sábado, 31 de enero de 2015



La enfermedad de la nostalgia

-Alfredo Bryce Echenique-

….por una desconocida causa, existen seres humanos que no llegan a encontrar nunca un mundo con sentido y no establecen, por tanto, ningún vínculo con el lugar y el momento presentes, quedando su desarrollo detenido en una nostálgica nebulosa.

Al menos por su etimología, la nostalgia es el dolor de no encontrar el camino de regreso. Ahora bien, ¿hacia dónde se dirige ese regreso? Casi siempre a un lugar y a un tiempo idealizados, a un mundo que en sí lleva el brillo de la plenitud, a salvo de toda usura y deterioro, es decir, al deseado paraíso.

Esta es, desde luego, la gran nostalgia, la que difícilmente puede llegar a satisfacerse. Todos conocemos, en cambio, sus manifestaciones menores: la añoranza de una tierra, de una persona, de la infancia..., que a veces y por un instante nos dejan el aliento en suspenso, pero no detienen el curso de nuestras vidas.

Sin embargo, la otra nostalgia existe, insaciable y exigente como una pasión de lo huido y lo lejano que atrapa al individuo en una especie de hechizo sin porvenir. 

La expresión inglesa “besado por las hadas” describe a la perfección ese aire de incurable enfermedad de la distancia que otorga a quien la sufre una aura de romántica grandeza.

Quizá por eso mismo le ha prestado la literatura mayor atención a este padecimiento que la propia medicina y nos ha dejado páginas minuciosas acerca del avance imperceptible de un morbo que acaba con la muerte emocional del paciente. No en vano debemos recordar aquí que la palabra “morbo” significa “lo que hace morir”.

Entre las grandes novelas de nuestro tiempo, El gran Gatsby (1925), de Francis Scott Fitzgerald, y El gran Meaulnes (1913), de Alain Fournier, son verdaderas y magistrales exploraciones de los límites de la nostalgia. Hay entre las dos novelas, desde su título mismo, un paralelismo llamativo, pero lo interesante ahora serán más bien las diferencias.

En El gran Meaulnes se cuentan los sucesos cotidianos como si fueran excepcionales, lo que proporciona a la narración un tono mágico constante. Alain Fournier (1886-1914) publicó su novela a los 27 años de edad, uno antes de morir combatiendo en la Primera Guerra Mundial.

Es cierto que el autor mantuvo un breve encuentro en 1905 con una bellísima joven, a orillas del Sena, pero inmediatamente después perdió su rastro. Y la buscó durante ocho años, pero cuando al fin la encontró, en 1913, estaba ya casada.

Sin embargo, durante los años que duró su búsqueda, fue depositando sus recuerdos y esperanzas en la construcción del personaje femenino de su novela, que sólo unos meses después aparecería publicada.


Augustin Meaulnes es un adolescente misterioso que llega como alumno a la escuela de Sainte-Agathe “un domingo de noviembre de 189...”. En ese internado entabla amistad con François Seurel, hijo del director y narrador de la historia, en quien despierta una fiel admiración.

Los días escolares van transcurriendo normalmente, aunque llenos de ansias de aventuras, hasta que una escapada de Meaulnes por un sendero desconocido y su súbita entrada en un caserón en el que se celebra una ceremonia nupcial lo envuelve en un ámbito de ensalmo que lo deja titubeante y deslumbrado, sobre todo por el encuentro fugaz que tiene con una muchacha: “¿Mi nombre?”. “Soy la señorita Ivonne de Galais”. Y echó a correr.

Meaulnes quedará impresionado por la breve visión de la belleza y sentirá en lo más hondo el filo de la ausencia. Como el propio autor, antes, en París, el personaje emprenderá una búsqueda infatigable por toda la comarca hasta dar con ella. Pero al recuperarla, Meaulnes no siente el éxtasis del efímero y misterioso primer encuentro. Su amigo Seurel, testigo asombrado de la escena, lo describe así: “¿De dónde venía, pues, ese vacío, ese alejamiento, esa incapacidad de ser feliz que había en él en ese momento?”.


De la enfermedad de la nostalgia es, sin duda, la respuesta. Como en el caso de Daisy para el gran Gatsby, Ivonne es un estímulo para Meaulnes que lo lanza inagotable a un anhelo mayor, probablemente inagotable. También Gatsby se queda a las puertas de recuperar a Daisy, mientras que Meaulnes no sólo alcanza el amor de Ivonne, sino que llega a casarse con la muchacha. Sin embargo nada de ello -y esto es lo fundamental- logra cerrar su enorme herida de nostalgia. Gatsby es un hombre joven pero ya en el pináculo de su carrera, mientras que Meaulnes es todavía un adolescente.

¿Puede caber una añoranza tan exaltada en una vida tan corta? Añoranza ¿de qué? Este sería el misterio que ha registrado Milan Kundera en su novela sobre el exilio, La ignorancia. Escribe en ella: “Hay que comprender la paradoja matemática de la nostalgia; ésta se manifiesta con más fuerza en la primera juventud, cuando el volumen de la vida es todavía insignificante”.

El adolescente, qué duda cabe, percibe una llamada en su intimidad sin saber de dónde procede. A esta llamada, dirigida hacia un horizonte de añoranza inconcreta, suele llamársele en términos médicos “nostalgia sin objeto”. El niño es incapaz de sentirla, pero en cambio es indispensable en la adolescencia para poder configurar un mundo interno a partir de la pubertad. Esta nostalgia constituye, sin duda, una indagación del sentido de las cosas y valores, y por eso cumple una función determinada en el desarrollo de la personalidad. Y como todos los sentimientos y emociones ligados a una etapa evolutiva dada, tiene un carácter transitorio que desaparece cuando la persona accede a una visión propia de la vida y de sí misma.

Sin embargo, por una desconocida causa, existen seres humanos que no llegan a encontrar nunca un mundo con sentido y no establecen, por tanto, ningún vínculo con el lugar y el momento presentes, quedando su desarrollo detenido en una nostálgica nebulosa. Dan la impresión de que tratan de volver a un tiempo idealizado con todas sus infinitas posibilidades sin desgastar. Hemos visto ya el caso de El gran Meaulnes y mencionado también ese otro gran “clásico de la nostalgia” que es El gran Gatsby, donde se analizan los límites de esta enfermedad en un personaje entregado de lleno a la terrible esperanza de recobrar el pasado en todo su esplendor.

Nick Carraway, el narrador de la novela, presenta a Gatsby como a una persona dotada de “una exquisita sensibilidad para captar las promesas de la vida”. Promesas elusivas para casi todos nosotros, los que no podemos perder de vista la realidad. Pero Jay Gatsby sí puede hacerlo, empujado “por la colosal vitalidad de su ilusión”. Una noche de otoño, durante un paseo con Daisy, experimenta un abrumador sentimiento de amor y gloria. 


A partir de entonces, el paso de su vida queda prendido de ese instante único, sobre todo porque poco después la separación sobreviene debido a que la clase social de ella se interpone entre ambos. Cinco años más tarde, un Gatsby considerablemente rico regresa para recuperar su amor, pero las cosas han cambiado irremediablemente.
Daisy está casada con Tom Buchanan, alguien que pertenece a su propio mundo y representa la brutalidad del sistema clasista americano. Como señala el narrador: “Tom y Daisy eran descuidados e indiferentes: aplastaban cosas y seres humanos, y luego se refugiaban en su dinero (...) dejando a los demás que arreglaran los destrozos que ellos habían hecho”. Gatsby, nuevo rico, nunca podrá penetrar el mundo de suficiencia de la clase social elevada y permanecerá allí, en el umbral, con la esperanza intacta, “vigilando la nada”.


El acierto más desesperado y perspicaz de la novela es que la nostalgia de Gatsby no se satisface con el reencuentro con Daisy, incluso llega ésta a decepcionarlo un poco: “No comprende... Antes solía comprender. Pasábamos sentados horas enteras...”. Y es que el personaje se encuentra ya asombrado por la gran nostalgia: “Daisy no llegó a ser el vértice de sus sueños (...) Había ido más allá de ella, más allá de todo. Se había entregado con creadora pasión, acrecentándolo todo”. La amada aparece, en realidad, como un estímulo para acceder al algo mucho más profundo y absoluto. Quizás por eso Platón pensaba que el Eros era una de las tendencias dirigidas al reino de las Ideas.

Jay Gatsby cree en la posibilidad de regresar a un punto culminante de partida. Nick, conmovido por el fracaso de su amigo, dice de él: “Había recorrido un largo camino para llegar (...) y su sueño debió parecerle tan próximo que no le sería imposible lograrlo... No sabía que estaba ya detrás de él... en alguna parte de aquella vasta oscuridad”. Gatsby, incontenible iluso activo, padecía sin duda la terrible enfermedad de la nostalgia. No era capaz de percibir que el pasado nos esquiva en las promesas del futuro, aunque como James Gatz (Gatsby) poseamos “un don extraordinario para saber esperar”.

domingo, 25 de enero de 2015


Cosas sin importancia

Hay tantas cosas que han dejado de importarme que algunas son una imagen borrosa que no distingo lo que son, mucho menos lo que fueron.

Hay tantas cosas que han dejado de importarme, el pasado tan poblado de mitos con sus mares acuciantes de dragones de tantos mundos con rostros y soles sin nombre.

Hay tantas cosas que han dejado de importarme que a veces dudo haberlas vivido. Pienso en ellas como trailers de viejas películas, lejanas escenas, pequeños trozos de vagos recuerdos.

Hay tantas cosas que han dejado de importarme. El ayer, esos días sin su tibieza, con todas sus esencias muertas, sobrevolado por pájaros negros como un cadáver insepulto.

Hay tantas cosas que han dejado de importarme, lo que digan, lo que piensen, el saludo o la negación, estar o no en otras memorias. No soy actor de esta función de lo absurdo.

Hay tantas cosas cosas que han dejado de importarme, la presencia o el vuelo de una voz, incluso que me llamen por mi nombre. La ignorancia alcanzada al caminar por la calle  por los vínculos, sin ver nada más que gente vestida de sombras sin rostros.

Hay tantas cosas que han dejado de importarme, como saber que padezco del mal de alzheirmer en mis afectos,
incapaz de reconocer a quien quise o ame, a quien detesto u odié.

Porque cada día veo las cosas como si fueran la primera vez, desde la epifanía de un acto poético.

(Junio / 2015)







sábado, 24 de enero de 2015

Ese otro mundo: el Poeta Fernando Pessoa

-Douglas González-

Conocí  a Fernando Pessoa, tras leer al filósofo de la negación, el rumano Emil Cioran –por llamarlo de alguna manera-, quien siempre se mostó intolerable, crítico hasta la corrosión a la hora de escribir sobre otros escritores. De su referencia sobre Pessoa me llamó la atención la denotada admiración de Cioran hacia el poeta portugués, cuya obra, a su juicio guardaba un cerrado paralelismo con sus escritos, salpicados de un epidérmico y otras veces profundo nihilismo trajinados aquí y allá bajo la figura de sus aforismos.
Enseguida me hice un febril lector del Pessoa poeta. Pero cuando salió publicada esa especie de oda literaria, a las plenitudes de sus yoes, el Libro del Desasosiego, y que en alguna medida es la revelación de sus diferentes biografías psico-espirituales, esa que transmigra a través de todas sus personalidades perfiladas en sus heteronóminos, tuve el encuentro definitivo con el escritor que habitaba detrás de esos poemas que más de una vez fueron claves para interpretar el Universo, cuya vida la vivió como si fuera un personaje literario. Creo que Pessoa nunca aspiró a otra cosa que ser el personaje de una trama, como las que el prefiguraba en sus poemas.


De Pessoa se nos indica que fue genial e infeliz, un poeta entregado a la más impostergable de las condenas humanas: la soledad. Para adentrarse en ella, se negó a ser acompañado por gente de carne y hueso, y creo sus personajes, sus heteronóminos: Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, eran todos los hombres que en algún momento quiso y pretendió ser y representaban los amigos irreales con los que quiso acompañar su existencia tan matizada por tanto sentido de irrealidad.
Fumaba compulsivamente a manera de distracción y a la vez violentar el tiempo matando el suyo propio. Lo que no resolvía su lucidez poética, buscaba encontrarlo a través de los efluvios del vino, al que hipotecó gran parte de su vitalidad. Pero más que ninguna otra cosa, Pessoa fue un soñador, un soñador dotado del talento de escribir lo imposible en los cuadrantes de la poesía. No es vano decir que todos los sueños, residen en Pessoa, su literatura y sus heterónimos.
Aún Pessoa suele recorrer la ruta insalvable de la calle los Doradores, de ese Caliz personal que siempre fue Lisboa, la ciudad de su incomprensión. En ella vivió el exilio personal, ese régimen excluyente que llegó a afectarlo a él con él mismo, y que lo llevó tantas veces a estar fuera del ámbito de su personalidad, en momentos asomándose a las oscuras habitaciones de lo esotérico, en otros inventado movimientos literarios y reuniones con escritores inexistentes. Descifrando las estrellas por las noches o intentado dilucidar alguna otra realidad echando las cartas del Tarot sobre la mesa. No eran divertimentos de oficio, eran la manera de ocupar su tiempo libre no literario, con esa otra literatura que era su propia vida, y la manera también de seguir manteniéndose al margen de una realidad que para él nunca existió de un todo.
Ese hombre de aspecto grave y formal, un tanto esquivo y huidizo, de paso apresurado a la hora de atravesar las calles de Lisboa, siempre reservándose en su profundo anonimato, como el solitario jinete en su travesía por el Sahara; ese hombre  que caminaba para entretener los extravíos insalvables de su existencia, murió a los 47 años, por insuficiencia hepática producto de su apegado consumo al alcohol, con el que intentaba apagar el fuego de su incansable melancolía. Nos dejó mucho más que extraordinaria poesía, y ese otro gran poema inconcluso que es el Libro del Desasosiego. Pero el mayor legado de Pessoa no fue su  obra escrita, sino esas voces de mundos metafísicos lanzadas al tiempo con tinte de su sangre, el tono de su entrañable lucidez y las perpetuas tribulaciones de su alma.


martes, 20 de enero de 2015



La cárcel de las palabras
-Douglas González C.-

Despojado de la palabra y sin razón a la que apelar, el hombre del Siglo XXI se encuentra prisionero de los dispositivos de la sociedad moderna –sin referentes del inconsciente, de la insustancialidad, indeterminada y flotante a decir de Baudrillard-, que sólo funcionan para perpetuar el imperio de las simulaciones, inclusive en los estadios de su vida íntima.
Para Elias Canetti (Premio Nobel 1981), las palabras han perdido su condición de imperio como expresión de la razón, ya se ubican en estadios más allá de lo que pueden traducir o expresar. Ante esa hecatombe de la palabra, lo que fuera ayer una generadora de libertades, ha producido un cerco inflexible y pétreo a la razón, lo que le valió al mismo Canetti bautizar como la gran “Comedia Humana de la locura”.



Jean Badudrillard , el filósofo de lo objetual, uno de los pensadores franceses más importantes del Siglo XX, señaló que todas las finalidades de las palabras han desaparecido, sólo permanecen los modelos que nos generan, porque ya nada está regido por ningún valor.

“Ya no hay ideologías, sólo simulacros”, y a esta categoría de la maniobra de lo que representa algo que en realidad no es Baudrillard, es como un dispositivo al que le asigna un correspondiente de totalidad, como un germen que lo invade todo, incluso la vida misma.

En esa génesis que transfigura todo su pensamiento literario y filosófico, y que convierte a Auto de Fe, en una de las novelas imprescindibles y por lo tanto inevitables del Siglo XX, el escritor Elias Canetti, plantea la tesis de que el hombre es un sujeto que tiende a enjaularse a sí mismo en una cárcel de palabras “convirtiéndolas en germen de toda suerte de malentendidos en su comunicación con los demás y cerrándose con ellas a la riqueza del mundo”.


El hombre en su quehacer del lenguaje construye “máscaras acústicas”, a decir de Canetti, las cuales actúan como un mecanismo en el choque constante de las palabras empleadas siempre como rígido instrumento de la propia codicia, de la propia voluntad de poder, e incapaces por lo tanto de servir a una comunicación real”, llegándose a la misma hiperrealidad de la que se sirve Baudrillard para postular el laberíntico sistema de simulaciones.

Todo ente encarcelado lo que hace es enfrentar una suerte de diferimiento de su sentencia a muerte, estar preso es estar en el camino de una muerte irremediable. Ese es el horizonte real del lenguaje para Canetti.
Mientras que para Baudrillard el movimiento que precede a esa muerte es la liberación del deseo, pero la muerte no es una finalidad en sí misma, sino una perpetua reversión cíclica que lo ocupa todo, “una gran forma, la misma en todos los dominios, la de la reversibilidad, de la reversión cíclica, de la anulación; la que en todas partes pone fin a la linealidad del tiempo, a la del lenguaje, a la de los intercambios económicos y de la acumulación, a la del poder. En todas partes toma para nosotros la formas de exterminación y de la muerte. Es la forma misma de lo simbólico. Ni mística, ni estructural, ineluctable”.



El hombre atrapado entre estas dos aguas, ante un horizonte donde nada vale nada, donde ningún intercambio simbólico logra determinar nada en la dinámica social moderna, su única opción sigue siendo recurrir a la palabra, a ese lenguaje confinado que alienta la tragedia porque se adviene, como asegura Claudio Magris, a esa “gélida e inexorable parábola de la enfermedad mortal contemporánea, el delirio de la palabra que parece haber desbaratado la razón del siglo”.


LIBRO DEL DESASOSIEGO / FRAGMENTOS
-Fernando Pessoa-



Todo pensamiento, por mucho que pretenda fijarlo se me convierte tarde o temprano en un desvarío. Donde quisiera poner un argumento o hacer correr un razonamiento, me surgen frases, primero expresivas del propio pensamiento, luego otras subsidiarias de las primeras, finalmente sombras y derivaciones de aquellas frases subsidiarias. Comienzo a meditar sobre la existencia de Dios y me encuentro hablando de remotos parques, de cortejos feudales, de ríos pasando medio mudos bajo las ventanas a las que me asomo; y me veo hablando de ellos porque me encuentro viéndolos, sintiéndolos, y hay un breve momento en [que] una brisa real me toca en la cara, surgida de la superficie del río soñado a través de metáforas, del feudalismo estilístico de mi abandono central.
Me gusta pensar porque sé que no tardaré en no pensar. El raciocinio me encanta como punto de partida -estación metálica y fría donde se embarca para el Gran Sur. Me esfuerzo a veces por meditar sobre un gran problema metafísico o incluso social, pues sé que la voz ronca del pensamiento tiene para mí colas de pavo real, que se me irán abriendo si me olvido que estoy pensando y que el destino del humanidad es una puerta en un muro que no existe, y que yo, por tanto, la puedo abrir a los jardines que quiera.
Bendito sea aquel elemento irónico del destino que da a los pobres de vida el sueño como pensamiento, así como da a los pobres de sueño o la vida como pensamiento o el pensamiento como vida.
Pero hasta el pensamiento por encadenamiento de pensar se me vuelve cansado. Y entonces abro los ojos de soñar, llego hasta la ventana y transfiero el sueño a las calles o a los tejados. Y es en la contemplación distraída y profunda de los conglomerados de tejas separadas en tejados, cubriendo el contagio astral de las gentes alienadas, cuando el alma se me desprende de verdad, y no pienso, no sueño, no veo, no particularizo; contemplo entonces de verdad la abstracción de la Naturaleza, de la Naturaleza, la diferencia entre el hombre y Dios.
Escribo con una extraña tristeza, siervo de un sofoco intelectual que me llega de la perfección de la tarde. Este cielo de un azul precioso, derivando hacia tonos rosados claros bajo una brisa igual y blanda, me da a la consciencia de mí mismo ganas de gritarme. Al final estoy escribiendo para huir y refugiarme. Evito los idilios. Me olvido de las expresiones exactas y ellas se me abrillantan en el acto físico de escribir, como si la misma penas las produjera.

De lo que he pensado, de lo que he sentido, sólo sobrevive unas ganas inútiles de llorar.
En lo que somos y en lo que queremos somos la Muerte. La muerte nos cerca y nos penetra. La vivimos y a eso le llamamos vida.
Vivimos, dormimos y soñamos la muerte de los muertos y morimos a la de la vida.
Muerte es lo que tenemos, muerte es lo que deseamos. La vida que vivimos es muerte.
Cuando era niño cogía los coches de línea. Los amaba con un amor doloroso -bien que me acuerdo- porque por no ser reales les tenía una inmensa compasión...
Cuando un día conseguí tener entre las manos el resto de unas piezas de ajedrez, qué alegría no sentí. Puse nombre a las figuras y pasaron a formar parte de mi mundo de sueños.
Esas figuras se definían con nitidez. Tenían vidas distintas. Uno vivía -cuyo carácter yo decretaba violento y sportsman- en una caja que estaba encima de mi cómoda, por donde paseaba a la tarde cuando yo y luego él, regresábamos del colegio, un tranvía con interiores de cajas de cerillas, unidas por no sé qué trozo de alambre. Él siempre saltaba con el tranvía en marcha. ¡Oh, mi infancia muerta! ¡Oh cadáver vivo en mi pecho! Cuando me acuerdo de mis juegos de niño ya crecido, la sensación de lágrimas me calienta los ojos y una nostalgia aguda e inútil me corroe como un remordimiento. Todo aquello pasó, quedó inmóvil y visible, visualizable, en mi pasado, en mi perpetua idea de mi habitación de entonces, alrededor de mi persona invisualizable de niño, visto desde dentro, que iba de la cómoda al tocador, o del tocador a la cama, conduciéndome por el aire, imaginándolo parte de la línea tranviaria, el tranvía rudimentario que llevaba a casa mis ridículos escolares de madera.


A unos yo les atribuía vicios -tabaco, robos- pero no soy de índole sexual y lo les tribuía actos, salvo, creo, una predilección que me parecía juego, la de besar a las chicas y mirarles las piernas. Los hacía fumar en papel liado detrás de una caja grande que había sobre una maleta. A veces por el lugar aparecía un maestro. Y era con toda su emoción que me veía obligado a sentir, que dejaba el cigarro falso y ponía al fumador mirándolo disimuladamente en la esquina, esperando al maestro, y saludándolo, no lo recuerdo bien, como un inevitable pasaje... A veces uno estaba lejos del otro y yo no podía manipular a uno con un brazo y al otro con el otro. Tenía que hacerlos andar alternativamente. Me dolía tanto esto como hoy el no dar expresión a una vida... Ah, ¿pero a qué viene recordar esto? ¿Por qué no me quedé siendo un niño para siempre? ¿Por qué no me morí allí, en uno de esos momentos, preso de las argucias de mis escolares y de la vida como-que-inesperada de mis maestros? Hoy ya no puedo hacer esto... Hoy sólo tengo la realidad con la que no puedo jugar... ¡Pobre niño exilado en su virilidad! ¿Por qué he tenido que crecer?
Hoy, cuando recuerdo esto, me llegan nostalgias de mucho más que esto. Ha muerto en mí mucho más que mi pasado.
La habilidad para construir sueños complejos me ha hecho crear obstáculos inútiles en la vida.
En la destrucción de la unidad de mi espíritu, he liberado pequeños impulsos, capaces de inhibirse y de esconderse, por sutiles y fuertes, pero lo suficientemente grandes para ser sacrificadamente instintos, instintos realizables.
Tanto he soñado que me he hecho nítido en el sueño, pero llegando a verme en sueños tal cual soy, feo y grotesco, la conducción del propio sueño me ha faltado.
Ni puedo tener compasión de mí mismo, porque no he llegado a ser jorobado o cojo o manco. Soy totalmente inestético.
¿Cómo voy a saber de amor si ni en sueños me creo digno de eso?
¿Cuántas veces en el decurso de los mundos, no habrá un cometa errante puesto fina a una Tierra? A una catástrofe tan material esta ligada la suerte de tanto proyecto de espíritu. La Muerte acecha, como una hermana del Espíritu y del Destino [...].
Muerte es estar sujetos a un exterior cualquiera y nosotros, en cada momento de nuestra vida, somos unos reflejos y un efecto de lo que nos rodea.

La muerte subyace en nuestro gesto vívido. Nacemos muertos, muertos vivimos, muertos ya entramos en la muerte. Compuestos de células viviendo de su desintegración, estamos hechos de muerte.

domingo, 18 de enero de 2015


                                             

 He parado todos los relojes
-Douglas González Carmona-
He tapado todos los espejos,
 porque  detrás de cada uno de ellos
 se  desnuda tu nombre.
 Homero


He parado todos los relojes para no ver como se fuga
el tiempo en el indetenible movimiento de sus agujas,
el tic tac es una muerte que padezco en el engranaje
de las angustias.

He descendido a la tierra a vaciar todas las  sepulturas
tratando de apresurar  la llegada del juicio,
a ver si te encuentro cuando se reúnan todas las almas.

He sellado con silencio mis oídos
que ahora son como tranvías solitarios a la espera de pasajeros
que traigan en sus voces, algo de tu voz que ya no llega.

He cubierto mis ojos con tu imagen como mi única revelación del mundo.
Para no ver nada: Salvo las líneas y  poros que se extienden por el territorio de tu piel.
Y para que nunca llegue el relámpago que agita los mares que me circundan

He escondido todas las palabras en el secreto armario del silencio, pero hoy traje conmigo la única con la que puedo nombrarte, INNOMBRABLE.
                                             


ENTRE MI CUERPO Y TU CUERPO
-Douglas González Carmona-
A Gloria
Entre mi cuerpo y tu cuerpo

Hay un juego de ciudades rotas.

Un cántaro que derrama

un diluvio.

Las soledades fabricadas por el Minotauro en su laberinto

y que  ayudan a elaborar la eternidad.

Un sistema de ecuaciones con dos incógnitas,

sin valor exponencial.


Una mirada que busca un eclipse como excusa

para saltar por la ventana.

Una puerta enmohecida que espera

por una mano que  nunca llega.

El final de una calle sin transeúntes, con una esquina

donde  terminan todos los paraísos.


Entre mi cuerpo y tu cuerpo

También está el vuelo de unos pájaros

rasgando  la carpa de la tarde

Un mapa de constelaciones escondido

detrás  de tus ojos.

Los besos húmedos que dejan tus pies descalzos

cuando  caminan sobre la tierra.

Las pulsaciones de la mente perforada

por los deseos lúdicos de la piel.

Un tablero de ajedrez

donde mi cuerpo y tu cuerpo

son uno, dos y ninguno.            (D.G.C)





A TRAVES
(Poema de Octavio Paz)



Doblo la página del día,
escribo lo que me dicta
el movimiento de tus pestañas.

                   *

Mis manos
abren las cortinas de tu ser
te visten con otra desnudez
descubren los cuerpos de tu cuerpo
Mis manos
inventan otro cuerpo a tu cuerpo.

                   *

Entro en ti,
veracidad de la tiniebla.
Quiero las evidencias de lo oscuro,
beber el vino negro:
toma mis ojos y reviéntalos.

                  *



Una gota de noche
sobre la punta de tus senos:
enigmas del clavel.

                *

Al cerrar los ojos
los abro dentro de tus ojos.

               *

En su lecho granate
siempre está despierta
y húmeda tu lengua.

               *






Hay fuentes
en el jardín de tus arterias.

              *

Con una máscara de sangre
atravieso tu pensamiento en blanco:
desmemoria me guía

hacia el reverso de la vida.


                        "Manhattan Transfer" 
                    novela de John Dos Passos
                                                                   (fragmento)


El crepúsculo redondea suavemente los duros ángulos de las calles. La oscuridad pesa sobre la humeante ciudad de asfalto, funde los marcos de las ventanas, los anuncios, las chimeneas, los depósitos de agua, los ventiladores, las escaleras de incendios, las molduras, los ornamentos, los festones, los ojos, las manos, las corbatas, en enormes bloques negros. Bajo la presión cada vez más fuerte de la noche, las ventanas escurren chorros de luz, los arcos voltaicos derraman leche brillante. La noche comprime los sombríos bloques de casas hasta hacerles gotear luces rojas, amarillas, verdes, en las calles donde resuenan millones de pisadas. El asfalto rezuma luz. La luz chorrea de los letreros que hay en los tejados, gira vertiginosamente entre las ruedas, colorea toneladas de cielo.
                                                  El CIELO hoy está poblado de demonios,
                                      sólo tengo un Ángel...
                                      Tú y estás ausente


viernes, 16 de enero de 2015


DE LO QUE NO SE SABE


Recordar es a veces como tener una fijación mental,
¿Conoces de alguna que sea útil?
Fija la sombra, fija el rumor
fija los avisos aterciopelados de la noche.
Agencian lo psicótico
Pregunta de rigor: ¿Son los amantes unos disociados?
Puedes encontrar la respuesta que más te guste en las páginas amarillas
aquí no existe más.
Imita al pelícano de  la playa -repetir un acto es lo más fácil- cae en el Mar tragándote el pez de tu memoria…pero primero, antes de borrarla haz de saber que tu estás hecho de esa sustancia corpórea, resbaladiza, sin rumbo definido.
Poblamos puertos de luces apagadas, barcos anclados sin poder moverse, como si la violenta masa de Júpiter los atrajera con toda fuerza.
¿Qué somos? Un catador en perfecto acto de libación….
ola suelta a la orilla de la playa capaz de borrar todas las 
huellas, pero jamás las tuyas
A veces existe esa confusión, días sin olor a sustancia, noches de ojos inciertos, faroles alucinantes.




¿Dónde está lo que existimos?
Forma una hilera de dudas, con igual número de serie
Como si se tratara de una fábrica de verdades
Un prestigiador de certezas.
El  vendedor ambulante de entradas para una feria dominical
Del otro lado, veo esas otras cosas, como si todo lo que
deseara estuviera escondido bajo el manto de una monja que de rodillas reza un rosario
Enseguida todo vuelve a ser sueño,
sueño inútil, nada de él ,
ni dentro de él,
Lo peor es que cualquiera otra cosa mañana puede ser verdad
Es una trampa hecha de  tiempos,
Nada queda por agradecer, la pupila del ojo te lleva de viaje
La mente suele poner cosas ilusorias frente a nosotros,
La esperanza de creer que vemos
Como cuando caminamos por esa calle en la que se ha 
borrado nuestra historia
Nunca más pasamos por ella,
Porque es tan inútil como estar sin una moneda 
frente a una máquina 
expendedora de refrescos 
con todas esas botellas con la fotografía de tu rostro. (D.G)


jueves, 15 de enero de 2015

Qué fue el infierno en la Tierra
El cielo en la Tierra…
De vuelta, adentro.
A través, en él, sobre él…
Adentro y arriba…


(Texto de Gia Marie)


                               UN DIA, tan embargado de ti y de tu presencia, 
                               te lleve al parque, 
                               elegí sentarnos en bancos separados,
                               uno frente al otro,
                               pasamos horas quietos, viéndonos
                               sin decir palabras
                               a ver si mirándome te reconocías. 




ME FUI a las montañas a gritar tu nombre una y otra vez, 
a ver si por una suerte de milagro, 
el eco de mi voz te devolvía de carne y hueso.