lunes, 22 de mayo de 2023

 

Una partida de billar


Era un café tradicional con una atmósfera que recordaba los años 50. Aquel recinto lúdico desmembrado del tiempo era atendido por Gaspar un italiano de piedemonte. Era un espacio habitado por la brevedad del recuerdo, también un lugar de sombra, de temperatura fresca como el de las cuevas donde se almacenan los vinos o los quesos añejos. Entrar ahí era salir de la ciudad, y asomarte a una ventana a una Italia imaginaria. Nadie hablaba en español, eran otras voces, en ese idioma que tenía algo de épico y su pronunciación venía junto al énfasis de abundantes gestos de sus manos que le otorgaban un cierto acento actoral. Apoyado en la barra con una taza de café, su mente se iba con el transcurrir del tintineo de las tazas de cerámica blancas con bordes de líneas verdes que entrechocaban en el lavaplatos, fregadas con celeridad y certeza por las manos de Gaspar quien las enjuagaba e iba ordenando en una bandeja con la maestría de un croupier.

El ambiente de la barra siempre estaba cargado de los vapores emanados por la vieja máquina italiana “Gaggia” de acero inoxidable donde se colaba el mejor café “expresso” del mundo, que con singular devoción Gaspar, desarmaba,  limpiaba y pulía cada tarde, hasta que sus partes cromadas quedaran tan relucientes como una nave de artillería de fuego, haciendo relumbrar cada aspecto de su diseño “Vintage”, posada sobre el mostrador,  poseía un brillo tan deslumbrante como el de un Buick “Road Master” descapotable de los años 50, que con sus frontales con dientes cromados eran capaces de lanzar destellos a trescientos sesenta grados al rodar sobre el asfalto.

El local estaba dividido por una mampara de madera con forma de arco en el centro donde colgaba una cortina plástica con flecos de colores, que nos daban noticias de que pasábamos a un ambiente de tahúr que separaba al salón de billar del resto del mundo.

Era un lugar sencillo y preciso, alumbrado por la penumbra de dos lámparas bajas de salón sobre cada una de las mesas, que no iluminan rostros sino las dos bolas blancas y una roja en su ir y venir sobre el tapete verde, rebotando de las bandas tras ser golpeada en cada jugada.

Como un mar de niebla, sobre la cabeza de los jugadores se movían las nubes del humo incesante de media docena de fumadores, que liaban sus cigarros guindados en la comisuras de sus labios, mientras mantenían el taco al ristre que el jugador de turno apoyaba en el borde la mesa como si fuera un largo bastón de mando y golpeaba la bola para describir la secreta geometría de su jugada que sólo ellos conocían su valor pasando cercana o tumbando una de las cuatro fichas blancas o la única negra, parecidas a diminutos bolos de bowling que estaban colocadas en el centro de la mesa. Al final de cada tiro si había habido carambola, el director de la partida anotaba en una pizarra que consistía en fichas de madera ensartadas en tiras de alambre que movían de un extremo a otro para marcar la puntuación, eran un rollo de fichas blancas, rojas y negras, que acumulaban en un orden según el valor de cada jugada.

Era algo más que un salón de billar era el bunker donde se guarnecían aquellos italianos que al final de cada día, iban a aquel salón a pasear su elegancia y a recuperar un poco de su identidad, alrededor de las tres mesas con los tacos de madera en la mano, con los que golpeaban las tres bolas en juego. buscando dominar el arte del billar con elegancia y estilo, algo que incrementaban sus trajes de sastrería, sus camisas de corte preciso y aquellas corbatas de tejidos elegantes enlazadas a sus cuellos y que jamás él veía en ninguna otra parte de la ciudad

Parado allí en el café, en su oficio de observador, a simple vista, podía ser juzgado como un hombre cualquiera de esos que cruzan las calles con la peregrinación que elaboraban sus pasos todos los días. No había ningún rasgo característico en él, ni siquiera su densa monotonía en el vestir nos llevaría a pensar que se trataba de un ser acosado por esos abismos de naturaleza astrofísica que gravitaban en su mente. Menos aún podría sospecharse que había convertido su vida en una obsesión, de traspasar realidades y saltar de un universo a otro.

Al principio atesoró ideas ingenuas pensó que un hoyo o un hueco podían ser el epicentro energético que sirviera de plataforma para ese viaje, pasó largo tiempo observando lo profundo de las cavidades, hasta darse cuenta de su inutilidad.

Luego pensó en la necesidad de la velocidad, de contar con un vehículo impulsor, fue cuando le dio por contratar taxis a los que hacía atravesar los túneles de la autopista a 120 kilómetros por hora, lo que resultó una tarea infructuosa.

Un día mientras esperaba el tren del Metro, intuyó que en aquel lugar coexistían realidades paralelas. Convencido de que ahí era el sitio donde podía darse la conexión, todos los días, a la misma hora, se dirigía a abordar el subterráneo; recorría sus doce estaciones, esperando que en algún momento se concatenaran las misteriosas leyes que gobiernan ese extraño fenómeno, encargado de fabricar una copia de nosotros y todo lo que nos habitaba en el momento que lo atravesamos. Pensaba que aquello era como un gran pez capaz de engullirlo todo, vagones y pasajeros para luego vomitarlos en otra realidad, sin que nadie nunca se entere o se percate de lo sucedido. Porque la travesía por estos pasajes temporales apenas dura un instante, como un destello de luz, así es como se conectan dos universos.

Luego, tiempo después se enteró que un grupo de científicos habían llegado a su misma conclusión, con pruebas más concretas y los llamaban agujeros gusanos. Y pensó que si ellos habían llegado a descubrir los agujeros gusanos, también estaban enterados de su efecto, de la multiplicación de realidades que  estos producían sin cesar, y comprendió lo nefasto que resultaría dar a conocer esa noticia para el resto de la humanidad. El mundo quedaría sujeto al caos de la irracionalidad porque las personas no sabrían en qué momento estarían viviendo en lo genuino original, en el molde perfecto como le llamó Platón- o si su existencia residía en una vulgar copia imperfecta.

Como todos los que alimentan su mente con extrañas teorías astrofísicas, él creía que la vida tal como la conocemos, no está limitada al universo observable. Creía con certeza de que vivimos atravesando agujeros gusanos, y que al otro lado sale un duplicado de nuestra existencia, algo que puede suceder innumerable número de veces. Estaba convencido de que hay copias nuestras regadas en la vastedad del espacio, porque estos agujeros actúan como una compleja máquina fotocopiadora, cuyas reproducciones ayudan a poblar universos.

Abandonó el café sin la frustración de que el tren abriera sus puertas en ningún lugar de sus intuiciones. Atrás dejó las bolas entrechocando en su inesperado devenir, rebotando de una banda a otra, bajo un murmullo de frases que expresaban el júbilo o la frustración de los jugadores; “ma que fa, stronsso, da fangulo, maledetta, mientras uno de ellos juntando los cinco dedos de cada mano, las levantaba para increpar a otro jugador con el usual ma que diche, mientras ese ápice de la humanidad fumaba y bebía litros de café.

Le gustaba aquel lugar porque era una suerte de pausa levitante en medio del barullo de la ciudad, donde todo parecía sucumbir bajo el sol sofocante de las 2pm. Y porque cada vez que atravesaba el umbral de esa sala de juego tenía la sensación de que todo el mapa de su cuerpo, junto al plasma de su sangre atravesaban una cortina que lo ponía en contacto con otra dimensión, donde una bola roja y dos blancas, al rodar sobre la mesa formaban  carambolas que describían en su movimiento la directriz de un agujero gusano. Caminaba con pausa meditabunda, acompañado por la incertidumbre de no saber si en ese instante seguía siendo el hombre original, una copia o ninguno.

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