Anotación sobre José Saramago
Lo primero que leí de José Saramago –Premio
Nobel de Literatura 1998- fue esa alucinante y desmedida novela que uno parece
seguir leyendo cuando terminó su última página:“Ensayo sobre la Ceguera”
–algo que con el tiempo descubres sigue ocurriendo con cada una de sus novelas.
Hasta leerlo, Saramago era la lejana
referencia de un escritor portugués que había ganado el premio Nobel, pero una
vez que frecuentamos su literatura se hace imprescindible seguirle los pasos
a toda su obra.
“Ensayo sobre la ceguera”, no sólo es una sorprendente
historia, fantástica, impresionante por el entretejido de su escalada ficcional
lograda de manera excepcional por el autor. Pero al mismo tiempo es un texto
sembrado de paradojas, todas apuntan sobre la condición del sujeto alienado que
habita nuestra sociedad, poblada por millones de seres que ven sin estar viendo ver la realidad,
realmente, tal cual es, sino que ven la realidad aparente que les proporciona el
modelo transferido y predeterminado que se ha establecido en su subjetividad.
Esa es la principal alerta que lanza
Saramago: estamos rodeados de seres que creen ver sin ver absolutamente nada. Para
el Nobel esto no es producto de un suceso espontáneo o casual, sino
predeterminado por la llamada Industria Cultural, proceso de mistificación de
las masas. “Creo que nos quedamos ciegos
–apunta-, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven. Quieren
consumidores ciegos (el sistema) que ni lean, ni piensen. Ese es el futuro”.
Destino propio de esas mentalidades en constante transferencia que pululan en
esas masas obsesionadas y compulsivas que buscan en el mercado el mejor molde
donde encajar su existencia, y que los convierte en piezas perfectas de la
sociedad consumista y todo lo que ella representa con sus fatuos valores y un
extenso formulario del deber ser”.
Saramago quien fue un confeso hombre de
izquierda dice que la sociedad actual gravita en torno a los centros
comerciales, el hombre no sólo se ha olvidado del hombre, se le ha olvidado ser
ciudadano, “porque entre ciudadano y consumidor, prefiere ser consumidor. Si
olvidamos los grandes valores estamos ciegos. Vivimos en un mundo donde la
mayoría de la gente va a terminar siendo excluida, el consumo va a ser sólo para
los privilegiados”.
Con Saramago se pasa rápidamente de la
comprensión y el placer del texto, al contagio inmediato de su literatura, espacio
donde nace ese puente de complicidad entre el lector y el libro como intermediario, y como siempre sucede esto nos condujo a la amistad literaria, esa
suerte de complicidad a distancia, que no está precedida por un apretón de
manos, sino por la puerta abierta que nos deja en cada una de sus obras, puertas a
un mundo donde se nos muestra el denso imaginario que Saramago explora con la
palabra. Con su narrativa levanta una larga torre de Babel que se ve atestada por
la diversidad y lo múltiple de los personajes fijados a sus recuerdos, lo que en
su opinión, son la gran justificación de su oficio como escritor: “creador de
esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos”.
Personajes a los que da vida como un pintor deja
sus pinceladas en la densa geografía de ese otro lienzo que es la página en
blanco, con las que siempre traza su narrativa versátil y culta, esmerada,
meticulosa, sencilla, diáfana y precisa, aplicado a su oficio como los orfebres
cuando elaboran joyas eternas, y ese fue parte de su quehacer, convertir sus
recuerdos en una sucesión de obras, configurando lo que hoy conocemos como el arte
narrativo de José Saramago.
La ventaja que nos otorgan las amistades
literarias es que no están sujetas a los estados de ánimo y, en muy poca medida
a los desacuerdos- y cuando surgen por lo general son estrictamente teóricos-.
Son amistades que desde ese horizonte de la palabra dormida que habitan los
libros, nos acompañan con su silencio cómplice que es el intercambio que
produce el verbo escrito cuando es leído, reiniciando el secreto juego de volver inaugurar
mundos, descorrer las cortinas que nos descubren esos otros rostros del universo;
tal como asegura el escritor George Steiner: “En el mejor de los casos, el gran
escritor añade graffitis sobre los muros de la morada ya existente del
lenguaje. A su vez, estos graffitis ensanchan paredes y complican aún más sus
ecos”.
Ese año se celebrará el séptimo
aniversario de la muerte de José Saramago, poeta, escritor y dramaturgo que
nació en el pueblo rural de Azhinaga en Portugal (1922). Jamás fue a la
Universidad, como todos los autodidactas del oficio de escribir, primero se
hizo lector y luego escritor, pero nunca le dio la espalda a sus raíces enraizadas
en la inquietante memoria de sus abuelos.
“El hombre más sabio que he conocido en toda
mi vida no sabía leer ni escribir” dijo de Jerónimo Melrinho, el padre de su
madre, campesino que sólo había aprendido a leer el paso del tiempo en todas las cosas que
lo habitan.
Saramago recuerda que eran tan pobres que en invierno tenían tan
poca leña que se veían obligados a dormir con la cría de sus cochinos para que
no se murieran de frío.
A José Saramago le debemos una prodigiosa
literatura y una vida que casi perduró hasta
los cien años. Una de las mejores definiciones que llegó a escribir José
Saramago sobre sí mismo, y que mejor retrató el ánimo y anhelo que lo
acompañaron sus últimos años fue en la que afirmó ser “un señor respetable que
oyó demasiado ruido en su vida y le gusta el silencio y la palabra justa”.