domingo, 19 de marzo de 2023

 

Una familia para alquilar


Una familia para alquilar precio a convenir, más que un aviso clasificado puede tomarse como un acto-reflejo del instinto de supervivencia, sobre todo porque con el trata de hacerle mella a la desesperación, que amenaza echarnos el mundo encima, y dejarnos hecho un hoyo en medio del espanto de las alucinaciones.

Pero también pudiera ser el espejo de dos caras de una misma vida, un espejo hecho de palabras. Si, es que es con palabras que uno se expurga,  lo que va llevando por dentro. Y poder decir como la letra del viejo bolero, tender al Sol, lo que hasta ese día fue -antes de ser palabras-: alma, vida y corazón.

Juro que busqué frases menos cursis, pero este es un texto cargado de blasfemia contra la palabra, ninguna de las que están escritas aquí sobrevivirán tres aguaceros, y para no hacerlo más kisch, les ahorraré lo del último gesto de un bohemio por una reina, pero he decretado la expulsión de estas letras las palabras: nostalgia, eternidad, estrellas, amor, besos, olvido, pena, corazón, labios, piel, poema, entre otras.

¿Cargos en su contra? Prostitución continúa y sostenida. Oferta Ilusoria y estafa agravada. Al final cito la frase más lúcida, que escribió Dante en la Divina Comedia,  cuando decidió peregrinar por el infierno, y que estaba escrita en letras grandes en el patio de aquél burdel:  “En el medio del camino de la vida / me encontré en una selva oscura, / porque la recta vía había perdido”.

Yo también era ese hombre, lo único que esta vez la selva oscura, volvía a tener cara de mujer.  

¿Pero por qué hablar de un solo hombre? Cuando mi voz pudiera ser la voz de los miles que hoy están sometidos a la terrible dictadura con matices de sacrificado peregrinaje existencial de tener una familia sin rango de pertenencia, es decir, ser padre de familia y vivir como un pendejo anónimo, sin ser tomado en cuenta y cuando lo hacen siempre es para ser señalado como el saboteador de turno: “Coño mamá para que le dijiste a mi papá….qué ladilla pana ahora no me va a dejar ir” o una de las más comunes: “No le digas nada a mi papá porque sabes que en materia de necesidades decide con treinta años de atraso”. Con el tiempo vemos que nuestros hijos se acercan a nosotros cautelosos y con temor, sólo para pedirnos dinero; el resto del tiempo pasan caminando rápido frente a nosotros, sin mirarnos, nos evitan a toda costa, no toleran quedarse a solas con nosotros, y si eso ocurre  ponen cara de terror y huyen enseguida. Porque sé que la exacta medida del resentimiento femenino llegado a cierta edad madura de cultivo, se activa a través de los hijos, son el vehículo que ellas tienen para mantener abiertas nuestras heridas nuestras susceptibilidades, para desquitarse, para tomar revancha y si se te ocurre apelar a la conmiseración de ellas, el diálogo se puede convertir en un gancho al hígado de nuestras esperanzas:

-Bueno mujer y no le vas a decir nada, yo soy su papá dile que no me hable así. 

Y ella, siempre terminará apelando al pasado para hacer ver como “tabla”, una  el encubrimiento de nuestra premeditada derrota. 

-Y quién te decía a ti algo –responderá con ímpetu y peor aún si lo hace con los veinticuatro rollos de peluquería enroscados en su cabeza-, cuando los viernes yo te esperaba como una pendeja arregladita para que saliéramos aunque fuera a la tasca de la esquina y pasaban, y pasaban las horas y tú nunca llegabas, y cuando aparecías, era vuelto mierda y hediondo a puta de algún bar de mala muerte ¿a quién le decía yo que te pusiera reparo?

-Pero mujer eso pasó hace veinte años – apela uno tratando de persuadirla.

-No seas tú tan pendejo, para mí eso pasó ayer. -Si en ese momento pela los ojos desorbitados como Margot, pone su peor cara y empieza a mirar a su alrededor con cierto desespero, es mejor abandonar el ring, porque en los siguientes treinta segundos algún objeto puede volar por los aires directamente hacia nuestra cabeza. 

Ya persuadidos, liquidados y balbuciantes ante la victoria de nuestro eventual oponente. No nos queda otra que ir derechito al cuarto prender el televisor y escapar con nuestra imaginación por esa ventana de vidrio que en esos casos no te cura, ni te salva, pero te facilita cierta condición de anonimato, aunque terminas convertido en un organismo del período Criptozoico.

Pero dejemos esas viejas consideraciones del resentimientos a un lado, y vamos a centrarnos en ese hombre que soy yo, Eliseo Machado Candem, un viejo profesor de biología en situación de retiro, que siempre lamentaré que Mendel me cayera mal, que tuviera muy poca vocación por la genética y más aún que para nada tuve presente las leyes relativas al genoma humano cuando me enamoré de Esther, sino se me hubieran encendido las alarmas cuando conocí a su familia.

¿Familia? Es una palabra que me suena, como la propiedad onomatopéyica de la naturaleza del desastre, con la sola mención de su sustantivo: Bueno mi ¡familia! Si, esa misma, cuyo epicentro es la casa habitada por el matrimonio Machado Fanuquio junto a su prole. 

De eso se trata esta historia, y sobre todo, de la particularísima razón del por qué he decidido ponerla en alquiler. Lo cual no la dejará desprovista de seguir siendo toda, todita mía. Es decir, la medida de mis afectos, el centro donde seguirán convergiendo todas las dimensiones de mis sentimientos, así como también el Gólgota donde día a día se  crucifican los sueños y esperanzas de patter famili. 

Algo debe apuntarse cuando hablamos de sentimientos, si nos referimos a esos que nos atacan cuando tenemos la guardia baja. Llegan convocados sin previo aviso, filtrados entre los gestos que a diario intercambiamos entre las cuatro paredes de nuestro hogar. Y como casi siempre, dan paso a los interminables diálogos espirales de pareja, a ratos de familia o de tuti li mundi, que es cuando los demás terminan por sumarse a la discusión. Claro está, al final cada quien va tomando partido, no hacia un lado o hacia el otro, porque aquí todos como ya he apuntado se quedaban de un solo lado, del lado de la madre. Quizás porque desde chiquitos ella también los adoctrinó con ese cursilísimo sofisma feminista con que las mujeres nos han jodido toda la vida, eso de que madre es madre y padre es cualquiera.

Pero también es una convocatoria del verbo en desgracia, por todos esos diálogos de ayer y que hoy resuenan interminables, inconclusos y que en ociosa clasificación pudiéramos denominar: diálogos cotidianos, comunes, intrascendentes, tristes, cómicos, graves, afectuosos, conciliadores, sentimentales; diálogos rotos, de mea culpa, de salvación que son esos que llegan llenos de frases repletas de ese musgo aterciopelado y suave del que a veces están revestidas esas cosas efímeras que salen por nuestras gargantas, y que abonan el terreno de la emoción instantánea aunque nos haga sentir el ser más estúpido, sentimentaloide y  lagrimón sobre la Tierra, y que por lo general tienen una letra con denso sabor a rokola.

A mí siempre me pasaba, quizá porque algunas veces cuando las aguas se estaban saliendo de su cauce, me iba directo al tocadiscos y ponía para mí solito aquel bolero de Celio González con la Sonora Matancera, “Quémame los ojos”, canción con la que yo intentaba telegrafiarle a Esther, mi esposa, mis más profunda pena, que yo estaba sufriendo, a ver si le conmovía un poco el alma, que siempre sospeché la tenía en estado zombie, pero jamás se compadeció de mí.  Yo me escondía detrás del  compás de la música y de esa letra que contaba lo jodidamente que yo estaba:

Deja que tus ojos me vuelvan a mirar,

deja que mis labios te vuelvan a besar,

deja que tus besos ahuyenten las tristezas

que noche tras noche me hacen llorar.

Mientras del tocadiscos salía esa sonoridad con todo el ímpetu de arrebatado despecho, a ver si se le ablandaba ese lado del corazón, y terminara por reanimar en nuestros cuerpos lo que el agravio había vuelto de sal. Algo que me funcionó durante años. Pero en los últimos tiempos perdió su efecto conciliador, utilizando esa táctica sólo conseguí ir de revés en revés.

Porque cuando Esther apenas escuchaba la canción, asomaba la cabeza por la cocina y decía, su frase preferida: “!Claro estás peleando conmigo para coger la calle e irte con las putas. Seguro que estás pensado en todo ese arreo de putas que tienes por ahí regado”.  Frase ante la que yo hacía mutis, para luego tratar de recobrar el hilo de algún diálogo en ese tránsito en el que las palabras propias, y las extrañas también se han ido con su música a otro lado, y están a punto de bajar el telón, y uno parado ahí con la boca tiesa, y el barco familiar comienza a irse a palo abajo como El Titanic, y ¡zas!, llega una última frase de emergencia, y algo te dice en tu interior “Rompe el silencio y úsala”, como si un cartel en ese momento estuviera pegado en todos los lados de nuestra conciencia. Son frases que vienen en una especie de maletín de primeros auxilios, un manual de salvamento existencial al que podemos echar mano para refugiarnos, en lo que creemos que es una infalible estrategia de convencimiento.

Son las mismas frases que tras ser usadas una y mil veces terminan un día por agotarse, y por hacer de la familia, un compendio de personajes listos para ser depositados en esta hoja en blanco, como si de un catálogo semántico se tratara, listos para ser colocados en un anuncio clasificado.

(Separata de la novela: Una Familia para Alquilar /
Autor: Douglas González -Copyright 2020


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