domingo, 15 de julio de 2018




Esa ridiculez llamada lenguaje inclusivo




La única evidencia real de lo que somos como civilización está en el lenguaje, el código de la creación y el arca de la memoria humana. Nunca la lengua española estuvo tan amenazada por una lluvia ácida como ahora, tras la propuesta de la vicepresidenta del gobierno español, y militante de izquierda Carmen Calvo, con eso de impulsar una reforma para adecuar el texto de la Constitución Española al lenguaje inclusivo, para lo que se le ha solicitado estudio a la Real Academia Española del Lenguaje, y de prosperar, tendría hondas repercusiones en todos los países hispanohablantes. El argumento de Calvo no es semántico, ni responde a una inquietud filológica, para ella es un asunto de estrechez económica, evitar repeticiones sintácticas que según ella, complican la lectura y redacción de los textos, flojera mental, indudable. 

Calvo es archiconocida por ser una ayatola feminista, inquisidora de todo aquello que sospechosamente le huela a supremacía varonil, tan así que se opone al concepto sublime del amor y  le ha declarado la guerra señalando que el amor romántico es un ejercicio de machismo, quizás influenciada por la serie “The Handmaid´s tales”,  piense que  la cúpula no debe ser placentera sino que debe limitarse, victorianamente (cultura sexual del siglo XIX) a ser reproductiva, no sería de extrañar que pronto proponga decretar el fin de la felicidad estremecida de los orgasmos.

El problema de los ayatolas de izquierda, como la Calvo y sus seguidores, es que están atrapados en su propia ideología, por eso jamás han encontrado la forma de combatir la sociedad existente sin apelar a propuestas o salidas totalitarias.  Las revoluciones buscan destruir todo lo burgués, pero no para liberar al hombre, sino para encadenarlo de la peor manera. Incapaces de manejar la realidad, tal como es, pretenden tomar por asalto el lenguaje, donde ésta se describe, valora y contiene. ¿Habrá menos males? ¿El ser humano será mejor?

El lenguaje inclusivo es una estupidez, y la Calvo, la peor ministra de cultura que ha tenido España, por su evidente incultura, de manera supina evalúa algo que no conoce, ni sabe el alcance de lo que pretende hacer. Ignora que las palabras son signos con los que nombramos la realidad. Pero las palabras hablan de las palabras no de las cosas. De hecho, las cosas no son lo que son, en realidad son lo que hablamos de ellas. Cuando hablamos seleccionamos un signo que creemos expresa mejor a nivel de su contenido lo que queremos significar. El lenguaje no se genera espontáneamente, ni en automático –lean al filósofo del lenguaje Jacques Derridá-, es un proceso de decantación, elegimos palabras y desechamos otras, excluimos lo que no nos parece o nos suena a lugar común. Siempre estamos seleccionando un significante en detrimento de otros.

Hablar de lenguaje inclusivo es una falsedad, algo burdo. Subvertir el lenguaje es atentar contra nuestro código diferencial como especie, porque él es el que nos permite auto-crearnos y definirnos, cuyos significados son abstracciones, la vanguardia del pensamiento. Nada escapa del lenguaje. El hombre aborda lo real a través de él, nombra el mundo y le da sentido. ¿Qué pretenden dejarnos en lo básico? Porque el lenguaje inclusivo sirve para bípedos y para aquellos que ostentan mentalidad lumpen. Imaginemos leer Don Quijote aplicándole el desdoblamiento de todos los sustantivos originales del texto en su forma masculina y femenina, una total aberración. Lo tragicómico es que algunos líderes erráticos de la izquierda continental, ya le hacen seguidilla a esta propuesta. Ya oímos por ahí a Evo Morales utilizar el lenguaje inclusivo en algunas declaraciones. En el mismo tenor, Daniel Ortega, a lo que se suma el dantesco “compañere” (a manera de integrar los sustantivos compañero y compañera en uno solo), que viene utilizando de manera muy desdichada la señora Michele Bachelet.  

jueves, 5 de julio de 2018



Carta de un Premio Nobel

De Fernando Pessoa he considerado imprescindible El Libro del Desosiego, que reúne una serie de aforismos que escribió bajo el influjo de uno de esos tantos hombres que en momentos fue, y los que nombró con sus heteronóminos,cada uno dotado de sus alegrías y sus desdichas, de incertidumbres y de una lúcida filosofía, como suelen hacerlo los poetas insomnes, navegantes de ese mar de inquietudes en el que solía sumergirse ese que se llamó Bernardo Soarez, pero que en momentos también fue Ricardo Reis, en otros Alberto Caeiro o Álvaro de Campos, pero que en esencia siempre volvía a ser Fernando Pessoa.

Ese libro, dotado de una prosa impecable, impregnado de una atmósfera de quietud reflexiva que le da albergue a una serenidad en la que la cumplida rutina diaria y la contemplación de ese mundo de menudencias, en su ir y venir de la oficina, pareciera contener todos los anhelos de la existencia. 

Embriagado por la prosa del libro del desasosiego, escribí el cuento “La Fiesta de la Señora”, un texto en homenaje a la palabra y al estilo pessoniano, y a su eco verbal de gente educada de la década de los 30 del siglo pasado, con su lenguaje culto y demorado en su predominante decencia. Siempre he sentido algo especial por ese cuento, dudo que esté entre los mejores que he escrito, pero sí creo que tiene una especial resonancia y es el que más he dado a leer a mis amigos poseedores de la condición crítica sobre un texto.

Cuando terminé de escribir La Fiesta de la Señora, y con los efectos de quien ha tenido una resaca, que me dejó lleno de dudas y no menos vacilaciones, escribí una carta a José Saramago, premio Nobel de literatura 1998, por cuya obra siempre he tenido gran afecto y aprecio –es la única carta que he escrito a un escritor consagrado en mi vida-, en la que le expuse mis inquietudes sobre mi quehacer como narrador y mi decisión de dedicarme de manera mucho más formal a la literatura. Esa carta la acompañé con una copia del cuento La Fiesta de la Señora, ambas se las envié a su dirección en Lanzarote, islas Canarias en España, en la que también mencioné otros proyectos literarios que me embargaban en ese momento. Transcurría el mes de mayo del 2008 según recuerdo, lo hice sin tener la mínima certeza de una respuesta, pero si convencido que necesitaba una apreciación mucho más real y definitiva que los elogios de unos amigos. Y como un jugador que lanza su última carta, dejé en la respuesta de Saramago si debía continuar con mi oficio de escribir.

Una mañana decembrina, cuando la carta enviada a Saramago ya se había convertido en una anécdota, apareció en mi buzón de correo la respuesta del Premio Nobel; habían transcurrido siete meses, un texto muy breve pero contestó dando cuenta de haber leído con atención mi carta y también el cuento. En la que dijo:

Escriba, nunca deje de hacerlo. Disfruté los logros de su cuento, en él usted me paseó por la calle de Los Doradores y me asomó por una ventana hecha de palabras por donde pude ver los rostros, los paisajes y los ambientes, los nombres y los sonidos de ese tiempo remoto que fue el mundo de Bernardo Soarez, que Fernando Pessoa construyó para él. Usted me he permitido reconocer una mudanza en los rasgos inéditos de su personalidad que estoy seguro serán una revelación para cada lector. Mi mejor consejo es escriba, manténgase escribiendo que usted lo logrará. 

Y eso he hecho.

lunes, 2 de julio de 2018



La dictadura del bisturí

La belleza de la mujer venezolana cedió su territorio que siempre mostró una amplia diversidad  estética, a la fabricada impostura del bisturí. Venezuela es el país latinoamericano mayor exportador de mises y donde se rinde culto a la belleza femenina, y donde la mayoría de las mujeres no están dispuestas a pensarlo dos veces antes de ir a una mesa de operaciones buscando lucir las medidas estándar que acerquen su imagen a la de una Miss Venezuela.  Al principio, buscaban realzarse las lolas, otras, las más exigentes pagaban para lucir como la vedette Diosa Canales (clase C),  Jennifer López (clase B) o  Kim Kardashian (clase A).

Cada día son más las que calcan la belleza en una mesa de operaciones. Ya no se trata de mejorar la apariencia, sino de aumentarse los atributos, un ponme más aquí o quítame más acá. Perfeccionar la medida de sus senos, con implantes, y la compactación de su cintura aplicando la liposucción. Porque en este nuevo código estético hacerse de una cinturita de avispa es uno de los rangos del orgullo, para lo que hasta las más atrevidas, le quitan a su esternón la última costilla de lado y  lado.

El bisturí ha violentado la genética, con la consecuencia de que la mujer  venezolana pareciera ser producida en serie, todas se ven genéricamente iguales, con las mismas dimensiones, medidas y formas. Todas tienen operadas las lolas con igual resultado, realzadas con prótesis postizas, que parecieran tener una medida mínima de “bra” aceptable en 36C. El pompi, con igual suerte, reacomodado, o rearmado, con igual relevancia y su consabida cinturita. La vestimenta no escapa de ese serial, toda la indumentaria se repite solo: tops o franelas cortas, vestiditos, jeans ultrapegaditos al cuerpo, zapatos con plataforma y tacón alto, que realcen la figura y su caminar amenazante que si te detienes a verlas mucho tiempo pueden secarte hasta la última gota del humor vítreo  y vaciarte el arco de tus pupilas. 

Así te las consigues por todos lados,  un modelo multiplicado mil veces,  en el gimnasio, en la playa, en el café, en los centros comerciales, en los restaurantes. La belleza dejó de ser un atributo único para pasar a ser un producto más del mercado, sólo se necesita tener el dinero y el bisturí hará lo demás.

En Venezuela, el país más hedonista del Continente, donde todo se festeja y derrochamos placer por cualquier cosa, donde se le pone nombre propio y se le asigna un concepto a todo lo que aparezca como novedoso, a esta versión tunning de la mujer venezolana, la que forma parte de  la base piramidal de su estilo,  se le conoce como estilo loba, por todo lo que contempla su lenguaje corporal relevantes atributos, acentuadas curvas,  lo sinuoso de sus movimientos capaces de despertar en un solo estallido todos los instintos, lo seductor de su vestir;  siempre a la caza de la atención de su entorno; misteriosa, cauta y calculadora en sus aproximaciones, y en apariencia indomesticable. La mujer como extensión del uso del bisturí más que sus atributos exhibe la insondable apariencia de una fabricada belleza.