domingo, 19 de diciembre de 2021

 

El Pasillo 



Con el tiempo, el patio interior de la casa con su techo de cielo repleto de nubes se había convertido en un largo pasillo, desde hacía años todos habían abandonado la costumbre de utilizar el pasadizo natural por las puertas interiores que comunicaban a las habitaciones  entre sí desde el salón de visitas hasta el comedor. El pasillo se hizo  tan largo que quienes lo transitaban les parecía que el  piso se inclinaba y empezaba a subirse hasta el cielo, y es que la distancia parecía multiplicarse muchas veces una vez dentro de él, y lo hacía ver más grande de lo que en verdad era. Quizá por eso la gente decía voy al otro lado, utilizando un tono de lejanía como si se tratara de ir de un lugar a otro entre dos geografías distantes.

Atravesarlo era como andar por una avenida desnudo, quizá de eso se trataba de la timidez, del que todos se sentían expuestos al estilo adámico, en medio de aquellos 12 metros, como si aquello fuera el ancho mundo y caminar por él fuera un desafío. Algo que evidenciaban sus cuerpos que se ponían tensos y cambiaban las señales de su vivacidad por posturas taciturnas y cenizas que los hacían ver como escurridos dentro de sí mismos, como ocultando cualquier aspecto que evidenciara que eran seres vivos y que se llamaban Vicente o Esteban, Paulina o Augusta.

Era algo que padecían todos, o casi todos, menos los niños que no se atenían ni les importaba lo que les dictara su imaginación, de sentirse bajo miradas escrutadoras; ellos sólo  anteponían su andar anárquico, sus gestos asimétricos a cualquier asomo de timidez, corrían con un aire lleno de risas, y la risa es aliada de la indiferencia, capaz de romper el más rígido acuerdo de convencionalidad.

Pero los timoratos empedernidos tomaban el viejo pasadizo, atravesaban la casa por las puertas interiores que comunicaban a las habitaciones entre sí, apartando perchas, muebles y otros corotos, argumentando que esa era la ruta natural  por donde debían pasar los miembros de la familia y preservar sus intimidades, como los armarios que guardaban fotos de hace siglos y susurros de épocas pasadas.

Salir al pasillo, o asomarse era como salir al mundo exterior, había que vestirse, ponerse decente. En el pasillo siempre parecía que era domingo por la tarde. Había una larga pared pintada de azul, rematada en su borde redondeado, con sus ribetes que le daban un aire de precisa armonía. Pero el pasillo también era  el patio central de la casa; pero para nosotros no estaba del lado de afuera, donde suelen estar los patios, estaba adentro, pegadito a las altas puertas de los cuartos de la casa; pese a su naturaleza de almacenar  noches y  estrellas, y de ver caminado a la Luna o de convertirse en tiempos de aguacero, en una palangana de océano hecho de lluvia, donde los muchachos jugábamos a fabricar olas deslizando tablas o nuestros cuerpos desnudos sobre los pozos dejados por la lluvia, haciendo una tormenta en cada charco. 

Parados en cualquiera de sus dos extremos, el pasillo envolvía con su atmósfera de olores que eran como evocaciones de tiempos fijados en ese túnel sin serlo. En las horas del mediodía o las primeras de la tarde, la nariz se impregnaba  del olor dulzón de los  mosaicos al calentarse por el sol; despedían una fragancia de época que se levantaba desde el suelo movida por la brisa constante que bajaba del cerro El Ávila, dejando pegadas en ráfagas de fresco en aquél túnel de viento que erizaba la piel de sus paredes.

Douglas González / El Pasillo: Apunte para una novela

©Copyright. Douglas González

sábado, 18 de diciembre de 2021

 

La hora de la tarde


A esa hora la tarde dejó de ser azul y comenzó a vestirse de ese gris que anuncia que todo lo que está a nuestro alrededor comenzará a ausentarse con la oscuridad de la noche, Sentado en una mesa solitaria del café, que poco a poco se había ido convirtiendo en una estancia cada vez más silenciosa ha medida que sus comensales la iban abandonando, estaba un hombre absorto en la lectura de su libro, “Vértigo” del escritor alemán W.G. Sebald, no despegaba los ojos de sus páginas, ni cuando daba breves sorbos a su taza de café. 

Nada inquietante se revelaba en él, nadie hasta ese momento había reparado en su presencia, como cincelada a la mesa, salvo cuando faltaban cinco minutos para apagar las luces del establecimiento, uno de los meseros le anunció que ya iban a cerrar. Él era el único cliente sentado en aquél salón con cincuenta mesas y 200 sillas desoladas, su imagen solitaria sentado en medio de aquel desierto de cosas inanimadas, lo remitía a él, no como un hombre solo, sino como un hombre único, o como el único hombre tal como se sentía en ese momento.

Por eso cuando escuchó la advertencia de cierre no se inmutó, le pareció haberla escuchado en medio de un sueño, porque así sentía todo lo que le rodeaba; era percibido como algo ajeno a su conciencia; un asunto irrelevante e imprescindible como las jugarretas de los delirios promovidos por su imaginación psicógena, que le hacía ver un mundo de relación y certezas, como un todo concatenado, cuando en verdad en el mundo no había más que fragmentos de realidad.

Las luces se apagaron junto al último compás del solo para piano de Ludwig Van Beethoven, Canción para Elisa, que sonaba por los parlantes como música de ambiente, él reconoció la melodía y pensó en la mujer, en esa necesidad de compañía, pero no pensó en cualquier mujer, eso sería convocar una pesadilla, pensó en algo más elevado que trascendiese la mera cualidad de la belleza, que se afirmara en el encanto, tal como la describió Swedenborg, como la cualidad imprescindible que debe poseer la hembra creada por Di-os, para complementar el conocimiento del hombre, y conducirlo al intercambio de alma, a revelarle la sabiduría del amor, tal como hizo Diotima al mostrarle la genealogía del amor a Sócrates.

©Copyright. Douglas González