Gabriel García Márquez
o la memoria ausente
Douglas González
En
1924, el pintor francés Andrés Bretón intentaba liquidar la realidad,
subvirtiéndola, al promulgar en París la vigencia de un nuevo códice capaz de
mirar las cosas como nunca antes habían sido vistas, lo llamó El Manifiesto
Surrealista, una nueva manera capaz de renombrar al mundo y sus objetos. Tras
esta declaración Bretón logró prender todas las alarmas del status quo mundial.
Seis años después, tres jóvenes escritores latinoamericanos, Alejo Carpentier
(Ecua Yamba-O), Miguel Angel Asturias (El Hombre de Maíz) y Arturo Uslar Pietri
(Lanzas Coloradas), echaban al río Sena al Manifiesto surrealista junto a la
certeza original de sus seguidores, lo ahogaron por innecesario y redundante,
porque eso que proclamaba, no era una manera de ver las cosas exclusiva de un
movimiento artístico snob, sino que era algo mucho más, que no sólo tenía vida
propia, sino que coexistía al otro lado del mundo, en Latinoamérica, donde la
magia no era parte de una declaración formal, sino de una cotidianidad, donde
el mundo y todas sus cosas no sólo parecían nacer de nuevo, sino que muchas
veces lo hacían todos los días, cubierto por el manto del Realismo Mágico.
Para
ese momento estos tres fundadores de la incipiente nueva narrativa
latinoamericana, hacían dos cosas: Uno, convalidaban la idea del filósofo
dominicano Pedro Henríquez Ureña, ideólogo y predicador de la nueva utopía
americana, quien afirmaba que América fue descubierta como esperanza de un
mundo mejor, un mundo que desde sus raíces, nace en oposición a la realidad establecida.
Es el alimento, el cultivo de la invención, y la posibilidad abierta a las
utopías. Dos, abrían el camino para que casi treinta años después Gabriel
García Márquez cifrara todos los misterios, los asombros, la mitología diaria
de ese nuevo mundo y lo dotara de un nuevo alfabeto para todos los hombres con
su nueva manera de nombrar las cosas, con una sola y única posibilidad,
escribir una historia, no de una humanidad, sino la invención del mundo
latinoamericano. Es así que de la mano de Gabriel García Márquez, el resto del
orbe redescubre América y él la bautiza y por primera vez asignándole su nombre
imperecedero, tierra del realismo mágico.
Viajante,
vendedor de libros, residente sempiterno en la habitación de una casa de putas
–donde devoraba los libros de Virginia Wolff y William Faulkner-, cineasta,
guionista y caricaturista a destiempo, Gabriel García Márquez, fue el tiempo
hecho memoria, sobre todo si tomamos a pie juntillas aquella sentencia de Jorge
Luis Borges: “El tiempo es la sustancia de la que estamos hechos”.
García
Márquez fue uno de esos personajes de estirpe condenados a vivir para
siempre, una memoria como la suya, ancestral, anacrónica e intemporal, siempre
termina pactando con la eternidad. Creo que García Márquez nos seguirá contando
las maravillosas invenciones de sus historias, esas que una vez no lograban
precisar donde comenzaba o terminaba el asombro los habitantes de Macondo. El
Gabo continuará su andar peregrino persiguiendo el carromato de alguna
Eréndira, extasiándose con el amor virginal de Remedios La bella, cobijándose
bajo la sombra centenaria de los Buendía, o simplemente siguiéndole los pasos a
esa legendaria estirpe de matriarcas como Ursula Iguarán, Mamá Grande o la
mítica Isabel de Macondo, tratando de revelarnos desde sus mejores páginas la
deslumbrada sustancia que aún esconde su literatura.
En
la foto: Saliendo del Hotel Caracas Hilton junto a García Márquez cuando lo
entrevisté en el año 1989