domingo, 20 de septiembre de 2020


La otra cara de Virginia Woolf

 


La escritora Virginia Woolf contestataria, feminista, anti-victoriana, promotora de las luchas libertarias, reivindicadora de los derechos de igualdad y sexualistas, en los años finales de su vida termina confesando que si bien esas luchas continúan vigentes, su voluntad de vivir está en su apego a las formas encumbradas de la sociedad inglesa. Como la serpiente, termina mordiéndose la cola. Hay un momento en la vida en la madurez literaria que los escritores dan por concluido el acto de ilusionismo que han hecho con las palabras, y están dispuestos a revelarnos su verdadera esencia. 

El escritor Herman Hesse, la voz de la joven generación de la post-guerra de 1919, retirado de la vida pública adoptó la vida del solitario filósofo, un huraño distante de todo. Siempre se quejaba de que era agobiado por cartas de sus lectores que demandaban de él una guía espiritual, porque creían haber encontrado en sus libros como Sidharta, Demian y el Lobo Estepario, claves de la trascendencia existencial, a través de una mirada interior que invitan sus lecturas a verse así mismo. En una carta que responde a una monja que le solicitó respuestas espirituales le escribió que no era su papel como escritor responderle ninguna pregunta, ni poseían certeza alguna al respecto, tampoco hacerse responsable de las inquietudes despertadas por la lectura de sus libros, reafirmando en la misiva su derecho a la privacidad y a no ser molestado, argumentando que sólo quería dedicarse a cuidar su jardín y de su vida personal. En una carta a Thomas Mann se queja de que vayan a visitarlo, citó “tres veces han provocado en mí, a este viejo ermitaño, verdaderos ataques de ira”. 

Virginia Woolf va por la vía contraria en 1936, a los 54 años gozando de prestigio como escritora, participa en encuentros con intelectuales, pero todos los describe como aburridos y monótonos. Su mirada está posada en el deslumbrante mundo aristocrático, en la fastuosidad, formalidad y elegancia que seducen su alma, es el ambiente que disfruta y encuentra placer, “Si me preguntan a quién prefiero conocer, a Einstein o al príncipe de Gales, diré que al príncipe, sin dudarlo un instante”. 

Woolf coincide con la psicología al definir al snob, como persona con una imperante necesidad de reconocimiento, de llamar la atención con sus alardes, un ser que requiere despertar el deseo de admiración en los otros, conducido por su imperiosa necesidad de destacarse. 

 “La esencia del snobismo estriba en el deseo de impresionar a la gente. El snob es un ser aturdido y de escasa capacidad mental, tan poco contento de sí mismo que, a fin de consolidar su personalidad, no hace más que pasar un título o un honor por la cara del prójimo a fin de que el prójimo le crea y ayude al snob a creer lo que realmente no cree –a saber, que el snob o la snob es, de una manera u otra, persona importante”. 

En un sentido de vida revelador Virginia Woolf, acoge éstas premisas como suyas, ha navegado por esos mismo sentimientos, y coloca como ejemplo su reacción tras haber recibido una carta que llevaba impreso un sello nobiliario, sobre la que dijo, la coloqué a la vista de todos, por encima de las otras cartas que tenía en el escritorio, no me importó si luego llegaron nuevas cartas, porque siempre colocaba encima de todas, la carta estampada con el sello nobiliario. “Sé perfectamente que ninguno de mis amigos jamás quedará impresionado, y jamás quedará impresionado, por cualquier cosa que yo haga con la finalidad de impresionarle. Sin embargo, así me comporto –aquí está la carta- encima de todas las demás. 

Para Woolf, haber adquirido una personalidad snobista fue similar a haberse contagiado de una enfermedad, y ella tenía el perfil susceptible para ser rápidamente contagiada, haber crecido en el seno de una familia intelectual, criada en un ambiente aristocrático, en el que siempre estaban orbitando personalidades representantes de la moda del momento,  de lo que hablaba en sociedad. 

Woolf describe la escena de un almuerzo con Lady Bath en el que dice haber estado presa del éxtasis, por estar frente a aquella mujer sentada al otro extremo de la mesa, en una silla que tenía estampado, el escudo heráldico familiar. El uso y el modo aristocrático dice Virginia la subyugaron,  y el desdén con los que se permitía cualquier gesto, la llevaban a afirmar que los aristócratas eran más libres, naturales y excéntricos que todos los demás. Ninguna luminaria intelectual podría impresionarla más que reunirse con un personaje de la realeza. 

Virginia Woolf, nació en el último tercio del período victoriano, el reinado del esplendor social inglés en el que predominó una visión romántica e ideal de la vida, que sin duda buscaba mejorar la condición humana, a través de una cultura inspirada en la nobleza y que marcaría una influencia en todos los órdenes de la sociedad británica, que vendría a ser el modelo rector de la vida cotidiana. 

El uso aplicado de la etiqueta, las reglas de sociedad, el uso ritual de la vestimenta, según la ocasión, la arquitectura de las casas, el orden del día, la consagrada hora del té y el complejo mundo de las relaciones sociales, por clase, economía, oficio y relevancia. En sus escritos sobre estampas de su vida, Virginia Woolf devela que llevó consigo una suerte de espejuelos victorianos que le permitirán en momentos asomarse a la vida a través de los lentes del cuento de hadas, o del ensueño. Los títulos nobiliarios, las cartas y sobres con sellos lacrados por escudos familiares pertenecientes a notables familias antiguas serán parte de los símbolos a los que Virginia rendirá un culto personal íntimo. Ese carrusel de imágenes, visiones, objetos, personajes, clores, sonidos, olores y texturas encajan dentro de Virginia hasta adquirir un carácter simbólico y un significado, y como recurrentes arquetipos. 

 Como genuina representante del post-impresionismo, la observadora expectante que fue Woolf, una vez capturada la realidad, la vertía de manera mejorada según los dictámenes de sus emociones, revistiéndola de nuevo colorido. Algo que se hará evidente en sus narraciones al dotar a los personajes de sus novelas inspirados en alguna medida en gente que conocía, con rasgos, atributos y talentos que no estaban presentes en el original, aunque no necesariamente eran mejorados, sino recobrados en un valor de su estética, respondiendo a lo que pudiéramos llamar su filosofía de vida. Algo similar ocurre con los lugares, eventos e incluso los paisajes, algo cambia en ellos al salir de la pluma de Virginia, ninguno será presentado en su dimensión real, sino

Pocos años antes de su muerte, Virginia Woolf se suicida en 1941, en el punto crucial de su fama, escribe en su libro Apuntes que atrás han quedado los años de irreverencia y crítica intelectual marcados por el grupo de Bloomsbury. Pero ellos no sólo fijaban posiciones críticas, llevaban sus convicciones a un nivel expresivo del arte en la existencia, a través de la inspiración que ejerció sobre ese grupo ejerció el post-expresionismo, y su postulado básico, la percepción emocional de la vida a con todo su color.

“El movimiento postimpresionista había proyectado no su sombra, sino su puñado de variopintas luces sobre nosotros (…) nos vestíamos como cuadros de Gauguin…”, reseña Virginia Woolf. Si bien el grupo de Bloomsbury profesaba una oposición a los postulados victorianos, aún vigentes a principios del S. XX, cuando Virginia escribe más de veinte años después encontramos una proclama no exenta de nostalgia en la que afirma, el viejo Bloomsbury aún vive, pero no deja de declarar su devoción por ser una snob. 

No oculta su fascinación por la magia, la ilusión del cuento de hadas que le inspiran el mundo aristocrático, y todo lo relativo a la realeza. Para ese momento Virginia ha empezado a envejecer, aunque es una escritora de fama, eso no parece una factura suficiente para una sociedad como la inglesa, no es rica, y aunque de origen aristocrático a esas alturas de su vida, esos lazos familiares se han fracturado,  por lo que no se le hizo fácil el camino por el intrincado tejido de la alta sociedad que al principio no se caracterizó por ser el mundo amable con ella. 

Se afama de sus amistades, y del círculo social en que se mueve su esposo Leonard Woolf, y de su estatura intelectual, “…llevan todos vidas muy activas, todos tratan constantemente a los grandes personajes, todos influyen sin cesar, de una manera u otra, en el curso de la historia”. Es el año de 1936, para ese momento Virginia Woolf , es miembro activo de un nuevo grupo de artistas e intelectuales y gente de la política y del mundo científico británico que se acogen bajo la membresía de Memoir Club, para tratar los recuerdos. Ante lo que Virginia se pregunta por una solicitud que le formulara Molly MacCarthy, una de las fundadoras del grupo de escribir un texto sobre recuerdos de algún acontecimiento, “….¿de qué deben tratar los recuerdos, si es que el Memoir Club ha de seguir reuniéndose y si la mitad de sus miembros son gente, como yo, a las que no les ocurre nada?” Virginia opta por hablar de ella y definir que es una snob. Al tratar de cubrir los rasgos sobre la psicología del snob, Virginia se coloca en el puesto del analista, un snob es una persona cuyo verdadero atributo es adoptar la pose que le exige el momento, en concordancia con lo que se esté dando en el escenario social, no perder el hilo del momento. 

Haber cenado con escritores de alta talla intelectual como H. G. Wells y Bernard Shaw, para Woolf es un asunto irrelevante y aburrido. “…he llegado a la conclusión de que no soy solo una snob de escudos heráldicos, sino también una snob de salones esplendorosos, una snob de fiestas sociales. Cualquier grupo de personas, si van bien vestidas y son socialmente brillantes y desconocidas, me producen estos efectos; lanza al aire chorros de polvillo de oro y diamantes que, creo, oscurecen la sólida verdad”. 

La literatura de Virginia Woolf es una prolífica y titánica obra de arte, escrita con profundidad, elocuencia, nada escapa a lo preciado de su verbo, que alcanza una escala literaria inédita, y que marcará un nuevo horizonte literario, donde el matiz de sus descripciones alcanzan el matiz de un mundo propio. 

Su literatura es arte, pero subyace una estructura argumental que puede ser leída como un extenso manifiesto a la libertad femenina. En un momento la autora incomodada por el concepto de ser inferior que la época le otorgaba a la mujer se pregunta ¿Dónde están las mujeres en la historia? Porque la veo plena de hombres y ausente de mujeres, interrogante que ella misma contestará, “Las mujeres han sido durante años el espejo mágico de los hombres en el que éstos podían reflejarse al doble de su tamaño real”. Pero es la misma escritora valiente, insurrecta, inconforme e irreverente la que escribirá hacia el final de su vida, “…mi vanidad, en cuanto escritora, es puro snobismo. Muestro (…) grandes extensiones de mi piel, pero poca carne, poca sangre”, es decir a la Virginia esencial no la encontraremos en sus libros, habría que buscarla en el mundo que hizo de ella detrás de las palabras, que actuaron como verdaderas trincheras tras de las cuales atacó todo aquello que después terminó abrazando, donde se ocultó la otra cara de Virginia Woolf y su verdadero anhelo, ser una mujer de la alta sociedad.

domingo, 19 de julio de 2020



Cosas de ángeles


Ud. Los ve, aparecen de pronto, siempre en medio de una calle, donde nunca habían estado antes, en lugares donde nadie los conoce, ni los habían visto jamás, nadie llega a saber cómo ni por qué motivo llegan, ni quien los trae. Un buen día ud. se asoma a la puerta, y ve a uno ahí, parado en medio de la nada, con la mirada pérdida, como si hubiera caído del cielo. Eso pasa con todos, y yo creo, que sí, que caen del cielo, dijo apuntando su pipa hacia un vagabundo desmemoriado que daba vueltas con pasos torpes, alrededor de un árbol de la plaza repitiendo en voz alta un monólogo con palabras de otro mundo.
Ud. Jamás se ha preguntado por qué nunca los ve aparecer de niños, ni de adolescentes, y muy pocos en edad madura, siempre son viejos o muy viejos, y en caso extremo requeteviejos.
Pensemos con lógica y preguntémonos qué hacen los ángeles cuando quedan desempleados, qué pasa con los que pierden su trabajo por alguna negligencia, por un lapsus interruptus en su perfección. Y los jubilados, a dónde van a parar los que llegan al final de su vida laboral, ¿Qué destino tienen los ángeles viejos? Los que ya no pueden volar, ¿tendrán derecho a una pensión de retiro?
Pues no. Nada de eso, una vez usados y mermadas sus capacidades angelicales los mandan para acá abajo, pero no los mandan en sus cabales. ¿O es que ud. no se ha preguntado de dónde salen los locos?  Vienen de allá arriba, son los ángeles desechados del cielo que les han borrado la memoria y les han sembrado un poquito de fantasía por dentro, para que caminen de arriba abajo sin cesar, y desgasten con sus pasos un poco del tiempo de su ya olvidada eternidad.

miércoles, 8 de julio de 2020



Anatomía de la melancolía


La melancolía siempre se ha visto como un mal de amor, y quien sufre la melancolía una víctima del desamor, aunque ésta pudiera también derivar de un estado de estrés, de angustia existencial, o alguna perturbación psíquica de causa indeterminada cuyos padecimientos pueden llevarlos al desánimo, y someter su cuerpo a la privación o al consumo en exceso de alimentos, sufrimientos éstos, que a diferencia del amor, no se les hace poesía, ni se les canta, ni se escriben noveles, obras teatro, ni se llevan al cine.
El amor es propietario de todos estos cánones de la invención estética, quizá porque está libre, despojado de un marco fisiológico y sustentado en lo ideal. No existe un poema a las flatulencias derivadas de un comer en demasía, buscando compensar una perdida afectiva, ni se le escribe una canción a la halitosis descarnada producto de una privación de alimentos por sufrir una pena amorosa, tampoco se le hacen versos a los dolores de cabeza; ni la tensión arterial es un objetivo poético, porque como el estreñimiento y los padecimientos estomacales, escapan del ideal que promueve el imaginario romántico. Por eso al amor se le da una connotación como angelical porque se priva a los amantes de sus necesidades fisiológicas, y se idealizan como los ángeles que no defecan, ni orinan, ni sudan.
La melancolía en la antigüedad era considerada una enfermedad propiciada por un demonio “Daimon”. En la Grecia presocrática, una persona triste, abatida por una depresión, era un alma habitante de la oscuridad que transitaba el lado oscuro de la vida, secuestrada sentimentalmente por el lado oculto de la Luna que los griegos llamaron Selene, de ahí que por siglos se haya asociado la Luna con la locura, el lunático, ya que creían que ella era la responsable del rapto de la conciencia, de instalarle la locura como castigo por haber pecado, ofendido o haber cometido sacrilegio, cuyas visiones alucinantes y espectrales correspondían a las entidades que vagaban en el cosmos lunar, secuestradas en su lado oscuro.

Para los griegos quienes distinguían entre la locura corporal, derivada del alma y la locura divina, el melancólico era un ser afectado por los excesos. La describían como una persona de carácter intransigente, de naturaleza impulsiva, y propensa a los excesos sexuales, determinado por la ansiedad, el mal humor, los impulsos suicidas, el resentimiento y los celos. El mal corporal lo explicaban bajo la influencia de un “Daimon”, una suerte de entidad espiritual entre lo humano y lo divino, demonio, entidad perturbadora que se instalaba en el interior del sujeto afectado para hacerlo presa de sus malas influencias.

El amor como lo conocemos en la actualidad, de arrebato y ensimismamiento, estado de enajenación amorosa era en la Grecia clásica, objeto de una enfermedad, la persona no estaba en su sano juicio, requería de una cura. El suicidio por amor, por parte del amante fracasado, quien se quita la vida para demostrar que su melancolía es  tan profunda que necesita de la muerte y su eternidad para sufrirla, una tradición que al parecer nació con los estoicos, quienes recomendaban el suicidio ante los males irreversibles y demoledores de la existencia.

Robert Burton en el año 1621 publica el libro más controversial y célebre de esa época, renacentista en que la humanidad avizoraba el mundo moderno, del yo, y daba a espalda al oscurantismo de la vida escolástica-medieval, que la historia llamará Renacimiento. El libro de Burton que llevará por título “Anatomía de la melancolía”, describe este mal como el peor de todos los males posibles que pueda llegar a padecer el hombre. “Es un océano de sufrimientos y la cúspide de todas las desdichas humanas. Ningún dolor físico, ningún tormento, ningún hierro candente puede alcanzar sus efectos. Ninguno de los martirios jamás idealizados por un tirano logra igualar los padecimientos y torturas que causa, la melancolía”.

Sacerdote de la Iglesia y director de la biblioteca de Oxford, Robert Burton, en su texto apela al Deimon, demonio, de la antigüedad griega como el “malus genius” origen de su mal, sobre el que admite padecer sufrimiento, y sobrellevar,  “Yo estaba no poco molesto con esta enfermedad a la que llamaré mi Señora Melancolía, mi Egregia o mi Genio Maligno, malus genius”. El libro de Burton es un decimonónico tratado enciclopédico sobre la melancolía, donde éste no se reservó nada, trajinó libros y bibliotecas, apuntes e investigaciones, hizo un compendio con todo lo que pudo reunir para desentrañar la naturaleza melancólica del hombre, en torno a lo cual reunió un vasto conocimiento de las más diversas disciplinas: psíquicas, médicas, psiquiátricas y farmacológicas. Como también hizo una exhaustiva revisión de textos filosóficos, de botánica, historia y  geografía.
Se podría afirmar que la Anatomía de la Melancolía, es la base arqueológica de los síndromes de muchas afecciones psicológicas que se conocen en la actualidad que guardan entre sí una base común con el postulado de Burton, la vinculación psiquis-cuerpo como origen de muchas de estas enfermedades.

Para Burton la melancolía es una afección que encajaba en lo que se conoció la doctrina de los cuatro temperamentos, que hasta finales del siglo XVIII, que mantuvo su vigencia como preliminar manual de psicología y fue el primero en su categoría.
A partir de estos postulados se adoptó la creencia que los estados de ánimo eran una consecuencia de la relación entre la psiquis y la biología de nuestros cuerpos, relacionaba los estados mentales del individuo con los llamados humores, o líquidos corporales, que según su consistencia y característica determinaban y daban prueba de la condición anímica de cada quien.
Los cuatro humores que prefiguraban las afecciones eran la bilis negra que definía al melancólico, ser lánguido y triste; el humor mucoso, que se relacionaba con una persona flemática, propensa a arrebatos y pasiones inmediatas; una persona con abundante sangrado, era el sanguíneo, proclive al nerviosismo, a alterarse por cualquier evento fácilmente y por último la bilis amarilla, propia de un ser lleno de cólera.
Un aspecto curioso del compendio de Burton es que los pobres están exentos de esta categoría de males descritos en los cuatro temperamentos, ellos padecían de la extraña “melancolía de la risa”, caracterizada por explosiones de hilaridad, y se reían de todo, incluso de las desgracias más severas. ¿Será que los pobres analizados por Burton tenían un corazón cínico con cero capacidad de empatía? También pudiese analizarse como un uso recurrente a una herramienta de  distensión, activada como mecanismo de defensa, cuando la persona se enfrenta a algo traumático y angustiante. Más aún si conocemos las condiciones de vida de los pobres de la Inglaterra de la época, sus pocas perspectivas de vida y su nula capacidad de bienestar, la risa sería el recurso de más fácil alcance como respuesta a la ansiedad y la tensión provocada por las privaciones a las que estaban sometidos a lo largo de sus vidas.

¿Además del desamor, cuáles otras eran la causa de la melancolía? Burton apunta una larga lista: un destino prefigurado por los dioses, una condición de la edad, la influencia de las estrellas, una constitución psíquica heredada, el estreñimiento, una menstruación irregular, falta de sueño, un diente roto, una alimentación insuficiente, la falta de sexo, trabajo en exceso, la vagancia. El suicidio figura entre las tendencias de los melancólicos.
Todo lo apuntado por Burton de la teoría de los humores, resulta muy familiar  en sus síntomas a lo que provoca el mal de la sociedad moderna, el estrés, como precursor de estados de ánimo anómalos que puede activar la patología, como una fantasía excesiva, obsesiva, que monopoliza toda la atención del sujeto, el miedo, la incertidumbres, el fracaso económico, el resentimiento, el juego y el estudio sin descanso.

Hasta el final de sus días Burton aseguró que la sociedad está enferma, “todos somos melancólicos, y el mundo está loco”.

  

jueves, 25 de junio de 2020


El sensible arte de corregir


Saramago (Premio Nobel 1998), recomendaba corregir un texto tantas veces lo leyeramos, de principio a fin, no menos de quince veces. Es esa pulitura la que la que hara brillar su arte. Publicar un texto sin corrección es quizás un error innoble que no merece ningún escritor, y una injusta casualidad que termina por condenar a la opacidad al mismo texto tal vez merecedor de un mejor destino.

Hace poco tuve una experiencia con el cuento : "Un día cualquiera", por un error de selección de archivo, fue publicado en su original (borrador) sin corregir.
La imposibilidad de acceder a mi blog por varios días, y luego una vez pude hacerlo y comenzar a editar, vino un segundo problema, el texto no guardaba todos los cambios, solo los de las primeras líneas o párrafo.

Después de varios intentos fallidos y no lograrlo pensé en la existencia de un perverso duende de taller -con el que se lava las manos de sus errores de publicación la invención periodística-, se había colado en mi cuento para variar el orden de mis ideas, hacerlo repetitivo, lineal y sin vuelo en algunos pasajes, cada vez que yo apagaba la luz, y convertirlo en su sala juegos donde le daba otra dimensión a mis palabras. Pero aquí el duende era un temporal desajuste tecnológico del que no entiendo nada.

Creo que los 281 lectores que ha registrado el blog visitaron y leyeron ese cuento en particular, merecían ser notificados de la buena "pro" de su corrección, y el cuento sin duda se sentirá contento también de no mostrar las partes impudorosas con las que nació, ya se encuentra correctamente vestido con el lenguaje adecuado y propio de su invención.

domingo, 21 de junio de 2020


   Un día cualquiera




Era la mañana de un día cualquiera en la Babel de Hierro, al principio de una primavera accidentada por una lluvia que con su cielo teñido de gris había dejado colgando el amanecer. Una escalada de truenos seguida de una maraña de relámpagos que se rompían en el horizonte, como nudos rotos se dibujó por encima de la cabeza de José cuando cruzaba la puerta del edificio, y tuvo una corazonada como de dioses muertos, que descendían arropados por esa cortina de agua que cubría a la ciudad de Nueva York.
José se dio cuenta que traía pegado el perfume de las flores de Acacia que habían caído de los árboles por el peso de la lluvia, que alfombraban la calle de un anaranjado encendido y que impregnaban el aire con un aroma dulzón, como el que arrastra la brisa las tardes de los domingos en el cementerio. Entró contrariado de que su ropa estuviera impregnada con ese olor a muerto, con ese olor de mal presentimiento.
El portero le entregó las llaves con su mudo gesto de indiferencia. El reloj del lobby marcaba las 8:00am, la misma hora de todos los días de esa semana que iba a ese edificio a trabajar de handyman, albañil, pintor, plomero y vivir la fantasía de ser el mejor amigo de Manny Martínez, el pelotero estrella, el primera base de los Yankees de N.Y, quien lo había contratado para que hiciera unos arreglos en su departamento, quería aprovechar que estaría fuera de la ciudad por unos días, para no tener que lidiar con el polvo, el olor a pintura y el trajinar de las cosas,  José trabajaba a las millas como el mismo decía.
Era la cuarta semana del mes de marzo, y el manto gris seguía embargando el horizonte condenando a la ciudad a vivir una jornada de fría humedad donde se apagaban todos los colores.
El frío que salía del aire acondicionado lo sacó de su ensimismamiento y lo trajo de vuelta al banco de madera donde estaba sentado, con sus manos enganchadas, inmovilizado como estaba, sentía, que había quedado a unos cuantos pasos fuera de la realidad. Estaba preso y solo, que es como estar preso en un para siempre, porque la soledad es un olvido que lo va engranando todo, pieza por pieza hasta que no te queda ninguna a la mano.
¿Cuál había sido el error? Haber aceptado ese trabajo, aunque lo hizo bajo protesta y con reserva, hubo un nerviosismo que jamás se ausentó de su estómago. Como cuando presientes que todo lo malo va a suceder junto de una vez. Pero no sabes por qué. Le había dicho que si a Manny, llevado por la emoción la llamada telefónica, el reencuentro, y además se trataba de su pana Manny que era de los suyos, de su gente del barrio, la parte baja del Bronx. Ambos habían crecido juntos, los unía esa cadena de complicidades que suele darse en la infancia. Adolescentes, eran ya dos espigados jóvenes latinos, que sabían qué soñar y a qué aspirar, eran parte del lote y en un lote siempre hay un ganador, y un montón que se va quedando atrás.
Manny lo hizo, la pegó en la china como dicen, desde pequeño el deporte fue lo suyo, nació con eso y nunca perdió el objetivo, asumió el béisbol como una religión, entrenaba mañana, tarde, noche, a la hora que lo convocaran. Cumplía sus horarios preparatorios en cualquier estación del año, nada lo detuvo, si era invierno, otoño o verano, nunca se dejó seducir por las promesas aventureras que llegaban con cada primavera. Así, transformó su cuerpo en una máquina perfecta, y su mente en una memoria donde almacenó las jugadas magistrales de los grandes jugadores, luego aprendió a imitarlas imprimiéndoles su propio estilo, y en el campo de juego se hizo el milagro, fue fichado para las mayores, y vino el éxito, y es que en New York esa es la clave, el éxito lo es todo, es una ciudad donde no hay lugar para nostalgias.
Mientras Manny bateaba vuela cercas, él se quedó fondeando en el puerto de las esperanzas, siempre anduvo a la búsqueda de un milagro, como quien espera encontrarse la puerta del Edén al voltear la esquina. La calle le fue haciendo un lugar, poco a poco se fue metiendo con los grupos musicales, y como metía mano a la tumbadora y le gustaba la rumba, se hizo el As de las fiestas, no faltaba a las celebraciones boricuas, cantando y tocando la bomba y la plena. José siempre anduvo metiendo mano en las parrandas culturales, y soñaba despierto con irse a vivir algún día a la Isla del Encanto, donde todos los días sale el sol detrás de ese abrazo cálido de la naturaleza que es el mar Caribe, donde todos van a pescar un pedazo de felicidad .
Manny vivía por los alrededores de Central Park, cerca de la séptima avenida. Su única advertencia antes de irse fue que no incomodara a los vecinos. Debía imaginarse que eran de un universo paralelo donde cada uno era dueño de su propio planeta, donde todos giraban en perfecto equilibrio, pertenecientes a una galaxia que solamente era visible a los ojos del gran dinero.
“Aquí te haces el  invisible, mejor que ni vean tu sombra”, le dijo, soltando una carcajada,  y luego agregó,“  y algo importante broder, usa siempre el ascensor de servicio, ya tu sabes cómo es, no vaya a ser que se te ponga la piña agria.
Ese recuerdo corría incesante en su mente, haciendo círculos en su pensamiento, mientras su cuerpo estaba entumecido por sus manos ancladas al  banco de listones verde oscuro, al que estaban sujetas las esposas con sus anillos de metal.
Sentado ahí, sentía que estaba suspendido en el tiempo, sentía que flotaba al otro lado de las cosas desde donde podía verlo todo, pero nadie podía verlo a él, era como un fantasma, y se decía así mismo que este mundo era tan hostil que incluso ser un fantasma sería una desgracia.
Cada minuto le incomodaba más su cuerpo aprisionado, ya el frío atacaba sus huesos que era sacudido por las desesperantes ganas de orinar. Sabía que había roto las reglas, esa vez que usó el ascensor de servicio, y se sintió como juan bobo, luego decidió a usar el de los propietarios, porque eso lo hacía sentir algo más que un simple albañil. Hasta que la descubrió a ella a las 8:30am, siempre la esperaba rato frente al ascensor, hasta que apareciese, era su secreto rito de todas las mañanas, hasta que la veía emerger del fondo del pasillo, era la fragilidad del enamoramiento en cuerpo y alma, hecho mujer con un rostro que lo hipnotizaba cada mañana. Elegante e inaccesible, 24 quilates de pura sofisticación, que transpiraba lujuria y algo salvaje que invitaba a explorar lo que estaba guardado dentro de ella.
José trataba de verla todos los días,  aunque fuera de lejos, cuando no la veía, se quedaba imaginándola, fantaseando con el recuerdo de su presencia, era un sueño que armaba todos los días y rompía cada noche.
Pero cada vez que la veía, él quería quedarse hasta con la última partícula de su fragancia, obsesionado con la tentación incesante de descubrir lo que había bajo los pliegues de su vestido. A esas alturas ella se había convertido en su fetiche, uno que esa mañana había decidido tatuar los signos de la fatalidad en su destino.
 Le era insoportable la presión de las esposas, levantó la vista en busca de alguien que pudiera ayudarlo, en ese preciso instante la vio parada al pie de la escalera, apareció de pronto, como salida de la pared, o  caída del techo, porque no la vio venir. Llevaba puesto un vestido negro que resaltaba su tez blanca y su figura delgada, caminaba con una elegancia severa, estaba acompañada por dos policías que se mostraban diligentes y atentos a su paso.
Al verla hizo intento levantarse y enderezar su postura, pero el choque de la mano de un policía contra su pecho lo paró en seco, “espere, no lo haga- le dijo-  quédese sentado y mantenga la calma.” Después entendió que hizo un gesto desesperado, como si hubiera sido empujado por un resorte.
La vio subir los peldaños, al llegar al descanso ella miró de soslayo hacía donde él estaba, le clavó mirada cargada de resentimiento, comentó algo a los agentes que enseguida miraron en su dirección, sintió que todos esos ojos lo juzgaban, “si, es el sádico ese”, parecía leer en sus miradas, que a la vez anunciaban una venganza impostergable como si se tratara del coro de las bacantes.
Otros dos agentes llegaron junto a él para quitarle las esposas, lo levantaron en vilo y lo pegaron a la pared como una estampilla, lo requisaron una vez más, para llevarlo al cuarto de interrogatorios. Al entrar José entendió que la cosa había llegado a mayores cuando entró y vio un vidrio oscuro en una de las paredes, supo que al otro lado estaba el dedo acusador y que sería sometido a una rutina de reconocimiento.
Lo dejaron solo unos minutos, pero se reventaba de las ganas de orinar, miró a su alrededor, y caminó hacia un rincón donde había una papelera donde pensó aliviarse, no había dado dos pasos, cuando una voz le habló por un parlante, por favor regrese a su lugar y manténgase sentado. Un temblor recorrió su espalda, no podía aguantar más, sintió que se orinaría encima. Oyó voces, y se abrió la puerta, entró un joven detective, que traía en una carpeta el expediente de su caso, le dijo que quedaría detenido por acoso sexual. En ese momento no supo que lo desesperaba más, si las ganas de orinar, o tratar de ponerle fin a esa pesadilla que amenazaba con encerrar su vida, por tiempo indefinido, como si todos a su alrededor, estuvieran armando el rompecabezas de su muerte y cada uno llevara oculta en su bolsillo una ficha para armar la figura de la escena final.
-Permítame ir al baño, por favor, le pido sólo un momento, sino creo que voy a terminar orinándome los pantalones -le rogó al detective-. Éste asintió y le hizo un gesto al policía que vigilaba la puerta de que le acompañara. Entró al baño con la sensación de haber alcanzado un alivio celestial, se vació con tal placer que en su imaginación vio ángeles y hasta el mismísimo rostro de maría santísima.

De regreso camino tan despacio como se lo permitía el agente que lo escoltaba, quería calmar el aturdimiento mental, pero no podía, imaginaba cosas terribles, no sería el primer inocente que es detenido por un error y condenado a la silla eléctrica, o condenado a prisión por años. Pensaba en las consecuencias nefastas, en una secuencia de equivocaciones, la historia, la vida; de casualidades funestas, estaban llenos esos casos de secuestro de la inocencia, que liquidaban una vida para siempre. Pensaba que la máquina del tiempo se había desajustado y había terminado poniendo su vida patas arriba, pero en el fondo de sus pensamientos, había como un destello de esperanza, de que en algún momento algo intervendría para arreglar todo y él quedar en libertad.

A esa idea estaba aferrándose desde hacía dos horas cuando lo esposaran para llevarlo a la Comisaría. Se sabía inocente, porque el único crimen que había cometido hasta ese momento, era ser el asesino de sus propias historias de fantasía, y por eso no condenaban a nadie, la palabra condena latigueó en todo su cuerpo, y su corazón latía agitado como el de una bestia que huye por la selva.
Durante el trayecto en el coche policial repasó cada día, cada hora, cada recorrido dentro del edificio, a ver si encontraba una falta y no encontró ninguna, elaboró su propia reconstrucción de los hechos, no encontró nada fuera de lugar.
Se conocía el camino de memoria, justo en la esquina del precinto, estaba el supermercado El Yunque donde tuvo uno de sus primeros trabajos, tenía fotografiada en su mente cada centímetro de esas calles, cada acceso hasta llegar allá. Pero  ahora lo veía todo de manera distinta, como si lo estuviera viendo con otros ojos. Porque ver la ciudad esposado desde una patrulla, era como verla a través de un calidoscopio salpicado de blanco y negro, con el temor de la incertidumbre, partida en muchos trozos, porque la veía con la mínima cuota de apacibilidad con que podemos ver el paisaje montados en una montaña rusa, donde todo está amarrado a la sensación del vértigo, visto a través del cristal del miedo.

Sabía que decir soy inocente, el yo no hice nada sería hablar con el vacío. No tendría respuesta. Estaba apegado a la idea de que se trataba de un error y que al llegar a la Comisaría, todo se aclararía.
Pero a esa hora su destino le era indescifrable, José ignoraba que su vida tomaría un desvío en el camino, que sería raptada por el perverso duende de la mala suerte.
Tras repasar sus actos y no encontrar nada por lo que sentirse culpable, José comenzó a divagar en las supersticiones, comenzó por echarle la culpa al edificio, al número del autobús que tomó esa mañana, al no haber cruzado la calle en el lugar preciso, a la chaqueta que se puso, o al pisar las flores de Acacia y dejarse impregnar con su perfume de mala suerte, que su abuela decía eran flores de mal agüero.
Aún no se sobreponía de la sorpresa de descubrir que en la Comisaría existía una denuncia en su contra. ¿Podía alguien haber descubierto las fantasías de su mente?  ¿Sabrían de sus eróticas ensoñaciones? Por eso cuando la vio subir las escaleras, meciendo su reluciente bolso de marca, quiso que ella sintiera de alguna manera lastima por él, como si su sola mirada bastara para despertar algo conmovedor en aquella mujer tan inescrutable.
Pero también se reprochó haber pasado muchas cosas por alto, y no haber tomado como una advertencia la cara de pesadumbre que ella adoptaba en cada uno de sus encuentros, cada vez que lo veía, o no haber evaluado el rechazo de la primera vez que lo ignoró junto a su good morning, esa frase que actúa como una especie de puente colgante de las relaciones sociales, y que ella siguió ignorando cada día,  lo esquivaba con el mismo asco, de quien tiene que compartir su café con algún apestoso indigente.
Ella siempre esgrimió una actitud de alerta, como alguien a quien le han robado la calma, esa era la razón por la que siempre sacaba de su bolso una cápsula negra que apretaba en su mano, como si de eso dependiera su vida. Fue el tercer día que la vio, que José cayó en cuenta de que esa cápsula era un aerosol de gas pimienta, que solían llevar las mujeres para defenderse de ataques sexuales. Una cosa era cierta, pero él nunca quiso admitir, esa mujer estaba embargada por el pánico.
Ella siempre siempre sufrió con su presencia, con su invasiva cercanía, herida por sus miradas lascivas, de seguro aterrorizada por cambio de ritmo de respiración y la tensión que mostraba su cuerpo al pasar junto a ella; aborrecida de su sonrisa insinuante, pero sobre todo el siseo de su voz cuando se paraba al lado de ella que en esos momentos no era la de hombre, sino el de una repulsiva serpiente.
José sintió el peso de la decepción en el centro de su pecho, pero pensó que igual no había prueba de nada, porque no existía el nivel probatorio de los deseos. ¿Su defensa? Diría que todo era un malentendido,  sería cuestión de esperar y pedir que llamaran a su pana Manny para que lo pusieran en libertad.
Lo habían vuelto a esposar al banco de madera, y  volvió el dolor de las esposas que lo entumecían hasta los hombros, y que hacía que la línea de sus pensamientos fuera una especie de zigzag intermitente.
Lo angustiaba el rumor del papeleo que como un remolino de hojas secas sumergía en la más inopia burocracia al despacho policial, agentes entrando y saliendo con grupos de detenidos, como si esa fuera una oficina de quejas y reclamos de productos defectuosos. Había un tumulto en la entrada que no decrecía, por el lento sistema de la burocracia, que pese al uso de computadoras, seguía triturando al tiempo con asombrosa parsimonia, mientras el ambiente se iba cargando de un calor húmedo que hacía sudar las paredes, suficiente para despertar su angustia, con una sensación de sucio pegajoso que se regaba por su piel. 
Pensó en la posibilidad de que lo dejarán ahí sentado toda la noche, porque en ese momento creía que todos se habían olvidado de que él estaba allí, esperando su proceso,  él que sólo quería dormir, cerrar los ojos, y comenzar a meterse en un sueño mientras tarareaba en sus labios la letra muerta de algún viejo bolero que transitara por su mente.
En la tarde casi noche, regresó el detective de la carpeta, le quitó las esposas y lo condujo a otro cuarto de entrevistas, al sentarse sintió la sangre correr, irrigando sus manos entumecidas.
El detective se echó para atrás -como si imitará una muy estudiada pose de cliché, de detective novelesco -. Había algo de cinematográfico en aquella escena porque hasta le ofreció  un cigarro, mientras él encendía uno y soltaba  un humo que envolvía con una danza circular la única lámpara de aquella habitación, con el cigarro pendiendo de sus labios, y adoptando una pose a lo John Wayne, le dijo que no sólo enfrentaría cargos por acoso sexual, sino que sería acusado de premeditar una violación.
José soltó una sola frase, todos ustedes y sobretodo ella están locos. El detective le replicó que de esa no saldría tan fácil, la mujer había presentado cargos, el caso iría a la Corte, ella está muy segura de su acusación, y la mantuvo en cada interrogatorio, dijo.
Ella dice que la acosabas cada día, que la mirabas como desnudándola, de manera sádica. La acechabas en el ascensor, esperabas para encontrarte con ella a la misma hora. Sino tratabas de cruzarte con ella en el pasillo, incluso hay cámaras que te grabaron mirando su trasero cuando ella caminaba en dirección contraria a ti en el pasillo. Ella está muy asustada y ha tenido que acudir a terapia con un especialista, ahora vive atemorizada, y  tu cara la persigue cuando cierra sus ojos por las noches, agregó el detective.
-Vas a necesitar un buen abogado - dijo-, porque en tu caso la Fiscalía hará énfasis en los muchos asaltos sexuales que se han registrado en esa zona, y que han sido cometidos por trabajadores domésticos con acceso a los condominios y el fiscal querrá dar un escarmiento con tu caso.
La siguiente escena pasó como en una película a cámara lenta, pidió su derecho a una llamada telefónica, y lo condujeron a una casilla pública en la antesala del pasillo de las celdas. Llamó a Manny varias veces, no respondió, por largos minutos permanecía aferrado al teléfono como si fuera su única tabla de salvación. Manny nunca contestó.
Nunca se había sentido como muerto pero aquél día fue la primera vez, lo sintió cuando se cerraron las puertas de la prisión a sus espaldas, dejándolo a su suerte en un lugar donde el tiempo era otra cosa, una agobiante, pequeña y mezquina eternidad. Donde la espera es una asesina de memorias personales,  todo se iba borrando de su mente, y sólo podía pensar en que estaba ahí y en cómo salir de ahí aunque fuera esfumándose por el aire, todo lo demás dejó de tener importancia.
El juez lo sentenció a un año de cárcel, o pagar una fianza de diez mil dólares, para otorgarle libertad bajo palabra, pero salió a los ocho meses, le pusieron un brazalete en su tobillo derecho, y cada uno de sus pasos sería monitoreado los siguientes 24 meses de su vida. Sus vecinos recibirían una notificación por escrito de que era un procesado por acoso sexual con libertad en garantía, bajo la supervisión del Estado. Debía informar a las autoridades si se mudaba de vecindario o cambiaba de trabajo.
No pudo pagar la fianza, Manny nunca apareció, jamás le contestó el teléfono.

Esa temporada los Yankees ganaron el campeonato. Pudo hablar con Manny un día cualquiera desde la cárcel cuando ya estaba por terminar la condena. Lo notó distante, seco y deseoso de cortar la llamada. Ninguno de los dos mencionó el incidente, sólo supo que Manny se mudó.
Desde la parada de autobús, el edificio penitenciario parece una inmensa fortaleza gris que gira sobre su propio eje, uno de esos espacios incógnitos de los que nunca sabemos nada, hermético e incognito como si no fuera de este mundo. Un año había bastado para que su cuerpo extrañara los hábitos de caminar en libertad, sin tener que mantenerse dentro de una raya amarilla.
Bajó del autobús y caminó directo al  Dunkin Donuts cercano a su casa, compró un paquete de una docena y un vaso gigante de café extra con vainilla.Tocó la puerta de su apartamento, y su prima María abrió y lo acogió con un abrazo familiar. Todo estaba en orden, le dijo, y no se demoró en irse. Te dejo para que estés cómodo y puedas relajarte, tomarte tu tiempo para descansar. Le hablaba como si él hubiera regresado de un largo viaje y tal vez era así.
José cogió el control remoto, y sintió el confort al tener 680 canales disponibles en su mano. Puso el canal deportivo, como era su costumbre, donde casualmente daban un resumen del campeonato mundial de béisbol que habían ganado los Yankees, en ese momento la pantalla fue ocupada por la figura de Manny Martínez parado en home, bateando un cuadrangular, era la escena de la temporada, la habían repetido los noticieros con insistencia, porque en ese turno al bate, Manny le dio tan fuerte a la pelota que esta describió una perfecta parábola que se alzó al infinito, hasta descender convertida en un vuela cercas, profundo y veloz como un rayo que rebotó contra las gradas, y le permitió remolcar una carrera y anotar la suya, tras recorrer llevado por las ovaciones del público las tres bases y pisar el home con la carrera que le dio la victoria a su equipo.

Apagó el televisor y se asomó por la ventana a ver la calle, a tomarse su café y ver pasar a su gente de todos los días, como solía hacer  las tardes de un día cualquiera del mes de abril, en New York. El día era tan lúcido que se podía tocar con la mano. Miró  el cielo y pensó con qué facilidad el cielo y el infierno pueden vivir a veces, en la misma ciudad, incluso en el mismo vecindario. Era una tarde con un sol como una bola de fuego, que avivaba los colores de todas las cosas, como si hubieran sido arrancadas del árbol de la vida por primera vez.

lunes, 8 de junio de 2020


Prohibido leer


Imaginemos al mundo gobernado por una comunidad de licántropos –el poder que viene emergiendo de las sombras parece advertirnos eso-, también estamos obligados a imaginar un mundo sin libros, los licántropos por naturaleza son incineradores de libros. Sería un mundo sin memoria, con recuerdos imprecisos. El conocimiento se basaría en retazos anedócticos, hechos memorables. La historia dependería de la naturaleza efímera del recuerdo, destinado a ser alterado en su tránsito por los laberintos de la mente.

Jamás hubiera existido el libro: Los Philosophiæ naturalis principia mathematica, de Isaac Newton, que revolucionó la historia, al describir que las leyes del movimiento de las fuerzas naturales que gobiernan la Tierra, y las que rigen los movimientos de los cuerpos celestes son las mismas. Albert Einstein jamás hubiera podido estudiar la ley de la gravitación universal, que revisó en ese libro para formular su teoría de la relatividad general.

La Iliada de Homero sería un cuento con millones de versiones, que pudiera contarse en  relatos de tres o diez minutos, cuando más de una hora. Ulyses –el héroe de la Odysea-, cambiaría de nacionalidad según el antojo de cada narrador de la historia, según su lugar geográfico, pudiera ser una vez chino, en otra italiano, algunas veces turco, otras veces cherokee, trinitario o del Congo. El Quijote sería un cuento de camino simplificado en pocas palabras, un viejo loco que se creía caballero y peleaba con sus propias alucinaciones. La miseria verbal, recorrería al planeta, porque la complejidad y profundidad del pensamiento están vinculados al inteligente desarrollo del lenguaje, no existiría la literatura.

Los diccionarios serían una prolongación improbable. La gramática esa ley universal que todos cumplimos cabalmente sin jamás oponernos, estaría sustentada en el caos. Una palabra pudiera significar algo en una ciudad, y otra 200 kilómetros más adelante, los conceptos obedecerían a definiciones diferentes.

Los estudios trascendentales de matemáticas que suelen abarcar libros enteros se anotarían en grandes pizarras que se extendería por toda la geografía universal, se emplearían recordadores y apuntadores, que irían de un país a otro anotando a manera de recuerdo material, las partes iniciales y claves del proceso para garantizar su solución, pero este manejo estaría sujeto al deterioro ocasionado por los elementos naturales, la lluvia y el viento, por lo que se necesitarían reparadores de fórmulas e incógnitas, para restituir en las pizarras lo que el tiempo y la erosión fueran borrando.

Esta cadena de dependencia y de segundos personajes haría esta labor  casi imposible por su tendencia al error, la gigante pizarra de las matemáticas trascendentales de seguro se convertiría en una especie de Torre de Babel, de longitud horizontal, que terminaría en una línea confusa, tras darle la vuelta al mundo y chocar ambos extremo en el punto cero de partida, sin resolver ningún problema.

Ser matemático significaría ser una especie de agente viajero, desplazándose de un lugar a otro. Seríamos ignaros en matemáticas y por lo tanto en física y química. El mundo discurriría bajo la vigencia del mito, la leyenda, lo fantástico, con plena y latente deformación de la realidad.

Desde la antigüedad, el libro está consagrado como modelo de la creación, de hecho existe la categoría de los libros sagrados, que amparan la idea mística del libro como imagen de ese otro inmenso libro que es el Universo,  escrito en la tabla eterna con que la pluma divina escribe en las estrellas y la de los libros clásicos, estos últimos, textos literarios que han logrado trascender el tiempo manteniendo la vigencia de su concepción y narrativa.

La quema de libros ejecutada por parte de grupos terroristas domésticos como aconteció con el incendio de la biblioteca central del Núcleo Sucre de la Universidad de Oriente, es una ejecución que históricamente se produce con el despertar del Licántropo, figura mítica del hombre al cual el diablo viste con la piel de un lobo y lo suelta todos los días al anochecer, para que ande errante por los campos, dando aullidos, anunciando que se han abierto las puertas del infierno.

Cada una de nuestras civilizaciones ha surgido inspirada en prolíficas cosmogonías reunidas en cuerpos narrativos, que en sus primeros tiempos se mantuvieron bajo la tradición oral, hasta que con el tiempo fueron recopiladas en textos escritos.
En la India se reúnen en un conjuntos de himnos, porque aún no se había inventado la escritura, de su casi infinita mitología que luego se compilaran en los 4 libros de Los Vedas. En el extremo Oriente, en la Persia antigua, los seguidores de Zoroastro,  toman sus leyendas sagradas para hacer un texto que llamaran El Avesta. China permanecerá fiel a su tradición milenaria de textos taoístas, primero escritos en largos pergaminos, luego compilados en el  libro del Tao Te King.

En el Oriente Medio los árabes inventarán una cultura inspirados en el Corán, libro que elevarán a la categoría de madre de todos los libros. El pueblo judío crecerá a la sombra de las tablas de la Ley que Moisés recibió en el Monte Sinaí, un hecho que plasmará para siempre la existencia de una divinidad que escribe, e inspira libros a los profetas. Moisés será el elegido para escribir bajo dictado divino los cinco libros del pentateuco, que forman el texto más sagrado del judaísmo, la Torah, que según los cabalistas incluye todas las claves del Universo, de todo lo existente y por existir y la revelación de todos sus detalles, misterios y confines.

 A partir de cada uno de esos libros, los diferentes aspectos de cada una de esas culturas pueden leerse o imaginarse a partir de la interpretación de sus textos, e incluso llegar a una amplia comprensión. Los humanos, somos esencialmente la especie del lenguaje, es el código compartido por todos sus integrantes para expresarse, comunicarse, razonar e idealizar, con los únicos límites que le impone la imaginación. No hay nada que escape a esa red de palabras y  sus significados. Nada existe fuera del texto.
El mundo todavía lamenta la quema de la biblioteca de Alejandría, la historia señala al fanatismo árabe, seguidores del Corán, como responsables de su incendio, que volvió cenizas, el legado de conocimiento más importante del mundo antiguo.

Conjurados en perpetuar la oscuridad del saber, éstos modernos licántropos siguen perpetuándo la tradición de quemar bibliotecas, bien sean comunistas, nazis, maoístas chinos, cualquier funcionario de Corea del Norte, todos vándalos como los integrantes de los estados islámicos o los ejecutores de la guerrilla colombiana, unidos bajo una misma idea, incendiar la memoria de los pueblos, e instaurar su anulación.

En una sociedad sin libros cada hombre viviria repitiendo a otros lo que son todas las cosas, como si fuera la primera vez. Y como la transmisión oral tiende a resumir y a compactar las ideas, la humanidad hubiera detenido su avance en un estadio desconocido de la historia, quizás entre Roma y la Edad Media.

Los quemadores de libros, quizás ignoren que a 451 grados Fahrenheit es la temperatura en la que el papel agarra fuego. Es la denominación que utiliza el escritor Ray Bradbury, Fharenheit 451, para su novela de ciencia ficción, en la que describe una sociedad futurista, donde un cuerpo de bomberos es el encargado de quemar los libros y las casas de sus propietarios, porque está prohibido leer, y todos están obligados a la ingenuidad del saber, y a ser felices, vivir en una ignorancia tonta. Donde el placer y el hablar culto son considerados peligrosos y perjudiciales.

El bombero Guy Montag, es el personaje de esta historia, quien sirve en un cuerpo que diariamente enfrentar misiones como si estuviera en un estado de guerra permanente.
Una tarde al regresar a casa se encuentra con su joven vecina, Clarisse, con quien  conversa, ella no disimula su actitud disidente, y lo invita a leer libros. A Guy Montag se le despierta el sentido de querer ir más allá de su angosta existencia. Desea leer. Guy comienza a quedarse con algún que otro libro tras cada allanamiento, los esconde bajo su traje antes de quemarlo todo, y los oculta en su casa.
Comienza su oficio de lector, siente que despierta que comienza a tener conciencia de su vida trascendente. Sabe que se arriesga a ser un paria, un hombre libro, pero no le importa.

Una noche estando Montag de guardia, el cuartel recibe una alerta, de una llamada anónima, sobre un hallazgo de libros ocultos en una casa, el camión, llamado Salamandra, parte del Cuartel Central con un grupo de bomberos y todo su equipo incendiario a gran velocidad, el ulular de las sirenas y las luces de emergencia rojas y naranjas encandilan con sus destellos esa parte de la ciudad dejando pintado el rostro de la alarma pegado en las paredes.

Guy  Montag pensaba en el pobre diablo que habría recaído esa delación, que lo dejaría desnudo y en medio de las cenizas. Esa salida iba por uno más a quien no sólo quemarían sus libros, sino todo lo de él que encontrarán a su paso, incluso su historia, porque el legado de su existencia sería borrado de toda la memoria del Estado.

La sangre se sube a su cabeza cuando la Salamandra cruza velozmente en la esquina de su casa, a medida que avanza por esa calle, el cuerpo de Guy  Montag, se pone cada vez más aletargado, incapaz de moverse. Un peso descomunal cae sobre él cuando el camión se detiene justo frente a su casa, su esposa está parada afuera, los recibe con la puerta abierta y con el gesto imponente del delator los invita a pasar.

Montag sabe que ha llegado a su final, que a partir de ese momento pasará a ser un intocable, como todos los lectores de libros clandestinos, condenados a vivir ocultos por su amor a la lectura, su necesidad de saber y negarse a vivir una vida a oscuras, llenas de palabra básicas y vacías como es la intención de su Gobierno, la misma intención de todos los quema libros someternos al horror de la ignorancia.

jueves, 21 de mayo de 2020



      A la gripe española la
tomaron a jodedera


La gripe española desembarcó en Venezuela en octubre de 1918, Caracas era un valle con una estampa de provincia anclada al Siglo XIX, del que no había logrado separarse totalmente porque llevaba su pasado a cuestas como uno de esos matrimonios irreparables a los que el divorcio suele llevarles toda una vida.

A Caracas siempre le costó mirarse a sí misma, al principio, en su tiempo de Capitanía General se miraba en Madrid, luego tras los años de la independencia, hizo de París su más obcecado espejismo; después con la llegada de la cultura del petróleo, lo sería Nueva York. Quizá por esa falta de mirada a su propio interior, a Caracas le costó hacerse como ciudad, y quedó a medio camino, entre la capital que soñaba con tener el esplendor de esas lejanas urbes y su ancestral condición de pueblo grande, hospedado a las faldas del Ávila, con sus casas de techos rojos hechos de arcilla bondadosa, sembradas a  las riberas del río Guaire.

El Siglo XX llegaría poco a poco como una entrega a retazos, para ello demoraría los primeros 40 años de la nueva centuria, en instalarse de manera definitiva y desplegar sus ambiciones modernistas, entre tanto la realidad seguía entretejiéndose con una dosis de creencias absurdas y extravagantes.

Quizá la dictadura de Juan Vicente Gómez quien en ese momento gobernaba al país con mano de hierro, puso un acento en mantener al pueblo en esa ignorancia-inocente de rostro provinciano.

La Caracas de entonces se movía al compás de un acopio de rumores, y conjeturas especulativas, que derivaban en una amplia red de hechos no confirmados. La realidad se mecía en una cuerda floja entre lo verdadero y lo falso, como las historias de espantos y aparecidos, era un escenario dibujado por susurros y cuchicheos, que cada día necesitaba ser verificado por los hechos, que se diseminaban bajo la atmósfera del miedo –tiempos que se le tenía miedo a cualquier cosa-, a los que se buscaban ignorar, escapar con la burla y la risa, disfrazándolo con la sempiterna jodedera caraqueña.

Con la Gripe Española no fue distinto, aparecidos los primeros síntomas sin todavía  mostrar todo su poder de contagio mortal y su avance devastador, en una época del año en que lo más común era tener la visita de algún catarro, enseguida el hecho se redujo a jodedera, la gente comenzó a llamarla de diversas maneras, producto de su propia invención imaginaria: Juan sabroso, la Cosiata, la patada de Monagas, la Guariconga, el abrazo de Cedeño (alegoría a la peligrosidad del general Arévalo Cedeño, quien alzado en armas juró quitarle la cabeza al dictador Juan Vicente Gómez).

La pandemia entró por La Guaira, luego pasó a Caracas, donde el primer muerto por la peste se registró en el café y  pastelería La Francia, a pocas cuadras de la Plaza Bolívar, donde un hombre tras tomarse un brandy cayó muerto en ipso facto, botando sangre por la boca. La gripe española se expande tan rápido como van apareciendo las recetas milagrosas que prometen curar el mal. Ungüentos, pastillas, lavativas y jarabes, pomadas, y purgantes escalaban la senda de los milagros junto a las gotas de tintura de nuez vómica.

 Si alguien tosía en la calle o en un lugar público la gente huía despavorida, las personas morían de un paro respiratorio y se les encontraban tiradas en la calle en medio de un charco de sangre, “la gente cae muerta como moscas”, era el comentario que andaba de boca en boca.

La superstición popular muy dada a ver apariciones y cosas inexistentes, pronto enciende el terror en la ciudad asegurando que en la punta del cerro El Observatorio en el 23 de enero, había amanecido ondeando una bandera negra, señal de que el Ángel de la muerte rondaba el cielo de la ciudad.

Muchos salían de sus casas, a cualquier hora del día, tapándose la cabeza como quien busca protegerse del sol inclemente del mediodía, pero realmente trataban  de bloquear su mirada del cerro del Observatorio y de la bandera negra del mal agüero. Muchos juraban haberla visto y que de su sola visión se les paraban los pelos; otros aseguraban que jamás vieron ondear el fulano pabellón negro, pero los más crédulos defendían el cuento, señalando, que aparecía y desaparecía con los vaivenes de la muerte, el terror se apoderó de las calles de Caracas.

El gobierno de Gómez reaccionó lento, nombró una aparatosa Junta de Socorro, al mismo tiempo que ejercía una férrea represión sobre las conversaciones, reuniones o discusiones públicas sobre la peste, mientras que su inoperante burocracia se quedaba de brazos cruzados sin tomar ninguna medida de control sanitario, se limitaba a mantener a las personas dentro de sus casas, mientras que en los periódicos la peste era un tema censurado.

Se prohibieron los besos, los amapuches y los abrazos. Los enamorados estaban condenados a llevar un penitente frasco de agua oxigenada, para desinfectarse los labios antes de besarse. El limón se vendía por bolsas, la gente los hervía y se bañaban con eso. La Virgen del Carmen se le presenta a una niña en sueños y le da la cura milagrosa, 60 gotas de Yalatu disueltas en agua caliente. Un médico eminente recomienda  purgas de aceite de ricino y limpiarse frecuentemente la lengua.

Los cementerios tuvieron que contratar a un personal especial que ganaba una prima por cada muerto que llegaba, las cifras de entierros iban de 16 a 80 por día, las carpinterías dejaron de hacer muebles y vitrinas, y tuvieron que acudir a los aserraderos, cortadores de madera y todo aquel que supiera manejar un serrucho y clavar un clavo para que los ayudaran a fabricar ataúdes.

El oscurantismo civilizatorio y la censura fueron los principales aliados en la  propagación de la gripe española que cobró más de 80 mil muertos, en una Venezuela detenida en medio de una desatinada e inoperante economía rural, en un tiempo que el país apenas alcanzaba los 3 millones de habitantes, donde la jodedera fue el mejor invento para ponerse de espaldas a la realidad.

Fragmento...



Como cada quien soñaba una realidad distinta,la ciudad pronto comenzó a cobrar la forma de sus sueños. El día y la noche se repartían por la ciudad como un crucigrama.
La ciudad contenía muchas noches y muchas mañanas y atardeceres repartidas en un mismo día, pasabas una calle donde despuntaba el amanecer y al otro lado podía estar cerrándose la noche en la madrugada.

La gente empezó a perder el sentido original de las 24 horas, simplemente se acostaban cuando tenían sueño y se paraban a deshoras.
Algunos idealistas les dio por salir a buscar el día y la noche que les pertenecía, como si la vida dependiera de esa viaje pertenencia, pero era una tarea imposible de realizar en medio de esa vorágine de luz y oscuridades que se cernía por todos lados.

Lo único que se pudo precisar es que la duración de los días y las noches dependían del estado de ánimo del durmiente que los soñaba. Nadie estaba a cabo de saber cuál era la noche de verdad y cuáles eran las aparecidas por las fantasías de un sueño
(Fragmento de Aquí como que ya nadie habla de amor / Douglas González)

sábado, 9 de mayo de 2020


     La danza con la muerte


A veces perdemos cosas sin darnos cuenta, se van desmoronando poco a poco como las estatuas de sal azotadas por el viento y la lluvia menuda que las empapa. Es como despertar una mañana con la sensación de que algo se nos quedó perdido en el sueño, miramos atrás y ya no hay nada. Ni siquiera la posibilidad de regresar, porque nadie puede devolverse a un sueño a buscar algo que olvidó, entonces quedamos marcados por esa incertidumbre de lo irrecuperable que estará por horas meciéndose en una solitaria silla en el porche, viendo de lejos el mundo de allá afuera sin atreverse a entrar a casa, como si fuera el vago tic tac de un tiempo perdido.

La 40tena nos va dejando ese doble vacío, a estas alturas nuestros cerebros comienzan a descartar inventarios, como los agentes de impuestos, hace sus ajustes neuroquímicos, y todos nuestros lazos que lograban mantenerse gracias a la bondad de su frecuencia, por sentirnos identificados con otros, comienzan a aflojarse, a distanciarse, incluso a romperse, como un vaso lanzado desde un rascacielos del que sólo queda una sombra hecha de polvo blanco.

El tedio, es el ritmo taciturno de la 40tena, con el se evapora el entusiasmo y se pierde la dinámica de la complicidad, esa tierra común donde compartíamos emociones, era la manera de drogarnos con las descargas hormonales de nuestros propios cuerpos, promotoras de las neuronas responsables de nuestra empatía, hoy parecen estar liquidado su inventario disponible.

A diferencia del resto de países en 40tena, Venezuela ha perdido el país construido, es como una tienda que lleva años en bancarrota, pero nadie lo sabe. Cada día se borran más y más nuestros rasgos civilizatorios - hoy solo pueden verse en las películas porque en nuestra realidad no existen-, en esa Venezuela antes de la 40tena reunirse un gesto de resistencia a olvidar lo que ya no somos, y de una manera encontrarnos en lo perdido.

Muchos llevan años en su propia 40tena, otros viven en guetos, porque aislarse es el mejor refugio ante la hecatombe y al descenso social al establishment, cuya caída siempre es proporcional al auge de la chusma, como dijo Hannah Arendt, cuando en una sociedad existe un predominio de la chusma, de su violencia verbal, de sus gestos vulgares, de su afán por destruir las instituciones culturales y conducirnos al territorio del caos, estamos en una danza de la muerte (la chusma indecente tiene su motivación en el resentimiento por un falso sentimiento de exclusión de la historia, olvidando que la heroicidad es una necesidad de la historia, como relato apolíneo, desde la Ilíada para acá, por eso la escriben los héroes y no la masa ignara).

El descenso social ataca como un virus, todos lo padecemos, unos lo hacemos desde el destierro de lo cívico, una gran mayoría lo normaliza, lo convierten en anécdota y descienden a esa cultura aguas negras a voluntad, sin que medie ningún escrúpulo. Otros que lo padecen esperan despertar como el durmiente aguarda el momentos de despertar de una pesadilla.

La 40tena ha mutilado la posibilidad de encuentro con nuestros pares, incluso los lugares donde residía nuestra paridad, hemos quedado guindados a las redes, pero todos conocen su condición efímera, son como un relámpago en medio de la noche, iluminan una brevedad.

¿Cuándo dejamos de ser decentes? ¿En qué momento la decencia pasó a ser un valor de una minoría? Navegas en Twitter y te encuentras que un pran de barrio no sólo es tendencia sino que es candidato a ocupar el imaginario social libertario, incluso lo postulan a la presidencia.

Revisas Netflix y ves que en las preferencias de Venezuela, figuran dos películas que apologizan la cultura del narcotráfico, existe una presión por colocarnos en una condición de igualdad con el hampa que como un virus ataca al lenguaje, el lacreo verbal del barrio se ha institucionalizado, ya goza de toda legitimación, incluso para muchos es una “distinción”, muy al estilo de lo que conceptualiza Pierre Bordieau. Estamos danzando con la muerte muchos parecen no saberlo, otros prefieren ignorarlo.

“Los  buenos modales, es lo que mantiene unida la sociedad. En el fondo tener buenos modales es preocuparnos por los demás, cuando eso desaparece, se abren las puertas del infierno, y reina la ignorancia”, dijo Jane Austen.

 Rosseau: filosofía de burdel...




A Jean Jacques Rousseau, la tribu de fanáticos de la izquierda lo han convertido en un tótem, sabemos ya las deficiencias psíquicas que intermedian en esa necesidad totémica, siempre determinada por una relación paterna traumática, de castración, y su derivado complejo ante la imposibilidad inconsciente de alcanzar a la madre, como deseo inconcluso de su condición edípica.

Rousseau como todos los de la prole revolucionaria está  marcado por el resentimiento. Era un hombre amargado y un onanista compulsivo, se orinaba encima, usaba trapos como pañales bajo sus pantalones para detener el derrame de su incontinencia. Una nota lo describe paranoico, salvaje y taciturno, neurótico, egoísta y egocéntrico, y a veces sufría arrebatos de breves ataques de violencia. Algunos biógrafos señalan que muchas veces sufrió desaires y no era frecuente su invitación a los círculos de amistades que el admiraba o deseaba estar.

Louis Mandelin un historiador de la Revolución Francesa, señala que Rousseau nunca logró  el éxito de la conquista social debido a su frecuente olor a orines que siempre le acompañó, por lo que mucha gente trataba de evitarlo. Su anécdota más penosa es que en una ocasión al recibir una condecoración de Estado le tocó dar un discurso, y en medio de su intervención comenzó a manar de su entrepierna la mancha humedad del orine ante la mirada de estupefacto de los asistentes.

Rousseau se propuso trabajar para hacer historia, a ponderar y valorar procesos políticos con proclamas de libertad e igualdad, recogidos en textos como su Contrato Social. Pero ¿Era verdad la igualdad y libertad de la su textos?  ¿Por qué luego arremete contra todo eso que postulaba, democracia,  igualdad, educación, familia, y acusa a la civilización de ser la fuente de todos los males del hombre? Será que Rousseau se dio cuenta de que un Estado benefactor, se colocaba en la misma línea de artificio de las mismas cosas objetadas por él, lo cual ponía a toda su doctrina ante a una crisis de legitimidad.

Rousseau  en su libro "Discurso sobre las ciencias y las artes", cuestiona toda elaboración artificial  en el quehacer humano, es un texto bastante oscurantista donde eleva sus  críticas al comercio, a las costumbres y las normas sociales, al lujo: los muebles,  las viviendas, la ropa, y  las actividades intelectuales, de la filosofía clama por su liquidación, también  hace un llamado a extinguir las  manifestaciones culturales, abolir la imprenta y prohibir los libros. Lo cual a la vista actual le ha valido que muchos lo califiquen de totalitarista.

¿Qué es lo que propone Rousseau? El hombre debe volver a la esencia primitiva, anterior a la civilización, crear una nueva humanidad. Vivir conforme a la simplicidad como ejercicio supremo de la virtud. Reivindica el trabajo manual, enaltece los valores de la pobreza, justifica la ignorancia, sobre la que aseguraba que los pueblos vivieron “mejor” cuando estuvieron sumidos en ella, “Las ideas terminan por abrirse paso con el tiempo", decía a sus críticos.

Somos lo que comemos, sentenció el filósofo de la gastronomía Jean Brillat-Savarin en la filosofía del gusto, y también nos expresamos en el como lo comemos agregaría Sigmund Freud.
Rousseau tenía  más problemas de los que imaginamos, su afán por el vegetarianismo revela un apego fetiche, y también evidencia un rasgo misógino y de rechazo a la menstruación femenina. Se permite expresar su gastrofobia socialista como su postura de invitar a los otros a racionalizar la comida y a alimentarse de raíces algo propio de un fanático espartano. Rechaza el lujo y los preparativos de la mesa, de la que dice hay que sacar el vino, pero en su casa se aseguraba que no escaseara, y se lo hacía despachar por barricas. Algunos testimonios recogen que en banquetes y recepciones Rousseau no comía con ninguna frugalidad, sólo evitaba las carnes, pero se atragantaba de pasteles y canapés y sentía gran debilidad por los pastelillos con crema y nata.

¿Cuál de los Rousseau fue el verdadero? ¿El filósofo y escritor que nos ha legado la historia? O el hombrecito con sentimiento disminuido que atesoraba los placeres que el mismo aspiraba cercenarles la cabeza en la guillotina.  El fracaso de la Revolución Francesa muchos se la atribuyen a las intervenciones fanáticas e incendiarias con que Rousseau, alentaba a los jacobinos, con sus proclamas irracionales de ir hasta al final a cualquier costo material o humano, y así fue.

La filosofía de Rousseau a la luz de los hechos actuales es tan maleable que cualquier, comunista, fascista o totalitarista, puede hacer de ella lo que quiera, como si se tratara de un burdel, da para todo.

sábado, 2 de mayo de 2020


Una travesía: el libro


Conocí a un hombre que estuvo durante 33 años escribiendo una novela, al tiempo lo encontré  sentado en un banco en los jardines de la Universidad, le pregunté por su obra y respondió: “me di cuenta  de que era uno de esos libros infinitos que jamás dejaría de escribir, era una empresa insoportable para un ser humano, que sólo puede ser ejecutada por ese dios borgiano que nos escribe”.

Debí guardar silencio, y con cierta altivez le respondí, todo libro los es, y nosotros también somos ese dios. Desciframos y creamos universos con 23 letras, porque cada libro que se escribe, cada cuento, cada frase, siguen un viaje creador a partir de nuestras mentes, donde siguen ocurriendo, siguen pasando, incluso siguen este viaje infinito como un espejo de sucesos en la mente de cada uno de sus lectores.
Un libro es un catálogo de la condición de la vida, del ejercicio de existir: emociones, conductas, conceptos, creencias, sentimientos, lugar donde se exhiben las imaginaciones posibles del carácter, los laberintos de la personalidad, las formas de la conciencia, aquello que vincula al hombre, a la invención humana.

La Biblia que es el libro de los libros, no sólo por ser el primero en ser impreso en 1449, sino por ser el más conocido, el  más leído y el de mayor influencia en el mundo occidental, le ha dado forma y sustentó a la sociedad patriarcal. De igual manera, tiene para muchos una infinitud de interpretaciones hermenéuticas, signos de revelaciones iniciáticas, según los seguidores de ciertas doctrinas secretas, los cabalistas entre ellos, creen que cada letra, cada palabra al principio de una frase, o al final, están en una posición determinada porque revela algo, guardan un misterio. Es el libro donde se reúne toda la variedad de la condición humana. Cualidad que sin duda justifica su origen, fue un libro escrito por Dios, por lo tanto es un inventario de su creación.

¿Qué pasa cuando leemos un libro? Hay una atmósfera de intimidad entre el libro y nosotros y un umbral que atravesamos iluminando con palabras nuestro interior. Apreciamos el tacto de sus hojas y el olor a pulpa encuadernada que se libera de su interior.
En la lectura somos como un perro de caza que va tras palabras voladoras de página en página.  Cuando la lectura capta toda nuestra atención,  experimentamos un éxtasis,  leemos como si estuviéramos desplazándonos en un túnel del tiempo, pero a veces hay más, estados de mayor arrebato alucinatorio, breves episodios en los que nuestra mente es raptada por lo imaginario llegando incluso a transformar lo que somos. Virginia Woolf pone en palabras de Bernard, un personaje de su novela, Las Olas, una reflexión sobre lo vivido en una de estas fases de alucinación personal: “Sólo el árbol resistía nuestro eterno fluir. Sí, porque yo cambiaba y cambiaba, era Hamlet, era Shelley, era aquél personaje, cuyo nombre ahora he olvidado de una novela de Dostoievski, y, aunque parezca increíble, fui durante todo un curso, Napoleón, pero principalmente fui Byron…”

En la época de Homero, autor de la Ilíada, los libros correspondían al ámbito metafísico, eran una sucesión de historias que se transmitían de manera oral, estaban en la mente de cada narrador,  sin páginas numeradas, eso los hacía eternos; de esa derivación quizá nos llegue eso del libro clásico, que es un libro cuya vigencia logra trascender el tiempo. Hay otra temporalidad en los libros, la que perdura dentro de ellos, la del tiempo detenido. Un momento en una narración, siempre será ese momento, jamás dejará de serlo, y estará justo ahí para describirnos cada vez que lo leamos lo que pasó justo en ese instante.

Mi oficio de lector lo inicié cruzando los siete mares, navegando en carabelas y galeones con el pensamiento expectante de monstruos marinos, sobresaltado por motines o avistamientos de piratas, y el pánico de nunca llegar a desembarcar en ninguna parte, o de caer por los míticos abismos marinos, o ser embrujado por el canto enloquecedor de las sirenas.
Primero embarqué en las tres carabelas, surcando la amenaza del mar abismal, el primer relato que armé en mi mente fue la travesía de Colón al nuevo mundo, la primera historia que comprendí por mí mismo; creo que ayudó su tinte aventurero porque yo cuando leía recreaba en mi mente escenas de las películas de piratas y descubrí que leyendo un libro en la mente se desdobla una inmensa pantalla de cine; allí nació mi fascinación por los libros, por la posibilidad abierta de viajar con palabras a lugares hasta ese momento infrecuentados por mi imaginación.

Luego subí a bordo del Antílope al mando del capitán Lemuel Gulliver, con quien navegué por las lejanas tierras fantasiosas de Liliput, Brobdingnamg, Japón y Houyhnhmms, no sé si fue por casualidad o designio que fuera otra aventura marítima –los viajes de Colón en cierta medida también lo fueron-, “Los Viajes de Gulliver”, el primer libro que me regalaran cuando en mi casa tuvieron noticias de que ya yo leía “corrido”. El tomo de los viajes de Gulliver marchitó sus hojas en mis manos, no de viejo sino por el frecuente uso, era un  libro que leí muchas veces, esperando que en algún momento pudiera encontrar nuevas historias en sus páginas, pero eso nunca ocurrió, esa obsesión dio paso a mi primera elegía literaria.

Hay momentos en las noches insomnes que me he sorprendido a mí mismo siguiendo navegando en los viajes de Colón encontrando nuevas historias, o inventando nuevas aventuras del Capitán Gulliver. Por eso siempre recuerdo a aquél hombre sentado en el banco de la Universidad que ha continuado escribiendo su libro sin saberlo, pero ocurre en los destellos de su mente, en las miles de veces en que se ha imaginado su escena final, en los momentos tremulantes del tedio, siempre asaltado por el fantasma de lo inconcluso. Tal vez piense que ha sido derrotado por la hoja en blanco, pero cada día extiende líneas, frases, acciones de personajes que van permutando la trama de su obra, cosas que jamás llegarán a estar sobre el papel, porque escribe en su imaginación y las borra el olvido, él no lo sabe, porque cree que son cosas que se le ocurren.

lunes, 27 de abril de 2020


                                                 ¿Ahora el ombligo?


Todo lo que me rodea es una nebulosa gris hasta que percibo su existencia, hasta que percibo algo que se vincula con mis expectativas, con mi conformidad, eso es lo que lo vuelve transparente, cuando cae la luz de mi conciencia sobre lo que miro.

No hay mirada, sino una conciencia de estar en el mundo que mira. Miramos con el mismo sentido de una muñeca rusa, la abrimos con la primera mirada y encontramos que hay otra en su interior, miramos más y hallamos otra y así sucesivamente. Miramos en un momento, sabiendo que una mirada no basta, que necesitamos otras que nos traigan más, por eso seguimos mirando, porque mirar es descubrir.

El poeta Rafael Cadenas, escribió, no tengo ojos, sino puntos de vista, es la frase que con mayor certeza que puede describir nuestra relación con la realidad. Pero el escritor Milán Kundera le pone un acento histórico a esa percepción, dice que cada época ve de una manera diferente, y coloca el seductor cuerpo de la mujer como ejemplo de estas variaciones.

En un tiempo eran los muslos fascinantes, en otras sus nalgas, luego fueron los pechos, hasta llegar ahora, a la zona de mayor insignificancia: el ombligo. Su asombro era que este pequeño orificio con su maltrecha apariencia pudiera ejercer el magnético influjo de la seducción. Ese es el argumento del  primer relato de la Fiesta de la Insignificancia, titulado, “Los protagonistas se presentan”.

Eso le incitó a reflexionar: si un hombre (o una época) ve el centro de la seducción femenina en los muslos, ¿cómo describir y definir la particularidad de semejante orientación erótica? Improvisó una respuesta: la longitud de los muslos es la imagen metafórica del camino, largo y fascinante (por eso los muslos deben ser largos), que conduce hacia la consumación erótica, en efecto, se dijo Alain, incluso en pleno coito, la longitud de los muslos brindan a la mujer  la magia romántica de lo inaccesible.

Si un hombre (o una época) ve el centro de la seducción femenina en los pechos, ¿cómo describir y definir la particularidad de esa orientación erótica? Improvisó una respuesta: santificación de la mujer, la Virgen María amamantando a Jesús, el sexo masculino arrodillado ante la noble misión del sexo femenino.

Pero ¿cómo definir el erotismo de un hombre (o de una época) que ve la seducción femenina concentrada en mitad del cuerpo, en el ombligo?