miércoles, 1 de febrero de 2017


Anotación sobre José Saramago



Lo primero que leí de José Saramago –Premio Nobel de Literatura 1998- fue esa alucinante y desmedida novela que uno parece seguir leyendo cuando terminó su última página:“Ensayo sobre la Ceguera” –algo que con el tiempo descubres sigue ocurriendo con cada una de sus novelas.
Hasta leerlo, Saramago era la lejana referencia de un escritor portugués que había ganado el premio Nobel, pero una vez que frecuentamos su literatura se hace imprescindible seguirle los pasos a toda su obra. 

“Ensayo sobre la ceguera”, no sólo es una sorprendente historia, fantástica, impresionante por el entretejido de su escalada ficcional lograda de manera excepcional por el autor. Pero al mismo tiempo es un texto sembrado de paradojas, todas apuntan sobre la condición del sujeto alienado que habita nuestra sociedad, poblada por millones de seres que ven sin estar viendo ver la realidad, realmente, tal cual es, sino que ven la realidad aparente que les proporciona el modelo transferido y predeterminado que se ha establecido en su subjetividad.

Esa es la principal alerta que lanza Saramago: estamos rodeados de seres que creen ver sin ver absolutamente nada. Para el Nobel esto no es producto de un suceso espontáneo o casual, sino predeterminado por la llamada Industria Cultural, proceso de mistificación de las masas.  “Creo que nos quedamos ciegos –apunta-, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven. Quieren consumidores ciegos (el sistema) que ni lean, ni piensen. Ese es el futuro”. Destino propio de esas mentalidades en constante transferencia que pululan en esas masas obsesionadas y compulsivas que buscan en el mercado el mejor molde donde encajar su existencia, y que los convierte en piezas perfectas de la sociedad consumista y todo lo que ella representa con sus fatuos valores y un extenso formulario del deber ser”.

Saramago quien fue un confeso hombre de izquierda dice que la sociedad actual gravita en torno a los centros comerciales, el hombre no sólo se ha olvidado del hombre, se le ha olvidado ser ciudadano, “porque entre ciudadano y consumidor, prefiere ser consumidor. Si olvidamos los grandes valores estamos ciegos. Vivimos en un mundo donde la mayoría de la gente va a terminar siendo excluida, el consumo va a ser sólo para los privilegiados”.

Con Saramago se pasa rápidamente de la comprensión y el placer del texto, al contagio inmediato de su literatura, espacio donde nace ese puente de complicidad entre el lector y el libro como intermediario, y como siempre sucede esto nos condujo a la amistad literaria, esa suerte de complicidad a distancia, que no está precedida por un apretón de manos, sino por la puerta abierta que nos deja en cada una de sus obras, puertas a un mundo donde se nos muestra el denso imaginario que Saramago explora con la palabra. Con su narrativa levanta una larga torre de Babel que se ve atestada por la diversidad y lo múltiple de los personajes fijados a sus recuerdos, lo que en su opinión, son la gran justificación de su oficio como escritor: “creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos”.

Personajes a los que da vida como un pintor deja sus pinceladas en la densa geografía de ese otro lienzo que es la página en blanco, con las que siempre traza su narrativa versátil y culta, esmerada, meticulosa, sencilla, diáfana y precisa, aplicado a su oficio como los orfebres cuando elaboran joyas eternas, y ese fue parte de su quehacer, convertir sus recuerdos en una sucesión de obras, configurando lo que hoy conocemos como el arte narrativo de José Saramago.

La ventaja que nos otorgan las amistades literarias es que no están sujetas a los estados de ánimo y, en muy poca medida a los desacuerdos- y cuando surgen por lo general son estrictamente teóricos-. Son amistades que desde ese horizonte de la palabra dormida que habitan los libros, nos acompañan con su silencio cómplice que es el intercambio que produce el verbo escrito cuando es leído, reiniciando el secreto juego de volver inaugurar mundos, descorrer las cortinas que nos descubren esos otros rostros del universo; tal como asegura el escritor George Steiner: “En el mejor de los casos, el gran escritor añade graffitis sobre los muros de la morada ya existente del lenguaje. A su vez, estos graffitis ensanchan paredes y complican aún más sus ecos”.

Ese año se celebrará el séptimo aniversario de la muerte de José Saramago, poeta, escritor y dramaturgo que nació en el pueblo rural de Azhinaga en Portugal (1922). Jamás fue a la Universidad, como todos los autodidactas del oficio de escribir, primero se hizo lector y luego escritor, pero nunca le dio la espalda a sus raíces enraizadas en la inquietante memoria de sus abuelos.
“El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir” dijo de Jerónimo Melrinho, el padre de su madre, campesino que sólo había aprendido a  leer el paso del tiempo en todas las cosas que lo habitan. 

Saramago recuerda que eran tan pobres que en invierno tenían tan poca leña que se veían obligados a dormir con la cría de sus cochinos para que no se murieran de frío.
A José Saramago le debemos una prodigiosa literatura y una vida  que casi perduró hasta los cien años. Una de las mejores definiciones que llegó a escribir José Saramago sobre sí mismo, y que mejor retrató el ánimo y anhelo que lo acompañaron sus últimos años fue en la que afirmó ser “un señor respetable que oyó demasiado ruido en su vida y le gusta el silencio y la palabra justa”.