sábado, 13 de febrero de 2021

 

Sentido común



El poeta portugués Fernando Pessoa, señaló con gran lucidez una frase que de tanto releerla, pensarla y verificar su comprobación he hecho mía: “Hay metáforas más reales que las personas que pasan por la calle. Hay imágenes en los rincones de los libros que viven más nitidamente que muchos hombres y mujeres. Hay frases literarias que tienen una personalidad absolutamente humana". Más que poeta Pessoa se revela en el Libro del Desasosiego como un consagrado escritor dotado de un altísimo sentido común.

Leyendo a Pessoa descubro que en lo personal, a medida que pasa el tiempo y éste se hace más angosto, voy encontrando elementos e ideas comunes que me identifican con él. Al igual que Pessoa, he renunciado a la exigencia de querer por obligación. Querer para mi es una elección, y como señaló el poeta jamás debemos querer por lazos filiales, herencia o amistad, mucho menos vecindad o costumbre. Todos esos nexos para mi son ajenos, porque toda elección comprende un acto de libertad.

Renuncio a la comprensión ajena, sentenció el poeta portugués, hoy comprendo el celo de Pessoa, la compresión es algo que nunca viene solo, llega junto a una arrolladora e inútil verborrea, palabra vacía, predecible, repetitiva y quizás muy cursi, si hay algo a lo que temo mucho es a la cursilería en cualquiera de sus facetas, tanto como al lugar común, porque no hay nada mas aterrador que una persona cursi en el uso de la palabra.

Mis lealtades son como las de Pessoa, estrictamente literarias.

 

Siempre hay que regresar a Comala


Juan Rulfo es uno de esos escritores que estamos condenados a llevar con nosotros por toda una eternidad. Su cincelada persistencia en la creación de esa atmósfera única con que cubre todo bajo un manto de ambigüedad, nos permite mirar esa línea del ultramundo que prescinde del espacio y del tiempo, donde vivos y muertos deambulan sin diferenciar quién está de un lado y cuál del otro.

Se entrecruzan, dialogan, sin que el lector nunca pueda comprobar esa diferencia, y sin que esta valoración sea  imprescindible para  tener la certeza irrevocable de saber a qué mundo pertenece uno o el otro, porque está abierto el horizonte aparente, ese que pareciera estar entre los dos mundos y no está en ninguno.

El lenguaje de Rulfo remite al cine, sus personajes son parcos de gestos y distantes, sus palabras parecen cargar sobre sí el nimbo misterioso de las cosas sin arraigo, que pueden desaparecer en cualquier momento. Parecen girar en torno a un centro místico al que vamos destinados todos los hombres condenados a ser.

Hay una economía del verbo. Los diálogos son breves y puntuales, sin divagaciones, lo que permite que todo el peso narrativo descanse en la descripción de sus movimientos, de las cosas que ven, de como la perciben y piensan, con apenas palabras. La descripción de Rulfo parece encuadrar la lente de una cámara que va en barreno, recogiendo cada detalle, nítido e impecable, y que el lector llega a sentir como si esa historia se estuviera proyectando frente a él en una pantalla de cine.

Comala es un pueblo habitado por la soledad y un viento que parece ser en realidad un puente entre difuntos. Allá llega Juan Preciado, quien desde un primer momento hasta el día de su muerte es abordado por el tejido de las almas muertas que lo rodean. Sabe que están ahí, incluso que esos ojos prestados del más allá no lo pierden de vista, lo ven por las oscuras rendijas de puertas y ventanas desvencijadas que más nunca se han abierto desde su abandono. Comala también puede ser una especie de purgatorio, o uno de los nueve círculos infernales descritos por Dante en la Divina Comedia. “Toqué la puerta; pero en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto”.

Ha sido mi experiencia en los talleres de Escritura Creativa que con Juan Rulfo topa el mayor número de alumnos. Luvina, Diles que no me maten  y fragmentos de su novela Pedro Páramo son los textos de Rulfo que siempre incluyo, y son los responsables de las mayores deserciones, ataques de pánico ante el monitor en blanco, o del comentario profe no puedo con esto.

Hubo un caso notable de una alumna, paciente psiquiátrica (nunca lo confesó) que según lo que diría tiempo después volvió al manicomio tras obsesionarse con muertos y aparecidos con los que conectó luego de leer Luvina, y escribir la práctica del taller. Cuento al que le agarró aversión porque decía que estaba habitado por muertos oscuros que la perseguían y veía salir por todos lados. Así me lo hizo saber en una visita intempestiva en la que se presentó al Taller, tras ser dada de alta de su última temporada en el psiquiátrico.

En Comala detrás de las palabras de Rulfo hay como un susurro del más allá que casi nunca llega a ser una voz, apenas es un señuelo, como el manto de esa suerte de hechizo que cubre su novela de principio a fin.

La densidad de la muerte está ahí, en Comala, por eso siempre regresamos a ese tramo novelesco del no-ser, a la Comala de Rulfo, donde comienza el otro lado del mundo, algo que Juan Preciado descubre tarde, cuando ya está viviendo entre las almas muertas que lo han rodeado hasta el desasosiego desde el día que llegó: “Hacía tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo. Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”.

Siempre hay que regresar a Comala, aunque sea para verle la cara a la muerte.

 La Generación Beat

 


Sus integrantes Jack Kerouac, Allen Ginsberg y William Burroughs, se han convertido en escritores de culto. Llamarlos outrsiders- donde se dan la mano con Henry Mille su gran antecesor-, vale para condensar su naturaleza anti-sistema, inconforme, iconoclasta y contestataria; cualquier concepto puede esgrimirse, pero sin duda ninguno es suficiente, a la hora de definir una generación de jóvenes escritores que protagonizaron el hecho cultural mas relevante en la década de los años 50, en los Estados Unidos y que marcaron una definitiva influencia literaria, poniendo de cabeza los valores del american way of life.

De Burroughs y Keruac he bebido del agua de su hidromiel, algo soltamos, algo se nos despoja con cada lectura. En algún momento tras terminar de leer un libro de Kerouac se lo daba a mi hija Oriana quien es artista plástico, para que alimentara su espíritu libertario, siempre veo, con secreta satisfacción, algún gesto beat en ella y en lo que hace.

En lo personal comparo la literatura Beatnik, con el jazz, por la polirrítmia que posee, el uso de los contratiempos,  la síncopa que como en la melodía va acentuando los tiempos débiles del compás. En los textos beat, acentúan lo que el estabilishment considera condenable, los aspetos débiles del individuo que se plantean la vida como una accion de libertad y que están negados a seguir una vida inspirada en los modelos y recetas que nos provee la sociedad de masas a través de las pautas del marketting.

Kerouac, es el autor de ese maravilloso escondrijo narrativo que es la novela, "En el camino", y en este articulo da las claves sobre el movimiento que abanderó.

El texto que sigue fue escrito por Jack Kerouac para la revista "Esquire" en 1958, y forma parte del libro "La filosofía de la Generación Beat".

"No fue más que una idea que se nos ocurrió".

"La Generación Beat fue una visión que tuvimos John Clellon Holmes 67 y yo, y Allen Ginsberg más salvajemente todavía, hacia fines de los años cuarenta, de una generación de hipsters locos e iluminados, que aparecieron de pronto y empezaron a errar por los caminos de América, graves, indiscretos, haciendo dedo, harapientos, beatíficos, hermosos, de una fea belleza beat —fue una visión que tuvimos cuando oímos la palabra beat en las esquinas de Times Square y en el Village, y en los centros de otras ciudades en las noches de la América de la posguerra —beat quería decir derrotado y marginado pero a la vez colmado de una convicción muy intensa.

Llegamos incluso a escuchar a los viejos Padres Hipsters de 1910 usar la palabra en ese mismo sentido, con una entonación melancólica.

Nunca aludió a la delincuencia juvenil; nombraba personajes de una espiritualidad singular que, en lugar de andar en grupo, eran Bartlebies solitarios que contemplan el mundo desde el otro lado de la vidriera muerta de nuestra civilización.

Los héroes subterráneos que se salieron de la maquinaria de la “libertad” de Occidente y empezaron a tomar drogas, descubrieron el bop, tuvieron iluminaciones interiores, experimentaron el “desajuste de todos los sentidos”, hablaban en una lengua extraña, eran pobres y alegres, fueron profetas de un nuevo estilo de la cultura estadounidense, un estilo nuevo (creíamos) completamente libre de influencias europeas (a diferencia de la Generación Perdida), un reencantamiento del mundo.

Algo parecido pasaba casi al mismo tiempo en la Francia de posguerra de Sartre y Genet, algo sabíamos de eso. Pero en cuanto a la existencia de la Generación Beat, no fue verdaderamente más que una idea que se nos ocurrió. Nos quedábamos despiertos todo el día, las veinticuatro horas, y poníamos discos de Wardell Gray, Lester Young, Dexter Gordon, Willis Jackson, Lennie Tristano y los demás, un disco tras otro, y hablábamos incansablemente de ese aire nuevo que sentíamos en la calle.

Escribíamos relatos sobre los santos negros del jazz que hacían dedo por Iowa con sus instrumentos y grabaciones y llevaban el mensaje secreto del hálito, de la respiración a otras costas, otras ciudades, a semejanza de un auténtico Walter el Indigente que liderara una invisible Primera Cruzada.

 Teníamos nuestros propios héroes, nuestros propios místicos, escribíamos novelas sobre ellos, las cantábamos, y componíamos larguísimas odas a los “ángeles” nuevos de la América subterránea.

Quedaban en realidad un puñado de esos hips, de esos tipos con verdadero swing, y lo que hubo antes se extinguió velozmente en la Guerra de Corea (y después) cuando emergió en los Estados Unidos una especie novedosa de eficiencia; puede haber sido la consecuencia de la universalización de la televisión y nada más (la Política del Control Policial Total de los oficiales de la “paz” de Dragnet), pero después de 1950 los fantasmas beat decayeron y se desvanecieron en cárceles y manicomios o quedaron confinados en la vergüenza de un conformismo silencioso; la generación misma fue efímera y muy pequeña.

Pero no tendría ningún sentido escribir todo esto si no fuera igualmente cierto que, por un raro milagro de la metamorfosis, la juventud de la posguerra se reveló también beat y adoptó sus gestos; pronto se lo vio en todas partes, el nuevo estilo, el desaliño y la actitud indiferentes; por fin llegó al cine (James Dean) y a la televisión; los arreglos de bop que había sido el éxtasis musical secreto del ánimo contemplativo beat empezaron a escucharse en los fosos de todas las orquestas y de todas las partituras (las obras de Neal Hefti.

Para no hablar de las piezas de Basie), esas visiones del bop pasaron a ser propiedad común del mundo de la cultura popular y comercial; el uso de nuestras palabras (palabras como “crazy”, “hungup” o “go”) se volvieron familiares y entraron en el uso común; el consumo de drogas ganó una legitimación oficial (sedantes y todo lo demás); e incluso el vestuario de los hipsters beat se abrió paso en la nueva juventud del rock ‘n’ roll.