lunes, 26 de septiembre de 2022

 

¿Qué tal les va en el paraíso de los cerdos? (Cap I)




Una sombra que se pavonea y se agita por 

un momento sobre el escenario…y desaparece. 

William Shakespeare




1

Llevaba así más de una hora, acostada en la cama ensimismada con la nada de sus pensamientos, con los ojos pegados al techo. De su boca salió un largo bostezo, señal de que no tenía motivos para seguir en esa posición, pero tampoco con su existencia. Se volteó hacia un lado y alargó su brazo hasta la mesa de noche, apartó el tomo de antología de poesía inglesa del S. XIX, y agarró el ejemplar de una vieja novela policial, usada hasta el desgaste que compró  a la salida del Metro. Empezó a leerla como si se tratara de un acertijo, y en su mente pasó lo de siempre cuando leía una de esas historias que llamaban del género negro por el tratamiento poco amable que sus tramas suelen darle a la vida y a las esperanzas. Pensó en New York, la mítica urbe, porque era sólo ahí donde era capaz de imaginar la trama de novelas como esa. New York era la ciudad de sus incógnitas, protagonista de sus ficciones. El hogar de Superman, metamorfoseada en la Ciudad Gótica de Batman y perpetuada en los rascacielos que son una especie de vía libre para Spiderman. En fin, la dueña de todas las metáforas con que la imaginación viste a la fantasía de ciudad. Para descubrir a la verdadera New York hay que verla dos veces, primero con los ojos físicos, y luego con los de la imaginación, sino jamás revelará su verdadero rostro.

Abril 11. 10:45 pm.

-¿Has encontrado algo en el carro del sospechoso?

- Nada. Revisé todo el coche, está lleno de manchas por todos lados.Pero encontré esto en la guantera -mostró un pequeño frasco de vidrio-, creo que es nitroglicerina, pero no estoy muy seguro.

-Pues llévalo al laboratorio y que lo examinen.


Las calles de New York habían estallado en su mente como un calidoscopio de mil colores que empujaba su necesidad de estar allá, y no a más de tres mil kilómetros de distancia donde se encontraba. Sintió lo que en la antigua Babilonia nombraron como el principio del anhelo: entra por los ojos, luego se apodera de la mente y después como un torrente de agua se riega por todo el cuerpo la impostergable necesidad de estar en ese lugar que se desea y no, en ningún otro.

Pero esta vez su deseo iba más allá, porque deseaba estar entre las páginas de esa novela desde que leyó la primera frase. Por eso le pareció revelador apenas abrió el libro encontrar aquellas líneas que parecían haber sido escritas como un mensaje secreto de las sibilinas para ella.


Solía entablar una especie de soliloquios en los que trataba de explicarse sus estados emocionales y las ideas que venían con ellos, los llamaba dosis de autoconocimiento, y se adentraba en esa ruta de preguntas y respuestas como quien recorre un largo camino internado en el bosque.

¿Al despertar en las mañanas has pensado qué historias, hechos han pasado en las calles mientras tú dormías? -Leyó en el libro. Esa frase le quitó las últimas trazas del sueño de un sobresalto-. Tal vez no lo hagas, quizás procedas de la forma más simple como lo has hecho hace un momento, buscas una novela de crónica roja o negra policial, la abres como esta mañana, y empiezas a leer relatos sobre personas y cosas -enlazadas en una ficción-  vinculadas a eventos que en realidad no han pasado, porque todo existe sólo en tu imaginación.”, pero seguirás adelante acosada por la sed de fantasías, porque esas lecturas te conducen a una suerte de delirio catártico, capaz de liberar tu conciencia de la bestia urbana que llevas por dentro, herida por la inacción conservadora de tu vida, pero que arrastra tu pensamiento con su inquietud, navegando tus emociones en ríos de adrenalina que las hacen indetenibles.


Cerró el libro, entrecerró los ojos y se quedó pensando en esas últimas palabras que se hicieron presentes dentro de ella y que se le estaban devolviendo como un bumerang, que le atravesaban la conciencia con la fuerza de un huracán. Estiro su cuerpo para liberarlo de la flojera y continuó leyendo.


Atención a todas las unidades…el sospechoso del tiroteo es un hombre americano, de 1,75 de estatura, setenta kilos de peso, cabello castaño, rasgos corrientes, lleva bigote. Repito,

atención a todas las unidades…


Pero su pensamiento no le daba tregua, resultaba invasivo: Esa tu necesidad, no es algo que te pertenezca en exclusiva, a todos nos viene desde tiempos antiguos, los romanos tenían toda una industria de la adrenalina en el Coliseo. La diversión era ver como las fieras despedazaban a los condenados. Saltaban y gritaban, apostaban y se felicitaban unos a otros, ante cada ataque, cada miembro desprendido de cada una de las víctimas; uno ganaba, otro perdía. Era toda una celebración que la arena estuviera llena de jirones de carne arrancados por las garras de leones, tigres y hienas hambrientas, en medio de los charcos de sangre vaciados de los cuerpos muertos. 

Es cierto, mirar es genial. Observar la vida a través del ojo de la cerradura. Pero pasan los días, uno tras otro, y no te sucede nada ni siquiera parecido, así que empiezas a pensar que esas cosas solamente suceden en los libros, no en la realidad.  Y punto.

Quizás eso sucede en este preciso momento que tienes el apetito del morbo disparado por llenar tu inconforme y puta vida, atiborrada de hastío con detalles ilustrativos del bajo mundo donde deambulan las mentes enfermas, si porque el bajo mundo no comienza con un boceto arquitectónico, sino con una mente errática, llena de sentimientos underground, desde donde enarbola la lírica de la desgracia ¿Asombroso verdad?, violencia y asesinatos en todos sus matices, dolor y vidas partidas. Pero más asombroso es que leas sobre personas que ni siquiera conoces, o sabes si realmente existen fuera de tu recreada imaginación, y que mientras lees te mueras por las ganas de que esa vida que describe esa novela sea la tuya. No te conformas con las palabras que te hablan de ella, no. ¿quieres más? Bien es el momento de que lo vivas bajo tu propia piel.


Y ese era su punto, que su vida era tan simple y anónima como todos los que estaban al otro lado de la página y no dentro de ellas donde los personajes tenían su propia vida, habitaban una dimensión. Continuó leyendo el libro.


Redada: A la Jefatura de policía fue llegando un gran número de sospechosos, los agentes revisaron hoteles, casas particulares y otros edificios en un radio de 10 kilómetros cuadrados de la escena del tiroteo. Todos los coches y hombres que estaban disponibles participaron en la redada, el margen era cada vez más estrecho, hombres que volvían de una cita o que llegaban tarde de una fiesta o de una partida de pocker se vieron sorprendidos y llevados en un coche patrulla hasta la comisaría (...) el interrogatorio de los sospechosos fue riguroso, concienzudo y tedioso. Pero todo fue en vano, el hombre que disparó al agente Rowland no estaba entre ellos. 


New York provocó un efecto multiplicador en el interior de su conciencia, porque esas escenas de la gran ciudad convocaron a otras y estas a otras, y así en lo sucesivo, y cada vez que eso pasaba su percepción se transformaba en lo que ahora los chinos que creen que descubrieron el agua caliente, llaman “realidad ampliada” que no es otra cosa que desplegar la capacidad de los sentidos en su percepción de las cosas. 

En su caso lo hacía, agregándole nuevos detalles. Tuvo varios deja vu del tiempo que vivió en la ciudad, donde nunca fue una fiesta como aseguró Hemmingway de París, o Truman Capote del mismísimo New York, porque la ciudad de sus evocaciones estaba hecha de lo que ella hubiera querido ser y no fue, por eso su memoria estaba llena de esa sustancia que anula la realidad, los recuerdos, que siempre terminaban llevámdola de vuelta a la propia inconsistencia de lo imaginado. 


Pensar la ciudad la hizo sentir entre sueños y esto le alargó el sopor en su cabeza, y su mente surfeó entre las olas del adormecimiento. Había amanecido en medio de una oscurana, y se quedó en la cama imaginando que era de madrugada, se arrellanó entre las sábanas y cerró los ojos ignorando su voz interior que le gritaba que dejara de soñar, porque aquél día estaba obligada a despertar una vez más. 


El teléfono móvil destelló en la penumbra de la habitación al recibir un mensaje, ella aún con los ojos entreverrados vio la hora, las 7: 30 am, y aunque todavía estaba oscuro saltó de la cama; era tarde aunque afuera el tiempo seguía tan encapotado como si eternamente fueran las 6 am. 

Jamás volvería a fiarse del amanecer -se dijo- porque a veces, aunque parezca inverosimil- dejaba de cumplir su tarea de todas las mañanas: anunciar al nuevo día y despertar a millones de personas. Aunque también pensó que había una trama de misterio detrás de todas las cosas, y el llegar tarde ese día quizá era parte de esa trama, obedecía a un asunto del destino y no a la responsabilidad de las personas. Creía que el peso del destino era una cuestión ineludible, como pasa en el cuento del jardinero persa que le pide ayuda a su Príncipe, porque la la muerte lo ha amenazado y necesita le preste dos caballos para llegar a Ishapan lo más pronto posible, así la muerte no podrá alcanzarlo.

El Príncipe le presta sus caballos. Por la tarde se encuentra con la muerte, y éste le pregunta porque había asustado de esa forma a su jardinero. A lo que la muerte respondió, no le amenacé su Alteza, sólo le recordé que esta noche nos veríamos en Ishapan.


La policía estaba a la caza, pero no tenía un rostro definido, el asesino del agente Rowland, no era más que una descripción, la sombra de un hombre; misteriosa, inquietante, mortal que se escurría por algún escondrijo de la gran ciudad.


Salió a la terraza en busca de una toalla, miró el paisaje bajo el grueso manto de nubes, atravesado por tímidos rayos del sol que caían en forma perpendicular dibujando la imagen de una diadema que refulgía en el horizonte, como si se tratara de una corona celestial. Esa visión la conmovió, buscó en su recuerdo una música para esa escena, y pensó en el Adagio en Sol Menor de Tomas Albinioni, nombrada -a pesar de su naturaleza lánguida- la canción más hermosa del mundo. Le hubiese gustado tener su IPad a la mano y escuchar esa pieza mientras miraba aquél paisaje que sólo existía para ese momento.


A esa hora, deseaba que el día hubiera comenzado con las horas intactas, que no se le hubiera restado ni una sola por culpa del insomnio que le había sumado horas a la pesadez del sueño haciendo esa parte de la mañana más pequeña. El insomnio es el verdugo de la noche, la hace pedazos, como un vaso de vidrio cuando se estrella contra el piso, y la mañana la convierte en algo tan incómodo como caminar con una cánula metida en el trasero, que es como estar muerto sin estarlo.


De pronto se desataron los cordones del cielo y empezó a llover, pensó que aquel era un amanecer nacido bajo el signo de Piscis. Entonces entendió porque los piscianos sienten tanta atracción por el color amarillo, tratan de deshacerse del gris que llevan por dentro, y también supo porque siempre se deprimen los días nublados.


Sin huellas y sólo con una vaga descripción para seguir investigando, la policía volvió a emprender la búsqueda a partir del “modus operandi” del sospechoso.


Las primeras gotas de agua eran como grandes monedas que sonaban como proyectiles al chocar contra el suelo, miró y contó dos, nueve, después vino una seguidilla veinte tantos, cincuenta y pico, cieeeennn.., y perdió la cuenta, en lo que siguió una secuencia de incalculables splash, splosh, drip, drop, que como un tren que arranca se fue acelerando más y más; en menos de un minuto alcanzó  un “crescendo” que ensordeció a todos con su sonido de metralla. En menos de dos minutos ya caía un torrencial aguacero.


Apenas dejó de llover, se alistó con la misma velocidad que lo hace la chica que cortan en dos con un serrucho dentro del baúl de trucos del mago, y a los pocos segundos sale detrás de las cortinas del escenario enterita, vestida de otro color y sin un solo rasguño.


Se concentró en acicalarse, en su afán de andar sobria, la elegancia era su toque personal, su manera de marcar distancia de ese ambiente marginal donde vivía. Era como si mientras se vestía estuviera invocando un conjuro que le permitiera evadirse del entorno donde vivía. Salió y la calle la azotó con una cachetada en la cara. Ante ella aparecieron las fachadas empobrecidas, las casas de cemento crudo a medio hacer, los techos de zinc. Vestirse al estilo Givenchy no le bastó para evitar los pensamientos intrusivos de la miseria, atravesó las calles húmedas por la lluvia con los ojos heridos de decadencia. 

Con el mal presentimiento de vivir en su propia negación. De reojo vio al fondo el cerro, que arriba coronaba la desgracia, observó sus vías intestinales expuestas, un laberinto de tubos blancos y grises mal pegados de los que goteaban aguas negras por sus filtraciones, cargando el ambiente de fetidez. Al fondo, un largo tejido de empinadas calles y escalinatas armaban un empinado tejido de marañas que parecía subir hasta las puertas del cielo.


La trampa equivocada: La policía ubicó al dueño de la tienda de artefactos usados donde el asesino solía vender los artículos robados. Él aceptó servir de señuelo. Llamó al ladrón para decirle que tenía el dinero pendiente que tenía que pagarle. Pero el criminal percibió cierto titubeo en la voz del comerciante cuando llamó. suspicazmente acudió a la cita una hora antes de lo acordado, sospechando que era una trampa. En efecto comprobó que lo era. Se deslizó con sigilo dentro del local y sorprendió a los dos policías encargados de su captura. Los resultados cambiaron a su favor esa noche, los despachó a ambos, a uno lo golpeó en la cabeza con su arma y al otro le disparó y después escapó.


El Sol saltó en medio de las nubes, la mañana se puso tan deslumbrante que sus rayos caían como punteadas en la cabeza de los transeúntes. Caminó con paso acelerado hasta llegar a la avenida, en medio de un silencio absoluto, sólo se aseguró de llevar la mano derecha dentro del bolso donde sus dedos tenían agarrado su revólver Smith & Wesson calibre 38, Chiefs Special, al que se encomendaba para salvarse de todo peligro como si fuera el Padre Nuestro de cada día.

Al llegar al Metro la ciudad era un hervidero sofocante, el calor agobiante dejaba la sensación de estar dentro de una bolsa plástica puesta sobre el asador. LLegó a su destino, después de pasar cuatro estaciones, para salir tuvo que esquivar una jungla de malvivientes, a los sádicos y sus miradas morbosas, los roces indeseables de babiecos, la insistencia de los pedigüeños fraudulentos, charleros y cuanto perdedores de oficio vestidos de lo imposible que se encontró ahí esa mañana. A todos los vió por el retrovisor de la vida, y se tranquilizó diciendo a sí misma que de seguro eran parte de ese mundo lleno de imperfecciones que ella no inventó. 


Sintió un alivio al salir de esa ola de rostros, los más anónimos y feos que algún día podrían llegar a contar la historia de sus ojos, Angie Mollejas de 25 años, de los cuales cuatro malgastó viviendo en Nueva York soñando con la fama, comerciante, lectora voraz, y sin ninguna otra vocación, llegó a la Clínica Virgen del Valle en la avenida Casanova. Entró con su vestido rojo, con poco maquillaje en su cara y la boquita apenas pintada de rosa; llevaba un revólver en su bolso y un libro bajo el brazo, porque ella al igual que Teresa la protagonista de esa novela ”La Insoportable Levedad del Ser” del escritor Milán Kundera, anhelaba que el libro fuera el promotor de la conexión entre dos almas, la suya y la del otro capaz de descifrar el amor más allá del recipiente de su cuerpo, en el ámbito de la levedad que corresponde según la tradición platónica a las almas. Eran las nueve y media de la mañana de un día que se deslizaba, sin ninguna otra voluntad, que el de las agujas del reloj que son empujadas por el haz del destino.


Una luz blanca que pendía de una lámpara solitaria bañaba aquél pasillo con una luz anémica que le imprimía un matiz decadente. Esa visión le hirió el estómago a Angie quien se sentó al final de la fila dejando cuatro puestos entre ella y otros pacientes que estaban en turno de espera, tenía grima de estar allí, no quería estar cerca de nadie, sentía que de algo podía contagiarse. Era su tercera cita para un despiste de cáncer mamario. Se puso los lentes que rebuscó en su bolso, con el gesto de quien renuncia a su última realidad, sacó la novela, cruzó las piernas y continuó su lectura donde la había dejado la última vez.



La policía reunió veinticinco testigos, personas que habían sido atracadas, testigos de asaltos a tiendas, gente que vio al asesino escurrirse dentro de las cloacas de la ciudad. Así logró hacer un retrato hablado del criminal tan exacto que parecía una fotografía del sujeto; en ese momento se reveló el rostro del hombre más buscado de la ciudad de Nueva York. El retrato se repartió entre los trabajadores que iban de puerta en puerta; los del correo, los distribuidores de periódicos y los repartidores de leche, fue uno de éstos quien lo identificó como el hombre huraño y evasivo que vivía en la casa 106 de la Hogland Boulevard. Esa noche 37 agentes rodearon su residencia por los cuatro costados, pero el hábil criminal se fugó por el techo, tras ser perseguido fue acorralado y terminó enfrentándose a tiros con sus perseguidores y murió al intentar evadirse por la boca de una cloaca callejera, lo último que alcanzó decir fue “esos policías robaban lo que yo robaba”, y murió. Esa noche no hubo héroes, todos se fueron con un apartado silencio bajo el rugido nocturnal de una ciudad que nunca duerme.



Terminó de leer la novela y el cerebro le quedó en ebullición tenía la urgente necesidad de sentirse en acción, hacer algo definitivo, ir tras una aventura como los personajes de la nivela, como perderse en la ciudad, la Metrópoli como laberinto, el destino final del hombre, como lo retrata Edgar Allan Poe en El Hombre Multitud.

Paseó su mirada sobre el resto de los pacientes que estaban sentados en las sillas a cada lado del pasillo, catorce y con ella quince, en total que esa mañana malgastaban una fracción de su existencia vacía, tiempo cronometrado para el desecho.

Sintió que se quedaba sin aire, el ambiente estaba pesado, había poca ventilación y el pasillo era angosto, retiró el tapaboca de su cara y respiró profundamente, hasta llenar de aire sus pulmones, suficiente para eludir las ganas de salir corriendo de ese lugar. “Si tan sólo esto fuera New York”, pensó, y esas palabras quedaron rebotando en su cabeza como una pelota loca.


¿Cómo me pierdo en una ciudad que conozco?, se preguntó Angie, mientras evaluaba cómo sería eso ¿ebria o drogada?, tal vez sería posible, ¿de qué otra manera?, porque todos nos perdemos en lo desconocido, algo obvio, banal y poco interesante, aunque el no conocer es una forma de perderse.

Pero ella lo pensaba de otro modo, era un perderse conociendo la suma exacta de todas las cosas: cada letrero, el número de cada calle y sus cercanos callejones, el volúmen de los transeúntes a cada hora del día, el lugar de los kioscos y las tabernas, el nombre de las esquinas, los bomberos, las tiendas en cada cuadra. Las avenidas largas, las que suben y las que bajan. El número de puentes y su ubicación, las paradas de bus; los recorridos del Metro, las vías donde no está prohibido girar en U, la estación de policía, los bares y los restaurantes, el lugar de cada quiosco, el número de plazas y parques, el hospital. En fin la ciudad entera, eso sí sería perderse de verdad, y hacerlo como un acto heroíco. 

Sin embargo, ese perderse implicaba no tener a nadie a quien preguntarle dónde estoy, o por dónde regresar, es como ir rebotando de un lugar a otro en sentido errático, como una bolita en la máquina de Pinball. 

Sin embargo, no estamos solos, ni podemos estarlo porque somos multitud, un punto de su tejido, y ahí radica la trampa, pensar al individuo y desconocer la multitud que lo sumerge.

Además estaba lo otro, perderse en una ciudad que ya conoces es evadirse, romper las cadenas, pero sería temporal; porque existen los apegos, las lealtades, el deber ser, y cada una de estas instancias de nos remiten a la apelación, al memorial que son formas de suplicarle al pasado que nos abra las puertas para volver. La evasión real es la muerte, la huida legítima.

©Copyright. Douglas González