miércoles, 18 de febrero de 2015



Teotihuacan


Idos los hacedores de soles y de lunas 
los constructores de templo y de tumbas 
desvanecidos los dioses en los cerros 
y perdidos lo hombres en la noche 
por la desierta calle sólo vaga un perro hambriento 
con toda el hambre de la historia en sus entrañas
 y todas las puertas cerradas a su paso 
¿Quién siguiéndolo por la Calzada de los Muertos 
atravesando los espectros que flotan en la tarde 
entre serpientes mariposas y pájaros
 al penetrar el espacio de la ciudad fantasma 
no ha de llegar por siempre al destino del hombre?
Aquí donde se cosntruyó una y otra vez el templo sobre el templo y el hombre sobre sus cenizas aquí en el poniente extremo donde se precipitaron juntos sacerdotes y edades y donde el quinto Sol se ha de hundir en la noche terrestre brilla todavía nuestro sol cotidiano
Muertos los dioses y deshechas sus obras los siglos al final se hacen palabras ruinas mordidas por la luz y el viento 
y el hombre en su agonía 
no sabe hacia dónde reclinar la cabeza 
ni con qué voces dirigirse a la muerte 
mientras por el valle desolado 
sólo pasa el más inasible de los dioses del aire

©Homero Aridjis


"...Sólo la noche posada en tus cabellos, 
la noche raspándonos los ojos,
la noche uniéndonos y separándonos..."



Noche

Alice Munro (Lumen, 2013)

En mi juventud parecía no haber nunca un parto, o un apéndice reventado, o cualquier otro incidente drástico de salud que no ocurriera mientras arreciaba una tormenta de nieve. Las carreteras estarían cortadas, así que de todos modos no se podría pensar en sacar un coche, y habría que enganchar varios caballos para llegar al pueblo e ir al hospital. Por suerte aún había caballos: en circunstancias normales la gente se habría deshecho de ellos, pero con la guerra y el racionamiento de combustible las cosas habían cambiado, al menos por el momento.

Por eso cuando me empezó el dolor en el costado tenían que ser las once de la noche, y soplaba una ventisca y, como en ese momento en nuestro establo no había caballos, tuvimos que pedir el tiro de los vecinos para llevarme al hospital. Un trayecto de apenas una milla y media, pero aun así una aventura. El médico estaba esperando, y nadie se sorprendió cuando se preparó para extirparme el apéndice.





¿Se extirpaban más apéndices entonces? Sé que todavía se hace, y que es necesario, incluso sé de alguien que murió por no intervenirlo a tiempo, pero en mi memoria ha quedado como una especie de rito al que pocas personas de mi edad debían someterse, o por lo menos no muchas, y no todas tan de improviso, o quizá sin tanta pena, porque signifi caba unas vacaciones de la escuela y daba cierta categoría: haber sido tocado por el ala de la mortalidad distinguía, aun fugazmente, del resto, en una época de la vida en que tal cosa podía llegar a ser grata.

Así que, ya sin apéndice, pasé varios días viendo por la ventana del hospital la nieve cernirse lóbregamente a través de unos árboles de hoja perenne. No creo que se me pasara por la cabeza pensar cómo iba a pagar mi padre esta distinción. (Creo que tuvo que desprenderse de una parcela de bosque que había conservado al vender la granja de su padre. Quizá esperaba utilizarla para poner trampas, o elaborar jarabe de arce. O quizá sentía una nostalgia innombrable.)

Luego volví a la escuela, y disfruté de que me dispensaran de educación física más tiempo del necesario, y un sábado por la mañana que mi madre y yo estábamos solas en la cocina, me contó que en el hospital me habían extirpado el apéndice, tal y como yo pensaba, pero no fue lo único que me quitaron. Al médico le había parecido conveniente extirparlo, ya que estaba metido en faena, pero lo que más le preocupó fue un tumor. Un tumor, dijo mi madre, del tamaño de un huevo de pava. Pero no te preocupes, dijo, ahora ya ha pasado todo. La idea del cáncer en ningún momento se me ocurrió, y mi madre tampoco la mencionó nunca. No creo que hoy en día pueda hacerse una revelación como esa sin alguna clase de pregunta, alguna tentativa de esclarecer si lo era o no lo era. Maligno o benigno, querríamos saber inmediatamente. La única razón que se me ocurre para que no hablásemos de ello es que la palabra debía de estar envuelta en un halo de misterio, similar al que envolvía la mención del sexo. O incluso peor.

El sexo era vergonzoso, pero sin duda encerraba algunas satisfacciones; desde luego nosotros las conocíamos, aunque nuestras madres no estuvieran al corriente. En cambio, la mera palabra cáncer evocaba una criatura oscura, putrefacta y hedionda, a la que no se miraba ni siquiera al quitarla de en medio de una patada. De modo que no pregunté, ni nadie me dijo nada, y solo puedo suponer que era benigno o que lo extirparon con mucha destreza, porque aquí estoy. Y tan poco pienso en ello que toda la vida, cuando me piden que enumere las intervenciones quirúrgicas que me han hecho, automáticamente digo o escribo solo «Apendicitis».

Esta conversación con mi madre probablemente tuvo lugar en las vacaciones de Semana Santa, cuando las ventiscas y la nieve de las montañas habían desaparecido y los arroyos se desbordaban agarrándose a todo lo que encontraran a su paso, y el broncíneo verano estaba ya a la vuelta de la esquina. Nuestro clima no se andaba con devaneos, nada de clemencias. En los primeros días calurosos de junio terminé la escuela, después de librarme de los exámenes fi nales con notas bastante buenas. Tenía un aspecto saludable, hacía las tareas de la casa, leía libros como de costumbre, nadie creía que me pasara nada raro.

Ahora tengo que describir el dormitorio que ocupábamos mi hermana y yo. Era un cuarto pequeño en el que no cabían dos camas individuales, una al lado de la otra, de manera que la solución fue poner literas y colocar una escalerilla por la que trepaba la que dormía en la cama de arriba. Que era yo. Cuando estaba en la edad de las tomaduras de pelo, levantaba una de las esquinas del fino colchón y amenazaba con escupirle a mi hermana pequeña, indefensa en la litera de abajo. Claro que mi hermana, que se llamaba Catherine, no estaba indefensa del todo.



Podía esconderse bajo las mantas; pero mi juego consistía en acecharla hasta que la asfi xia o la curiosidad la hacían salir de nuevo, y en ese momento escupirle en plena cara, o fi ngir que lo hacía y conseguir el efecto deseado, enfurecerla. A esas alturas ya era mayor para esas tonterías; demasiado mayor, desde luego. Mi hermana tenía nueve años y yo catorce. La relación entre nosotras siempre fue desigual. 

Cuando no estaba atormentándola, fastidiándola con alguna necedad, adoptaba el papel de sofisticada consejera o le contaba historias espeluznantes. La disfrazaba con la ropa vieja que se guardaba en el arcón del ajuar de mi madre, prendas demasiado buenas para cortarlas y hacer edredones, y demasiado anticuadas para que nadie las usara. Le ponía el carmín endurecido de mi madre en los labios, le empolvaba la cara y le decía que estaba preciosa. Era preciosa, sin asomo de duda, pero cuando terminaba de maquillarla parecía una muñeca extranjera estrafalaria.

No pretendo decir que ejercía sobre ella un control total, ni siquiera que nuestras vidas se entrelazaran constantemente. Ella tenía sus propios amigos, sus propios juegos. Juegos que tendían más a la domesticidad que al glamour. Sacar de paseo a las muñecas en sus carricoches, o a veces, en lugar de las muñecas, a algún gatito disfrazado que siempre desesperaba por escapar. Además había sesiones de juego en las que alguien era la maestra y podía pegar al resto en los antebrazos con una vara y hacerlos llorar de mentirijillas, por infracciones y estupideces varias.

En el mes de junio, como he dicho, quedé libre de ir a la escuela y me dejaron a mi aire, como no recuerdo haberlo estado en ninguna otra época de mi juventud. Hacía algunas tareas de la casa, pero mi madre aún debía de encontrarse con las fuerzas necesarias para ocuparse de la mayor parte de ellas. O quizá entonces teníamos dinero para contratar a alguna mujer a quien mi madre llamaría sirvienta, aunque todo el mundo las llamara empleadas.

En cualquier caso no recuerdo haberme enfrentado a ninguno de los trabajos que se me amontonaron los veranos siguientes, cuando luché de buena gana por mantener la dignidad de nuestra casa. Por lo visto el misterioso huevo de pava me concedía cierta condición de inválida, así que a ratos podía pasearme por ahí como alguien de visita. Aunque sin darme aires de ser especial. Nadie en nuestra familia se hubiera salido con la suya en eso. Iban por dentro, la inutilidad y la extrañeza que sentía. Y tampoco era una inutilidad constante. Recuerdo haberme agachado a entresacar los brotes de zanahorias, igual que todas las primaveras, para que las raíces alcanzaran un tamaño decente.

Debió de ser simplemente que no había cosas por hacer a todas horas, como ocurrió los veranos de antes y después. Así que quizá por eso me empezó a costar conciliar el sueño. Al principio creo que simplemente me quedaba despierta en la cama hasta alrededor de medianoche, extrañada de notarme tan despabilada, mientras el resto de la casa dormía. Había leído, me cansaba como de costumbre, apagaba la luz y esperaba. Nadie había venido a decirme que apagara la luz y me durmiera.

Por primera vez en la vida (y eso también debió de marcar un estatus especial) dejaban que yo decidiera cuándo hacerlo. La casa mudaba paulatinamente de la luz del día hasta que las luces de la casa se encendían a última hora de la tarde. Al dejar atrás el trajín general de las cosas por hacer, por tender y por terminar, se convertía en un lugar más extraño, en el que las personas y el trabajo que gobernaba sus vidas languidecían, las necesidades de cuanto les rodeaba languidecían, y los muebles se retraían, al no depender de que nadie les prestara atención.

Podría pensarse que era un alivio. Al principio tal vez lo fuera. La libertad. La novedad. Sin embargo, a medida que mi difi cultad para conciliar el sueño se prolongaba y fi nalmente se apoderaba completamente de mí hasta el amanecer, se convirtió en una creciente preocupación. Empecé a recitar rimas, luego poesía de verdad, primero para obligarme a perder la conciencia, y ya después al margen de mi voluntad. La actividad me frustraba. O era yo quien me frustraba a medida que las palabras terminaban en el absurdo, en un discurso tonto sin pies ni cabeza. No era yo.


Toda la vida había oído ese comentario sobre otra gente, sin pensar qué podía signifi car. Entonces, ¿quién te crees que eres? También había oído decir eso, sin atribuirle una verdadera amenaza al comentario, tomándolo simplemente como una especie de mofa rutinaria. Piénsalo de nuevo. A esas alturas ya no era dormir lo que quería. Sabía que de todos modos lo más probable era que no me durmiera. Quizá dormir ni siquiera era deseable. Algo se estaba apoderando de mí y tenía la obligación, la esperanza, de vencerlo. No me faltaba sentido común para lograrlo, aunque al parecer tampoco me sobraba.
Una propuesta de los mejores Cuentos 
de la Literatura Universal ¿?

Los cursantes del Taller de Escritura Creativa, constantemente me piden les indique que leer, creo que ejercer el oficio de lector partiendo de esta lista de cuentos les dará una visión muy amplia y versátil del cuento. La lista asoma sus defectos, a simple vista dos, no incluye a Charles Bukowvsky  y la ausencia de la genial Alice Munro (Premio Nobel-2013). También pudiéramos apuntar la no inclusión de ese otro cuento maravilloso que se extendió por mil y una noches.

Cada vez que me encuentro con una curiosa selección de cuentos, es como hurgar en un viejo estante de libros, en casa de un desconocido. Creo que más que apuntar que estos son los cien mejores cuentos, la lista reúne una especie de visión antropológica del cuento en casi 200 años. Algunos títulos los compartimos, otros no. Pero valga la indicación como pretexto para repasar estas lecturas, o dejarlas en el olvido, como corresponde a las cosas que han dejado de tener importancia. De estos cien mejores cuentos aquí propuestos, en lo personal me quedo con cincuenta, los otros sólo abultan la lista. La invitación es a que hagan ustedes la suya.



A la deriva - Horacio Quiroga
Aceite de perro - Ambrose Bierce
Algunas peculiaridades de los ojos - Philip K. Dick
Ante la ley - Franz Kafka
Bartleby el escribiente - Herman Melville
Bola de sebo - Guy de Mauppassant
Casa tomada - Julio Cortázar
Cómo se salvó Wang Fo - Marguerite Yourcenar
Continuidad de los parques - Julio Cortázar
Corazones solitarios - Rubem Fonseca
Dejar a Matilde - Alberto Moravia
Diles que no me maten - Juan Rulfo
El ahogado más hermoso del mundo - Gabriel García Márquez
El Aleph - Jorges Luis Borges
El almohadón de plumas - Horacio Quiroga
El artista del trapecio - Franz Kafka
El banquete - Julio Ramón Ribeyro
El barril amontillado - Edgar Allan Poe
El capote - Nikolai Gogol
El color que cayó del espacio - H.P. Lovecraft
El corazón delator - Edgar Allan Poe
El cuentista - Saki
El cumpleaños de la infanta - Oscar Wilde
El destino de un hombre - Mijail Sholojov
El día no restituido - Giovanni Papini
El diamante tan grande como el Ritz - Francis Scott Fitzgerald
El episodio de Kugelmass - Woody Allen
El escarabajo de oro - Edgar Allan Poe
El extraño caso de Benjamin Button - Francis Scott Fitzgerald
El fantasma de Canterville - Oscar Wilde
El gato negro - Edgar Allan Poe
El gigante egoísta - Oscar Wilde
El golpe de gracia - Ambrose Bierce
El guardagujas - Juan José Arreola
El horla - Guy de Maupassannt
El inmortal - Jorge Luis Borges
El jorobadito - Roberto Arlt
El nadador - John Cheever
El perseguidor - Julio Cortázar
El pirata de la costa - Francis Scott Fitzgerald
El pozo y el péndulo - Edgar Allan Poe
El príncipe feliz - Oscar Wilde
El rastro de tu sangre en la nieve - Gabriel García Márquez
El regalo de los reyes magos - O. Henry
El ruido del trueno - Ray Bradbury
El traje nuevo del emperador - Hans Christian Andersen
En el bosque - Ryonuosuke Akutakawa
En memoria de Paulina - Adolfo Bioy Casares
Encender una hoguera - Jack London
Enoch Soames - Max Beerbohm
Esa mujer - Rodolfo Walsh
Exilio - Edmond Hamilton
Funes el memorioso - Jorge Luis Borges
Harrison Bergeron - Kurt Vonnegut
La caída de la casa de Usher - Edgar Allan Poe
La capa - Dino Buzzati
La casa inundada - Felisberto Hernández
La colonia penitenciaria - Franz Kafka
La condena - Franz Kafka
La dama del perrito - Anton Chejov
La gallina degollada - Horacio Quiroga
La ley del talión - Yasutaka Tsutsui
La llamada de Cthulhu - H.P. Lovecraft
La lluvia de fuego - Leopoldo Lugones
La lotería - Shirley Jackson
La metamorfosis - Franz Kafka
La noche boca arriba - Julio Cortázar
La pata de mono - W.W. Jacobs
La perla - Yukio Mishima
La primera nevada - Julio Ramón Ribeyro
La tempestad de nieve - Alexander Puchkin
La tristeza - Anton Chejov
La última pregunta - Isaac Asimov
Las babas del diablo - Julio Cortázar
Las nieves del Kilimajaro - Ernest Hemingway
Las ruinas circulares - Jorge Luis Borges
Los asesinatos de la Rue Morgue - Edgar Allan Poe
Los asesinos - Ernest Hemigway
Los muertos - James Joyce
Los nueve billones de nombre de dios - Arthur C. Clarke
Macario - Juan Rulfo
Margarita o el poder de Farmacopea - Adolfo Bioy Casares
Markheim - Robert Louis Stevenson
Mecánica popular - Raymond Carver
Misa de gallo - J.M. Machado de Assis
Mr. Taylor - Augusto Monterroso
No hay camino al paraiso - Charles Bukowski
No oyes ladrar los perros - Juan Rulfo
Parábola del trueque - Juan José Arreola
Paseo nocturno - Rubem Fonseca
Regreso a Babilonia - Francis Scott Fitzgerald
Solo vine a hablar por teléfono - Gabriel García Márquez
Sobre encontrarse a la chica 100% perfecta una bella mañana de abril - Haruki Murakami
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius - Jorge Luis Borges
Tobermory - Saki
Un día perfecto para el pez plátano - J.D. Salinger
Un marido sin vocación - Enrique Jardiel Poncela
Una rosa para Emilia - William Faulkner
Vecinos - Raymond Carver

Vendrán lluvias suaves - Ray Bradbury

martes, 10 de febrero de 2015



A VECES
Douglas González
A veces tu definición del cielo alcanza hasta aquello que puedes mirar por tu ventana. Mientras que  la tierra es el Paraguas de uso con el que cubres las sombras de tu camino, la brevedad de tus pasos que van haciendo polvo al polvo, esa piedra con sentido de lejanías que eres tú.

Sin pensar que la nada nos espera, en la hora muerta donde medir el tiempo es tan inútil como lo ha sido siempre, ¿qué es la hora? Un estado de locura compartido, tan adentro de todos nosotros, que hasta lo llevamos en la muñeca haciendo tic tac, no para orientarnos, sino como brazalete de suscripción a un club, clave de esa locura colectiva a la que pertenecemos. Sabemos que el tiempo no existe, es una metáfora controladora, una idea inventada por algún Otelo celoso para que su amada siempre regresara sin demora a sus brazos.


Como si tu vida estuviera predestinada a cumplir la sentencia de ese libro antiguo de memorables historias, recogidas aquí, allá y en todos los lugares, cuya autoría se la quieren achacar a Dios, como mi vecino Jesús Guillermo quien sin ser albañil fabricó su casa según él guiado por inspiración divina, una caja de fósforo con una puerta y dos ventanas como la de los dibujos infantiles, incluso con sus torceduras irrevocables.
Pero al final sólo eso nos asiste, un cúmulo de palabras, fue tal cosa, fue tal otro. Fue y pisó la Luna, un paso más aquí o allá da igual. Eso será lo que nos dedique el recuerdo, salvo que tomes la previsión de hacerte muchas fotografías y las fijes a buen resguardo, y que no sean de papel, el tiempo las humilla y las pone amarillas antes de borrarte de un todo. 


Somos una suma de palabras agitadas por el viento, y en el siempre volveremos, con un apego mudo, a pesar del abrazo perpetuo de la Tierra, buscando cada mañana ese Sol de mil fuegos que pareciera que fuera a quedarse para siempre, aunque cada tarde caiga humillado de rodillas, detrás del horizonte, escondiéndose detrás de las montañas, apagándose en las aguas del mar, porque el Sol muere de mil maneras, incluso cuando tu cierras tus ojos.
Puedes caminar toda la Tierra, pero jamás encontrarás otro camino para salir de ella. Sólo en los sueños podemos volar sin tener que inventar complicados aparatos de ingeniería, en otros tiempos lo hacíamos viajando sobre las palabras y  cruzábamos invisiblemente el cielo, llenando las nubes de débiles metáforas que con los trazos de nuestras angustias que muchas veces se evaporan para caer como gotas de una lluvia asistida por una antigua nostalgia.


Hoy te veo asomar al abismo, pretendiendo guindar tu vida de un hilo como si eso bastara para medir lo imposible. Olvidas que primero debes sortear esa especie de eucaristía de los sentidos que es la cotidianidad. Pero como todos también temes morir, como temes a esa otra muerte que es la costumbre, también tiemblas ante a la secreta alquimia de tu cuerpo, que cada minuto se acerca a su destino que es el origen, volver a ser pasajero de estrellas, sin cifra de tiempo en la memoria que es la forma noble del olvido. 

lunes, 2 de febrero de 2015



Montarse en el Metro a las 7am

-Douglas González-

En Caracas en el Metro puede comenzar o terminar todo, desde una historia laboral porque surge aquello de que te encuentras a Pedro o a Juan, y te pueden soltar eso de tanto tiempo perdido, sin saber de ti, y tú le echas la culpa al vivir en la ciudad, tratando de llegar siempre a tiempo y hacer magia para ver si logras ese poquito extra que te hará sentirte vivo más allá del cumplimiento rutinario y lo asfixiante que se ha vuelto vivir en Caracas, una ciudad que siempre está dispuesta a robarte esos minutos libres en lo que puedes hacer lo que realmente te dé la gana.
Y si a pesar de ser esquivo, inevitablemente te encuentras con un viejo compinche, Pedro o Juan,  que por aquellas circunstancias de cuéntame que estás haciendo o en qué andas, los dos entramos apretujados en el siguiente vagón, esquivando el tumulto que roba carteras y tumba celulares, apartándote lo suficiente de la puerta, porque sabes que ahí se instalan los charleros y los tarjeteros, unos a suministrar su dosis de retórica marginal, una especie de metalenguaje que todos por instinto nos hemos visto obligados a entender, los segundos a ver cómo te jalan la cartera. Siempre al entrar al vagón te vas a encontrar con: Buenos días no venimos a robar, ni a vender, sólo pedimos, ustedes me entienden una colaboración para el entierro del pana tal,  o la medicina, la ayudita para la viuda del panita equis que quebraron anoche. -todo eso lo sientes en un intenso movimiento, bajo el ritmo de vallenato, y piensas que estás ahí prestado por un ratico, entre los hijos de Morlocks.
Y sobre ese tejido de voces de todos los días que nadie quiere escuchar, uno trata de sostener una conversación. Pedro o Juan te dice; coño brother y de verdad te pagan esa miseria? Pregunta que te lanza cuando ya tú le has confesado que pese a todas tus especialidades y la verga de Triana que eres, el pipirinei pues!!! estás casi en el estatus de salario mínimo, coño ganas menos que un carretillero en los predios de Mozambique, que es algo así como comenzar a acariciar el desagradable trato con la indigencia o estar enfermo de pobreza. Algo a lo que todo el mundo le saca el cuerpo porque en definitiva están convencidos de que esa vaina se pega, y en este país es casi un delito ser pobre y  pelabola, porque nadie te reconoce, porque si vas a un barrio y le preguntas al que vive en un rancho si es pobre te dice que el no, pero el que vive en el ranchito de al lado sí.
En definitiva sufres de esa lepra que es estarse comiendo un cable, si no se lo han llevado los choros  y donde si de vaina alguien te quiere es tu mamá. El Metro está muy lleno de gente enferma de eso de pelar bola y no tener uno, dispuestos a hacer cualquier vaina, para salvar el día.
En medio de ese barullo Metro en hora pico, y el dame tu teléfono, Pedro o Juan te lanza una de solidaridad intensa, me interesa ayudarte brother, y te da la tarjeta corporativa de la empresa, con el pásate por la oficina a ver si dejas de trabajar en esa mierda, endosado. 
Oyes eso, piensas que te sorprendió ese día que prometía ser monótono, asfixiante como esa horda de zombies que pulula a esa horas en el Metro, lleno de mierda purita, gente con caras de no sabemos de dónde, porque son de un fenotipo distinto al de nuestras costumbres visuales, muy tukis, de chorito o de malandro recién bañadito en la mañana y zapatos impecables pero o muy chillones y si son de cuero exceso de betún, eso siempre los delata. Y cuando hablan sacan ese otro lenguaje que no es venezolano ni nada, sino el hecho verbal de mucha piraña motorizada, como el exceso de cortes zayiyan, y gel tan fijados en sus cabezas, como sus pensamientos, y siempre esa mirada propia del resentido, del que sale a la calle todos los días a ver a qué pendejo le endosa el cobro atrasado de esa trampa verbal que es la exclusión social, por todo aquello que tu o cualquier otro muestra que tiene, y ellos piensan que eso les pertenece, así nomás, que se lo arrebataron en algún momento de la historia. Y andan a la búsqueda de la revancha, el arrebatón o del están pegao, todo eso que ellos creen un legítimo acto de justicia social. 
Todos parecen cortados de moldes iguales de una misma cartulina, como sus mujeres, en sandalias, casi cholas, de un cuerito que hace milagros para sostener el pie de esas moles vientruas y blusas chupinas muy forradas al cuerpo, dejando que se desborden los excedentes de sus carnes que, según la estética, deberían estar ajustados a otro lugar, todos apretujados en el Metro como si fuéramos una lata de fiambre, carne de almuerzo.
El resto de los 60 segundos que demora en vagón por llegar a la próxima estación donde se baja el brother, transcurren entre un silencio en quebrado que va rompiendo esa extraña fluctuación del lenguaje que acompaña a los que ya no tenemos que decirnos nada, y además evitamos hablar de política. Es cuando comienza la ronda de preguntas predecibles, y la chama aquella…?, el panita Jesús como siempre está voladísimo, tu sabes. Vi a fulana el fin en tal sitio, está chocadita (vieja y cuerpo maltratado). Te acuerdas del profe de…….ahí va, no es un diálogo, es un conteo agonizante hasta que cada uno pueda retornar al estado placentero del soliloquio y la soledad.
Y es que el Metro de Caracas, es un pequeño universo, si  carece de algo es de confort, aire límpido, porque siempre está enrarecido a cosa con sudor y cosa usada (pacuzo, le llaman), producto de su saturación. Porque medio mundo baja de todos lados, especialmente en las horas pico a zambullirse en ese mar de gente que es el Metro, muchos se colean a la cañona, pero como todos es de todos, esa distorsión psicótica que impuso en su momento cierto carácter bipolar extinto, pareciera que la cosa es una rebatiña. Muchos de los usuarios del Metro, se montan por montarse, por buscar un guiso, un tumbe, hacerse una ruta.  Ningún otro propósito para inspirarles, sino pasear de arriba abajo en un  interminable ir y venir, de los trenes. Porque si algo es cierto es que nunca desaparecen, se bajan unos pero pareciera que a cada momento se suben sus dobles.
El metro con toda la monstruosidad que engendra en la mente de quienes lo patean de arriba abajo todos los días, tampoco está negado a lo infernal y lo sublime, igual que el país que naufraga en medio de un caos laberíntico. Hace tiempo dejó de ser aquél templo de la conducta cívica, incluso se llegó a hablar de un “cultura Metro”, ejemplo corrección y cumplimiento de las reglas. Pero todo eso es una historia pérdida en medio de esta nutrida decadencia, por lo que parece nunca más volverá. Sin embargo, pese a los embates de lo sórdido, aún en el Metro hay tiempo, un poquito de espacio para que algunos, como aquellos  dispuestos a intercambiar un par de tórridas miradas provocadoras, de esas que se deslizan insinuantes pasando sobre las cabezas de una media docena de pasajeros para ir a ruborizar los ánimos que inician los romances incipientes y subterráneos, que muchas veces duran hasta que por el parlante el operador anuncia la próxima estación: Mariperez, que es donde me bajo yo.