sábado, 31 de octubre de 2015


(Daniel Santos "El Jefe" en Caracas, fotografía tomada alrededor de 1966) 

Daniel Santos el hombre del Tíbiri Tábara

Pocos saben si en verdad en Catia, Caracas, existió un burdel llamado el Tíbiri Tábara. Nadie puede negar que cuando Daniel Santos andaba por la ciudad, cada noche terminaba en ese bar haciendo verdad la epifanía de sus recuerdos con los destellos de su voz. Y es que la historia de los pasos del jefe, del Inquieto Anacobero, por la ciudad, tienen un sello de leyenda que creció con los años, y como toda leyenda aún perdura, perpetuando la breve travesía de su vida que terminó desafiando el silencio y el olvido de la muerte, incluso llegando a invalidar su realidad.

Cuando terminaba una presentación, al mando con sus compañeros de farra les preguntaba ¿y para dónde nos vamos ahora muchachos?  y es que para Daniel la fiesta seguía y en los locales nocturnos estaban la suma de sus debilidades, el ron y la perfidia de lo seductor de la noche al acecho con todas sus magias efímeras,  y,  las prostitutas, porque si algo marcó el devenir del Inquieto Anacobero, fueron los amores inciertos que siempre lo esperaban en algún bar.

Amores como el de “La Gata”, María Luisa Saavedra, la prostituta dueña del mítico Tíbiri Tábara que el escritor Salvador Garmendia recrea en un capítulo de las rumbas caraqueñas de Daniel Santos en su cuento: “El Inquieto Anacobero”.

¿Fue la Gata una justificación o un disimulo para el olvido, o simplemente, otra parte de la leyenda, uno de esos amores de mil noches de Daniel Santos? la voz nasal más universal del bolero tropical, ese género musical que le pone melodía y letra a las noches de desamor.

Tal vez el El Tíbiri Tábara no fue un lupanar, pero con ese nombre bien mereció serlo. Lo que sí, fue una melodiosa guaracha que estelarizó Daniel Santos en los años 50, un homenaje a lo nocturnal y sus luminarias que siempre ejercieron un poderoso magnetismo sobre él.

Cuentan que cuando cantaba Virgen de Medianoche –una canción dedicada a las damas de la noche-, en el pasaje de su segunda estrofa que dice: “Señora del pecado cuna de mi canción, vine arrodillado junto a tu corazón”, siempre buscaba con su mirada inquieta el rostro de la meretriz de turno, la hembra más bella y exuberante del Bar, y entonces inclinaba ligeramente la cabeza, cerraba los ojos y abría los brazos para darle aire a sus pulmones y jugar libremente con el fraseo de su voz antillana ya enrumbada en el dialogo sacrosanto de una nueva aventura.

Recuerdo  que una tarde se formó una algarabía en el bar Los Corales, en la esquina de San Francisquito en la Parroquia San Juan de Caracas, donde una muchedumbre insistía en acompañar a la salida a un hombre mayor, de vientre prominente, de pelo y bigote platinado, vestía saco azul cruzado y lucía un par de lentes bifocales para el sol, que le daban aspecto de un mafioso de Las Vegas. Cuando me acerqué uno de los curiosos dijo, “coño pero si es Daniel Santos”, y le gritó “cántate una ahí jefe”, enseguida otros curiosos le secundaron en la petición a la que el Inquieto Anacobero, respondió entonando la primera estrofa de su canción “Despedida”  (…) vengo a decirle adiós a los muchachos (…) y se echó a reír, avanzando y saludando a todos hasta perderse en el interior de un lujoso Ford LTD. 

“Ese Daniel sigue con esa vaina del vicio, lo que vino fue a buscar coca”, dijo uno de los presentes, cuando todos lo vimos perderse al final de la calle. El Jefe andaba en Caracas, como siempre de rumba y juerga.






viernes, 30 de octubre de 2015


El periodismo es un género literario  

pero nadie lo sabe o pocos lo creen

Contaba un viejo periodista del diario El Nacional que conoció al escritor Alejo Carpentier, en la época en que éste iba casi a diario a la redacción de ese periódico a entregar su columna “letra y Solfa, que estuvo publicando por más de diez años, que cuando se cruzaba con los periodistas en los pasillos, siempre les preguntaba “¿cuántos libros se ha leído usted ésta semana?
Y es que Alejo Carpentier, creador del concepto literario de lo Real Maravilloso, y además varias veces postulado al Premio Nobel de Literatura y uno de los protagonistas del boom latinoamericano, era de los convencidos de que no puede haber buen periodismo escrito, sino existe detrás de quien lo escribe el amparo de la formación literaria, o se está animado por el gusanillo de la literatura. Sabía también que el periodismo no sólo guarda un salto hacia lo intelectual, sino que es un género de la literatura, como afirmó Gabriel García Márquez, y tantas veces nos aleccionó ese gran escritor argentino –a su paso por Venezuela- Tomas Eloy Martínez y ha refrendado el filósofo español Fernando Savater.
Desde hace años extraño ver en un periódico un reportaje escrito con todos los ítems que para su “verdadera” elaboración nos indicó Eleazar Díaz Rangel en aquél memorable libro “Miraflores fuera de juego”, hoy creo olvidado por las cátedras encargadas de enseñar las técnicas del género. El reportaje –por lo menos el que se publica- ha pasado a ser (sobre todo el que se publica en la prensa de provincia) una estructura abierta (en el sentido semántico de Umberto Eco), un pastiche de entrevistas y datos, con algún uso decente del encabezado. Otros, los más asertivos se quedan a medio camino de lo pudiera ser una buena crónica, pero el uso indiscriminado (a veces alocado sin ton ni son) de la entrevista, como herramienta para recolectar información, acaba con el mejor de los intentos.
“La grabadora es la culpable de la magnificación de la entrevista. La radio y la televisión por su naturaleza misma, la convirtieron en el género supremo, pero también la prensa escrita parece compartir la idea equivocada de que la voz no es tanto la del periodista, sino la del entrevistado”, advirtió en su momento Gabriel García Márquez.
Quien está obligado a transcribir está pensando más con mentalidad secretarial que con determinación y estilo literario. Nos encontramos con periodistas que leen poco o no lo hacen, otros que sólo navegan en el mar incierto de los libros de “autoayuda”, que si bien pueden ser buenos consejeros en lo espiritual, el nivel literario de su escritura tiende a cero. ¿Es indispensable leer literatura para escribir en periodismo? No, necesariamente. Pero de seguro nunca su redacción pasará de ser una elaboración plana y lineal; si bien inscrita en el formato requerido, pero sin nada que ofrecer en la creatividad de su verbo, algo cercano al periodismo institucional que en un tiempo se consideró el “liquidador” de todos los estilos, por su tono formal, encapsulado, mecánico y predecible con una marcada asepsia hacia cualquier recurso estilístico literario.
Las redacciones que logran trascender con su estilo son aquellas que jamás han dejado de proporcionar talleres, seminarios y alguna otra herramienta de formación literaria a sus periodistas, algo muy común en el periodismo europeo, donde algunos medios proporcionan cursos que incluyen simulación de hechos con ningún otro fin que perfeccionar su redacción. En Venezuela, hace años lo hacía El Nacional, y luego El Universal también se sumó a esos mejoramientos. Pero en la provincia donde se escribe el periodismo con el ritmo semejante de una lluvia monótona –es la tendencia mayoritaria-, ha habido muy pocos.
El Gabo llamó al periodismo el mejor oficio del mundo, ese viejo periodismo sin duda, el que uno seguía aprendiendo en las tertulias de las barras de la nocturnidad –caraqueña en mi caso- donde periodistas, intelectuales y escritores, donde acudíamos a demostrar lo que éramos en la práctica ante esa reunida cofradía, donde las conversaciones  siempre giraban en torno a un debate de ideas o la discusión sobre un libro o algunos autores de un tema determinado, la mamadera de gallo, o el señalamiento en público de los horrores y deslices cometidos en la última nota. Un periodista que en esa época se fuera directo a su casa que no mostrara inquietud hacia lo intelectual, quedaba fuera de la cofradía. Porque el periodismo de ese entonces –no había internet- imponía a todos la necesidad de procurarse una base cultural y todo iba conduciendo hacia ello.
En los últimos tiempos, en conversación con miembros de las nuevas generaciones, me he tropezado con un nuevo perfil, el periodista todero, quizás producto de la circunstancia país: saben de publicidad, mercadeo, imagen corporativa, diseño, pero ninguno ha podido referirme un texto trascendente que haya escrito, salvo su tesis. De igual manera en esta tierra de la provincia carabobeña, he tenido la oportunidad de conocer en medio de la fragua periodística a profesionales de notable mérito literario, unos han publicado libros, otros reportajes con tal vuelo en su prosa que aún los conservamos en el quehacer de nuestra memoria: Mariela Díaz Romero, Johnny Castillo, Jorge Chávez Morales y Jesús Puerta, quienes en su momento han estado bajo el amparo de ese dios de las palabras del que tanto hablaba García Márquez, el que convierte todas las experiencias de la vida en notable literatura.

miércoles, 28 de octubre de 2015



Madrid no es una ciudad, es una invención literaria

En el café Gijón ya nadie pregunta por Francisco Umbral



Las ciudades no sólo son espacios urbanos de una convocada arquitectura sobre la que el tiempo desliza su pincel sobre ella otorgándole nuevas identidades,  impregnándola de esa atmósfera única, determinada por los acreedores de los sentidos de nuestra percepción, físicos y anímicos, con los que transitamos cada instante. A través de los cuales valoramos la experiencia de haberla vivido. Es así como las ciudades van siendo depositarias de una plasticidad y una estética con que las reinventamos tantas veces como el pincel nos permita pintarla en nuestra memoria la emoción convocada, la que adosamos a una calle, dejamos enclavada en una esquina, perpetuada en un paisaje, en la estampa de  una edificación o pegada frente a un portal.

Es esa porción de la memoria que teje certezas y ambages que nutren a la ciudad revelada que habita en nuestro interior, imposible mostrar el mapa de toda su extensión, más que con nuestros sentidos cifrados en la nostalgia. Quizá por eso Italo Calvino llamó a las ciudades invisibles a aquellas que emergen para ser habitadas sólo por nuestras conciencias, más allá de los millones de personas que puedan vivir en ellas, pero también hay ciudades de las que nos enamoramos aunque jamás vivamos en ellas, que sólo habitamos en nuestra memoria.

 Así pasa con el París del mayo del 68, revivido como los colores de un calidoscopio con  todas sus combinaciones, por el escritor Alfredo Bryce Echenique, en su  novela “La vida exagerada de Martín Romaña”. Si al llegar a la última página cerramos la novela y volamos a París debemos buscar la ciudad doble, una fijada en una geografía que podemos visitar, la otra existe en las metáforas que llenan las páginas de un libro con mapas de colores;  cada una hay que salir a buscarla con razones y caminos distintos, a ver cuál de las nos encontramos. Si no estaríamos obligados a reelaborar en nuestra conciencia, de manera indefinida la prolongación de sus recuerdos para poder encontrarnos con ella, ahora que la psicología coloca a la nostalgia dentro de los géneros fantásticos de la literatura, porque se trata de una invención del cerebro.

Lo mismo sucede con el Madrid de Francisco Umbral y su célebre Café Gijón, ambos forman parte de otra ciudad, una ciudad literaria que se inventó el mismo escritor en los años 60, para sentirse bien en ella, amar sus calles y su ampulosa geografía, algo que sólo es posible cuando vestimos a la ciudad con los datos de nuestra identidad secreta .

Por eso si usted va a Madrid, y se deja caer en el cruce entre las calles, Los Cibeles y Colón, por el Paseo de Recoletos, en el número 21 de Villa y Corte de Los Milagros, verá usted a pie de la calzada tres amplias galeras con translucidos ventanales de cristal y madera –al genuino estilo de la belle epoqué-, sobre ellos leerá una inscripción en grandes letras doradas, adosadas sobre un mármol, “Café Gijón”.

Centro de tertulias decimonónico, abrió sus puertas en 1888, siempre fue el reservorio de pintores, poetas y escritores, actores y gente aproximada a las vanguardias culturales, aunque también visitado por militares y políticos; costumbrista, irreverente y vanguardista, también era punto de encuentro de algunos comunistas de la llamada izquierda exquisita, cuando ser comunista era algo serio.

El Café ha jugado posiciones según la época, a lo largo de su centenaria historia, pero quizás la mayor de ella para efectos de esta crónica, fue en 1980 cuando el escritor Francisco Umbral publicó la novela que consagró su nombre: “La noche que llegue al Café Gijón”, en la que reseña los entretelones vividos entre dos décadas, 60 y 70, en medio de ese ambiente de artistas e intelectuales y con la que Umbral da a luz a su gran invención literaria que es la ciudad de Madrid.

Y es que Francisco Umbral, al paso de los años fue el escritor que vivía reinventando la ciudad, un Madrid, que según Umbral no cabe en una novela, porque es un género literario, también elaborado por muchos otros escritores, como fantasía de sus emociones, cada una de ellas homologadas en un sustantivo en el caben algunas cosas y otras no, sólo tienen cabida las cosas que nombran, porque son las que reconoce; las otras quedan remitidas al silencio, están en la sombra, como un vago telón de fondo. Pero en todas y en cada una Umbral reinventa al Café Gijón, o viceversa, cada vez que inventa al Café Gijón, inventa un Madrid. 

Al Umbral de los últimos tiempos no le importó el peso de los años, los fue arrastrando con estoicismo en la última década de su vida, hasta ya convertido en viejo tótem literario, cuando lo efímero de la moda lo condenó al ostracismo, relegando su literatura en el olvido.

Hoy Francisco Umbral no es más que un autor de culto, para unos pocos coleccionistas de glorias literarias. En los últimos tiempos, fue espaciando sus visitas al Café Gijón hasta hacerse invisible; el Café que fue su nudo gordiano por más de treinta años, donde fijó el trono del reino de la palabra, al que veía emerger en medio de la amplitud del verbo y su espíritu semántico noche tras noche, cuando sus habituales comensales iniciaban la larga travesía de las tertulias literarias, quienes muchas veces eran sorprendidos por el amanecer con una buena taza de café y las lámparas encendidas.

Si Camilo José Cela fue el gran escritor de la post guerra republicana española, Francisco Umbral fue el gestor de la prosa donde se reflejó mejor la nueva España que emergió en el crepúsculo de la dictadura y su posterior declive y muerte, no sólo del generalísimo Francisco Franco, “Caudillo de España por la Gracia de Dios”, sino de una época que se apagaba con todas sus luces en el año 1975, y daba paso a una nación rejuvenecida tras los 40 años de letargo en la que la mantuvo el régimen mesopotámico del franquismo.

Así, el país íbero, pasó de un control monacal, a una vida liberal, sus ansias de su sensualidad, su irreverencia, dejando atrás con el desdén al orden y al mando de un tiempo aciago y trémulo, a otro desinhibido, temerario y despampanante, como quien pasa de la escritura cuneiforme al ordenador en una sola clase.

España salió en busca de su nuevo destino que tuvo una de sus mejores voces en la literatura de Francisco Umbral, cabecilla de esa nueva intelectualidad, en cierta medida influenciada por los escritores iconoclastas de la generación “Beat” norteamericana, con los ecos irreverentes del incomprendido movimiento hippie, y la intelectualidad del mayo francés, de pensamiento arrollador y deconstructivista. Toda una mezcla a la que Umbral colocó el factor altisonante de su nuevo verbo, caustico, líquido, pero sobretodo libre que le permitió escribir la mejor literatura de esa época.

Hubo un tiempo en que la prosa más respetada en España fue la de Francisco Umbral, y aunque La Noche que llegué al Café Gijón no es su mejor novela, según su propia opinión, es la que mejor habla de él, de su lenguaje, de su estilo. Cabalgando entre memorias y anécdotas a veces ciertas, otras elucubradas, muchas nacidas de  esa mixtura que surge a medio camino entre realidad y fantasía; pero también llena de esas frases perpetuas que están hechas para quedarse girando como un cometa errante en el espacio de las ideas. Habitadas por la indescifrable fantasmagoría que está detrás de su semántica y que lucha por manifestarse, en cada párrafo, la novela de Umbral teje dos leyendas, la del Café Gijón y la de él como el escritor que  se planteó como tarea reinventar la literatura moderna española, no sabemos si lo logró de un todo, pero por lo menos mostró el camino. Por eso “La Noche que llegué al Café Gijón” no sólo es un libro, también se trata de un país, de una época y de una literatura.

Pero el primer Madrid que nos presenta Umbral en su novela es el que sale a su paso cuando apenas es un recién llegado de provincias, es el Madrid de la década del 60, sobre lo que dice: “en ese entonces la ciudad era un resumen de muchas Españas”, y es allí en el Café Gijón frente a una máquina de escribir portátil Olivetti –hace lo que muchas veces admiró ver al notable Alonso Paso escribir sus comedias en medio de la osmosis cultural del café-, donde  emergen todas esas Españas que parecen converger en una sola de compleja metamorfosis revelada en cada escritura que aparece sobre la página en blanco.

El Madrid del Café Gijón, es la ciudad tomada por el ojo literario de Umbral, la que se reconstruye en la ascesis de su verbo, de quien ve en ella un perpetuo acto creativo, porque el Umbral que llega una noche al Café Gijón, está incapacitado de conocer alguna otra ciudad  es un joven febril marcado con el único propósito: hacerse escritor y hace de Madrid su mejor disculpa para escribir.

En ese tiempo el Café Gijón iba por las tardes, portátil en mano, aunque a escribir, otra a hacer que escribía. “La disyuntiva era estar en el Café, o en la puta calle”, dirá Umbral años después, al rememorar su recurrencia diaria de ir al Café Gijón. Claro en la calle lo esperaba el monólogo de la soledad y la intemperie. Elementos que entonces Umbral juzgó suficientes como para darles la espalda, refugiarse en un rincón de aquel café y alentarle a iniciar el camino que lo llevaría a escribir 120 libros. 

Pero hay una comprobatoria de lo afirmado por Heráclito una vez más, el Café Gijón ya no es el mismo, ha cambiado, es otro café, donde ya nadie nombra a Francisco Umbral, esa especie de dios demiurgo que le otorgó su existencia literaria y con ella, la posibilidad de hacerse metáfora de esa calle.

Platón decía que el transcurso del tiempo es la imagen en movimiento de la eternidad. Ese tiempo terminó por derrotar a Francisco Umbral, hoy ya no es centro de comentarios, porque pocos lo leen, menos aún preguntan por él.  De ir al Café Gijón y sentarse en una silla frente a la barra, o en una mesa compartida, y hacer un ejercicio de arqueología del ambiente, bastaría para palpar esa vieja identidad literaria con que nos embriagó Umbral y que hoy hay que ir a buscar bajo las piedras como si fuera un tesoro escondido.

Pero si algo alimentó Umbral conviviendo en el café Gijón fue su persistencia creadora. Siempre pasó a nado la única playa que conoció, a la que alcanzaba como un campeón en solitario. Era lo único que estaba facultado para hacer y hacerlo bien, incluso imitando a los dioses, porque literatura y utopía siempre van de la mano, buscando crear un espacio habitable ese del que hablaba Julio Cortázar, quien una vez entró en un bar de españoles en Estocolmo llamado Cronopios, y se enamoró tanto de esa palabra que la incorporó como concepto avant garde, librepensador, contestatario, inconforme, hedonista, al equipaje "pret a porte" de su literatura, algo de eso hizo Umbral con el Café Gijón.

El Café es ahora un monumento, una atracción turística. Hace poco leí un reportaje en un diario español, que refería que el espacio donde ahora se reúnen los escritores e intelectuales se limita a una sola mesa, y no van todos los días, quizás  los jueves y no es seguro. Por las noches dejó de ser el paso obligado de los trashumantes literarios, la metamorfosis de la metrópoli cambiante lo ha convertido 126 años después en un Bar de “Ambiente”. 

Ya no es necesario que alguien recuerde a Francisco Umbral, no hace falta ni nombrarlo en un lugar que ya no es el de él, donde ahora se cifra otra realidad. Poco importaría si mañana por la tarde lo vieran entrando de improviso con su elegancia estatuaria, su sempiterna bufanda alrededor del cuello, su cabello peinado al estilo de Serrat, su mirada despectiva a todo lo que no sea culto e intelectualmente elaborado. Su andar de dandi incomprendido. Su sorna hacia todo lo mal escrito.  El, quien cambió la sección de opinión del periodismo español, de la cual fue su mayor vedette, sería tomado por un personaje estrafalario, algo demodé, por aquello que pudiéramos llamar incomprensión del momento. Pero Francisco Umbral murió hace catorce años su segunda muerte, la definitiva. La primera tuvo cuando declinó su influencia como escritor y perdió su ascendencia sobre una juventud que ya no le interesaba oírle, y con ella, él empezó a desvanecerse, en esa segunda muerte que es la del Café Gijón que él inventó

sábado, 17 de octubre de 2015




171 años después: Nietzsche un filósofo

para pocos, pero necesitado por muchos

Nietzsche es un filósofo que suele generar dos actitudes  al leerlo, se forma parte de sus furibundos seguidores, o se  huye de él, ésta última siempre está conformada por quienes ven en él filósofo alemán al escritor cismático que decretó la muerte de Dios y consideran su obra una especie de Caja de Pandora, son los que nunca leen sus libros y si lo hacen  siempre tienen sentimiento de culpa.
 En realidad, Friedrich Nietzsche es el gran instaurador de una de las llamadas filosofías de las sospechas, es el gran deconstructor de la historia moderna, desde los albores de su nacimiento, a partir de cuyo análisis constituyó un pensamiento anti-ideal, que denominó nihilismo europeo. Nietzsche dinamitó todos los ídolos de la sociedad, no sólo al cristianismo con su famosa sentencia “Dios ha muerto”, sino esos otros conceptos de promesas idealistas que gravitan como grandes constelaciones en la mente colectiva: Democracia, Socialismo, proletario, anarquismo, civilización, razón ilustrada, progreso, liberalismo. Nociones a las que responsabilizó el haber colocado al hombre en un camino obnubilado y crepuscular, como parte de una cosmovisión ideal a la que –según Nietzsche – recurría la sociedad para evadir realidad y alejarlo de las duras experiencias de la vida. La vida en la tierra no debe importar, el verdadero reino está en los cielos, o, sacrifícate ahora  mañana el mundo será mejor y esta otra: cuando llegue la revolución todos seremos felices, nada será de nadie y todo será de todos, o de quien lo necesite, etcétera, etc. Para Nietzsche todo eso presupone que las mejores posibilidades del hombre siempre se encontraban más allá de su momento presente. Cada una exigía sacrificar aspectos de su vida, apelando a un futuro maravilloso como la patria y la revolución proletaria, con la promesa de establecer una sociedad más justa, sin clases y sin explotación, sin Estado. Puras promesas, lo que son.

Nietzsche consideraba que estos conceptos se fundamentaban en un sistema perverso de antagonismo artificioso: el más allá al aquí y el ahora; la sujeción de lo ideal a lo real. Su rebelión va contra una de estas grandes corrientes del pensamiento idealista que por siglos tuvieron dominando y condicionando la vida de los hombres, del rebaño de bípedos, influenciadas por las doctrinas del pensamiento milenarista: La esperanza de mil años de felicidad que llegará, algún día, en el mañana.
 Muchos teóricos ven en Nietzsche un nihilista laico, porque aún a pesar de su declaración radical contra “Todo”, pervivieron en sus planteamientos algunos ideales de la filosofía antigua, esa filosofía que tenía como propuesta principal mostrar un modo de vida y no la limitada enseñanza de una entelequia filosófica en las aulas universitarias. Entre las influencias que de algún modo marcaron al filósofo alemán en este sentido, figuran el estoicismo y el budismo, de los cuales además hereda la convicción de que el hombre debe vivir en la única dimensión real del tiempo: El presente. Siempre criticó el exceso de nostalgias por el pasado que nos mostraba la historia y el exceso de promesas futuras con las que estaban cargadas las propuestas idealistas, “porque nos alejan de la auténtica sabiduría, puesto que el pasado (que ya no es) y el futuro (que aún no es) son sólo formas que adopta la nada”.

Para Nietzsche es determinante desplazar los valores artificiales e inauténticos  que intentan preservarse a través de sus grandes “entelequias” destinadas a esclavizar a los pueblos, razón por la  que no guardan, ni tienen ningún propósito en elevar la conciencia del hombre y menos aún promover que éste manifieste la voluntad de poder en toda su expresión, sino todo lo contrario: esta valoración lo que busca es sujetarle la voluntad.  

De allí, que se plantee la necesidad de desplazarlos, al igual que el hombre terrenal, por decadente, esclavo y bípedo que se conforma con integrar un rebaño. Nietzsche tras decapitar a lo que él llama hombre terrenal, propone establecer en su lugar al Superhombre, el cual, según él, emergerá de la voluntad de vivir y de la plena consciencia de su voluntad de poder, eliminando así todo condicionamiento a la debilidad a lo que son llevados quienes albergan lo llamados “sentimientos inferiores”. Para Nietzsche, toda conducta o inclinación en la que predomine lo “sentimental”, pervierte y distorsiona la verdadera dimensión de la voluntad humana.

Nietzsche como dinamitero del pensamiento establecido no dejó nada en pie, todo lo hizo volar en pedazos, incluso la historia de la filosofía, los valores establecidos debían ser abolidos en pos de una nueva tabulación: Los valores morales, sustituidos por los valores naturales. La teoría del conocimiento por una tabulación de lo que serán las inclinaciones del nuevo hombre,  el Superhombre, en correspondencia con su  expresada voluntad de poder. La religión y las doctrinas metafísicas por el sistema del Eterno Retorno, todo ello con un único fin: la nueva historia y el nuevo Superhombre.

“El Superhombre es aquel en quien la voluntad de dominio se revela en toda su fuerza; es el que está situado verdaderamente más allá de la moral, el que tiene el valor de afirmar frente a la moral la virtú en el sentido del Renacimiento italiano. El Superhombre es el que vive en constante peligro, el que, por haberse desprendido de los productos de una cultura decadente, hace de su vida un esfuerzo y una lucha. Si el Superhombre tiene alguna moral, es la moral del señor, opuesta a la moral del esclavo”. 
 En el capítulo De la visión y el lenguaje de su libro, “Así hablaba Zaratrusta”, Nietzsche escribe sobre la existencia de un eterno presente prefigurado en la repetición infinita de las cosas. Es la teoría del Eterno Retorno que Nietzsche  promovió con rasgo de cientificidad histórica. Según esta teoría, cada momento se  repite de manera imperecedera, una y otra vez, y es lo que le otorga infinitud a todo momento presente. Para desmarcarse de los ideales esperanzadores, Nietzsche, encubrió esta teoría bajo el manto de lo profético, algo que está seguro va a ocurrir de la manera por él enunciada. Una vez más, encontramos a Nietzsche bebiendo de la fuente de la filosofía antigua: Así Hablaba Zaratrusta es un libro  -como casi la mayoría de los textos de Nietzsche- lleno de aforismos, redacción fragmentada y breve, tal como solían escribir los filósofos antiguos. Una manera de ejercer mayor efectismo en el lector, ya que el aforismo posee un valor “psicagógico” (persuasivo) que busca sumar al lector como adepto a la práctica de la idea que se expone.  Para Nietzsche sin duda se trataba de una técnica recurrente con la que le daba énfasis a su mensaje. ¿Cuál es la fuente que provee a Nietzsche de teoría del eterno retorno? El mito griego de Sísifo, del que nos da cuenta Homero en La Odisea. Sísifo fue un hombre que enfrentó como castigo en el Inframundo subir una gran roca por una pendiente, y luego dejarla rodar cuesta abajo, para luego ir por ella, subirla nuevamente, y dejarle caer, una y otra vez por toda la eternidad. “Ese es el eterno retorno, un quehacer inútil y sin fin –señala el investigador Julio Quesada de la Universidad de la Laguna en Tenerife (Islas Canarias), España-, ausencia de finalidad metafísica de la vida, subir y tirar la roca y volver a subir para que vuelva a caer eternamente, algo que no esconde ninguna teleología. Sísifo ha comprendido que los dioses lo han condenado al eterno retorno”. Ese acto repetitivo infinito parece estar animado por la misma voluntad inmanente descrita por Schopenhauer en el Mundo como Voluntad y representación, no conoce satisfacción, aburrimiento ni fatiga, lo suyo es representarse, lo mismo sucede con el eterno retorno donde lo propio es repetirse".
 ¿Qué nos deja el pensamiento de Nietzsche 175 años después? Todos los grandes movimientos de protesta que se dieron en el siglo XX contra el status quo, y  en contra de la dominación vertical de la sociedad, tuvieron como piedra angular la tabula raza, la desconstrucción que Nietzsche aplicó sobre los ídolos del idealismo social, que posteriormente en la década de los años 60, se personificaría en las protestas contra los rigorosos imperativos y controles que ejercía el Estado burgués como se expresó en el mayo 68 francés.
 Pero esa lucha no ha cesado. En la actualidad podemos considerar que los ídolos deconstruidos por Nietzsche cambiaron de rostro, se fusionaron en el principal ídolo de esta época: El Hiperconsumo, donde todo se convierte en mercancía ( política, libertad, amor, y religión), los falsos valores que ayer dinamitó el filósofo alemán pero que aún se resisten a caer de un todo, y de sus ruinas –como toda grieta antigua- salió eso que Marx llamó el monstruo de mil cabezas: La alienación, ante la que todos los hombres son esclavos, los únicos amos y libres ante ella son los librepensadores, los anarco-individualistas, los amos de sí mismos.

La alienación no sólo es una relación hombre-mercancía, lo más grave es que es una enfermedad mental, que cada día está siendo sobrealimentada porque las sociedades de hiperconsumo, sólo puede existir aplicando su modelo más puro: el de la adicción.

El mundo está regido por una competencia de mercado, el mercado en sí mismo evoluciona, ya no es lo que necesites, ahora el consumo se basa en la ´predictibilidad de lo que vas a consumir en una línea de tiempo. La técnica está al servicio de controlar los deseos más que del progreso, la libertad y la felicidad de los hombres.

175 años después del gran dinamitero de los valores culturales de Europa, y teórico del nihilismo alemán, nos preguntamos si no tenemos otra opción que retornar  la marcha, exactamente donde nos dejó Nietzsche. Dostoievski a quien Nietzsche admiró profundamente sentenció: “al haber muerto dios, será el ser humano el que ocupará su lugar de manera delirante, conduciéndonos hacia todos los peligros del totalitarismo”. Ese peligro del totalitarismo desembocó en el consumo compulsivo, estar consumiendo sin parar como el valor intrínseco de una vida feliz y llena de sentido. Para responder a esta premisa, el mercado de masas pone a disposición de los consumidores una renovación constante y voraz de los objetos y las cosas, ya no se trata de que sea la computadora o el móvil mejor o más funcional, sino que es el nuevo, el modelo que renueva al del año anterior.

El pensamiento de Nietzsche, el primer gran deconstructor de la sociedad moderna sigue tan vigente como el día que editó su primer libro. Es un autor que está condenado a que su pensamiento nos ilustre sobre los valores artificiosos y enajenantes que son los verdaderos tótems de nuestra sociedad. Aunque no baste releerlo, para ello también sea necesario identificarnos y ejercer la libertad individual, y apartarnos de aquello que Ethienne de la Boite en el siglo XVI, denominó “la servidumbre voluntaria”, o la esclavitud “confortable” a la que nos conduce la sociedad de hiperconsumo y sus valores fatuos.