Memorias de Nueva York
Si tuviéramos que narrar esta historia en una película, la primera escena sería un primer plano ampliado de la ciudad de New York, vista desde arriba, porque es la única posibilidad de verla en términos de igualdad que puede ofrecerte la Gran Manzana, verla desde lo alto, desde el aire; como la vio el equilibrista Philipe Petit, en 1974, cuando caminó como un pájaro redentor sobre un cable de acero y atravesó los ocho metros de distancia entre las dos azoteas de las Torres Gemelas, a 409 metros de altura.
Es la manera cierta de verla y no sentirse un
liliputiense tratando de escalar ese gran santuario de acero y concreto, como
lo hacen cada uno de sus habitantes desde su descontada eternidad, cada vez que
miran hacia las alturas del vértigo al caminar por las calles de la legendaria
Babel de hierro.
Luego la cámara haría una toma en picado
descendiendo vertiginosamente como un ojo gigantesco que se asoma a través de
los entresijos de una ciudad miniatura, hasta que pasa su mirada rasante por
una de esas amplias avenidas, con rascacielos pálidos y taxis amarillos como
los que aparecen en las postales de Manhattan, entonces la cámara haría un
rápido giro de 360 grados de esos que hacen que las imágenes parezcan líquidas,
un breve negro y después el lente abriría su foco como si fuera un túnel, frente a la entrada del Hotel equis .
La siguiente escena sería una toma ascendente de
la fachada de un edificio, como si estuviéramos subiendo por un acelerado
ascensor visual, pasando filas y filas de ventanas hasta llegar al piso 16 y
entrar por una de ellas, encontrarnos ante la escena de una suite ejecutiva con
paredes pintadas de beige, decorada con
muebles de color marrón-oso y negro mate, un ambiente con el más esencial
estilo minimalista, todo ordenado tan milimétricamente y con tal asepsia que pareciera que no es de
este mundo. Te asomas a la ventana y ves ese paisaje que invade tu imaginación
y se impregna de cualquier recuerdo de la ciudad, la isla Ellis , King Kong,
los primeros quince segundos del planeta de los Simios, las Torres Gemelas.
Sigues recorriendo la ciudad con el ojo de tu
imaginación, aparece la calle 42 eternizada por los espíritus centenarios de
las prostitutas que con sus boquitas pintadas decoraban su desfile de
solemnidad sus esquinas. La Central terminal, con su fachada que parece salida
de una postal detrás de la cual se esconde la figura de Capone. Los rascacielos
el rostro con que la ciudad mira de frente al cielo. El Empire State, y el edificio Chrysler, esos dos hijos prodigios que han aparecido en
tantas películas que pudieran emular a Humphrey Bogart y a Robert De Niro.
La 5ta Avenida con sus intimidantes vidrieras que
en realidad son las casas de muñecas de
las mujeres millonarias. Aquél pedazo de orilla del East River con el que nos
ha condenado a soñar Woody Allen, todos
los domingos de nuestras vidas con su película Manhattan y que te obliga a
imaginar a un New York en blanco y negro. La biblioteca N.Y y su techo pintado
con un pedazo de cielo al óleo, bajo el cual tienes la sensación de que de
pronto aparecerá el rostro de Dios.
Descontar un poco de eternidad parado al borde de
la 5ta avenida con Broadway, mirando en una esquina al Flatiron Building, el
edificio más hermoso del mundo, o la arquitectura neoclásica del edificio de la
bolsa de valores.
Siempre he dicho que New York es un abismo al
revés, todas esas luces de neón y multicolores que salpican sus calles hacen
que la noche parezca una caminata sobre las constelaciones espaciales, miras
los rascacielos que gravitan como taciturnas estalactitas apuntando hacia el
fondo del precipicio.
Mantiene su sello futurista, de cuando prometía
serlo, New York, es algo que se te mete por cada poro de la piel, después de
estar en esa ciudad, nunca más la vida será igual, eres una especie de
extraterrestre, el resto de la geografía la verás con la monotonía de un ser de
otra galaxia, y es que New York tiene una clave, como un portal imaginario,
cuando caminas por sus calles, vas impregnándote de cada detalle que hay en
cada lugar, un poste, un color, una fachada, un enrejado, un arco de edificio,
alguna escalinata, la profundidad de una calle herida con el sol, con árboles y
abigarrados de luz y edificios bonachones que se han sentado a dialogar con el
tiempo de la mejor manera; una puerta roja, los yellowcab, las modelos que
aparecen de la nada, y asaltan las aceras, tanta y tanta vestimenta en uso que
parece que frente a ti desfila toda la ropa del mundo.
New York es como la poesía, una vez que has comido
de su pan maldito, que has disfrutado ese placer solo permisible a los dioses,
en el caso de la ciudad a sus elegidos, ella te perseguirá por siempre, soñarás
saltar de isla en isla, que te meces en sus puentes, que les llevas flores
enamoradas a la estatua de la Libertad,
mientras recitas una estrofa libertaria del viejo Walt Whitman.
Es que New York se mete en tu imaginación, viendo
la ciudad, es que puedes contemplar como surgen otros mundos, otras dimensiones
en tu propia mente, como si New York fuera la entrada a todos los mundos
posibles.
Esa era mi enfermedad, en el momento, New York de
eso estaba enfermo, de amar una ciudad que existía en los sonidos de la noche,
al otro lado de mi ventana en la madrugada, que me esperaba cada día cuando
abría la puerta de mi apartamento y bajaba por las escaleras de ese edificio
construido por italianos en 1957, con una arquitectura que unía los dos mundos.
Salía a la calle y respiraba con profundidad y
sabía que era aire neoyorquino, no había ningún otro igual en el universo, y
mientras iba caminando tropezaba con cada uno de sus olores, como si atravesara
el jardín de las delicias, y cada uno de esos olores, era un nutrido grupo de
sensaciones, ellas también era New York, la ciudad herida, la ciudad infinita,
la de las mil caras, un poema de acero y concreto, con luces como metáforas con
las que vuela cada noche, una ciudad para extraviarnos en nuestros corazones
como muchos lo están ahora, buscándola en sus añoranzas, no la ven, aunque
pisan sus avenidas y cada día engullan algo de la cautivante chatarra de su
carrusel de comida rápida, porque para verlas hay que soñar con ella sus sueños
insomnes y despertar con ella cuando se levantan sus amaneceres, cuando sale el
Sol, va y duerme para seguir soñándose, y en ese tejido de sueños ver a New
York.
©Copyright. Douglas González