Caracas: un cielo azul pintado por guacamayas
Caracas ya no es un nombre, sino un espacio que muta a cada
instante que se nombra, y su nombre antiguo parece estar obligado a perseguir cada día eso nuevo que termina siendo ella, para nunca dejar de
parecerse a lo que convocan esas tres sílabas del ancestral fonema indígena de
los caribes.
Caracas es una metáfora, con nombre de ciudad que puede
significar muchas cosas a la vez, la alegría, la derrota, la victoria, la
esperanza, la tristeza, la exuberancia,
la pesadumbre, la abundancia y la penuria, la parranda y la nostalgia de
soñarnos algo que queremos ser y ya no somos; pero sobretodo Caracas es una
forma de vivirla inventada por nosotros mismos.
La complejidad de Caracas, lo que la hace difícil es que las
ideas que existen sobre la ciudad se yuxtaponen y terminan definiendo su
realidad geográfica, entonces Caracas termina siendo una idea de ciudad
convertida en accidentada metrópolis. Por eso Caracas tiene mucho de esnobista
y novelera, quizás sea esa la razón por que la vive aferrada al cerro el Ávila,
su eterno espíritu vigilante, la animada y sempiterna cordillera que la separa
de ese mar de embrujo que es el Caribe. El Ávila, un puente entre esas dos
realidades a veces complementarias, otras irreconciliables; testigo único de
las desnudeces de sus vestimentas, de las mudanzas de su rostro.
EL martes llegamos a esa Caracas en las tempranas horas de
la mañana, poco después del amanecer, y esa es la hora que debes mirarla bien,
porque es la única cara de bondad que te mostrará a lo largo del día. El negro
Jo y yo íbamos entrevistarnos con el propietario de una planta de televisión
que deseaba una asesoría para hacer una reingeniería del formato de su
noticiero.
Subimos por Bello Monte hasta llegar a la cima de las
colinas, llamamos al Gordo quien vendió la idea de hacer los cambios y nos
presentó como una opción. Era una hora antes de lo acordado. Pueden venirse
ahorita, pero deben esperar en el jardín de atrás, o en la panadería que está
más arriba a que yo los llame, todavía no los puedo hacer pasar, aquí hay una
gente importante reunida y ustedes son periodistas y se trata de mantener la
confidencialidad de quien se reúne con quien, nos dijo. Entendida la seña del Gordo, nos
fuimos a esperar tomándonos un café.
Cuando te bajas frente a la panadería el clima de esa parte
del valle caraqueño te abraza con una brisa calma y fría, enseguida te reciben
los graznidos de las inmensas guacamayas que brotan de todos lados, asomándose
desde los árboles en medio de su abundante vegetación, resaltando en medio del
tupido verde su largo plumaje de azul destellante de metro y medio de largo y
su penacho amarillo.
Verlas revolotear entre la inmensidad serena de la calle le
pone un acento bucólico a esa hora del día, pero entrar a la pastelería y
verlas caminar sobre la barra al lado de la máquina de hacer el café
“expresso”, y aletear sus alas para hacer su viaje corto entre una mesa y
otra, una y otra vez, buscando un pedazo
de pan, parece una función ensayada de una perfeccionada domesticación.
No son de nadie, comenta uno que se da cuenta de nuestra
mirada de asombro, vienen cada día y se van, sólo aquí puedes estar tan cerca
de ellas, afuera en la calle ni se te acercan.
Para entrar a la panadería se sube una escalera de 12
peldaños, como quien va a un primer piso. Tiene una puerta de vidrio grande de
dos hojas, una de ellas permanece abierta cuando alguna guacamaya lograba
colarse en su interior. Afuera, al lado de la puerta, en un largo pasillo que
se extiende hasta el fondo paralelo al
local, bordeado por una baranda, donde había una hilera de no menos de 10 o 15
guacamayas posadas allí con su incesante cotorreo, a las que se van
sumando las que los meseros van sacando del local, y ellas van y se posan a
esperar las migajas que les dan los comensales.
En algún momento, ante un sonido estrepitoso, todas se echan
a volar en bandada, pintando de más azul el cielo caraqueño. Regando con
matices índigo el lejano Ávila que despunta con sus picos desde el otro lado de
la ciudad.
Eso lo hacen a cada rato, comenta un señor mientras toma un
tímido sorbo de café, ahorita vuelven otra vez, y a veces vienen con más, dice,
y nos explica que la tradición de las guacamayas azules se ha extendido por
todo Bello Monte, donde muchos vecinos las alimentan en sus balcones o
ventanales de sus apartamentos.
Creo que hay más de 600 en esta urbanización. Muchas familias
han adoptado a su guacamaya, incluso a grupos de ellas, son las mascotas y el
símbolo de aquí, señala, y explica que esta práctica se ha extendido a otras
urbanizaciones vecinas del Este de Caracas, hasta Baruta sabemos existen
personas, comunidades enteras comprometidas en alimentarlas y atenderlas.
Una tradición que comenzó hace unos 40 años con un vecino de
aquí que comenzó alimentando una y mire usted por donde ya vamos, dice uno de
los asiduos a la panadería quien resaltó que todos los días viene a tomar su
café para ver y disfrutar de las guacamayas.
El Gordo nos llama para que nos acerquemos al lugar de la
reunión. Salimos de del café y su algarabía de guacamayas.
A esa hora el cielo es como un mar inverso. Las nubes se
devoran unas a otras como inquietos tiburones hasta desaparecer del esmaltado añil caraqueño que en ese
instante en más azul gracias al incesante vuelo de las guacamayas que cada día
cruzan el cielo para que nunca pierda su color.