miércoles, 25 de noviembre de 2015



Intelectualidad y soledad en la literatura de Saúl Bellow

Saúl Belllow (premio Nobel de Literatura 1976) no es un novelista de marketing, tampoco es un escritor de culto como Virginia Woolf, su narrativa cabalga entre el tono erudito del profesor universitario de amplia referencias bibliográficas, siempre saturadas de citas, reflexiones y visiones críticas sobre los diversos procesos sociales e históricos y el escepticismo existencial de quien no espera ninguna trascendencia en medio de lo habitual, lo que le depara el día a día. No es ninguna ´presunción decir que los libros de Bellow, no están escritos para todo el mundo, siempre hay algo cifrado en ellos detrás de las palabras. A medida que uno se va adentrando en su obra descubre ese tejido de conocimiento que en momentos suele tornarse profundo y complejo. Aunque en sus textos iniciales siempre esté presente la conciencia lúcida de un escritor que utiliza diferentes estampas de la vida ordinaria,  para calificarla en sus diversos niveles; brindándole al lector un auto-retrato genérico sobre ese artificio laberíntico como él concibe la vida común a la que está obligado a vivir el hombre inmerso en la sociedad de masas, envolviéndolo en esa especie de tela de araña que teje la cotidianidad y que a todos envuelve hasta asfixiarnos, a veces, sin que nos demos cuenta de ello.


Quizá por ello los personajes de Bellow siempre manifiestan su incapacidad de adaptarse dócilmente a las exigentes pautas sociales,  siempre dejan en un lado visible de la superficie su incapacidad para asumir roles, cumplir pautas, asumir compromisos, todo lo que conlleva el ordenamiento del rebaño colectivo. El tipo de cultura que promueve en su narrativa es que la que está en entredicho con los requisitos básicos de las “recetas” formuladas para triunfar en el mundo, cuyo parangón es lograr la plenitud de una vida normal. Quizá por eso, para Bellow no hay ni ganadores ni perdedores, sólo hombres libres y domesticados. Pero también otorga una segunda faceta a sus personajes, los que hacen de su vida una representación estética, una especie de parodia que les distrae a diario,  donde se perciben como personajes en medio de una trama continúa e indescifrable.
El lenguaje tiene un uso no ordinario, es el pensamiento que va delante de la mente que conecta al hablante consigo mismo, con su esencia, pero que se torna volátil al tener contacto con una realidad en la que a veces no parece tener cabida y mucho menos resonancia.
Para comprender a Bellow, sin desperdicios, es necesario ir “develando” las claves de su enrevesado simbolismo que siempre gravita en torno al saber, libertad y el peso de la sociedad de masas. No sólo lo que sucede con cada uno de ellos, sino todas las variantes que concurren en un mundo cada vez más desintegrado. Y de allí surge la pregunta imperecedera cuando leemos a Bellow: ¿De qué sirve el conocimiento?
Contrario a otros novelistas marcados por la intelectualidad, en Bellow el conocimiento no es una totalidad que vence imposibles, ni tampoco hace invulnerable a quien lo posee; menos aún es un atributo superpoderoso capaz de convertir a alguien en un ser invencible como los héroes de los comics. Bellow, siempre valiéndose de la mixtura rica de los personajes que elabora en su narrativa, deja en evidencia, una y otra vez su escepticismo en relación al saber.  El valor inútil que tienen el conocimiento y la sabiduría en la sociedad de masas signada por un exceso de frivolidad, lo banal y los valores fatuos. Expone a sus personajes a vivir momentos en los que el conocimiento más que alivianarles la existencia, les otorga un peso irresistible, que no  les sirve de nada. Ni para ser apreciado por sus compañeros de trabajo, vecinos o amigos, que son la gente simple que camina por las calles, quizás por eso mismo por su exceso de simpleza. En cierta medida Bellow desarrolla una visión en doble vía  en este sentido: el intelectual queda aislado, nada de lo que sabe, aprende y piense a través de su visión de alta y sofisticada cultura, le sirve realmente para comunicarse con los demás; todo lo contrario, el saber lo aísla cada vez más, levantando un muro entre él y el mundo.
 
Saúl Bellow nos va dejando pistas como quien se adentra en una jungla y necesita conocer el camino por el que tiene que regresar, para no perderse en el laberinto de las conjeturas, y finalmente concluye que el  cultivo del conocimiento es una prelación más, sobre alguna de las tantas posibles y válidas que se tienen en la vida.  De esta manera se desmarca de la concepción aristotélica de que el conocimiento hace mejor a los hombres, haciéndolos más felices, para él se trata de una opción muchas veces egoísta que puede terminar perfilando a quien lo asume como una solitaria isla en medio de un gran océano, porque el conocimiento intelectual no es algo que deba compartirse como quien encuentra el filón de una mina de Oro, ni mucho menos está sujeto a prédica alguna.
En todo caso, sirve para tomar distancia y elevarse en una superioridad ante el denominador común, pero es una elevación intangible, a veces inobservable, anónima que sólo corresponde experimentar y percibir quien la posee. Es una vacuna que nos preserva de ser el grueso poblacional compuesto por los bípedos y analfabetos funcionales, esos que sólo viven para alcanzar una felicidad que nunca llega.
El lado cruel y débil que muestra Bellow sobre la intelectualidad es un elemento recurrente en su novelística, su cliché, algo que hace muy tangible en: Las Aventuras de Augie March, El Legado de Humbolt, Son más los que mueren de desamor, El diciembre del Decano y Henderson, el rey de la lluvia, libros en los que sus personajes intelectuales nunca están exentos de vejaciones, discriminación o maltrato, y hasta muchas veces suelen ser despreciados, y aquí está lo peor: por la gente que más detestan. En cierta medida los personajes de Bellow nos remiten a esa gran novela, y que si es un libro de culto, como lo es: “El hombre sin atributos” de Robert Musil.


El UlIses de James Joyce

 El Ulises de Joyce es una de las obras de culto por excelencia de la literatura. Forma parte de esa larga lista de libros que uno subraya, anota y relee muchas veces en la vida porque siempre la perspectiva de la lectura es nueva y la revelación del texto frente a nuestros ojos también lo es. He terminado otra de mis relecturas de esta obra y el sabor –como el buen vino viejo- se expande en el paladar de la memoria, más que la primera vez y que todas las anteriores. 

Ulises narra los acontecimientos de un día (el 16 de junio de 1904), en la vida de dos hombres, uno de ellos es Leopoldo Bloom, el otro es Stephen Dedalus. Leopoldo se gana la vida vendiendo anuncios publicitarios, mientras que Stephen es un intelectual y poeta que trabaja como profesor. Todo en Ulises es pormenorizado, detallista, registrado en una meticulosa bitácora existencial sobre las dieciocho horas en las vidas de estos dos personajes,  tiempo que abarca la novela y que busca tejer una idea precisa de Universo. Nada se le escapa a Joyce, como los muy particulares gustos culinarios extravagantes de Bloom con apetito desaforado por devorar vísceras de vaca con salpicado aderezo. Los microbios que habitan en una servilleta sucia o los movimientos de la bóveda celeste. Bien pudiera decirse que Ulises es una especie de torre de Babel de la literatura, donde Joyce exploró el texto en todas sus posibilidades expresivas: poesía, ensayo, novela, drama, catecismo, drama, tratado científico, recetas, entre muchas otras, una particularidad que la hace una de las obras literarias más imitadas.
A lo largo de las dieciocho horas que transcurren entre las ocho de la mañana y cerca de las dos de la madrugada del día siguiente, los caminos de Bloom y de Stephen se cruzan probablemente unas cien veces de manera directa o indirecta, en ocasiones pasan por el mismo lugar sin saberlo, en otras se percatan de algo al mismo tiempo, hasta que finalmente, a la altura del décimoquinto capítulo, ambos se encuentran en un burdel.

viernes, 13 de noviembre de 2015





Gatos de un mismo saco: La evangelización

precolombina y la alucinación chavista

 

 

Muchas veces lo que media en una errada percepción de lo real es una inusitada ignorancia que pretende colocar a lo fantasioso en el lugar de la realidad. Lo terrible de quienes se empeñan de promover escenarios sustentados en la inopia es que con ella estructuran circunstancias inexistentes como si estas fueran las únicas y valederas. Es lo que guía a una prole indocta a concertarse con lo mitómano, una manera distorsionada de ordenar la realidad según las apetencias de sus sentidos y la orientación de sus emociones anegadas por lo ilusorio. Pero peor aún es quienes repiten y tratan de legitimar lo insustentable teniendo la capacidad de discernir entre realidad y fantasía.
De locos revestidos de genios hemos tenido demás en este lado del mundo, tierra de alucinaciones, del realismo mágico, algo que va muy bien dentro del anecdotario histórico, incluso como valor agregado para nuestra literatura, pero de pésimos resultados en lo político.
En las postrimerías del pensamiento escolástico, como rector de la sociedad en los años 1500, 1600 y 1700 surgió una nueva inspiración divina, el llamado pensamiento “milenarista”, del cual son herederas todas las doctrinas “progresistas” -todas sin excepción-: Anarquistas, socialistas y comunistas que repiten su carácter utópico e irracional. El milenarismo es una corriente de pensamiento que estuvo fundamentada en el advenimiento de Cristo, y la posterior instauración del gobierno de mil años de felicidad en la tierra. En el seno eclesiástico surgieron diversas corrientes milenaristas, pero dos de ellas –ambas franciscanas- tuvieron mayor protagonismo –en el Nuevo Mundo- en lo que fue el desarrollo de una visión histórica de los acontecimientos guiada por el paroxismo, la flema espiritual y lo alucinatorio: el pensamiento de Joaquín de Fiore y el sebastianismo portugués.
Los franciscanos pusieron sus ojos en el Nuevo Mundo, afirmando que los indios eran una reserva espiritual guardada por Dios para reconquistar con la evangelización, las almas pérdidas por el demonio en Europa. Predestinados además a revelar a la humanidad la clave del segundo reinado de Cristo en la tierra, el de los mil años. Tesis que fue rechazada de plano por los europeos.
Pero será el dominico Servando Teresa de Mier quien se lo tome más en serio, y llegue hasta a sostener sin que medie prueba, vestigio alguno, evidencia o constatación determinante que su sola inspiración de arrebato divino, que el evangelio ya había sido predicado en las tierras americanas, mucho antes de la llegada de Cristóbal Colón. “Dios no podía haber  privado de la fe (salvación), en su infinita misericordia, a la mitad del Universo”.
 Para refrendar esta afirmación, Servando Teresa de Mier se apoyó en lo afirmado en el evangelio de Juan, pasaje: 20: 24-29, en el que Jesús ordena a sus discípulos, sobre todo a Tomás, el incrédulo (aquél de ver para creer), a predicar el evangelio en todo el mundo.
Entonces es cuando otro dominico fray Diego Durán que ya estaba ganado para esta empresa ilusoria, da rienda suelta a sus delirios y comienza a darle a la realidad un tratamiento alucinatorio estableciendo las más descabelladas conjeturas. Primero, se apodera del mito de la profecía de Quetzalcóalt (dios de los cholultecas, padres de los toltecas, quien había anunciado  la llegada de los españoles al Nuevo Mundo), para utilizarla como “prueba” de  que un evangelista ya había pasado por estas tierras. La idea fue comprada por muchos fieles, pero como todo pensamiento fantástico obviaba responder las preguntas lógicas del caso. Segundo, Durán rápidamente elimina todo vínculo divino de Quetzalcóalt y comienza a presentarlo en su investigación como un santo varón, un apóstol cristiano que fue enviado por la Iglesia de Cristo, y quien más de mil años atrás había iniciado la evangelización parcial de los toltecas. Tercero, Durán concluye que Quetzalcóalt, no es otro que el mismísimo Santo Tomás quien emprendió viaje desde Palestina y después había reculado en estas tierras por mandato divino.
Cuando a fray Servando Teresa de Mier como a Diego Durán se les formuló la primera pregunta lógica del caso:  ¿cómo fue posible el viaje de Santo Tomás desde las tierras del Mediterráneo a las costas mexicanas, en una época que no existía transportación marítima entre estos dos puntos geográficos tan distantes, ni existían barcos de rutas comerciales con semejante capacidad de navegación? Ambos beatos se remitieron a la idea de los santos “voladores”, ya existentes en la tradición milagrosa de la Iglesia. Por lo que aseguraron que Santo Tomás fue arrebatado por los aires desde Palestina y transportado por los ángeles al Nuevo Mundo.
Algo de esta herencia de loca alucinación nos viene ahora por la rama política acá en Venezuela. El chavismo responde punto a punto a la herencia del pensamiento milenarista, promesa futura de una edad de felicidad absoluta que nunca llega. Donde unos iluminados con las mismas visiones alucinatorias de Durán y Servando de Mier, llevan 16 años prolongando el establecimiento de un período gubernamental que de la suma de felicidad esperada a los venezolanos. Un gobierno cuyo único oficio ha sido edificar esperanzas en algunos crédulos, que al igual que los que esperaban el milenio de oro y felicidad para liberarse de los yugos de la tierra en los años 1500, hoy esperan que la revolución les depare su milagro personal.
Pero como Santo Tomás jamás fue transportado por los ángeles al Nuevo Mundo, la revolución jamás llegó a Venezuela. Lo que hemos tenido en estos 16 años ha sido mucha alucinación, mucha locura compartida y hoy ante nosotros se nos presenta un país sumido en la miseria del fracaso, guiado por ignaros en la más elemental materia de gobernabilidad. Un conglomerado de políticos fanáticos, mitómanos y decadentes que cada día tratan de prolongar el capítulo inconmensurable de sus propias alucinaciones en la realidad del país, algo que nunca encaja y nos hunde cada vez más en la suma de sus fracasos. Nada nuevo bajo el Sol, tal como reza el refrán, aunque a veces intenten taparlo con el dedo de la censura o con la fantasía, según el caso.