domingo, 14 de noviembre de 2021

 

Memorias de Nueva York

Si tuviéramos que narrar esta historia en una película, la primera escena sería un primer plano ampliado de la ciudad de New York, vista desde arriba, porque es la única posibilidad de verla en términos de igualdad que puede ofrecerte la Gran Manzana, verla desde lo alto, desde el aire; como la vio el equilibrista Philipe Petit, en 1974, cuando caminó como un pájaro redentor sobre un cable de acero y atravesó los ocho metros de distancia entre las dos azoteas de las Torres Gemelas, a 409 metros de altura.

Es la manera cierta de verla y no sentirse un liliputiense tratando de escalar ese gran santuario de acero y concreto, como lo hacen cada uno de sus habitantes desde su descontada eternidad, cada vez que miran hacia las alturas del vértigo al caminar por las calles de la legendaria Babel de hierro.

Luego la cámara haría una toma en picado descendiendo vertiginosamente como un ojo gigantesco que se asoma a través de los entresijos de una ciudad miniatura, hasta que pasa su mirada rasante por una de esas amplias avenidas, con rascacielos pálidos y taxis amarillos como los que aparecen en las postales de Manhattan, entonces la cámara haría un rápido giro de 360 grados de esos que hacen que las imágenes parezcan líquidas, un breve negro y después el lente abriría su foco como si fuera un  túnel, frente a la entrada del Hotel equis .

La siguiente escena sería una toma ascendente de la fachada de un edificio, como si estuviéramos subiendo por un acelerado ascensor visual, pasando filas y filas de ventanas hasta llegar al piso 16 y entrar por una de ellas, encontrarnos ante la escena de una suite ejecutiva con paredes pintadas de  beige, decorada con muebles de color marrón-oso y negro mate, un ambiente con el más esencial estilo minimalista, todo ordenado tan milimétricamente y  con tal asepsia que pareciera que no es de este mundo. Te asomas a la ventana y ves ese paisaje que invade tu imaginación y se impregna de cualquier recuerdo de la ciudad, la isla Ellis , King Kong, los primeros quince segundos del planeta de los Simios, las Torres Gemelas.

Sigues recorriendo la ciudad con el ojo de tu imaginación, aparece la calle 42 eternizada por los espíritus centenarios de las prostitutas que con sus boquitas pintadas decoraban su desfile de solemnidad sus esquinas. La Central terminal, con su fachada que parece salida de una postal detrás de la cual se esconde la figura de Capone. Los rascacielos el rostro con que la ciudad mira de frente al cielo. El Empire State, y el  edificio Chrysler,  esos dos hijos prodigios que han aparecido en tantas películas que pudieran emular a Humphrey Bogart y a Robert De Niro.

La 5ta Avenida con sus intimidantes vidrieras que en realidad son las  casas de muñecas de las mujeres millonarias. Aquél pedazo de orilla del East River con el que nos ha condenado a soñar Woody  Allen, todos los domingos de nuestras vidas con su película Manhattan y que te obliga a imaginar a un New York en blanco y negro. La biblioteca N.Y y su techo pintado con un pedazo de cielo al óleo, bajo el cual tienes la sensación de que de pronto aparecerá el rostro de Dios.

Descontar un poco de eternidad parado al borde de la 5ta avenida con Broadway, mirando en una esquina al Flatiron Building, el edificio más hermoso del mundo, o la arquitectura neoclásica del edificio de la bolsa de valores.

Siempre he dicho que New York es un abismo al revés, todas esas luces de neón y multicolores que salpican sus calles hacen que la noche parezca una caminata sobre las constelaciones espaciales, miras los rascacielos que gravitan como taciturnas estalactitas apuntando hacia el fondo del precipicio.

Mantiene su sello futurista, de cuando prometía serlo, New York, es algo que se te mete por cada poro de la piel, después de estar en esa ciudad, nunca más la vida será igual, eres una especie de extraterrestre, el resto de la geografía la verás con la monotonía de un ser de otra galaxia, y es que New York tiene una clave, como un portal imaginario, cuando caminas por sus calles, vas impregnándote de cada detalle que hay en cada lugar, un poste, un color, una fachada, un enrejado, un arco de edificio, alguna escalinata, la profundidad de una calle herida con el sol, con árboles y abigarrados de luz y edificios bonachones que se han sentado a dialogar con el tiempo de la mejor manera; una puerta roja, los yellowcab, las modelos que aparecen de la nada, y asaltan las aceras, tanta y tanta vestimenta en uso que parece que frente a ti desfila toda la ropa del mundo.

New York es como la poesía, una vez que has comido de su pan maldito, que has disfrutado ese placer solo permisible a los dioses, en el caso de la ciudad a sus elegidos, ella te perseguirá por siempre, soñarás saltar de isla en isla, que te meces en sus puentes, que les llevas flores enamoradas a la estatua de la Libertad,  mientras recitas una estrofa libertaria del viejo Walt Whitman.

Es que New York se mete en tu imaginación, viendo la ciudad, es que puedes contemplar como surgen otros mundos, otras dimensiones en tu propia mente, como si New York fuera la entrada a todos los mundos posibles.

Esa era mi enfermedad, en el momento, New York de eso estaba enfermo, de amar una ciudad que existía en los sonidos de la noche, al otro lado de mi ventana en la madrugada, que me esperaba cada día cuando abría la puerta de mi apartamento y bajaba por las escaleras de ese edificio construido por italianos en 1957, con una arquitectura que unía los dos mundos.

Salía a la calle y respiraba con profundidad y sabía que era aire neoyorquino, no había ningún otro igual en el universo, y mientras iba caminando tropezaba con cada uno de sus olores, como si atravesara el jardín de las delicias, y cada uno de esos olores, era un nutrido grupo de sensaciones, ellas también era New York, la ciudad herida, la ciudad infinita, la de las mil caras, un poema de acero y concreto, con luces como metáforas con las que vuela cada noche, una ciudad para extraviarnos en nuestros corazones como muchos lo están ahora, buscándola en sus añoranzas, no la ven, aunque pisan sus avenidas y cada día engullan algo de la cautivante chatarra de su carrusel de comida rápida, porque para verlas hay que soñar con ella sus sueños insomnes y despertar con ella cuando se levantan sus amaneceres, cuando sale el Sol, va y duerme para seguir soñándose, y en ese tejido de sueños ver a New York.

©Copyright. Douglas González

 

Entre el deber y el hastío 


 “En Londres, el no-ser ocupaba una gran parte de nuestro tiempo”, escribe Virginia Woolf en uno de sus apuntes de sus memorias y con eso retrata las creencias y valores que fueron la base de una época, a principios del Siglo XX, donde la frase “ser o no-ser” referente a la obra Hamlet de William Shakespeare, era la pregunta obligada frente a la existencia humana, en relación a la vida y al cómo y por qué la vivimos. Ser o no-ser, tres palabras que colocan al hombre en un cruce de caminos, entre la voluntad y la realidad, entre la vida y la muerte, las opciones básicas de la existencia.

Ese tema sigue siendo debate en cada ser humano, y la literatura como el lugar de las significaciones lo recoge, lo interpreta, para devolverlo de mil formas con sus máscaras, en personajes, tramas, metáforas e imágenes. Esta semana he concluido la lectura de dos novelas, ambas transitan por sociedades donde predominan las formas y los moldes, creencias y los valores, estas novelas son “Deudas y dolores” de Phillip Roth y “Claraboya” de José Saramago; ambas guardan la secreta gratitud de ser la primera novela de su autor.

Insertada en el formato social en los Estados Unidos de los años 50, Deudas y Dolores, acusa el temprano registro de algunas fisuras que estallarían como los efectos de una droga psicodélica una década más tarde en los años 60: poniendo en la picota el ordenamiento hetero-normativo, y los postulados de la sociedad perfecta basados en sus manuales de vida.

Subrayé algunas frases de la novela de Roth como registro de gestos iconoclastas que retan las inquisitoriales costumbres de la representación del mundo del “american way of life” y sus apariencias de una sociedad ordenada a través de un manual de vida, que imperaba en aquella época en la que se reprimía y condenaba lo imprevisto:

“No hay ninguna ley por la que la gente tenga que hacer el amor de noche”, dice un personaje a otro, zarandeándose de tener que vivir siguiendo las pautas impuestas. Roth también se permite ponderar el valor de la excusa individual frente a una realidad construida y determinada por el sistema,

“El mundo es imperfecto (…) pero no lo has hecho tu”. Más adelante resalta, puedes ser infeliz en todo lo que quieras, pero jamás sacrifiques tu felicidad sexual, “Existe una jerarquía de los fracasos, y es mejor la bancarrota que la tensión en la cocina y en la cama”.

En la década de los 50, en un país donde se enarbolaban los prejuicios resultaba más que  controversial decirle a una mujer blanca que podía tener sexo con un hombre de color, como irónicamente en un momento el personaje de Martha Reganhart manifiesta a su amiga Sissy su desprejuiciada visión sobre el sexo interracial, “Por lo que a mí respecta, amiga, puedes acostarte con todo el ejército nigeriano y los infantes de marina del Congo Belga”.

La novela de Roth pareciera una cámara grabadora haciendo una filmografía de lo cotidiano,  fijada en palabras, donde también la pobreza aflora con algún gesto de vergüenza, lo que el escritor sentencia de un plumazo con esta frase definitiva y lapidaria, “era propietario de una sola corbata”.

CLARABOYA de José Saramago, es una novela sobre el hastío, la vida se mira desde un vidrio empañado, y es por ese el único a través del cual sus personajes ven la realidad, no tienen otro, es el que se les ha dado para esa existencia vivida a medias como todos los que viven en ese pequeño edificio de un vecindario de la ciudad de Lisboa, alejado del carrusel de las oportunidades, condenados a caminar día tras día en los mismos círculos, siempre iguales, siempre mancillados por la obstinada rutina.

El peso del tiempo se va haciendo inexorable con el ritmo de la narración, donde todo es un simple pasar, pero así el tiempo pesa más porque es por donde se les va la vida. “Con cada cuarto de hora, inflexiblemente como el propio tiempo el reloj de la vecina de abajo subrayaba el insomnio”.

A medida que la narración avanza se hace más evidente lo notorio de los símbolos expuestos por Saramago en la novela: la decepción, la fealdad, el conformismo, una desesperanza que infecta todo lo que toca y la incredulidad en la felicidad.

“No hay dinero que pague una esperanza”, dice Silvestre el zapatero, palabras que caen como una pesadumbre sobre la trama que niega el motivo de la alegría y su risa, es algo tan fuera de lugar que el asomo de una risa es objeto de miedo. “El silencio que llenaba la casa de arriba abajo, como un bloque, estalló ante esa risa. Tan poco habituados estábamos a semejante ruido que los muebles parecieron encogerse en sus lugares. El gato ya sin recuerdo del hambre aterrorizado por las carcajadas, regresó al olvido del sueño”.

La ciudad que nos describe Saramago está siempre gris, o bajo la niebla llena de imprecisiones en su imagen y en su atmósfera. En su conjunto la novela es una fractura estética, la fealdad matiza los lugares que debía ocupar la belleza”

Criaturas insulsas de tez macilenta y trajes sombríos, los describe Saramago. Caetano, siente asco por Justina, su esposa, “Cuando ella, en la cama (…), le tocaba, se apartaba  con repugnancia, incómodo por su delgadez, por sus huesos agudos, por la piel excesivamente seca, casi apergaminada. >>Esto no es una mujer, es una momia<<, pensaba.

En la dimensión de Claraboya, los hombres también habitaban entre sombras que les impide ver los estragos que la decadencia ha promovido en su cuerpo, “El marido sonrió con todas las arrugas de la cara y con los pocos dientes que le restaban”.  Si algo recoge Claraboya es la negación de la vida, el cultivo de la desesperanza, “Yo pertenezco al grupo de los que murieron antes de nacer”, refiere el inquilino Abel a Lázaro el zapatero, mientras ambos fuman cigarrillos para evadirse de lo habitual y del tiempo; sin duda estamos ante una novela donde todos, trama y personajes están marcados por el no-ser.

Pero la vida de los personajes de Claraboya pese al cielo ensombrecido guardan sus momentos de lucidez, de densa claridad como el joven Abel, quizás mejor dotado para indicar cuál es el camino, y romper con el círculo vicioso que repiten esas existencias, y se lo pregunta desde las palabras del poeta portugués Fernando Pessoa sobre cuál es el sentido oculto de la vida "...es que no tiene ningún sentido", dice citando al poeta, sino tener una vida programada, "me quieren casado, fútil y tirbutable", dice en tono de rechazo. Para Abel la vida debe guardar otras plenitudes, "la vida debe ser interesada, interesada a todas horas (...), es necesario que la vida se proyecte que no sea un simple fluir animal inconsciente como el fluir del agua..."

Para evadir esa trampa en la que se siente atrapado por el destino prescrito por la sociedad Abel plantea la urgente necesidad de que cada existencia sea un proyecto único, pero al mismo tiempo se da cuenta de que eso no es posible. "Pero proyectarse ¿cómo? Proyectarse ¿hacia dónde? Cómo y hacia dónde, he ahí el problema que genera mil problemas. No basta decir que la vida debe proyectarse. Para él "como" y para el "hacia dónde" se encuentra una infinitud de respuestas", otros tendrán las suyas y otros miles las de ellos y así sumamos millones, haciendo un laberinto de las cantidades del que no hay salida.  

©Copyright. Douglas González

 

Rituales de invierno


Llega noviembre y con él la cuenta regresiva de la ruta invernal, hasta llevar al clima a cero grados en muchas ciudades del globo terráqueo. Todos somos convertidos en viajeros de esa escalada por abrazar el nuevo año para reafirmarnos con la vida. No hay una época del año que active nuestro espíritu nómada como la navidad, cuando millones de personas van de un lado a otro para llegar al lugar donde lanzar su proclama de buena ventura por el nuevo año.

Los puentes se cruzan fugazmente como si fuesen algo de la imaginación, como si se tratara de un viejo ejercicio de la memoria, y no de la realidad, como si estuvieran hechos de niebla que se disipa con el soplo del viento. Y ante nosotros se abre la larga carretera que deseamos desaparezca, y que también se convierta en un puente de niebla porque lo vaciamos de nuestras miradas en un abrir y cerrar de ojos.

Por esos días , todos van empujados en un embudo hecho de tiempo acelerado, hacia una sola dirección ¿cuál? Aquella a la que queremos llegar rápido. ¿A dónde? A ningún lugar, en verdad porque según el griego Zenón, nada se mueve, uno siempre está parado en un punto perpetuo, donde las cosas pasan frente a nosotros, lo demás parece que es imaginación.

 Pero la gente común ignora esto, por eso nos aceptamos el consenso de que vamos de un lado a otro, y hacemos de eso una celebración global. Por eso en las fechas pico del año, los aeropuertos colapsan, hay demora en los vuelos y en todos los terminales, los aéreos, terrestres, marítimos y ferroviarios, en cada uno hay una masa desamparada de rostros largos como de piedra hundidos en bufandas o el cuello de sus abrigos, pasmados en torno a lo insoportable de la espera.

Experimentamos el vertiginoso ritmo del corazón cuando sabemos la proximidad del destino que se acerca. Los aviones despegan para atravesar imaginarias líneas de los Husos Horarios, de uno al otro lado del mundo, llevando pasajeros henchidos de conciencia.

Mientras tanto la escena en los centros comerciales no es distinta, también está marcada por lo inquietante, compradores que van de un lado al otro demorados en la prisa, ninguno de ellos quiere llegar al fin de su ritual de navidad, porque la navidad es comprar, estar de compras, ir de compras de eso se trata, y llenar la casa con las compras, ahí termina la magia de la navidad, lo demás es ritual que se repite año tras año.

La fría nieve del invierno ocupa los rincones de las grandes urbes, pese a las olas de calor que recorrieron el año, nos recuerda que estamos en la séptima Era Glacial, del planeta azul.

Aunque todos sienten que hay algo que recuperan el día de Nochebuena o en el Año Nuevo, un este ritual que  nos reúne, todos alrededor del calor del hogar, que en realidad somos todos, hay algo en nuestro cerebro que se antoja de asociar el frío con el miedo, y a veces en convertirlo en uno solo.

Todos disfrutamos de ese simulacro que es la navidad, en la esquina agarrados al poste de luz imitando una postal de época, desfilando frente al iluminado árbolito de la plaza, o agrupándonos  en la avenida  principal de Times Square, esperando que la gran bola de la bienvenida iluminando al año nuevo con miles de estrellas, donde no fusionamos en ese río humano de desconocidos que celebran la esperanza.

Todos están sumados al ritual, donde buscan redimirse, otros vienen a darle un stop a su inventada forma de soledad, la que les ha obligado su pacto con la incertidumbre colectiva, y a la que también nos sentencia la pandemia que ha colocado a la humanidad otra vez frente al  horizonte del fin del año 1.000, época que se pensó que el mundo estaba a un paso del abismo del tiempo, y que antes de cumplirse el primer minuto del año 1001, llegaría el fin. Aunque una vez más se trate del viejo ritual de invierno que viene a anunciarnos que se cumple un año más que debemos sumar a los 4,543 miles de millones de años de la tierra que habitamos.

©Copyright. Douglas González

 

Un bongó para el cielo



Aquella casa, San Francisquito a San Pedro 29-C, era una casa melodiosa, todo el día se escuchaba la música de Radio Miranda, a excepción de la hora del mediodía, 12am, cuando el dial de un radio Sanyo de estuche plástico azul y blanco, con dos cornetas que siempre estuvo sobre la nevera en el pasillo del comedor, se convertía en el centro de un ritual imperturbable, en el que el tío Enrique, siendo un joven sin aún cumplir los treinta años y viralizado desde que era un niño por la música antillana, sintonizaba su programa favorito: “La hora de la salsa y el bembe”, que transmitía el locutor Fidias Danilo Escalona por Radio Difusora Venezuela.

Había un acuerdo tácito entre todos los que vivíamos en la casa, guardar silencio alrededor de la mesa del comedor, mientras los parlantes de la radio regaban el afinque pegajoso  de una guajira o toda la sabrosura contagiosa de un boogaloo, por los rincones de la casa; y tras los comentarios del locutor Fidias, el tío Enrique los nutría ampliando la información o contando una anécdota. Corría el año 1968, época en que el tío Enrique dormía junto a un par de congas (una azul y otra roja) y un par de bongos, que afanosamente tocaba, recorriendo toda la memoria rítmica de los cueros que le acompañaba en sus sueños.

Desde niño hizo pacto con el ritmo, ya a los ocho años destacó ganando muchas competencias junto a mi madre como su pareja de baile, eran los niños bailadores de aquellos templetes que se organizaban en la época de las fiestas públicas de la Plaza Capuchinos en su natal Parroquia San Juan. Hasta que  descubrió que el tambor era el padre del ritmo, se inició tocando tambor en los conjuntos folklóricos de la escuela, luego en su adolescencia formó parte de algunos conjuntos de gaita, pero lo suyo siempre serían la conga y el bongó y la musica como alternancia de vida, en toda su extension, con lo cual hacía notar su herencia musical larense que llevaba en las venas.

En los años 70 a través de un amigo conoció al bongosero de la orquesta Fania Roberto Roena, en los días de una presentación de la Fania All Stars en Caracas, le habían comentado que había la posibilidad de comprarle los bongos a Roena, dado que la fábrica de instrumentos LP, Latin Percussion, les suministraba instrumentos de cortesía en cada gira; ese día habló con Roena y al final del concierto regreso a su casa con el bongo LP de Roena, y autografiado por el célebre percusionista puertorriqueño.

Pero el tío Enrique más que un músico apasionado era un extraordinario cronista de la salsa y su tiempo. Su memoria era una suerte de biblia de orquestas y soneros, conocía al pie de la letra las historias y anécdotas, de cantantes, orquestas y guardaba un registro de conciertos inestimable, llevaba un record de todo aquello que se relacionaba con la salsa brava. En la época de los long play cuando salía alguno de las celebridades consagradas de la salsa, se aparecía por la casa de San Juan, colocaba el acetato y eso podía dar pie a  toda una tarde de tertulia salsera donde sacaba a relucir su amplio conocimiento de ese mundo latino.

San Juan es una parroquia con tradición de esquina, en cada una se reunían grupos diferentes, resaltaba la del Bar Los Corales con su rocola de época cargada con lo mejor del bolero, pero estar parado en esa esquina bañada por la música de aquél bar le daba un ambiente de nostalgia a esas conversaciones de calle entre parroquianos entre los que destavaba el tío Enrique, era el lugar de los tipos, de los muchachos no, los muchachos pa´la escuela como dice el refrán popular, los tipos que con un par de maracas, un güiro amarraban el ritmo con una conga para vacilar con sabor, improvisando cualquier ritmo, cantando coros, impregnando la tarde con más salsa que pesca´o .

El tío Enrique en el año 99 se hizo mi compadre, bautizó a mi hija mayor Oriana, época que compartimos las tardes de varios fines de semana escuchando música, sobre todo a Cachao, a la que acompañamos con las congas y el bongo, bajo el amparo familiar, el respeto y la admiración que siempre generó en mí su don de caballero.

Escribo esta nota escuchando en su honor mi lindo Yambu de Tito Rodríguez y su orquesta, uno de sus favoritos. Hoy hay otro bongó repicando en el cielo, el del tío Enrique, con un recutupla tupla, que siempre repicará en nuestros corazones.

NOTA: La foto “vintage” del tío Enrique que ilustra esta nota me la envió su hijo, mi primo Eliot Dam, creo que ambos coincidimos en que en el ámbito celestial, todos somos eternamente jóvenes como sin duda él lo es ahora.

Douglas González Droz

 



"En la playa nunca se espera a nadie"

Parado en la orilla de la playa con la mirada cruzando hacia el más allá del horizonte el abuelo - un hombre de mar que atravesó dos veces el Atlántico para llegar al Caribe, la primera como prestidigitador de oportunidades, la segunda, fue tras el regreso a su  propia tierra, a los pocos días entendió que el otro, que era el mismo, que había quedado en este lado del mar esperaba por él para recobrar sus pasos. Frente al mar el abuelo decía que cualquier hombre podía sentir lo ancho del mundo; sólo le bastaría cerrar los ojos, dejarse llevar por la brisa marina y el runruneo de las olas que llegan a la playa trayendo noticias de todas partes.

El mar simboliza el paso entre lo etéreo y lo sólido; en un sentido analógico, es el tránsito entre la vida y la muerte, tal como lo recoge la tradición artúrica, al final de su vida el Rey Arturo se embarca en una nave que se adentra en el horizonte marino; es el retorno al mar, al origen.

En cierta medida en la novela “La Playa” del escritor italiano Cesare Pavese, estamos un poco frente a esa dualidad, ante esa ambivalencia entre la plenitud de vivir, que es vida en colmada de dinamismo y el despliegue de su sensualidad, y por el otro, las existencias taciturnas, definidas por el tedio y una cotidianidad liquidadora que de alguna manera comprende una forma transitoria del morir.

La vida está en otra parte pudiera ser un buen subtítulo para esta novela, no sumergiéndote en el paisaje de lo bucólico, sino en lo que vives en el día a día, lleno de historias, desencuentros, hallazgos, y parándonos frente a los abismos que sobresaltan la existencia, y aquellos aspectos ocultos que nadie se permite contar jamás. Al fin leer es un viaje y “La Playa” de Pavese es uno, un viaje corto de apenas 86 páginas, que recorre el camino entre las expectativas sobre el veraneo frente al mar y la melancolía que la puede asistir, por la necesidad del amor, “En la playa nadie espera a nadie”, dice el Narrador, a manera de revelarnos que somos seres en los que de alguna manera media la conformidad.

La historia transcurre a finales de los años cuarenta, en la narración no hay memoria ni una cicatriz visible del período de guerra; se narran las vivencias de un grupo de amigos en una veraniega temporada de playa. Los personajes principales son el Narrador, que es un gran amigo del pasado de Doro, y su esposa Clelia, quienes lo invitan a compartir esos días estivales en las afueras de Génova. 

Pese a los años transcurridos Doro y su amigo reavivan sus lazos de amistad. Doro y su mujer viven en un círculo que sólo reconoce y tiene tiempo para el placer y la diversión, cuando estos se acaban en un lugar, enseguida salen en busca de otras vivencias; hay un ir y venir que pareciera ser más incesante de lo que en verdad es, buscando lo inalcanzable, aquello que rompa la disconformidad, la de Doro y con la negación de lo rutinario, la de Clelia que ponga fin a su percepción de estar atrapada en ese viaje en círculos espirales  que es el matrimonio, y al fondo, como un intenso rumor, el eterno debate –entre palabras medias dichas y silenciadas- sobre la libertad de existir. Pero no hay nada que acabe con la disconformidad de ambos, porque en ese momento de sus vidas fue la razón que los unió, la sustancia de su verdadera existencia.

El Narrador por su parte, siempre parece estar en la orilla de todo lo que acontece, incluso al borde de todas las celebraciones; la voz del narrador son las reflexiones del mismo Pavese, quien mira, piensa y habla frente al mar sin que intermedien en él mayores emociones, su actitud es la de quien asiste a un duelo con lo taciturno. Es un hombre solo, “En la playa nunca se espera a nadie”,  es algo que parece comprobar con su propia existencia. El único personaje que parece escapar de la fuerza atrayente del tedio es el joven Berti, un seductor de ocasiones quien se muestra errático y con incertidumbres sobre su vida.

En la playa no hay grandes revelaciones, hay una condición de igualdad precisa frente al mar, y lo dice el Narrador, : “La playa es el horizonte donde todos son lo mismo”. Ante esa uniformidad que nos arropa está todo suspendido, todo está frente a ti, sin estar, y donde cada uno es la medida de sus propias ficciones.

©Copyright. Douglas González

 

El Premio Nobel se destiñe



El premio Nobel se destiñe, y año tras año pierde su originalidad universal, y se convierte en un trampolín de talentos al estilo del  “American Idol Constestants ”, un Premio sobre el que recaen muchas sospechas sobre todo después de las confesiones que ha  hecho uno de los miembros del jurado, de nunca haber leído o desconocer la obra literaria de galardonados que han recibido este premio gracias a su voto. “No sabía nada él, hasta que leí el expediente que se nos entrega para la votación”, confesó un miembro de la Academia haciendo que se encendieran todas las alarmas, de un debate en el que los favores sexuales y políticos también parecen estar en la agenda del día.

Abdulrazak Gurnah, gana el Premio Nobel de literatura 2021, me pregunto a cuánta gente ha hecho feliz su narrativa, imagino que muy pocos, pese a los méritos literarios que sin duda poseerá su obra, incluso su editor dijo que nunca pensó que fuera merecedor del galardón, y el mismo Gurnah, descreyó de la noticia –estaba lavando platos en la cocina de su casa, cuando recibió la llamada que le informó, pensó era broma-.

Gurnah es de Tanzania, y ser de Tanzania y haber plasmado los efectos del colonialismo en sus libros es el argumento que blande la Academia Sueca para conferirle el mayor reconocimiento del mundo de las letras. Pero ¿esto basta? ¿No se ha escrito suficiente sobre las consecuencias del colonialismo en el mundo y existe toda una literatura que abarca el espectro colonialista? Para efectos del Nobel parece que no. Los individuos de la Academia han incurrido docenas de veces en premiar a escritores fallidos, digo fallidos en el sentido de la trascendencia de su obra, a los pocos meses de que unos afiebrados y oportunistas editores publiquen una tirada de sus libros para saciar a los esnobistas del mercado, de seguro Gurnah volverá a las regiones  encumbradas del olvido.

En la última década la mitad de este premio literario ha sido entregado bajo convicciones poco literarias con argumentos más bien dignos de un malabarista, entre los que hay que incluir el otorgado a Bob Dylan, es probable que alguien influyente en la Academia Sueca se trasnochara con sus discos y fue razón suficiente para premiarlo con el Nobel. De este tipo de historias y la innoble influencia que ejerce la llamada izquierda exquisita europea sobre el galardón, se ha manejado la balanza del Premio Nobel, sin duda cada día más decadente.

Cuando a Dylan se le entregó el Nobel, llevaba más de una década en la sala de espera  de  los posibles premiados un verdadero gigante de las letras, el norteamericano Phillip Roth, autor de una obra célebre que reunía los méritos y de sobra ante Dylan.

La premiación de Abdulrazak Gurnah no enaltece al Premio Nobel, y no es porque sea de la lejana Tanzania, sino por su perfil de escritor; hubiera sido alguien de una geografía más cercana pero con una literatura ignota, de su mismo nivel, digamos Belice, Honduras, Bolivia o Brasil, la reflexión sería la misma.

Premiando a Gurnah la Academia Sueca vuelve a dejar en la sala de espera al japonés Haruki Murakami, cuyos lectores extasiados (una manera breve de ser feliz), por la originalidad y calidad de su labor literaria se cuentan en millones, y en diversos idiomas. Forma parte de la historia la negación que fuera objeto el argentino Jorge Luis Borges, como fue una errada decisión no habérselo dado al cubano Alejo Carpentier, y al venezolano Arturo Uslar Pietri.

Por ahora se ha hecho costumbre darle el premio nobel a escritores cuya obra es poco conocida y que llaman la atención por descubrir en ellos un intenso color local en sus libros. Entre mis lecturas más erráticas e insatisfactorias tengo a Wole Soyinka y a Doris Lessing, ambos ganadores del Premio Nobel, y de la misma escala del señor Gurnah.

 

La pereza en el arte de escribir



A Raymond  Carver por mucho tiempo lo han calificado como un escritor minimalista, y así aparece en muchos compendios y libros de la crítica especializada;  la ausencia de recursos ornamentales y sobreabundantes en su uso del lenguaje, tan usuales en el quehacer literario, ha sido suficiente para ganarse esa etiqueta.

Algo que a mí en lo personal nunca me acomodó de un todo, siendo desde 1988 un lector recurrente de sus libros.  A Carver nunca lo he dejado de releer a lo largo de tres décadas, y digo releer porque tras su muerte, nunca más se publicaron nuevos títulos suyos. Nunca hubo, como suele pasar con otros escritores, que si los últimos cuentos que corregía cuando le sobrevino la muerte, o un baúl encontrado entre sus pertenencias repleto con los originales  de una obra sin corregir, como pasó con el poeta portugués Fernando Pessoa, y que permitieron la publicación póstuma de su Libro del Desasosiego.

En lo personal  Carver fue un escritor que jugaba a lo simple y simplicidad y minimalismo no es lo mismo aunque se parecen. El minimalismo puede entenderse como un pose ante…, un estilo,  una manera de ser en el mundo y de relacionarse con las cosas, el polo opuesto de la complejidad, el otro lado de la balanza. Entre tanto la simplicidad tiene un dejo filosófico, se basa en comprender la complejidad y desmontarla, accionar su deconstrucción,  y eso lo hace mirarlo a la distancia, salir y entrar en el juego a su antojo. El minimalismo está limitado a sí mismo, la simpleza es de amplitud universal.

Detrás de Carver siempre intuí algo de pereza mental en el escritor, simple y harta flojera, puede ser ¿por qué no? ¿Por qué es Carver  y Carver es un genio?  Pero admitámoslo y evaluemos que lo hizo, y lo hizo de manera deliberada. Carver estaba consciente de su arte de escribir y de su simplicidad.

La puesta en escena de los personajes de Carver denotan eso, falta de voluntad en revelarse al mundo, son lentos, sin llegar a ser taciturnos, pero jamás desnudan su interior. Pensar es un trabajo al cual no todos estamos dados a hacerlo, y hay personas que les cuesta por tedio, y a esto se inclinan muchos en las tribunas de la crítica con respecto a Carver.

Son personajes que hablan poco de sí, lo que los hace que sean tipificados como egoístas, por la reducción de ellos a su propio mundo, donde parece que nadie más puede entrar. Esa simplicidad por pereza es la que hizo de Carver el escritor único que es.

Inscribiendo, como en todos sus relatos esa suerte de epigrafía esencial, leemos  de Carver la entrega del final de su cuento  “La Casa de Chef”, escrita desde lo simple y llano, de manera contundente y sin lugar a apelaciones que pudieran sugerir el uso de palabras diferentes.

-Amor, dijo, Wes, escúchame.

-¿Qué pasó?, dijo. Pero dijo eso nada más. Parecía que ya se había decidido. Pero, habiéndose decidido ya, no tenía ninguna prisa. Se recostó en el sofá, puso las manos en su regazo y cerró los ojos. No dijo nada más. No hacía falta.

Dije su nombre para mis adentros. Era un nombre fácil de decir, y llevaba mucho tiempo diciéndolo. Luego lo dije de nuevo. Esta vez lo dije en voz alta. Wes, dije.

Abrió los ojos. Pero no me miró. Sólo estaba sentado ahí, mirando hacia la ventana. La gorda Linda, dijo. Pero supe que no era ella. Ella no era nada. Sólo un nombre. Wes se levantó y cerró las cortinas y el océano desapareció así nada más. Fui a preparar la cena. Todavía teníamos pescado en el congelador. No había mucho más. Lo limpiaremos esta noche, pensé, y eso será todo. (Raymond Carver /La Casa de Chef)

Douglas González Droz


Sostiene Pereira 26 años después



Antonio Tabucci murió en el año 2012, pero dejó para la posteridad, una nutrida obra literaria en la que es necesario adentrarse, con la mirada de quien explora por primera vez un bosque desconocido. De su publicación ya distan unos precisos veinte seis años, 1995, debo a mi amigo Orel que en aquél entonces me aconsejara en repetidas ocasiones leer  “Sostiene Pereira”, él como abogado sin duda  había quedado asombrado de cómo esa palabra, como simple alegato tribunalicio, la voz, sostiene Pereira se repite como un verso, como palabra recurrente, como una palabra mágica, una especie de “ábrete sésamo”,  que articula una puerta dimensional sobre la realidad, o los hechos innegables de la realidad. Ante la insistencia de Orel compre el libro y desde que lo abrí en la primera página la mañana de un sábado, no lo cerré hasta terminarlo con el mismo sentimiento vago de nostalgia del que está impregnado su personaje.

A lo largo de estos años, en varias ocasiones he releído Sostiene Pereira, un par de veces he visto la película basada en éste texto, protagonizada por Marcelo Mastroianni, quien no sólo encarna a Pereira, sino que le da vida y nos lo deja como imagen viva para el recuerdo

Pero ¿quién es Pereira?  Para sostener todo lo que narra a lo largo de la  novela. Corre el año de 1938, Pereira es un periodista mediocre de mediana edad, amante de la literatura, a quien un día lo encargan de dirigir la página cultural de un periódico gris, llamado Lisboa. Su nombramiento coincide con un ambiente álgido de protestas estudiantiles contra el gobierno dictatorial de Salazar. Pereira se encarga de hacer notas elegiacas, sobre figuras históricas de la literatura, hasta que un día lee un artículo sobre la vida y la muerte de un joven ensayista llamado Monteiro Rossi, un revolucionario conspirador a tiempo completo. Pereira busca contactarlo y lo contrata, enseguida se genera un vínculo entre el viejo periodista y el novel escritor, quien entra a la vida de Pereira junto a su novia Marta, una joven de radicales convicciones socialistas.

Pereira deambula en soledad cuando no está escribiendo, su única compañía es el retrato de su difunta esposa con quien habla todos los días, se despide de ella al ir a su trabajo y la saluda al llegar, tras su muerte Pereira está herido de nostalgia, o quizás lo estaba desde antes, su vida lo refleja así. «...sin embargo sentía una gran nostalgia, de qué no podría decirlo, pero era una gran nostalgia de una vida pasada y de una vida futura, sostiene Pereira». 

Pereira también  tiene herida la esperanza por aquello que pudo haber sido y no fue, a Pereira no le interesa la política y guarda silencio ante la oleada represiva del Gobierno, hasta que un día la policía secreta allana su casa en busca de Monteiro Rossi, Pereira es ultrajado y  Rossi para evitarlo se entrega, alli mismo lo torturan y golpean hasta matarlo.

Ante el hecho atroz Pereira es obligado a salir de su burbuja literaria, se declara combativo y decide publicar la denuncia del asesinato en la primera plana del periódico, se vale de una artimaña para evadir la censura, para el momento de la salida de la edición matutina a la calle, Pereira ya tiene previsto huir de ese infierno del estado policial que vive  Lisboa, lleva consigo su pasaporte y el retrato de su mujer, lo demás, incluso la literatura parece sobrarle ante la evidencia irrevocable de la vida.

“Es difícil tener convicciones precisas cuando se habla de las razones del corazón, sostiene Pereira”.

Douglas González Droz