez hasta convertirlos en seres imprescindibles e inolvidables. 

En la novela clásica los personajes principales suelen ser representaciones de arquetipos, aunque presentados como individuos normales, los atributos de sus actuaciones están cifrados en una excepcional exhibición de virtudes, o bien marcados por el destino del héroe y la aventura -algo que los coloca más allá de la condición humana común-; sino se construyen desde el extremo de la maldad y la cobardía.  Siempre todo gira en torno a resaltar los rasgos del ancestral antagonismo entre los representantes arquetípicos del bien y del mal: el héroe, el villano, el santo, el malvado, el justo, el usurero. La novelística de Moehringer rompe con esos arquetipos -responde al esquema de la narrativa postmoderna-, el mismo concepto lo extiende a las biografías, la realidad real es la norma que prevalece, ante la que el lector se siente que es una parte extendida de su cotidianidad, como si ocurriera en el vecindario de al lado.

domingo, 13 de noviembre de 2022

 

El Miranda infinito de Carrillo


Mi nombre es Julio César Carrillo dijo el hombre a manera de presentación, cuando jaló la silla para sentarse en la mesa de la panadería donde yo tomaba café, con la lentitud contemplativa que a veces nos proporcionan las mañanas, un minuto antes había solicitado compartirla conmigo. Era un hombre nutrido en gestos humildes, vestía como las personas que con los años se han obligado a la vida sencilla, como si la merma de la juventud les produjera  una especie de  cansancio o hastío que les impidiera  transitar por los pasillos de la elegancia. Su rostro curtido hablaba de su pasado, de faenas del campo de sol a sol, y evidenciaba el desgaste bondadoso por las agujas del tiempo. Hablaba con un entrañable acento guaro que me recordó las viejas voces de algunos pobladores de mi infancia, de los valles del Turbio y de la tierra  rojiza de Quíbor. Tengo 72 años, acotó, en algún momento de nuestra conversación, con un gesto en el que se mezclaban ingenuidad y timidez y que comprendí lo había acompañado siempre. 

Julio César despachaba con fruición un enrollado dulce que mojaba dentro de su taza de café, entretanto yo atendía una llamada telefónica, en medio de la cual  pronuncié  la palabra ambigüedad, lo que bastó para que una vez que colgara el teléfono, mi  improvisado compañero de mesa me preguntara, disculpe doctor, pero esa palabra ambiguo a qué hace referencia exactamente. Sentí que esa pregunta  no venía sola, y que detrás de ella se escondía un puente de palabras, pero a esa hora yo le hacía fintas al aburrimiento, así que no esquivé su pregunta. Aunque primero fue necesario aclararle que yo no era ningún doctor, para luego derivar un poco en el carácter indeciso de la palabra ambigüedad, tan escurridiza como un pez en el agua. 

¿Si Usted no es doctor entonces que es? Preguntó. Periodista y escritor, le dije. A Julio César se le iluminó el rostro con el brillo sustantivo de esas miradas que sólo son posibles en las personas que se han dedicado a descubrir el mundo por sí mismos, sin jamás haber pisado una escuela. "Yo apenas estudié hasta segundo grado -esa frase la enarboló  con una amplia sonrisa que se dibujó en su cara con orgullo-. No tengo familia, sólo tenía mamá y murió cuando yo era muy pequeño, antes de morir ella me regaló a la familia de la finca donde trabajaba y ahí me crié solo. No se nada de nadie, nada, ni de papá, ni de hermanos, ni tíos, primos, nada". Tras escucharlo entonces entendí que ese lector que se había formado en Julio César -quien me confesó que su único tesoro eran sus libros- había fabricado al  escritor como quien diseña un artificio para que lo acompañe en la vida.

Nunca me casé, dijo, aunque compartí con muchas mujeres al final me quedé solo. Una vez le cortaba el cabello a un cliente -porque yo soy barbero de profesión-, a un doctor como usted, era psicólogo, y le pregunté a qué se debía eso, y él me respondió que esa era una opción de vida. Hubo una pausa de silencio, ambos nos concentramos en nuestros cafés. Me sentía escrutado por su mirada curiosa, como quien observa algo de su interés desde un horizonte lejano.
"Pues mire doctor ya le dije que soy escritor y quiero publicar un libro, insistió Julio César, a quien tras reiterarle mi protesta por su insistencia de colocarme el título doctoral, que además pronunciaba con cierto acento pantagruélico, convino en decirme, bien tranquilo si usted no lo es no importa, pero usted para mí será el doctor. Eso me lo dijo de manera llana, como si sus palabras estuvieran sincronizadas con la forma en que estaba sentado en la mesa, con los brazos alrededor del plato, un gesto afable que invitaba a la confidencialidad. 
"Yo aprendí a leer y escribir a los cipotazos, pero para mi leer es lo que más me gusta en esta vida, y digo lo mejor que me ha pasado; llevo más de veinte años escribiendo, cosas de aquí y de allá, tiempo en el que he colaborado con portales de opinión en internet y como articulista de periódicos y en algunos semanarios. Pero desde hace quince años que estoy escribiendo un libro sobre Francisco de Miranda, de ese libro es que quiero hablarle doctor -dijo- de ese tengo más de setenta páginas escritas".

La sola mención de Miranda hizo que Ambos nos extendieramos en nuestras respectivas impresiones sobre el personaje más genuino de la historia venezolana y que sobresalía de los otros porque era un universo en sí mismo. "Tengo veintidós libros sobre Miranda, entre ellos varios de su diario personal la Colombeia." Eso nos bastó para seguir prolongando el diálogo de esa mañana, adentrándonos en ese laberinto de vida que es Miranda. 

Sin embargo, cuando nombró la Colombeia, no pude dejar de hacerle la observación de que yo tuve 27 tomos de ese diario. Dado que en mi época de novel reportero en Caracas, me tocó hacer la cobertura noticiosa de la Presidencia de la República, y descubrí que ese Despacho tenía a su cargo la publicación de la Colombeia, la recopilación de los diarios de Francisco de Miranda recuperados por la Nación en una subasta en Londres. Hasta la fecha que yo hice el recuento se habían editado 27 tomos que se estaban distribuyendo a las bibliotecas del país y en ese entonces logré que me donaran una de esas colecciones.  Esos libros no creo sean muy comunes por aquí -dije-, y le acote esa Colombeia se la había regalado a un amigo hacía unos años cuando me fui a vivir al exterior. 
-¿Dondé la consiguió ? Pregunté-. 
-Mire doctor son quince tomos y me los regaló un vendedor callejero de libros usados -respondió -, de esos que están por las aceras, quien viendo mi interés en esos libros cada vez que yo pasaba por ahí, un día me dijo llevate esos libros chico, pesan mucho para yo estarlos llevando y trayendo, además nadie me los va comprar.  Eso sí, te los regalo si te los llevas hoy mismo, te los doy porque esos me los vendió un carajo por tres lochas.
-Y usted los ha revisado bien -pregunté. 
-Están como nuevos -contestó Carrillo. 
No sé porque en ese momento pensé que esos eran mis libros, y que mi amigo se había visto en la necesidad de venderlos por alguna crisis económica transitoria; y le pregunté a Carrillo, sino se había fijado si esos libros tenían algún sello con el nombre de alguien en alguna parte.
-Déjeme decirle que sí doctor,  abajo en el lomo, tienen un sello con el nombre de Douglas González.
-Esos son mis libros Carrillo -le dije-,  yo soy Douglas González.
-No puede ser. Yo tengo los libros que eran suyos doctor, los que usted le regaló a su amigo?
-Sí Carrillo, al parecer él prefirió venderlos que leerlos, frase que no pude evitar fuera acompañada por una risa sonora.
-Qué tipo tan loco -dijo Carrillo viéndome con asombro-, lo que botó para la calle fue oro puro.

El saber que tenía unos libros que alguna vez fueron míos le amplió la brecha de confianza a Carrillo, quien me expuso, "mi historia de Miranda es distinta, es poética, a veces relata historias pero siempre desemboca en lo apologético". 
Imaginé el estilo de Carrillo, lleno de alabanzas, con visiones de héroe homérico sobre Miranda, en medio de un verbo vehemente, dando cuentas de todas las acciones del generalísimo. 
-Por eso le digo doctor, mi  Miranda es distinto -dijo-, no se parece a ninguno; es una exaltación, un canto donde trato de recoger todas las imágenes existentes en la conciencia nacional sobre el precursor de la independencia.
-Entiendo muy bien lo que usted dice -respondí.

Me enseñó un par de libros que según él eran reveladores sobre Miranda y que cargaba atajados en una carpeta llena de papeles. El correr de la mañana fue disipando el diálogo poco a poco hasta que despedimos justo cuando Carrillo terminó su café.
 
Lo vi perderse al fondo de la calle de su cotidianidad con su carpeta bajo el brazo llena de trazos de su biografía infinita sobre Francisco de Miranda, escrita por ese entusiasta poeta en el que se había convertido, quien partiendo desde lo elegíaco había encontrado el único lenguaje que podía remitir la grandeza del héroe que tanto admiraba, "desde la poesía de voz encumbrada, única manera de escribir algo a la altura de ese personaje tan universal", como el mismo me dijo. 
Estoy seguro que día a día la poesía de Carrillo irá sumando versos y metáforas en su quehacer de reconstruir con el lenguaje de los dioses la vida de Francisco de Miranda, el americano más universal .

Douglas González  ©copyright

domingo, 23 de octubre de 2022

 Vivir con un escritor 


Por: Gloria Hidalgo 

Hace más de treinta años conocí a  un joven  que poseía  sueños, miradas, poesía y mucho talento,  estaba inmerso en las hojas de sus libros al punto de confundir su propia vida con la de las historias que lo enamoraban cada noche, así un día podía estar en la piel y  de forma fiel en Martin Romaña, o  vestirse totalmente de negro un domingo por la tarde y poder sentir todo lo que podía transmitir Cioran o cualquier otro poeta que estuviera entre sus manos, cada palabra y cada gesto suyo estaba impregnado de metáforas,  pero no solo eso pasaba, también podía suceder que se quedaba  en silencio pensando para luego escribir de forma frenética durante horas sin poder yo dirigirle la palabra pues podía perder el hilo de sus pensamientos.

Libros, autores, librerías, cajas y más cajas de libros eran su mayor tesoro, travesías infinitas de búsqueda de un título, el olor de un libro,  un autor  especifico, podía pasar horas y horas buscando, dejándose guiar por su instinto hasta encontrar lo que buscaba, eso nos podía llevar incluso días en las calles de Caracas, hasta llegar a convertirse en un verdadero placer tanto para él como para mí, amar a un hombre que ama la literatura y la vive es vivir en una eterna aventura, ver las fachadas de las casas e imaginarnos la vida de los que habitaban adentro eran uno de nuestros entretenimientos preferidos.  Así podía yo tropezarme en la mañana con Juan Rulfo a la orilla de mi cama, o con el queridísimo  Gabriel García Márquez y hasta sentir que estaba tomando café en Macondo con alguno de los Buendia. Mario Benedetti también me acompaño infinitas veces con una copa de vino en la voz de mi amado, Milán Kundera con su insoportable levedad del ser, el embarazo de mi hija Oriana fue acompañado del Hobbit de Tolkien, amé a Octavio Paz con sus poemas solares,  y así mientras me enamoraba me  iba empapando dulcemente de cultura literaria, un poquito aquí, un poquito allá, algunos muy densos para mi gusto, otros adorables como mi Bryce Echenique y Virginia Woolf y la inolvidable Tregua de Benedetti.

En fin vivir con un escritor no es tarea fácil, muchas veces la realidad los derrota, la cotidianidad y no les queda otra cosa que volver a sumergirse entre sus libros, sus talismanes dorados para volver a tocar tierra y tener ese equilibrio que solo la magia de la literatura les devuelve, para un hombre que ha nacido para escribir su cueva debe oler a café, a silencio, a miradas delicadas y pies descalzos para no perturbar sus pensamientos y dejarlo volar con libertad. 

Amar a un escritor es escribir cada día la vida, él la mía y yo la suya.

domingo, 9 de octubre de 2022


Annie Ernaux un Nobel en blanco


Unas semanas antes de  la premiación del Premio Nobel de Literatura recayera en Annie Ernaux, supe de ella porque su nombre figuraba entre los candidatos favoritos para recibir el galardon. Cuando repasé el argumento para su selección, me encontré con lo mismo de siempre, su valoración ideológica por la lucha de la mujer y que su obra es un retrato minucioso que recoge los imperativos de la vida a los que está obligada enfrentar la condición femenina. Factores suficientes para armar una ecuación, cuyo resultado es: feminismo militante y todo lo demás que esto trae consigo. Ernaux no propone nada nuevo, ella responde a ese esquema de escritores que tiñen su obra con la reivindicación social que con tan buen beneplácito suelen acoger los encargados de otorgar el reconocimiento "máxime" de las letras.

De los candidatos al Nobel este año, sólo tres -en mi opinión- poseían una obra con el suficiente nivel literario y con la categoría estética, con atributos genuinos y excepcionales de ingenio. Ellos son -y los citaré en su orden jerárquico-: Milan Kundera, Thomas Pynchon y Haruki Murakami. Cada uno con una obra meritoria y trascendental. 


Sin embargo, todo indica que en Estocolmo perdura la superstición de premiar ideologías y no literatura. Annie Ernaux suena a eso, se intuye desde un primer momento y se comprueba al leerla. Además no es necesario leerse libros completos de la autora, se puede hacer una lectura fragmentaria de algunos textos. Es el mismo método que practican los miembros de la Academia para hacer su votación. Algo que salió a la luz con el cuestionado premio a Bob Dylan,cuando uno de miembros del Comité -tratando de lavarse las manos- declaró que no sabía a ciencia cierta por quién había votado en esa ocasión, no tenía idea de quién se trataba, porque dos semanas antes de la votación fue que el Comité de postulados le entregó una carpeta con un resumen curricular del autor, algunas trozos de poemas y canciones, y en base a eso fue que él realizó su votación. 

El Nobel de Annie Ernaux, es prueba de que ser un genial escritor no basta para recibir el Premio. Ernaux es sin duda una destacada escritora, profesora de literatura, dedicada al quehacer narrativo, y con un alto nivel que la ha llevado a publicar más de una veintena de libros a sus 82 años, y goza de un nutrido grupo de lectores en toda Europa, pero de ahí a ser encumbrada con el Premio Nobel, hay una gran distancia, su obra no está a ese nivel.

Su estilo está sobre marcado por la palabra innecesaria y redundante, desluce al tratar de reproducir la realidad en la escritura como si ésta fuera una fotografía, que al final nos deja una imagen muchas veces desenfocada. Su prosa sobreabunda en el uso del recurso de la descripción lo que hace que luzca mecánica y aburrida y su narrativa en momentos se torne superflua y desabrida. Suele ser reiterativa con incursiones en la palabra plana, vecina, puerta a puerta, del lugar común. Hay páginas de sus textos que son como escalar una larga escalera, o el contar los ladrillos de una gigantesca pared. En líneas generales su lectura resulta pesada y monótona, y a veces termina frente a un desierto de metáforas.

Premiar literatura es un compromiso mayor, no estamos hablando de un premio al mejor diseño arquitectónico, modelo de auto, o de casa, No. Es un premio a lo más íntimo de la imaginación humana, donde se duplica la existencia, el ámbito desde el cual se crea la conciencia de ser, el conocimiento hombre-mundo y que inaugura nuevas posibilidades del sueño imaginativo. Donde se otorga el poder de la imaginación para confabular contra la realidad legitimada, como ya lo dijo Vargas Llosa, en toda literatura hay un deicidio. Es la llave que abre las puertas a la fascinación y la fantasía. Aristóteles aseguraba que leer, era no sólo una forma de educarse, sino de procurar mejores hombres. Educarnos en el valor de elegir, leer es enfrentarnos a universos comparativos, a puntos de partida del pensamiento crítico. 

La obra Kundera, Murakami y Pynchon poseen una literatura que ya trasciende en el tiempo, y en ese devenir, llegado el momento en la posteridad, podrán prescindir de que se hayan ganado o no, el Premio Nobel; se convertirán en clásicos por sí mismos, sin importar ese galardon, como lo es la Ilíada de Homero o la Divina Comedia de Dante. Caso contrario de la señora Ernaux, cuya narrativa de seguro quedará almacenada en los anaqueles de un hecho histórico, o un mero recuento estadístico, que no logrará la estatura de "clásico". Ernaux es una buena escritora, conoce bien su oficio. su temática es escribir sobre la vida común de manera común, sin mayor esteticismo y muchas veces lo hace desde el lugar común de todas las cosas, sin la originalidad que exige el arte.

Escribir es un acto estético, por eso la literatura comprometida fracasó al nacer. Lo literario responde a lo artístico y como tal debe permanecer alejado de los entuertos de las ideologías,  las militancias y  cualquier otro dogma errático. Hay algo importante que se viene perdiendo en el análisis literario, el papel del lector que viene a ser una estructura ausente y a la vez extensiva del texto, ¿quién lo lee?, sabemos que ese lector llega al libro con la mente confusa convertida en una torre de Babel, fragmentada por una realidad acuciante. ¿Se va a incrementar su confusión narcotizando su tiempo de ocio con una lectura con tendencia ideológica?

Para que un texto se nutra y se rehaga bajo la mirada del lector, debe ser libre, imperativo y abierto a esa posibilidad. No tener ninguna otra finalidad que la búsqueda del conocimiento y el placer estético. ¿Qué más requiere el lector para eso? Una lectura que le permita alcanzar un estado de autoconciencia racional que para algunos autores obedece a una conciencia mística, en la relación lector-libro. Para ello la condición sine qua non es prescindir de las influencias externas, y alcanzar la libertad plena, espacio donde se libera el texto y quien hace su lectura.

Hay un hecho indudable, el Premio Nobel de Literatura está secuestrado, vive encerrado entre las cuatro paredes levantadas por las ideologías, a veces como que lo dejan salir al patio para tomar aire y se dan premiaciones acertadas como la Mario Vargas Llosa en el 2010. Sin embargo, en su aparente cautiverio se han otorgado las más extrañas e infrecuentes  premiaciones. Repasemos las más desacertadas que como arena en el desierto lo han opacado en los últimos diez años: en el  2011 se premió al psicólogo y poeta sueco, Tomas Tranströmer, calificado como un poeta sin brillo, una premiación para congraciarse con los de casa, sin duda, Tranströmer era sueco.  

El 2012  fue el año del disimulo con el escritor chino Mo Yan, un intelectual muy vinculado al Partido Comunista chino, próximo a Xin Jinping, actual presidente de China. Yan es autor de una obra opaca, un premio que fue calificado como un gesto de relaciones públicas con el Comité Central de Pekín.

En el año 2016 vino la hecatombe con el de Bob Dylan, un premio a la falacia, quizás un consuelo para esa intelectualidad norteamericana promotora de hogueras de vanidades, Dylan no es un escritor ni mucho menos. 

En el 2018, le tocó el turno a Olga Tokarczuk, una poeta promedio, aunque mejor ensayista, de nacionalidad polaca, dueña de una obra sin mayor vuelo, en la que transita el mismo sendero de la reivindicación femenina de Annie Ernaux, partidaria de la izquierda, ecologista, defensora de los derechos humanos y de las comunidades vulnerables como la LGTB.

En el año 2019 la mala racha del Nobel se extiende y concede el Premio al reaccionario de ultra derecha, y señalado simpatizante del movimiento nazi, y todo lo que suene a ser un conservador europeo, el austriaco Peter Handke.  

En su momento el Nobel se le negó a escritores que hoy en día, no sólo forman parte del canon literario, sino que están entre los clásicos, Franz Kafka, Marcel Proust, James Joyce, Virginia Woolf, Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Alejo Carpentier y Juan Rulfo. 

El Nobel ha comenzado su desaparición como referente de la alta literatura, y con el se derrumba el tinglado que promovía de cara al mundo que dicho galardón era entregado por la calidad literaria del autor, y no por motivaciones subalternas, como la política, tal como ha demostrado ser.

Al Nobel se le acabó la credibilidad, aquella vieja costumbre que desde Estocolmo se establecía quienes formaban parte del canon literario y quien no. El Nobel ha acabado como la fábula de la serpiente que terminó por morderse su propia cola, hiriendose de muerte a sí misma; aunque aún pueden faltar algunos excesos como que se lo otorguen a escribidores como Paolo Coelho o Walter Riso. El Nobel se convirtió en un viejo barrigón y permisivo que bambolea una copa de cognac en la mano, y que ha convertido su oficina en una plataforma de relaciones públicas, para eso quedó.


#annieernaux

#premionobelenblanco

#premionobelsecuestrado

#premionobelalaideologianoalaliterarua