La enfermedad de la nostalgia
-Alfredo
Bryce Echenique-
….por una desconocida causa, existen seres
humanos que no llegan a encontrar nunca un mundo con sentido y no establecen,
por tanto, ningún vínculo con el lugar y el momento presentes, quedando su
desarrollo detenido en una nostálgica nebulosa.
Al
menos por su etimología, la nostalgia es el dolor de no encontrar el camino de
regreso. Ahora bien, ¿hacia dónde se dirige ese regreso? Casi siempre a un
lugar y a un tiempo idealizados, a un mundo que en sí lleva el brillo de la
plenitud, a salvo de toda usura y deterioro, es decir, al deseado paraíso.
Esta
es, desde luego, la gran nostalgia, la que difícilmente puede llegar a
satisfacerse. Todos conocemos, en cambio, sus manifestaciones menores: la
añoranza de una tierra, de una persona, de la infancia..., que a veces y por un
instante nos dejan el aliento en suspenso, pero no detienen el curso de
nuestras vidas.
Sin
embargo, la otra nostalgia existe, insaciable y exigente como una pasión de lo
huido y lo lejano que atrapa al individuo en una especie de hechizo sin
porvenir.
La expresión inglesa “besado por las hadas” describe a la perfección
ese aire de incurable enfermedad de la distancia que otorga a quien la sufre
una aura de romántica grandeza.
Quizá
por eso mismo le ha prestado la literatura mayor atención a este padecimiento
que la propia medicina y nos ha dejado páginas minuciosas acerca del avance
imperceptible de un morbo que acaba con la muerte emocional del paciente. No en
vano debemos recordar aquí que la palabra “morbo” significa “lo que hace
morir”.
Entre
las grandes novelas de nuestro tiempo, El gran Gatsby (1925), de Francis Scott
Fitzgerald, y El gran Meaulnes (1913), de Alain Fournier, son verdaderas y
magistrales exploraciones de los límites de la nostalgia. Hay entre las dos
novelas, desde su título mismo, un paralelismo llamativo, pero lo interesante
ahora serán más bien las diferencias.
En
El gran Meaulnes se cuentan los sucesos cotidianos como si fueran
excepcionales, lo que proporciona a la narración un tono mágico constante.
Alain Fournier (1886-1914) publicó su novela a los 27 años de edad, uno antes
de morir combatiendo en la Primera Guerra Mundial.
Es
cierto que el autor mantuvo un breve encuentro en 1905 con una bellísima joven,
a orillas del Sena, pero inmediatamente después perdió su rastro. Y la buscó
durante ocho años, pero cuando al fin la encontró, en 1913, estaba ya casada.
Sin
embargo, durante los años que duró su búsqueda, fue depositando sus recuerdos y
esperanzas en la construcción del personaje femenino de su novela, que sólo
unos meses después aparecería publicada.
Augustin
Meaulnes es un adolescente misterioso que llega como alumno a la escuela de
Sainte-Agathe “un domingo de noviembre de 189...”. En ese internado entabla
amistad con François Seurel, hijo del director y narrador de la historia, en
quien despierta una fiel admiración.
Los
días escolares van transcurriendo normalmente, aunque llenos de ansias de
aventuras, hasta que una escapada de Meaulnes por un sendero desconocido y su
súbita entrada en un caserón en el que se celebra una ceremonia nupcial lo
envuelve en un ámbito de ensalmo que lo deja titubeante y deslumbrado, sobre
todo por el encuentro fugaz que tiene con una muchacha: “¿Mi nombre?”. “Soy la
señorita Ivonne de Galais”. Y echó a correr.
Meaulnes
quedará impresionado por la breve visión de la belleza y sentirá en lo más
hondo el filo de la ausencia. Como el propio autor, antes, en París, el
personaje emprenderá una búsqueda infatigable por toda la comarca hasta dar con
ella. Pero al recuperarla, Meaulnes no siente el éxtasis del efímero y
misterioso primer encuentro. Su amigo Seurel, testigo asombrado de la escena,
lo describe así: “¿De dónde venía, pues, ese vacío, ese alejamiento, esa
incapacidad de ser feliz que había en él en ese momento?”.
De
la enfermedad de la nostalgia es, sin duda, la respuesta. Como en el caso de
Daisy para el gran Gatsby, Ivonne es un estímulo para Meaulnes que lo lanza
inagotable a un anhelo mayor, probablemente inagotable. También Gatsby se queda
a las puertas de recuperar a Daisy, mientras que Meaulnes no sólo alcanza el
amor de Ivonne, sino que llega a casarse con la muchacha. Sin embargo nada de
ello -y esto es lo fundamental- logra cerrar su enorme herida de nostalgia.
Gatsby es un hombre joven pero ya en el pináculo de su carrera, mientras que
Meaulnes es todavía un adolescente.
¿Puede
caber una añoranza tan exaltada en una vida tan corta? Añoranza ¿de qué? Este
sería el misterio que ha registrado Milan Kundera en su novela sobre el exilio,
La ignorancia. Escribe en ella: “Hay que comprender la paradoja matemática de
la nostalgia; ésta se manifiesta con más fuerza en la primera juventud, cuando
el volumen de la vida es todavía insignificante”.
El
adolescente, qué duda cabe, percibe una llamada en su intimidad sin saber de
dónde procede. A esta llamada, dirigida hacia un horizonte de añoranza
inconcreta, suele llamársele en términos médicos “nostalgia sin objeto”. El
niño es incapaz de sentirla, pero en cambio es indispensable en la adolescencia
para poder configurar un mundo interno a partir de la pubertad. Esta nostalgia
constituye, sin duda, una indagación del sentido de las cosas y valores, y por
eso cumple una función determinada en el desarrollo de la personalidad. Y como
todos los sentimientos y emociones ligados a una etapa evolutiva dada, tiene un
carácter transitorio que desaparece cuando la persona accede a una visión
propia de la vida y de sí misma.
Sin
embargo, por una desconocida causa, existen seres humanos que no llegan a
encontrar nunca un mundo con sentido y no establecen, por tanto, ningún vínculo
con el lugar y el momento presentes, quedando su desarrollo detenido en una
nostálgica nebulosa. Dan la impresión de que tratan de volver a un tiempo
idealizado con todas sus infinitas posibilidades sin desgastar. Hemos visto ya
el caso de El gran Meaulnes y mencionado también ese otro gran “clásico de la
nostalgia” que es El gran Gatsby, donde se analizan los límites de esta
enfermedad en un personaje entregado de lleno a la terrible esperanza de
recobrar el pasado en todo su esplendor.
Nick
Carraway, el narrador de la novela, presenta a Gatsby como a una persona dotada
de “una exquisita sensibilidad para captar las promesas de la vida”. Promesas
elusivas para casi todos nosotros, los que no podemos perder de vista la
realidad. Pero Jay Gatsby sí puede hacerlo, empujado “por la colosal vitalidad
de su ilusión”. Una noche de otoño, durante un paseo con Daisy, experimenta un
abrumador sentimiento de amor y gloria.
A partir de entonces, el paso de su
vida queda prendido de ese instante único, sobre todo porque poco después la
separación sobreviene debido a que la clase social de ella se interpone entre
ambos. Cinco años más tarde, un Gatsby considerablemente rico regresa para
recuperar su amor, pero las cosas han cambiado irremediablemente.
Daisy
está casada con Tom Buchanan, alguien que pertenece a su propio mundo y
representa la brutalidad del sistema clasista americano. Como señala el
narrador: “Tom y Daisy eran descuidados e indiferentes: aplastaban cosas y
seres humanos, y luego se refugiaban en su dinero (...) dejando a los demás que
arreglaran los destrozos que ellos habían hecho”. Gatsby, nuevo rico, nunca
podrá penetrar el mundo de suficiencia de la clase social elevada y permanecerá
allí, en el umbral, con la esperanza intacta, “vigilando la nada”.
El
acierto más desesperado y perspicaz de la novela es que la nostalgia de Gatsby
no se satisface con el reencuentro con Daisy, incluso llega ésta a
decepcionarlo un poco: “No comprende... Antes solía comprender. Pasábamos
sentados horas enteras...”. Y es que el personaje se encuentra ya asombrado por
la gran nostalgia: “Daisy no llegó a ser el vértice de sus sueños (...) Había
ido más allá de ella, más allá de todo. Se había entregado con creadora pasión,
acrecentándolo todo”. La amada aparece, en realidad, como un estímulo para
acceder al algo mucho más profundo y absoluto. Quizás por eso Platón pensaba
que el Eros era una de las tendencias dirigidas al reino de las Ideas.
Jay
Gatsby cree en la posibilidad de regresar a un punto culminante de partida. Nick,
conmovido por el fracaso de su amigo, dice de él: “Había recorrido un largo
camino para llegar (...) y su sueño debió parecerle tan próximo que no le sería
imposible lograrlo... No sabía que estaba ya detrás de él... en alguna parte de
aquella vasta oscuridad”. Gatsby, incontenible iluso activo, padecía sin duda
la terrible enfermedad de la nostalgia. No era capaz de percibir que el pasado
nos esquiva en las promesas del futuro, aunque como James Gatz (Gatsby)
poseamos “un don extraordinario para saber esperar”.