domingo, 24 de enero de 2021

 

WELCOME MR. CAOS

La mañana del miércoles 20 de enero Magda Rodríguez, sargento de la Policía Metropolitana de la ciudad de Washington D.C, se despertó con la sensación de que la noche se había tragado como mil años para llegar al amanecer. Con ese estremecimiento, de hace tiempo pegado en la piel, se incorporó de su cama, puso los pies en el piso y entendió que esa era una señal de que aquél día no sería un día cualquiera.

Magda era una newrican, lo que se conoce como puertorriqueña nacida y criada en New York,   tenía 34 años de edad. El atentado del 11 de septiembre del 2011, la sorprendió siendo agente de policía en la Gran Manzana, a los meses renunció a la ajetreada vida de la capital de los rascacielos y se mudó a Washington D.C, con un ambiente más apacible, donde el edificio más alto apenas alcanza los doce pisos, una ley que data del año 1899 prohíbe construcciones de mayor tamaño.

Magda tenía real escepticismo sobre las teorías de la conspiración. Ella guardaba una franja de duda hacía lo relativo a premoniciones, avisos del más allá y otros barruntos. Alocadas especulaciones decía, ella tampoco leía los horóscopos. Sin embargo, pese a su nihilismo hacia esas posibilidades, había una parte de ella, sin saber cómo ni por qué, creía que ese era el día, el día de algo pero no sabía qué.

Se levantó, se asomó a la ventana, y su corazón comenzó a latir a velocidad emergente, al mirar entre las persianas divisó un cielo azul pálido, sin nubes, sin ninguna señal de alarma, era como una hoja en blanco, vacía, como a esa hora lucían las calles de la ciudad.  Si en verdad ese día traía algo consigo, esto se movía en los entresijos de la realidad, y no podía verse con una mirada común. Pero Magda no dejaba de prestarle atención a aquél sobresalto que sentía en su pecho y que parecía que en algún momento reventaría el lugar donde solían anidársele los malos presentimientos.

Además estaba esa voz que oía retumbar en su mente, “prepárate, viene algo grande”. A partir de ahí la sargento Rodríguez, sin tener un propósito definido, ni suscribir ningún tipo de fanatismo, sin ser víctima de los efectos secundarios que dejan los paroxismos causados por toda la charlatanería del nuevo hombre, la conciencia universal y de elucubradas conclusiones de que la bondad terminará por doblegar el sistema, a sus 34 años, comenzó a ver el mundo de una forma distinta. Comenzó a verlo suscrito a un lenguaje que expresaba un misterioso poder. Aunque en el fondo siguiera apegada a la lógica analítica, propia de la mentalidad policial, la agudeza para el escrutinio, seguir pistas, atar cabos y plantear hipótesis. Porque si algo había hecho eco en Magda era el anuncio de la llegada de un nuevo orden mundial, cuya señal estaba por manifestarse. Por eso cada mañana, se dedicaba a explorar la bóveda celeste, tratando de descifrar un signo, o resolver algún enigma, en el misterioso lenguaje de las nubes, como hacían los hombres en la antigüedad.

Con la mente estallándole ideas como fuegos artificiales, Magda fue a ducharse, mientras dejaba correr el agua recordó el fin de semana cuando se montó en aquella montaña rusa con un montón de conjeturas, profecías milenarias, revelaciones simbólicas y toda una suma de eventos que parecían señalar un nuevo ciclo para la humanidad.

Era sábado y tenía por delante un día libre largo y monótono de final del verano, para romper el tedio Magda salió a desayunar a la calle. Le gustaba caminar por las mañanas a lo largo de la 7th West Street, y detenerse en la zona de las heladerías, donde solía despacharse un rico desayuno bien cargado en calorías. Camino de regreso vio en un local de vidrios oscuros que en su puerta tenía un cartel invitando a una charla gratuita, “El Cuarto Giro y el final de los tiempos”. Salió de esa conferencia con la cabeza hecha un rompecabezas, por lo afirmado por los futurólogos sobre el nuevo tiempo, y porque aseguraron de que estamos en el principio del fin. El inicio del cuarto giro temporal, que a partir de ese día de enero del 2021, el mundo pasaría a estar bajo el dominio de la oscuridad, además, la significancia que esto tendría con la instauración del gobierno global del caos, bajo nuevas formas de control y esclavitud humana. Magda lo comparó con una especie de matrix, o una película distópica de ciencia ficción, pero desechó la idea le pareció fantoche y hollywoodense, muy cursi para ser verdad.

Pasó un minuto y Magda tanteó el agua fría, estaba helada, dio un brinco y se metió bajo el pequeño torrente del líquido templado, su mente se aclaró y se liberó de tensiones. Se cepilló los dientes, se miró en el espejo y se dedicó una sonrisa, no sabía si este día era el último de su vida, o el primero de su incursión en el caos, el gran “reset” como lo llamaban, que daría paso al imperio de la biotecnología y una forma inédita de barbare civilizatoria, una era post humanista, donde el artificio suplantará al hombre, como pasa en las novelas de Philip K Dick, el Julio Verne del Siglo XX.

El agua fría le sentó bien, había pasado la noche insomne dando vueltas en la cama, el agua le ayudó a recuperar su vigor. Revisó su teléfono celular, luego vistió su uniforme, encendió el televisor para hacerse compañía, escuchó las noticias mientras se servía el café. Acto seguido tomó de la mesa de noche su pistola Glock 9mm y se la ajustó en el cinto, al sentir el frío metal del arma la invadió un sentimiento de ansiedad, el mismo que en ese momento se dispersaba como un contagio, entre los 7 millones 614 mil 893 habitantes de la ciudad. Era un día que parecía estar fuera de la mano de dios, pero para la sargento Magda Rodríguez, en particular, era el comienzo del ciclo del mal, y todo lo que éste contenía en sus 24 horas y 96 campanadas que dejarían el aire impregnado de lo más oscuros advenimientos.

Eran las 7:40 am, se sirvió más café, a las 8am debía estar en el Departamento de Policía, y tomar el convoy que la llevaría a un punto de seguridad cerca del Capitolio. Magda era parte del operativo de custodia de ese día que colmado de peligro y amenazas, tendría lugar la juramentación de Joe Biden, como presidente de los Estados Unidos, y quien según los futurólogos, encarnaba a Mr. Caos.

Terminó su segunda taza de café, apagó la luz, no sin antes mirar la fotografía de sus dos hijos Bryan y Margaret, a los que había mandado lejos de aquel ambiente de zozobra, a la casa de su madre en la lejana isla de Puerto Rico. Junto a ellos reposaba en la mesa un ejemplar de la novela 1984 de George Orwell, un Manual Anti-utopías, escrito por Ben Williams y la Biblia. Tomó el libro de Orwell y lo guardó en su bolso.

Cuando se sentó al volante de su patrulla Magda sintió que se llenaba de nuevos ánimos. Tenía un modelo de los más avanzados autos policiales, un Dodge Charger Pursuit, equipado con sensores de seguridad, cámaras multifuncionales capaces de captar movimientos dentro de otros vehículos. Apretó el dispositivo del encendido, escuchó rugir el motor y se puso en marcha, atravesando la ciudad que a esa hora estaba bajo un clima volátil de amenazas. El aire era frío y denso como el gas, daba la sensación de que cualquiera que se atreviera a encender un fósforo podía hacerla estallar y diseminarla en el espacio hecha polvo.

Más de treinta mil hombres armados de las fuerzas militares y policiales, formaban el escudo de seguridad. Washington D.C estaba bajo un estado de sitio, ante posibles manifestaciones violentas de los Oath Keepers, simpatizantes de Trump, grupos de los que se preveía podían realizar acciones armadas. Magda no guardaba ningún temor, aunque no dejaba de pensar en el ataque al Capitolio hacía dos semanas, donde los manifestantes tomaron sus instalaciones tras rebasar con facilidad la custodia policial, lo que dejó un saldo trágico de muertos y heridos.

A partir de esa fecha el Ayuntamiento había declarado la emergencia pública y Washington se convirtió en el escenario del mayor despliegue y concentración de tropas militares en los últimos cien años. Magda pensó en su hermana Giselle, tan ajena a todo lo que estaba por empezar, pérdida en medio de ese laberinto humano que es la ciudad de Los Ángeles, aspirando tantrismo, pero con su mente embargada por la filosofía marihuana y el hipismo, pensando en un alucinante despertar de no se sabe qué ni cómo sucederá, cuando el mundo comenzaba a vivir su primer amanecer en los tiempos de la noche.

Los camiones de intervención de la policía se detuvieron en la explanada del estacionamiento, ubicado frente a la titánica arquitectura del  complejo de la Galería de Arte Nacional que tenía el tamaño de un estadio de football. La sargento Magda Rodríguez era el oficial supervisor dentro de una de esas unidades tácticas, donde media docena de funcionarios tenían sus ojos clavados en los monitores de control del tránsito, todos interconectados a las cámaras de vigilancia de las calles perimetrales al área restringida por seguridad militar. Estos equipos tenían lentes capaces de observar el más pequeño detalle, desde la caída de una hoja de un árbol, cualquier imagen en movimiento a partir de un centímetro de diámetro.

La Galería de Arte está a unas tres millas del Capitolio Federal, a punto cercano a la avenida Pennsylvania, escenario de la primera caminata que hacen los presidentes tras juramentarse, un trayecto que va desde el Congreso hasta la Casa Blanca. Todo eso y más eran los límites de la zona cero de exclusión en esos días definida como zona militar, que se prolongaba por varias  millas alrededor del Capitolio, hasta las instalaciones de la Marina en el límite oeste de las riberas del río Potomac.

El Capitolio y sus alrededores eran un bunker, por doquier estaban desplegados batallones y comandos especiales, pelotones de Marines patrullando las calles de arriba abajo, con perros entrenados como detectores de bombas, binoculares de largo alcance y una concentración de soldados cada 300 metros con nidos de ametralladoras en barricadas listas para el combate. Un sinfín de furgonetas blindadas que iban de un lado al otro, y al abrir sus puertas traseras dejaban ver un sofisticado arsenal de armas propias para enfrentar al terrorismo doméstico.

A las 12 en punto Joe Biden tomó juramento como Presidente 46º de Estados Unidos, Magda vio el acto por los monitores de la unidad, pasado un rato salió a aliviar la tensión, y estirar las piernas. Afuera se encontró con un silencio que parecía inmovilizarlo todo. El programa presidencial de ese día incluía la presentación de Lady Gaga y de Jennifer López, Magda era fan de Jlo, hubiera querido asistir a su espectáculo, pero su credencial especial para ese día, que tenía chip con Gps y toda suerte de artilugios de control digital, estaba codificada con el color azul, solo tenía acceso a esa área perimetral. Apenas cruzara sus límites, enseguida se prendería una señal de alerta en el panel de seguridad y en menos de 30 segundos sería rodeada por un equipo comando.

Eran las 12:45pm, de un día luminoso y frío del mes de enero, la sargento Magda Rodríguez se acercó al puesto de control externo, se sirvió un vaso de café del termo, buscó donde sentarse y sacó de su bolso su ejemplar de 1984, leyó algunas páginas y colocó el libro abierto, boca abajo, antes de quitarse su gorro negro, desenfundar su pistola, quitarle el seguro, metérsela en la boca, cerrar los ojos y apretar el gatillo.

El disparó sonó como una bomba, su eco atravesó como una sonda el espacio de seguridad. Enseguida se encendieron todas las alarmas, treinta mil hombres fueron puestos en alerta, prepararon sus armas y se dispusieron para lo peor. El lugar donde Magda se quitó la vida fue asegurado y aislado. Un pequeño ejército de agentes llenó el lugar, entre ellos el Comisionado Stevenson quien calificó la acción como un hecho aislado, sin trascendencia. El mismo agarró el libro de Magda, y leyó lo que ella había anotado –antes de meterlo en una bolsa de recolección de evidencias-, en uno de los márgenes: “lo que vendrá” y con una flecha subrayó en el texto: Neolengua, doblepensar, mutabilidad del pasado. En la siguiente página había encerrado en un círculo que hizo con su lápiz, “los nuevos principios”: la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza.

Suficientes razones para suicidase pensó el Comisionado, ignorando que lo único que quiso hacer ese día la sargento Magda Rodríguez al quitarse la vida, fue que su muerte fuera la señal que ella nunca vio en el cielo.

martes, 12 de enero de 2021


El primer momento

POCAS VECES se da que una película complemente una novela y juntas elaboren una obra de arte, ese es el logro de Desayuno en Tiffanys, novela escrita por Truman Capote, adaptada al cine por el guionista George Axelrod, y magistralmente dirigida por Edward Blake. Truman escribió la gran novela de su tiempo que permitió retratar en una película la época de oro de New York y la de Hollywood al mismo tiempo. La cinta fue protagonizada por Audrey Hepburn, la mujer más hermosa del mundo.

Desde la primera escena la película se revela como un hecho único, hay en ella una poética de la imagen pocas veces alcanzada por el lente de una cámara. La acción tiene lugar en la legendaria 5ta Avenida de New York, que a esa hora es un paisaje solitario, bajo un cielo gris que se descubre con el primer bostezo de una mañana que apenas comienza a despertar, con la nostalgia impresa en la palidez de su amanecer.

Un taxi amarillo despunta desde el fondo de la avenida, como una promesa en movimiento en medio de ese desierto urbano Se detiene frente al gran pórtico de metal que resguarda al macizo edificio de granito, en cuyo dintel está fijada en letras de bronce la palabra Tiffanys, una tienda de diamantes que es el acento que marca la elegancia y exquisitez de la cinta. 

Enseguida vemos descender del taxi a Holly Golightly, la seducción encarnada mujer, viste de negro como una “femme fatale”, sin serlo porque el sinuoso balanceo de su cuerpo al caminar, y su reservada timidez en el andar, sellan su impecable elegancia pero al mismo tiempo le otorgan un matiz de ingenuidad. Holly está enfundada en un traje de cóctel de satén negro, con escote recortado a la espalda, guantes largos negros y un collar de vueltas de perlas blancas, gafas oscuras y zapatos negros de tacón alto. Lleva un peinado de moño vintage, propio de las mujeres sofisticadas que asisten a los grandes salones.

Holly se detiene frente a la vidriera de la tienda de diamantes. Desplegadas en exhibidores de terciopelo negro, están expuestas las joyas más caras del mundo, ella saca de una bolsa un croissant y un café que son su desayuno.

La música de Henry Mancini, con su canción “Moon river", hace el resto bañándonos como una lluvia, nos va llevando por un río de emociones que nutren de mayor fantasía esa historia que echa volar la imaginación. Holly pasea por la acera frente a las vidrieras tomando café y comiendo croissant, extasiada ante el lujo de esa numerosa colección de diamantes que ella observa como quien se asoma a las puertas del cielo.


lunes, 11 de enero de 2021

 

Lenguaje fallido y trastorno de la personalidad



Hablar es una conducta, escribir también lo es, para el filósofo y escritor austriaco, Karl Kraus. Somos lenguaje, nada está fuera de la palabra. Alguien que ejecute mal y de manera imperfecta cualquier ejercicio de la lengua, es síntoma de poseer graves perturbaciones mentales, como el uso de una oratoria accidentada, una escritura vacua, retórica sin sentido que no comunica nada, o la incapacidad de escribir el mínimo argumento con la debida claridad exponencial.

 El enrevesamiento conceptual, la yuxtaposición emocional de ideas vertidas a chorro sin guardar una lógica formal que debe regir la composición de textos suscritos a las leyes de la gramática no nos remiten a otra cosa que al ámbito de una disimulada barbarie mental. 

Creo que entre las fantasías de algunos escritores que no viven de la producción de sus textos está en trabajar en una instancia donde no haya otra exigencia que el oficio de la simplicidad, y hacer lo mínimo. Y así poder gastar el tiempo de ocio, derivado de esa inanidad, entregado a la lectura insaciable, atrincherados tras el escritorio donde gestamos el burocrático ejercicio de matar el tiempo.

 Kafka fue empleado en una compañía de seguros; Fernando Pessoa se dedicaba al rutinario oficio de contable en una agencia naval; George Orwell fue policía en Birmania y terminó lavando platos en Londres; Máximo Gorki trabajó como ayudante de cocina; William Faulkner fue obrero, pintor de techos y despachador de una bomba de gasolina; Juan Rulfo trabajó como agente de inmigración en una secretaría de gobierno. Sin duda la secreta felicidad de cada uno de ellos eran las brevedades que le robaban al tiempo de trabajo para escurrirse por los pasillos fantásticos de su imaginación.

 Trabajar era sólo el tributo que pagaban para mantenerse y vivir una vida literaria; algunos lo lograron con más holgura que otros, incluso les permitió ganar el Premio Nobel. El inabarcable Ludwing Wittgenstein, padre de la filosofía moderna del lenguaje y autor del “Tratactus Logicus Philosophicus”, fue soldado y un humilde maestro de escuela primaria. 

Hace unos años fui contratado por una firma asesora en comunicación estratégica, y asignado a un equipo cuyo oficio era única y exclusivamente velar por la imagen pública de un gran elefante blanco. Nuestra oficina estaba muy próxima a un centro comercial que era objeto de nuestras rondas y de largas e inacabadas tertulias, mientras desfilaban por la mesa docenas de tazas de café. En la planta baja había una muy nutrida librería con muchos títulos literarios novedosos y contaba con un extenso catálogo de autores poco difundidos, como era el caso de Elías Canetti, premio Nobel 1981, quien entonces resultó ser un notable hallazgo para mí.

 Tras despachar la monótona reunión de una hora cada mañana, que consistía en cuidar la salud de la imagen pública de aquél célebre elefante, enseguida nos entregábamos a deshacer cualquier gesto de trabajo que quedara en la sombra de nuestras sospechas, y dado que nuestra única responsabilidad era acudir a esa reunión matutina, a veces lográbamos despacharla por teléfono. Eso y escribir un breve artículo de opinión a la semana, que yo siempre entregaba, ante la mirada pasmosa de mis compañeros, a última hora del día fijado para su entrega, era nuestro único trabajo. 

Pero el ritual que en verdad cumplíamos con religiosidad de lunes a viernes, era darnos una vuelta por la librería, sentarnos a tomar café con la nueva adquisición en la mano, y disponer de su lectura en los sucesivos días en la oficina.

A partir de Auto de Fe, quedé por meses gravitando en el universo creado por Canetti para su protagonista Peter Kien, un rígido intelectual especialista en lenguaje, y sinólogo chino, con quien Canetti explora, mucho antes de que lo hiciera la psicología lacaniana, el planteamiento de todo lo que subyace en la elección del hombre ante el lenguaje que cuando elige la palabra que satisface su expresión, es el inconsciente del sujeto el que realmente habla, intermedia, para representar el mundo que describe.

En esa tienda me topé con los libros de Elías Canetti, quien mi amigo el abogado y escritor Orel Sambrano ya me había recomendado. Ese día compre “Auto de Fe”, novela compleja y profunda que leí en un mes, y que aún continúo releyendo, y que enseguida me abrió un apetito voraz por toda la obra de Canetti, por lo que la siguiente semana volví a la librería y compre el resto de los títulos que tenían del autor. Me hice adicto a Canetti, algo que me suele pasar con los autores trascendentales: Masa y poder, Las voces de Marrakesck, el juego de los ojos, la antorcha al oído y lengua salvada.

Auto de fe inicialmente se iba a llamar “Comedia humana de la locura”, ese era el drama que Canetti quiso desarrollar en su argumento. Eran los años que estuvo obsesionado por la locura, y los que se hizo eco de las teorías de su admirado Karl Kraus, filósofo y escritor austriaco que dedicó su vida a alertar la relación existente entre lenguaje y psiquis.

 Canetti nos revela de la existencia de las “máscaras acústicas” presentes en toda forma de hablar y escribir, las verdaderas representaciones del Yo. Vale apuntar que la lectura de Canetti me trajo a Karl Kraus, y con éste conocí una perspectiva diferente de la filosofía del lenguaje.

Canetti suscribió la idea de que en el uso del lenguaje estaba la clave no sólo de la locura sino de todas las aberraciones mentales y familiares (hay familias enteras que por generaciones sucumben ante el mal uso del lenguaje), el drama humano de la incomunicación y la demencia eran consecuencia directa del lenguaje: “El drama vive en el lenguaje de un modo único y especial (…) la constatación terrible de que esa locura brota del aislamiento del ser humano y de cómo el lenguaje, lejos de vivir para vencerlo, puede contribuir a extremarlo”.” Kraus fue un personaje seguido por Ludwing Wittgenstein, Walter Benjamin y otros, perteneció de forma pasajera a esa reunión de luminarias que el mundo conoció como el Círculo de Viena. 

La novela de Canetti se pliega al formato novela-ensayo, y sigue las pistas de Kraus, quien estimaba que un lenguaje limitado o deformado es indicador de severos trastornos de la personalidad, base de la decadencia social y promotor de los males del mundo. Para Kraus toda persona incapaz de escribir o que escribiera mal, hablara o se expresara defectuosamente, poseía severos desajustes psíquicos, era alguien que todavía mantenía hitos con la barbarie. El lenguaje se construye con los mismos moldes con los que está hecha la conciencia. 

A partir de Kraus retomé la lectura sobre la materia, pero diferente, los leía como si se trataran de novelas policiales en las que se persigue resolver un caso. Todo filósofo en cierta medida hace una cierta filosofía del lenguaje, y esa filosofía se ciñe a la búsqueda de un hallazgo. 

La hermenéutica nos brinda una antorcha en el camino a la hora de adentrarnos en ese tipo de análisis. Basada en la psicagogía, la hermenéutica revela la intención de quien habla o escribe. Siempre he sostenido que existen los pintores ingenuos, pero no hay escritores ingenuos. Escribir obedece a un conocimiento del arte de narrar, y a leyes muy bien definidas de la gramática que son de obligada observancia, no saberlas aplicar y pretender que pese a esa ignorancia se sepa escribir, es colocarse en la abundante fila de los analfabetas funcionales, mal que padecen muchos, incluso profesionales de las más diversas categorías.