lunes, 21 de noviembre de 2022

De infortunios y esperanzas


"El Bar de las Grandes Esperanzas", es una película con abundantes matices literarios, es palpable que detrás de la historia, la pluma de un escritor consagrado. Eso me pareció en un primer momento. A medida que avanzaba su proyección, en la cinta se iban desplegando algunas pistas que sin duda conducían a un virulento estilo novelesco, y en ningún momento su autor trató de disimularlo, todo lo contrario, lo dejó en evidencia, en frases como: "¿Sabes por qué Dios inventó a los escritores? Porque le encanta una buena historia. Y a él le importan un carajo las palabras. Las palabras son la cortina que hemos colgado entre él y nosotros mismos. Trate de no pensar en las palabras. No busques la frase perfecta. No hay tal cosa. Escribir es conjeturar. Cada oración es una conjetura educada, tanto para los lectores como para ti”.  

Además, estaba el hecho de que el bar se llama Dickens, lo que sin duda es un saludo para Charles Dickens y su novela ”Grandes Esperanzas", historia que guarda mucho paralelismo con el drama de la novela de Moehringer: El infortunio es la materia prima de la esperanza. En la novela de Dickens el protagonista es un niño llamado Pip, que padece todos los infortunios de un niño criado en la pobreza. En la de Moehringer, su protagonista es un niño llamado JR, que padece el infortunio existencial de querer pertenecer y sentir que no pertenece a nada, ni a nadie. Al final de la película esperé con atención que aparecieran los créditos de la película. Y enm efecto, el Bar de las Grandes Esperanzas, como se tituló la película en español, cuyo original en inglés es "The Tender Bar", era la versión cinematográfica de una novela de Moehringer, con tintes de las memorias autobiográficas de la infancia de su autor.

J.R es el apelativo del protagonista, igual al  de J.R Moehringer.  En la historia JR es un niño un tanto perturbado que vive en un hogar desfasado de Long Island, y que arrastra severos problemas de personalidad por haberse criado sin un hogar verdadero. Tras abandonarlo a él y su madre, ambos se ven en la necesidad de vivir en casa de los abuelos maternos. Obsesivo y maniático producto de una crianza inestable, con una madre neurasténica que siempre parece estar al límite de la cordura y de su existencia, JR atraviesa el vía crucis de su infancia.

Sus abuelos maternos son un par de viejos decadentes como todo el ambiente que los rodea, que no han logrado superar el menoscabo de sus cuerpos que les ha traído la vejez y, una creciente depresión por el sin sentido que encuentran en una vida que les señala el camino a la muerte-; es una casa donde hay todo un desfile de situaciones y personajes paradójicos, entre ellos destaca el Tío Charlie -coprotagonista-, quien funge como una suerte de reivindicador de la vida turbia de JR. El tío Charlie es el dueño del Bar Dickens, lugar que se convierte en el en el centro del peregrinaje existencial de JR, y es el portador de la voz y opiniones sensatas con la que trata de darle un sentido de verdadera existencia a JR.

En el Dickens JR, trata de responderse todas las preguntas que se ha hecho sobre su padre, de quien sólo sabe que trabajaba en la radio y que era una suerte de locutor y DJ, venido a menos. Su padre es el fantasma que lo habita, una voz que JR trata de atrapar de manera infructuosa explorando las emisoras el dial, sintonizando una radio tras otra. 

Pero es en el Dickens donde la vida cobra sentido para JR, tratando de encontrar las respuestas para la vida y sobre el hecho de ser hombre. Preguntas que tratará de responder escuchando y observando la gama de personajes que frecuentan el bar. Sobre todo hombres que le sirvan de referencia de ese mundo exterior y desconocido, eso que nombran allá afuera, o en la calle, que nunca  marca con precisión un lugar que se sepa exactamente dónde está, sino que es una especie de metáfora para nombrar la experiencia de vida, la sumatoria de la existencia, JR es un niño que trata de responder su relación con su mundo y descubre que sólo lo puede hacer desde la literatura, y a partir de allí fabrica su mayor sueño, llegar a ser escritor.

Es su tío Charlie quien lo alienta a seguir, quien trata de convencerlo de que está obligado a mirar más allá, de las cuatro calles del pueblo, y  le repite una y otra vez  que el verdadero éxito está fuera del Bar, lejos de todos ellos y lo que representa el poblado de Manhasset, que es el lugar donde viven y donde parece que el tiempo está en una burbuja, apartado de la realidad real. La vida de JR puede resumirse en la de un ser que vive en el desamparo, el desamparo de hallar una familia, un hogar legítimo, un sentido de la vida, y eso lo encontrará en la literatura, sabe que los personajes literarios están hechos de otra sustancia  

De Moehringer se ha ponderado su estilo de escribir biografías, sin duda es un periodista con una particular manera de escribir biografías dado su estilo narrativo que trae como estandarte un Premio Pulitzer. Una de sus técnicas es colocar a los lectores frente a textos con matices literarios que demuestran un profundo conocimiento de la estructura de los "tempos" de la prosa y de sus efectos que en conjunto suman un estilo excepcional ¿Cuál es la receta secreta de Moehringer? 

Simple, Moehringer escribe las biografías como si fueran crónicas periodísticas, con todos los recursos que implica escribir este género: primero, saca al historiador de la mesa de trabajo. Segundo, se queda a solas con el periodista. Tercero, invita al literato; así comienza el juego de la prosa, donde ambos, periodista y literato, se mecen por los aires como un par de trapecistas haciendo piruetas y saltos, mostrando lo mejor de su arte, el de volar sin alas, lo que pone de relieve con un tono novelesco que le permite hacerlo escribir la historia dentro del género más antiguo del lenguaje escrito, la crónica. 

En esencia ese es el esquema que predomina en las biografías de Moehringer, el resto como dijo J.L. Borges es literatura. Su estilo narrativo es postmoderno, en pasajes pareciera cercano al de Paul Auster, como exponente de esa técnica donde el escritor no deja en evidencia su intención al escribir, sino que la historia parece tener vida propia, fluye por sí misma. Técnica narrativa derivada de la de Anton Chejov, fabricar escenas cargadas de simplicidad, soportadas en una narrativa de la imagen, que discurren cuadro a cuadro a cuadro -tal como lo aconsejaba Tom Wolfe-, y el revestir a sus personajes de una naturalidad y sencillez hasta convertirlos en seres imprescindibles e inolvidables. 

En la novela clásica los personajes principales suelen ser representaciones de arquetipos, aunque presentados como individuos normales, los atributos de sus actuaciones están cifrados en una excepcional exhibición de virtudes, o bien marcados por el destino del héroe y la aventura -algo que los coloca más allá de la condición humana común-; sino se construyen desde el extremo de la maldad y la cobardía.  Siempre todo gira en torno a resaltar los rasgos del ancestral antagonismo entre los representantes arquetípicos del bien y del mal: el héroe, el villano, el santo, el malvado, el justo, el usurero. La novelística de Moehringer rompe con esos arquetipos -responde al esquema de la narrativa postmoderna-, el mismo concepto lo extiende a las biografías, la realidad real es la norma que prevalece, ante la que el lector se siente que es una parte extendida de su cotidianidad, como si ocurriera en el vecindario de al lado.

domingo, 13 de noviembre de 2022

 

El Miranda infinito de Carrillo


Mi nombre es Julio César Carrillo dijo el hombre a manera de presentación, cuando jaló la silla para sentarse en la mesa de la panadería donde yo tomaba café, con la lentitud contemplativa que a veces nos proporcionan las mañanas, un minuto antes había solicitado compartirla conmigo. Era un hombre nutrido en gestos humildes, vestía como las personas que con los años se han obligado a la vida sencilla, como si la merma de la juventud les produjera  una especie de  cansancio o hastío que les impidiera  transitar por los pasillos de la elegancia. Su rostro curtido hablaba de su pasado, de faenas del campo de sol a sol, y evidenciaba el desgaste bondadoso por las agujas del tiempo. Hablaba con un entrañable acento guaro que me recordó las viejas voces de algunos pobladores de mi infancia, de los valles del Turbio y de la tierra  rojiza de Quíbor. Tengo 72 años, acotó, en algún momento de nuestra conversación, con un gesto en el que se mezclaban ingenuidad y timidez y que comprendí lo había acompañado siempre. 

Julio César despachaba con fruición un enrollado dulce que mojaba dentro de su taza de café, entretanto yo atendía una llamada telefónica, en medio de la cual  pronuncié  la palabra ambigüedad, lo que bastó para que una vez que colgara el teléfono, mi  improvisado compañero de mesa me preguntara, disculpe doctor, pero esa palabra ambiguo a qué hace referencia exactamente. Sentí que esa pregunta  no venía sola, y que detrás de ella se escondía un puente de palabras, pero a esa hora yo le hacía fintas al aburrimiento, así que no esquivé su pregunta. Aunque primero fue necesario aclararle que yo no era ningún doctor, para luego derivar un poco en el carácter indeciso de la palabra ambigüedad, tan escurridiza como un pez en el agua. 

¿Si Usted no es doctor entonces que es? Preguntó. Periodista y escritor, le dije. A Julio César se le iluminó el rostro con el brillo sustantivo de esas miradas que sólo son posibles en las personas que se han dedicado a descubrir el mundo por sí mismos, sin jamás haber pisado una escuela. "Yo apenas estudié hasta segundo grado -esa frase la enarboló  con una amplia sonrisa que se dibujó en su cara con orgullo-. No tengo familia, sólo tenía mamá y murió cuando yo era muy pequeño, antes de morir ella me regaló a la familia de la finca donde trabajaba y ahí me crié solo. No se nada de nadie, nada, ni de papá, ni de hermanos, ni tíos, primos, nada". Tras escucharlo entonces entendí que ese lector que se había formado en Julio César -quien me confesó que su único tesoro eran sus libros- había fabricado al  escritor como quien diseña un artificio para que lo acompañe en la vida.

Nunca me casé, dijo, aunque compartí con muchas mujeres al final me quedé solo. Una vez le cortaba el cabello a un cliente -porque yo soy barbero de profesión-, a un doctor como usted, era psicólogo, y le pregunté a qué se debía eso, y él me respondió que esa era una opción de vida. Hubo una pausa de silencio, ambos nos concentramos en nuestros cafés. Me sentía escrutado por su mirada curiosa, como quien observa algo de su interés desde un horizonte lejano.
"Pues mire doctor ya le dije que soy escritor y quiero publicar un libro, insistió Julio César, a quien tras reiterarle mi protesta por su insistencia de colocarme el título doctoral, que además pronunciaba con cierto acento pantagruélico, convino en decirme, bien tranquilo si usted no lo es no importa, pero usted para mí será el doctor. Eso me lo dijo de manera llana, como si sus palabras estuvieran sincronizadas con la forma en que estaba sentado en la mesa, con los brazos alrededor del plato, un gesto afable que invitaba a la confidencialidad. 
"Yo aprendí a leer y escribir a los cipotazos, pero para mi leer es lo que más me gusta en esta vida, y digo lo mejor que me ha pasado; llevo más de veinte años escribiendo, cosas de aquí y de allá, tiempo en el que he colaborado con portales de opinión en internet y como articulista de periódicos y en algunos semanarios. Pero desde hace quince años que estoy escribiendo un libro sobre Francisco de Miranda, de ese libro es que quiero hablarle doctor -dijo- de ese tengo más de setenta páginas escritas".

La sola mención de Miranda hizo que Ambos nos extendieramos en nuestras respectivas impresiones sobre el personaje más genuino de la historia venezolana y que sobresalía de los otros porque era un universo en sí mismo. "Tengo veintidós libros sobre Miranda, entre ellos varios de su diario personal la Colombeia." Eso nos bastó para seguir prolongando el diálogo de esa mañana, adentrándonos en ese laberinto de vida que es Miranda. 

Sin embargo, cuando nombró la Colombeia, no pude dejar de hacerle la observación de que yo tuve 27 tomos de ese diario. Dado que en mi época de novel reportero en Caracas, me tocó hacer la cobertura noticiosa de la Presidencia de la República, y descubrí que ese Despacho tenía a su cargo la publicación de la Colombeia, la recopilación de los diarios de Francisco de Miranda recuperados por la Nación en una subasta en Londres. Hasta la fecha que yo hice el recuento se habían editado 27 tomos que se estaban distribuyendo a las bibliotecas del país y en ese entonces logré que me donaran una de esas colecciones.  Esos libros no creo sean muy comunes por aquí -dije-, y le acote esa Colombeia se la había regalado a un amigo hacía unos años cuando me fui a vivir al exterior. 
-¿Dondé la consiguió ? Pregunté-. 
-Mire doctor son quince tomos y me los regaló un vendedor callejero de libros usados -respondió -, de esos que están por las aceras, quien viendo mi interés en esos libros cada vez que yo pasaba por ahí, un día me dijo llevate esos libros chico, pesan mucho para yo estarlos llevando y trayendo, además nadie me los va comprar.  Eso sí, te los regalo si te los llevas hoy mismo, te los doy porque esos me los vendió un carajo por tres lochas.
-Y usted los ha revisado bien -pregunté. 
-Están como nuevos -contestó Carrillo. 
No sé porque en ese momento pensé que esos eran mis libros, y que mi amigo se había visto en la necesidad de venderlos por alguna crisis económica transitoria; y le pregunté a Carrillo, sino se había fijado si esos libros tenían algún sello con el nombre de alguien en alguna parte.
-Déjeme decirle que sí doctor,  abajo en el lomo, tienen un sello con el nombre de Douglas González.
-Esos son mis libros Carrillo -le dije-,  yo soy Douglas González.
-No puede ser. Yo tengo los libros que eran suyos doctor, los que usted le regaló a su amigo?
-Sí Carrillo, al parecer él prefirió venderlos que leerlos, frase que no pude evitar fuera acompañada por una risa sonora.
-Qué tipo tan loco -dijo Carrillo viéndome con asombro-, lo que botó para la calle fue oro puro.

El saber que tenía unos libros que alguna vez fueron míos le amplió la brecha de confianza a Carrillo, quien me expuso, "mi historia de Miranda es distinta, es poética, a veces relata historias pero siempre desemboca en lo apologético". 
Imaginé el estilo de Carrillo, lleno de alabanzas, con visiones de héroe homérico sobre Miranda, en medio de un verbo vehemente, dando cuentas de todas las acciones del generalísimo. 
-Por eso le digo doctor, mi  Miranda es distinto -dijo-, no se parece a ninguno; es una exaltación, un canto donde trato de recoger todas las imágenes existentes en la conciencia nacional sobre el precursor de la independencia.
-Entiendo muy bien lo que usted dice -respondí.

Me enseñó un par de libros que según él eran reveladores sobre Miranda y que cargaba atajados en una carpeta llena de papeles. El correr de la mañana fue disipando el diálogo poco a poco hasta que despedimos justo cuando Carrillo terminó su café.
 
Lo vi perderse al fondo de la calle de su cotidianidad con su carpeta bajo el brazo llena de trazos de su biografía infinita sobre Francisco de Miranda, escrita por ese entusiasta poeta en el que se había convertido, quien partiendo desde lo elegíaco había encontrado el único lenguaje que podía remitir la grandeza del héroe que tanto admiraba, "desde la poesía de voz encumbrada, única manera de escribir algo a la altura de ese personaje tan universal", como el mismo me dijo. 
Estoy seguro que día a día la poesía de Carrillo irá sumando versos y metáforas en su quehacer de reconstruir con el lenguaje de los dioses la vida de Francisco de Miranda, el americano más universal .

Douglas González  ©copyright