Intelectualidad y soledad en la literatura de Saúl Bellow
Saúl
Belllow (premio Nobel de Literatura 1976) no es un novelista de marketing,
tampoco es un escritor de culto como Virginia Woolf, su narrativa cabalga entre
el tono erudito del profesor universitario de amplia referencias
bibliográficas, siempre saturadas de citas, reflexiones y visiones críticas
sobre los diversos procesos sociales e históricos y el escepticismo existencial
de quien no espera ninguna trascendencia en medio de lo habitual, lo que le depara
el día a día. No es ninguna ´presunción decir que los libros de Bellow, no están
escritos para todo el mundo, siempre hay algo cifrado en ellos detrás de las
palabras. A medida que uno se va adentrando en su obra descubre ese tejido de
conocimiento que en momentos suele tornarse profundo y complejo. Aunque en sus
textos iniciales siempre esté presente la conciencia lúcida de un escritor que
utiliza diferentes estampas de la vida ordinaria, para calificarla en sus diversos niveles;
brindándole al lector un auto-retrato genérico sobre ese artificio laberíntico
como él concibe la vida común a la que está obligado a vivir el hombre inmerso
en la sociedad de masas, envolviéndolo en esa especie de tela de araña que teje
la cotidianidad y que a todos envuelve hasta asfixiarnos, a veces, sin que nos demos
cuenta de ello.
Quizá
por ello los personajes de Bellow siempre manifiestan su incapacidad de
adaptarse dócilmente a las exigentes pautas sociales, siempre dejan en un lado visible de la
superficie su incapacidad para asumir roles, cumplir pautas, asumir compromisos,
todo lo que conlleva el ordenamiento del rebaño colectivo. El tipo de cultura
que promueve en su narrativa es que la que está en entredicho con los
requisitos básicos de las “recetas” formuladas para triunfar en el mundo, cuyo
parangón es lograr la plenitud de una vida normal. Quizá por eso, para Bellow
no hay ni ganadores ni perdedores, sólo hombres libres y domesticados. Pero
también otorga una segunda faceta a sus personajes, los que hacen de su
vida una representación estética, una especie de parodia que les distrae a
diario, donde se perciben como
personajes en medio de una trama continúa e indescifrable.
El
lenguaje tiene un uso no ordinario, es el pensamiento que va delante de la mente que
conecta al hablante consigo mismo, con su esencia, pero que se torna volátil
al tener contacto con una realidad en la que a veces no parece tener cabida y mucho menos resonancia.
Para
comprender a Bellow, sin desperdicios, es necesario ir “develando” las claves
de su enrevesado simbolismo que siempre gravita en torno al saber, libertad y el
peso de la sociedad de masas. No sólo lo que sucede con cada uno de ellos, sino
todas las variantes que concurren en un mundo cada vez más desintegrado. Y de
allí surge la pregunta imperecedera cuando leemos a Bellow: ¿De qué sirve el
conocimiento?
Contrario
a otros novelistas marcados por la intelectualidad, en Bellow el conocimiento
no es una totalidad que vence imposibles, ni tampoco hace invulnerable a quien
lo posee; menos aún es un atributo superpoderoso capaz de convertir a alguien en
un ser invencible como los héroes de los comics. Bellow, siempre valiéndose de
la mixtura rica de los personajes que elabora en su narrativa, deja en
evidencia, una y otra vez su escepticismo en relación al saber. El valor inútil que tienen el conocimiento y
la sabiduría en la sociedad de masas signada por un exceso de frivolidad, lo banal
y los valores fatuos. Expone a sus personajes a vivir momentos en los que el
conocimiento más que alivianarles la existencia, les otorga un peso
irresistible, que no les sirve de nada. Ni
para ser apreciado por sus compañeros de trabajo, vecinos o amigos, que son la
gente simple que camina por las calles, quizás por eso mismo por su exceso de
simpleza. En cierta medida Bellow desarrolla una visión en doble vía en este sentido: el intelectual queda aislado,
nada de lo que sabe, aprende y piense a través de su visión de alta y
sofisticada cultura, le sirve realmente para comunicarse con los demás; todo lo
contrario, el saber lo aísla cada vez más, levantando un muro entre él y el
mundo.
Saúl
Bellow nos va dejando pistas como quien se adentra en una jungla y necesita
conocer el camino por el que tiene que regresar, para no perderse en el laberinto
de las conjeturas, y finalmente concluye que el
cultivo del conocimiento es una prelación más, sobre alguna de las
tantas posibles y válidas que se tienen en la vida. De esta manera se desmarca de la concepción
aristotélica de que el conocimiento hace mejor a los hombres, haciéndolos más
felices, para él se trata de una opción muchas veces egoísta que puede terminar
perfilando a quien lo asume como una solitaria isla en medio de un gran océano,
porque el conocimiento intelectual no es algo que deba compartirse como quien
encuentra el filón de una mina de Oro, ni mucho menos está sujeto a prédica
alguna.
En
todo caso, sirve para tomar distancia y elevarse en una superioridad ante el denominador
común, pero es una elevación intangible, a veces inobservable, anónima que sólo
corresponde experimentar y percibir quien la posee. Es una vacuna que nos
preserva de ser el grueso poblacional compuesto por los bípedos y analfabetos
funcionales, esos que sólo viven para alcanzar una felicidad que nunca llega.
El
lado cruel y débil que muestra Bellow sobre la intelectualidad es un elemento
recurrente en su novelística, su cliché, algo que hace muy tangible en: Las Aventuras de Augie March, El Legado de
Humbolt, Son más los que mueren de desamor, El diciembre del Decano y
Henderson, el rey de la lluvia, libros en los que sus personajes
intelectuales nunca están exentos de vejaciones, discriminación o maltrato, y
hasta muchas veces suelen ser despreciados, y aquí está lo peor: por la gente
que más detestan. En cierta medida los personajes de Bellow nos remiten a esa
gran novela, y que si es un libro de culto, como lo es: “El hombre sin atributos” de Robert
Musil.