domingo, 19 de diciembre de 2021

 

El Pasillo 



Con el tiempo, el patio interior de la casa con su techo de cielo repleto de nubes se había convertido en un largo pasillo, desde hacía años todos habían abandonado la costumbre de utilizar el pasadizo natural por las puertas interiores que comunicaban a las habitaciones  entre sí desde el salón de visitas hasta el comedor. El pasillo se hizo  tan largo que quienes lo transitaban les parecía que el  piso se inclinaba y empezaba a subirse hasta el cielo, y es que la distancia parecía multiplicarse muchas veces una vez dentro de él, y lo hacía ver más grande de lo que en verdad era. Quizá por eso la gente decía voy al otro lado, utilizando un tono de lejanía como si se tratara de ir de un lugar a otro entre dos geografías distantes.

Atravesarlo era como andar por una avenida desnudo, quizá de eso se trataba de la timidez, del que todos se sentían expuestos al estilo adámico, en medio de aquellos 12 metros, como si aquello fuera el ancho mundo y caminar por él fuera un desafío. Algo que evidenciaban sus cuerpos que se ponían tensos y cambiaban las señales de su vivacidad por posturas taciturnas y cenizas que los hacían ver como escurridos dentro de sí mismos, como ocultando cualquier aspecto que evidenciara que eran seres vivos y que se llamaban Vicente o Esteban, Paulina o Augusta.

Era algo que padecían todos, o casi todos, menos los niños que no se atenían ni les importaba lo que les dictara su imaginación, de sentirse bajo miradas escrutadoras; ellos sólo  anteponían su andar anárquico, sus gestos asimétricos a cualquier asomo de timidez, corrían con un aire lleno de risas, y la risa es aliada de la indiferencia, capaz de romper el más rígido acuerdo de convencionalidad.

Pero los timoratos empedernidos tomaban el viejo pasadizo, atravesaban la casa por las puertas interiores que comunicaban a las habitaciones entre sí, apartando perchas, muebles y otros corotos, argumentando que esa era la ruta natural  por donde debían pasar los miembros de la familia y preservar sus intimidades, como los armarios que guardaban fotos de hace siglos y susurros de épocas pasadas.

Salir al pasillo, o asomarse era como salir al mundo exterior, había que vestirse, ponerse decente. En el pasillo siempre parecía que era domingo por la tarde. Había una larga pared pintada de azul, rematada en su borde redondeado, con sus ribetes que le daban un aire de precisa armonía. Pero el pasillo también era  el patio central de la casa; pero para nosotros no estaba del lado de afuera, donde suelen estar los patios, estaba adentro, pegadito a las altas puertas de los cuartos de la casa; pese a su naturaleza de almacenar  noches y  estrellas, y de ver caminado a la Luna o de convertirse en tiempos de aguacero, en una palangana de océano hecho de lluvia, donde los muchachos jugábamos a fabricar olas deslizando tablas o nuestros cuerpos desnudos sobre los pozos dejados por la lluvia, haciendo una tormenta en cada charco. 

Parados en cualquiera de sus dos extremos, el pasillo envolvía con su atmósfera de olores que eran como evocaciones de tiempos fijados en ese túnel sin serlo. En las horas del mediodía o las primeras de la tarde, la nariz se impregnaba  del olor dulzón de los  mosaicos al calentarse por el sol; despedían una fragancia de época que se levantaba desde el suelo movida por la brisa constante que bajaba del cerro El Ávila, dejando pegadas en ráfagas de fresco en aquél túnel de viento que erizaba la piel de sus paredes.

Douglas González / El Pasillo: Apunte para una novela

©Copyright. Douglas González

sábado, 18 de diciembre de 2021

 

La hora de la tarde


A esa hora la tarde dejó de ser azul y comenzó a vestirse de ese gris que anuncia que todo lo que está a nuestro alrededor comenzará a ausentarse con la oscuridad de la noche, Sentado en una mesa solitaria del café, que poco a poco se había ido convirtiendo en una estancia cada vez más silenciosa ha medida que sus comensales la iban abandonando, estaba un hombre absorto en la lectura de su libro, “Vértigo” del escritor alemán W.G. Sebald, no despegaba los ojos de sus páginas, ni cuando daba breves sorbos a su taza de café. 

Nada inquietante se revelaba en él, nadie hasta ese momento había reparado en su presencia, como cincelada a la mesa, salvo cuando faltaban cinco minutos para apagar las luces del establecimiento, uno de los meseros le anunció que ya iban a cerrar. Él era el único cliente sentado en aquél salón con cincuenta mesas y 200 sillas desoladas, su imagen solitaria sentado en medio de aquel desierto de cosas inanimadas, lo remitía a él, no como un hombre solo, sino como un hombre único, o como el único hombre tal como se sentía en ese momento.

Por eso cuando escuchó la advertencia de cierre no se inmutó, le pareció haberla escuchado en medio de un sueño, porque así sentía todo lo que le rodeaba; era percibido como algo ajeno a su conciencia; un asunto irrelevante e imprescindible como las jugarretas de los delirios promovidos por su imaginación psicógena, que le hacía ver un mundo de relación y certezas, como un todo concatenado, cuando en verdad en el mundo no había más que fragmentos de realidad.

Las luces se apagaron junto al último compás del solo para piano de Ludwig Van Beethoven, Canción para Elisa, que sonaba por los parlantes como música de ambiente, él reconoció la melodía y pensó en la mujer, en esa necesidad de compañía, pero no pensó en cualquier mujer, eso sería convocar una pesadilla, pensó en algo más elevado que trascendiese la mera cualidad de la belleza, que se afirmara en el encanto, tal como la describió Swedenborg, como la cualidad imprescindible que debe poseer la hembra creada por Di-os, para complementar el conocimiento del hombre, y conducirlo al intercambio de alma, a revelarle la sabiduría del amor, tal como hizo Diotima al mostrarle la genealogía del amor a Sócrates.

©Copyright. Douglas González

domingo, 14 de noviembre de 2021

 

Memorias de Nueva York

Si tuviéramos que narrar esta historia en una película, la primera escena sería un primer plano ampliado de la ciudad de New York, vista desde arriba, porque es la única posibilidad de verla en términos de igualdad que puede ofrecerte la Gran Manzana, verla desde lo alto, desde el aire; como la vio el equilibrista Philipe Petit, en 1974, cuando caminó como un pájaro redentor sobre un cable de acero y atravesó los ocho metros de distancia entre las dos azoteas de las Torres Gemelas, a 409 metros de altura.

Es la manera cierta de verla y no sentirse un liliputiense tratando de escalar ese gran santuario de acero y concreto, como lo hacen cada uno de sus habitantes desde su descontada eternidad, cada vez que miran hacia las alturas del vértigo al caminar por las calles de la legendaria Babel de hierro.

Luego la cámara haría una toma en picado descendiendo vertiginosamente como un ojo gigantesco que se asoma a través de los entresijos de una ciudad miniatura, hasta que pasa su mirada rasante por una de esas amplias avenidas, con rascacielos pálidos y taxis amarillos como los que aparecen en las postales de Manhattan, entonces la cámara haría un rápido giro de 360 grados de esos que hacen que las imágenes parezcan líquidas, un breve negro y después el lente abriría su foco como si fuera un  túnel, frente a la entrada del Hotel equis .

La siguiente escena sería una toma ascendente de la fachada de un edificio, como si estuviéramos subiendo por un acelerado ascensor visual, pasando filas y filas de ventanas hasta llegar al piso 16 y entrar por una de ellas, encontrarnos ante la escena de una suite ejecutiva con paredes pintadas de  beige, decorada con muebles de color marrón-oso y negro mate, un ambiente con el más esencial estilo minimalista, todo ordenado tan milimétricamente y  con tal asepsia que pareciera que no es de este mundo. Te asomas a la ventana y ves ese paisaje que invade tu imaginación y se impregna de cualquier recuerdo de la ciudad, la isla Ellis , King Kong, los primeros quince segundos del planeta de los Simios, las Torres Gemelas.

Sigues recorriendo la ciudad con el ojo de tu imaginación, aparece la calle 42 eternizada por los espíritus centenarios de las prostitutas que con sus boquitas pintadas decoraban su desfile de solemnidad sus esquinas. La Central terminal, con su fachada que parece salida de una postal detrás de la cual se esconde la figura de Capone. Los rascacielos el rostro con que la ciudad mira de frente al cielo. El Empire State, y el  edificio Chrysler,  esos dos hijos prodigios que han aparecido en tantas películas que pudieran emular a Humphrey Bogart y a Robert De Niro.

La 5ta Avenida con sus intimidantes vidrieras que en realidad son las  casas de muñecas de las mujeres millonarias. Aquél pedazo de orilla del East River con el que nos ha condenado a soñar Woody  Allen, todos los domingos de nuestras vidas con su película Manhattan y que te obliga a imaginar a un New York en blanco y negro. La biblioteca N.Y y su techo pintado con un pedazo de cielo al óleo, bajo el cual tienes la sensación de que de pronto aparecerá el rostro de Dios.

Descontar un poco de eternidad parado al borde de la 5ta avenida con Broadway, mirando en una esquina al Flatiron Building, el edificio más hermoso del mundo, o la arquitectura neoclásica del edificio de la bolsa de valores.

Siempre he dicho que New York es un abismo al revés, todas esas luces de neón y multicolores que salpican sus calles hacen que la noche parezca una caminata sobre las constelaciones espaciales, miras los rascacielos que gravitan como taciturnas estalactitas apuntando hacia el fondo del precipicio.

Mantiene su sello futurista, de cuando prometía serlo, New York, es algo que se te mete por cada poro de la piel, después de estar en esa ciudad, nunca más la vida será igual, eres una especie de extraterrestre, el resto de la geografía la verás con la monotonía de un ser de otra galaxia, y es que New York tiene una clave, como un portal imaginario, cuando caminas por sus calles, vas impregnándote de cada detalle que hay en cada lugar, un poste, un color, una fachada, un enrejado, un arco de edificio, alguna escalinata, la profundidad de una calle herida con el sol, con árboles y abigarrados de luz y edificios bonachones que se han sentado a dialogar con el tiempo de la mejor manera; una puerta roja, los yellowcab, las modelos que aparecen de la nada, y asaltan las aceras, tanta y tanta vestimenta en uso que parece que frente a ti desfila toda la ropa del mundo.

New York es como la poesía, una vez que has comido de su pan maldito, que has disfrutado ese placer solo permisible a los dioses, en el caso de la ciudad a sus elegidos, ella te perseguirá por siempre, soñarás saltar de isla en isla, que te meces en sus puentes, que les llevas flores enamoradas a la estatua de la Libertad,  mientras recitas una estrofa libertaria del viejo Walt Whitman.

Es que New York se mete en tu imaginación, viendo la ciudad, es que puedes contemplar como surgen otros mundos, otras dimensiones en tu propia mente, como si New York fuera la entrada a todos los mundos posibles.

Esa era mi enfermedad, en el momento, New York de eso estaba enfermo, de amar una ciudad que existía en los sonidos de la noche, al otro lado de mi ventana en la madrugada, que me esperaba cada día cuando abría la puerta de mi apartamento y bajaba por las escaleras de ese edificio construido por italianos en 1957, con una arquitectura que unía los dos mundos.

Salía a la calle y respiraba con profundidad y sabía que era aire neoyorquino, no había ningún otro igual en el universo, y mientras iba caminando tropezaba con cada uno de sus olores, como si atravesara el jardín de las delicias, y cada uno de esos olores, era un nutrido grupo de sensaciones, ellas también era New York, la ciudad herida, la ciudad infinita, la de las mil caras, un poema de acero y concreto, con luces como metáforas con las que vuela cada noche, una ciudad para extraviarnos en nuestros corazones como muchos lo están ahora, buscándola en sus añoranzas, no la ven, aunque pisan sus avenidas y cada día engullan algo de la cautivante chatarra de su carrusel de comida rápida, porque para verlas hay que soñar con ella sus sueños insomnes y despertar con ella cuando se levantan sus amaneceres, cuando sale el Sol, va y duerme para seguir soñándose, y en ese tejido de sueños ver a New York.

©Copyright. Douglas González

 

Entre el deber y el hastío 


 “En Londres, el no-ser ocupaba una gran parte de nuestro tiempo”, escribe Virginia Woolf en uno de sus apuntes de sus memorias y con eso retrata las creencias y valores que fueron la base de una época, a principios del Siglo XX, donde la frase “ser o no-ser” referente a la obra Hamlet de William Shakespeare, era la pregunta obligada frente a la existencia humana, en relación a la vida y al cómo y por qué la vivimos. Ser o no-ser, tres palabras que colocan al hombre en un cruce de caminos, entre la voluntad y la realidad, entre la vida y la muerte, las opciones básicas de la existencia.

Ese tema sigue siendo debate en cada ser humano, y la literatura como el lugar de las significaciones lo recoge, lo interpreta, para devolverlo de mil formas con sus máscaras, en personajes, tramas, metáforas e imágenes. Esta semana he concluido la lectura de dos novelas, ambas transitan por sociedades donde predominan las formas y los moldes, creencias y los valores, estas novelas son “Deudas y dolores” de Phillip Roth y “Claraboya” de José Saramago; ambas guardan la secreta gratitud de ser la primera novela de su autor.

Insertada en el formato social en los Estados Unidos de los años 50, Deudas y Dolores, acusa el temprano registro de algunas fisuras que estallarían como los efectos de una droga psicodélica una década más tarde en los años 60: poniendo en la picota el ordenamiento hetero-normativo, y los postulados de la sociedad perfecta basados en sus manuales de vida.

Subrayé algunas frases de la novela de Roth como registro de gestos iconoclastas que retan las inquisitoriales costumbres de la representación del mundo del “american way of life” y sus apariencias de una sociedad ordenada a través de un manual de vida, que imperaba en aquella época en la que se reprimía y condenaba lo imprevisto:

“No hay ninguna ley por la que la gente tenga que hacer el amor de noche”, dice un personaje a otro, zarandeándose de tener que vivir siguiendo las pautas impuestas. Roth también se permite ponderar el valor de la excusa individual frente a una realidad construida y determinada por el sistema,

“El mundo es imperfecto (…) pero no lo has hecho tu”. Más adelante resalta, puedes ser infeliz en todo lo que quieras, pero jamás sacrifiques tu felicidad sexual, “Existe una jerarquía de los fracasos, y es mejor la bancarrota que la tensión en la cocina y en la cama”.

En la década de los 50, en un país donde se enarbolaban los prejuicios resultaba más que  controversial decirle a una mujer blanca que podía tener sexo con un hombre de color, como irónicamente en un momento el personaje de Martha Reganhart manifiesta a su amiga Sissy su desprejuiciada visión sobre el sexo interracial, “Por lo que a mí respecta, amiga, puedes acostarte con todo el ejército nigeriano y los infantes de marina del Congo Belga”.

La novela de Roth pareciera una cámara grabadora haciendo una filmografía de lo cotidiano,  fijada en palabras, donde también la pobreza aflora con algún gesto de vergüenza, lo que el escritor sentencia de un plumazo con esta frase definitiva y lapidaria, “era propietario de una sola corbata”.

CLARABOYA de José Saramago, es una novela sobre el hastío, la vida se mira desde un vidrio empañado, y es por ese el único a través del cual sus personajes ven la realidad, no tienen otro, es el que se les ha dado para esa existencia vivida a medias como todos los que viven en ese pequeño edificio de un vecindario de la ciudad de Lisboa, alejado del carrusel de las oportunidades, condenados a caminar día tras día en los mismos círculos, siempre iguales, siempre mancillados por la obstinada rutina.

El peso del tiempo se va haciendo inexorable con el ritmo de la narración, donde todo es un simple pasar, pero así el tiempo pesa más porque es por donde se les va la vida. “Con cada cuarto de hora, inflexiblemente como el propio tiempo el reloj de la vecina de abajo subrayaba el insomnio”.

A medida que la narración avanza se hace más evidente lo notorio de los símbolos expuestos por Saramago en la novela: la decepción, la fealdad, el conformismo, una desesperanza que infecta todo lo que toca y la incredulidad en la felicidad.

“No hay dinero que pague una esperanza”, dice Silvestre el zapatero, palabras que caen como una pesadumbre sobre la trama que niega el motivo de la alegría y su risa, es algo tan fuera de lugar que el asomo de una risa es objeto de miedo. “El silencio que llenaba la casa de arriba abajo, como un bloque, estalló ante esa risa. Tan poco habituados estábamos a semejante ruido que los muebles parecieron encogerse en sus lugares. El gato ya sin recuerdo del hambre aterrorizado por las carcajadas, regresó al olvido del sueño”.

La ciudad que nos describe Saramago está siempre gris, o bajo la niebla llena de imprecisiones en su imagen y en su atmósfera. En su conjunto la novela es una fractura estética, la fealdad matiza los lugares que debía ocupar la belleza”

Criaturas insulsas de tez macilenta y trajes sombríos, los describe Saramago. Caetano, siente asco por Justina, su esposa, “Cuando ella, en la cama (…), le tocaba, se apartaba  con repugnancia, incómodo por su delgadez, por sus huesos agudos, por la piel excesivamente seca, casi apergaminada. >>Esto no es una mujer, es una momia<<, pensaba.

En la dimensión de Claraboya, los hombres también habitaban entre sombras que les impide ver los estragos que la decadencia ha promovido en su cuerpo, “El marido sonrió con todas las arrugas de la cara y con los pocos dientes que le restaban”.  Si algo recoge Claraboya es la negación de la vida, el cultivo de la desesperanza, “Yo pertenezco al grupo de los que murieron antes de nacer”, refiere el inquilino Abel a Lázaro el zapatero, mientras ambos fuman cigarrillos para evadirse de lo habitual y del tiempo; sin duda estamos ante una novela donde todos, trama y personajes están marcados por el no-ser.

Pero la vida de los personajes de Claraboya pese al cielo ensombrecido guardan sus momentos de lucidez, de densa claridad como el joven Abel, quizás mejor dotado para indicar cuál es el camino, y romper con el círculo vicioso que repiten esas existencias, y se lo pregunta desde las palabras del poeta portugués Fernando Pessoa sobre cuál es el sentido oculto de la vida "...es que no tiene ningún sentido", dice citando al poeta, sino tener una vida programada, "me quieren casado, fútil y tirbutable", dice en tono de rechazo. Para Abel la vida debe guardar otras plenitudes, "la vida debe ser interesada, interesada a todas horas (...), es necesario que la vida se proyecte que no sea un simple fluir animal inconsciente como el fluir del agua..."

Para evadir esa trampa en la que se siente atrapado por el destino prescrito por la sociedad Abel plantea la urgente necesidad de que cada existencia sea un proyecto único, pero al mismo tiempo se da cuenta de que eso no es posible. "Pero proyectarse ¿cómo? Proyectarse ¿hacia dónde? Cómo y hacia dónde, he ahí el problema que genera mil problemas. No basta decir que la vida debe proyectarse. Para él "como" y para el "hacia dónde" se encuentra una infinitud de respuestas", otros tendrán las suyas y otros miles las de ellos y así sumamos millones, haciendo un laberinto de las cantidades del que no hay salida.  

©Copyright. Douglas González

 

Rituales de invierno


Llega noviembre y con él la cuenta regresiva de la ruta invernal, hasta llevar al clima a cero grados en muchas ciudades del globo terráqueo. Todos somos convertidos en viajeros de esa escalada por abrazar el nuevo año para reafirmarnos con la vida. No hay una época del año que active nuestro espíritu nómada como la navidad, cuando millones de personas van de un lado a otro para llegar al lugar donde lanzar su proclama de buena ventura por el nuevo año.

Los puentes se cruzan fugazmente como si fuesen algo de la imaginación, como si se tratara de un viejo ejercicio de la memoria, y no de la realidad, como si estuvieran hechos de niebla que se disipa con el soplo del viento. Y ante nosotros se abre la larga carretera que deseamos desaparezca, y que también se convierta en un puente de niebla porque lo vaciamos de nuestras miradas en un abrir y cerrar de ojos.

Por esos días , todos van empujados en un embudo hecho de tiempo acelerado, hacia una sola dirección ¿cuál? Aquella a la que queremos llegar rápido. ¿A dónde? A ningún lugar, en verdad porque según el griego Zenón, nada se mueve, uno siempre está parado en un punto perpetuo, donde las cosas pasan frente a nosotros, lo demás parece que es imaginación.

 Pero la gente común ignora esto, por eso nos aceptamos el consenso de que vamos de un lado a otro, y hacemos de eso una celebración global. Por eso en las fechas pico del año, los aeropuertos colapsan, hay demora en los vuelos y en todos los terminales, los aéreos, terrestres, marítimos y ferroviarios, en cada uno hay una masa desamparada de rostros largos como de piedra hundidos en bufandas o el cuello de sus abrigos, pasmados en torno a lo insoportable de la espera.

Experimentamos el vertiginoso ritmo del corazón cuando sabemos la proximidad del destino que se acerca. Los aviones despegan para atravesar imaginarias líneas de los Husos Horarios, de uno al otro lado del mundo, llevando pasajeros henchidos de conciencia.

Mientras tanto la escena en los centros comerciales no es distinta, también está marcada por lo inquietante, compradores que van de un lado al otro demorados en la prisa, ninguno de ellos quiere llegar al fin de su ritual de navidad, porque la navidad es comprar, estar de compras, ir de compras de eso se trata, y llenar la casa con las compras, ahí termina la magia de la navidad, lo demás es ritual que se repite año tras año.

La fría nieve del invierno ocupa los rincones de las grandes urbes, pese a las olas de calor que recorrieron el año, nos recuerda que estamos en la séptima Era Glacial, del planeta azul.

Aunque todos sienten que hay algo que recuperan el día de Nochebuena o en el Año Nuevo, un este ritual que  nos reúne, todos alrededor del calor del hogar, que en realidad somos todos, hay algo en nuestro cerebro que se antoja de asociar el frío con el miedo, y a veces en convertirlo en uno solo.

Todos disfrutamos de ese simulacro que es la navidad, en la esquina agarrados al poste de luz imitando una postal de época, desfilando frente al iluminado árbolito de la plaza, o agrupándonos  en la avenida  principal de Times Square, esperando que la gran bola de la bienvenida iluminando al año nuevo con miles de estrellas, donde no fusionamos en ese río humano de desconocidos que celebran la esperanza.

Todos están sumados al ritual, donde buscan redimirse, otros vienen a darle un stop a su inventada forma de soledad, la que les ha obligado su pacto con la incertidumbre colectiva, y a la que también nos sentencia la pandemia que ha colocado a la humanidad otra vez frente al  horizonte del fin del año 1.000, época que se pensó que el mundo estaba a un paso del abismo del tiempo, y que antes de cumplirse el primer minuto del año 1001, llegaría el fin. Aunque una vez más se trate del viejo ritual de invierno que viene a anunciarnos que se cumple un año más que debemos sumar a los 4,543 miles de millones de años de la tierra que habitamos.

©Copyright. Douglas González

 

Un bongó para el cielo



Aquella casa, San Francisquito a San Pedro 29-C, era una casa melodiosa, todo el día se escuchaba la música de Radio Miranda, a excepción de la hora del mediodía, 12am, cuando el dial de un radio Sanyo de estuche plástico azul y blanco, con dos cornetas que siempre estuvo sobre la nevera en el pasillo del comedor, se convertía en el centro de un ritual imperturbable, en el que el tío Enrique, siendo un joven sin aún cumplir los treinta años y viralizado desde que era un niño por la música antillana, sintonizaba su programa favorito: “La hora de la salsa y el bembe”, que transmitía el locutor Fidias Danilo Escalona por Radio Difusora Venezuela.

Había un acuerdo tácito entre todos los que vivíamos en la casa, guardar silencio alrededor de la mesa del comedor, mientras los parlantes de la radio regaban el afinque pegajoso  de una guajira o toda la sabrosura contagiosa de un boogaloo, por los rincones de la casa; y tras los comentarios del locutor Fidias, el tío Enrique los nutría ampliando la información o contando una anécdota. Corría el año 1968, época en que el tío Enrique dormía junto a un par de congas (una azul y otra roja) y un par de bongos, que afanosamente tocaba, recorriendo toda la memoria rítmica de los cueros que le acompañaba en sus sueños.

Desde niño hizo pacto con el ritmo, ya a los ocho años destacó ganando muchas competencias junto a mi madre como su pareja de baile, eran los niños bailadores de aquellos templetes que se organizaban en la época de las fiestas públicas de la Plaza Capuchinos en su natal Parroquia San Juan. Hasta que  descubrió que el tambor era el padre del ritmo, se inició tocando tambor en los conjuntos folklóricos de la escuela, luego en su adolescencia formó parte de algunos conjuntos de gaita, pero lo suyo siempre serían la conga y el bongó y la musica como alternancia de vida, en toda su extension, con lo cual hacía notar su herencia musical larense que llevaba en las venas.

En los años 70 a través de un amigo conoció al bongosero de la orquesta Fania Roberto Roena, en los días de una presentación de la Fania All Stars en Caracas, le habían comentado que había la posibilidad de comprarle los bongos a Roena, dado que la fábrica de instrumentos LP, Latin Percussion, les suministraba instrumentos de cortesía en cada gira; ese día habló con Roena y al final del concierto regreso a su casa con el bongo LP de Roena, y autografiado por el célebre percusionista puertorriqueño.

Pero el tío Enrique más que un músico apasionado era un extraordinario cronista de la salsa y su tiempo. Su memoria era una suerte de biblia de orquestas y soneros, conocía al pie de la letra las historias y anécdotas, de cantantes, orquestas y guardaba un registro de conciertos inestimable, llevaba un record de todo aquello que se relacionaba con la salsa brava. En la época de los long play cuando salía alguno de las celebridades consagradas de la salsa, se aparecía por la casa de San Juan, colocaba el acetato y eso podía dar pie a  toda una tarde de tertulia salsera donde sacaba a relucir su amplio conocimiento de ese mundo latino.

San Juan es una parroquia con tradición de esquina, en cada una se reunían grupos diferentes, resaltaba la del Bar Los Corales con su rocola de época cargada con lo mejor del bolero, pero estar parado en esa esquina bañada por la música de aquél bar le daba un ambiente de nostalgia a esas conversaciones de calle entre parroquianos entre los que destavaba el tío Enrique, era el lugar de los tipos, de los muchachos no, los muchachos pa´la escuela como dice el refrán popular, los tipos que con un par de maracas, un güiro amarraban el ritmo con una conga para vacilar con sabor, improvisando cualquier ritmo, cantando coros, impregnando la tarde con más salsa que pesca´o .

El tío Enrique en el año 99 se hizo mi compadre, bautizó a mi hija mayor Oriana, época que compartimos las tardes de varios fines de semana escuchando música, sobre todo a Cachao, a la que acompañamos con las congas y el bongo, bajo el amparo familiar, el respeto y la admiración que siempre generó en mí su don de caballero.

Escribo esta nota escuchando en su honor mi lindo Yambu de Tito Rodríguez y su orquesta, uno de sus favoritos. Hoy hay otro bongó repicando en el cielo, el del tío Enrique, con un recutupla tupla, que siempre repicará en nuestros corazones.

NOTA: La foto “vintage” del tío Enrique que ilustra esta nota me la envió su hijo, mi primo Eliot Dam, creo que ambos coincidimos en que en el ámbito celestial, todos somos eternamente jóvenes como sin duda él lo es ahora.

Douglas González Droz

 



"En la playa nunca se espera a nadie"

Parado en la orilla de la playa con la mirada cruzando hacia el más allá del horizonte el abuelo - un hombre de mar que atravesó dos veces el Atlántico para llegar al Caribe, la primera como prestidigitador de oportunidades, la segunda, fue tras el regreso a su  propia tierra, a los pocos días entendió que el otro, que era el mismo, que había quedado en este lado del mar esperaba por él para recobrar sus pasos. Frente al mar el abuelo decía que cualquier hombre podía sentir lo ancho del mundo; sólo le bastaría cerrar los ojos, dejarse llevar por la brisa marina y el runruneo de las olas que llegan a la playa trayendo noticias de todas partes.

El mar simboliza el paso entre lo etéreo y lo sólido; en un sentido analógico, es el tránsito entre la vida y la muerte, tal como lo recoge la tradición artúrica, al final de su vida el Rey Arturo se embarca en una nave que se adentra en el horizonte marino; es el retorno al mar, al origen.

En cierta medida en la novela “La Playa” del escritor italiano Cesare Pavese, estamos un poco frente a esa dualidad, ante esa ambivalencia entre la plenitud de vivir, que es vida en colmada de dinamismo y el despliegue de su sensualidad, y por el otro, las existencias taciturnas, definidas por el tedio y una cotidianidad liquidadora que de alguna manera comprende una forma transitoria del morir.

La vida está en otra parte pudiera ser un buen subtítulo para esta novela, no sumergiéndote en el paisaje de lo bucólico, sino en lo que vives en el día a día, lleno de historias, desencuentros, hallazgos, y parándonos frente a los abismos que sobresaltan la existencia, y aquellos aspectos ocultos que nadie se permite contar jamás. Al fin leer es un viaje y “La Playa” de Pavese es uno, un viaje corto de apenas 86 páginas, que recorre el camino entre las expectativas sobre el veraneo frente al mar y la melancolía que la puede asistir, por la necesidad del amor, “En la playa nadie espera a nadie”, dice el Narrador, a manera de revelarnos que somos seres en los que de alguna manera media la conformidad.

La historia transcurre a finales de los años cuarenta, en la narración no hay memoria ni una cicatriz visible del período de guerra; se narran las vivencias de un grupo de amigos en una veraniega temporada de playa. Los personajes principales son el Narrador, que es un gran amigo del pasado de Doro, y su esposa Clelia, quienes lo invitan a compartir esos días estivales en las afueras de Génova. 

Pese a los años transcurridos Doro y su amigo reavivan sus lazos de amistad. Doro y su mujer viven en un círculo que sólo reconoce y tiene tiempo para el placer y la diversión, cuando estos se acaban en un lugar, enseguida salen en busca de otras vivencias; hay un ir y venir que pareciera ser más incesante de lo que en verdad es, buscando lo inalcanzable, aquello que rompa la disconformidad, la de Doro y con la negación de lo rutinario, la de Clelia que ponga fin a su percepción de estar atrapada en ese viaje en círculos espirales  que es el matrimonio, y al fondo, como un intenso rumor, el eterno debate –entre palabras medias dichas y silenciadas- sobre la libertad de existir. Pero no hay nada que acabe con la disconformidad de ambos, porque en ese momento de sus vidas fue la razón que los unió, la sustancia de su verdadera existencia.

El Narrador por su parte, siempre parece estar en la orilla de todo lo que acontece, incluso al borde de todas las celebraciones; la voz del narrador son las reflexiones del mismo Pavese, quien mira, piensa y habla frente al mar sin que intermedien en él mayores emociones, su actitud es la de quien asiste a un duelo con lo taciturno. Es un hombre solo, “En la playa nunca se espera a nadie”,  es algo que parece comprobar con su propia existencia. El único personaje que parece escapar de la fuerza atrayente del tedio es el joven Berti, un seductor de ocasiones quien se muestra errático y con incertidumbres sobre su vida.

En la playa no hay grandes revelaciones, hay una condición de igualdad precisa frente al mar, y lo dice el Narrador, : “La playa es el horizonte donde todos son lo mismo”. Ante esa uniformidad que nos arropa está todo suspendido, todo está frente a ti, sin estar, y donde cada uno es la medida de sus propias ficciones.

©Copyright. Douglas González

 

El Premio Nobel se destiñe



El premio Nobel se destiñe, y año tras año pierde su originalidad universal, y se convierte en un trampolín de talentos al estilo del  “American Idol Constestants ”, un Premio sobre el que recaen muchas sospechas sobre todo después de las confesiones que ha  hecho uno de los miembros del jurado, de nunca haber leído o desconocer la obra literaria de galardonados que han recibido este premio gracias a su voto. “No sabía nada él, hasta que leí el expediente que se nos entrega para la votación”, confesó un miembro de la Academia haciendo que se encendieran todas las alarmas, de un debate en el que los favores sexuales y políticos también parecen estar en la agenda del día.

Abdulrazak Gurnah, gana el Premio Nobel de literatura 2021, me pregunto a cuánta gente ha hecho feliz su narrativa, imagino que muy pocos, pese a los méritos literarios que sin duda poseerá su obra, incluso su editor dijo que nunca pensó que fuera merecedor del galardón, y el mismo Gurnah, descreyó de la noticia –estaba lavando platos en la cocina de su casa, cuando recibió la llamada que le informó, pensó era broma-.

Gurnah es de Tanzania, y ser de Tanzania y haber plasmado los efectos del colonialismo en sus libros es el argumento que blande la Academia Sueca para conferirle el mayor reconocimiento del mundo de las letras. Pero ¿esto basta? ¿No se ha escrito suficiente sobre las consecuencias del colonialismo en el mundo y existe toda una literatura que abarca el espectro colonialista? Para efectos del Nobel parece que no. Los individuos de la Academia han incurrido docenas de veces en premiar a escritores fallidos, digo fallidos en el sentido de la trascendencia de su obra, a los pocos meses de que unos afiebrados y oportunistas editores publiquen una tirada de sus libros para saciar a los esnobistas del mercado, de seguro Gurnah volverá a las regiones  encumbradas del olvido.

En la última década la mitad de este premio literario ha sido entregado bajo convicciones poco literarias con argumentos más bien dignos de un malabarista, entre los que hay que incluir el otorgado a Bob Dylan, es probable que alguien influyente en la Academia Sueca se trasnochara con sus discos y fue razón suficiente para premiarlo con el Nobel. De este tipo de historias y la innoble influencia que ejerce la llamada izquierda exquisita europea sobre el galardón, se ha manejado la balanza del Premio Nobel, sin duda cada día más decadente.

Cuando a Dylan se le entregó el Nobel, llevaba más de una década en la sala de espera  de  los posibles premiados un verdadero gigante de las letras, el norteamericano Phillip Roth, autor de una obra célebre que reunía los méritos y de sobra ante Dylan.

La premiación de Abdulrazak Gurnah no enaltece al Premio Nobel, y no es porque sea de la lejana Tanzania, sino por su perfil de escritor; hubiera sido alguien de una geografía más cercana pero con una literatura ignota, de su mismo nivel, digamos Belice, Honduras, Bolivia o Brasil, la reflexión sería la misma.

Premiando a Gurnah la Academia Sueca vuelve a dejar en la sala de espera al japonés Haruki Murakami, cuyos lectores extasiados (una manera breve de ser feliz), por la originalidad y calidad de su labor literaria se cuentan en millones, y en diversos idiomas. Forma parte de la historia la negación que fuera objeto el argentino Jorge Luis Borges, como fue una errada decisión no habérselo dado al cubano Alejo Carpentier, y al venezolano Arturo Uslar Pietri.

Por ahora se ha hecho costumbre darle el premio nobel a escritores cuya obra es poco conocida y que llaman la atención por descubrir en ellos un intenso color local en sus libros. Entre mis lecturas más erráticas e insatisfactorias tengo a Wole Soyinka y a Doris Lessing, ambos ganadores del Premio Nobel, y de la misma escala del señor Gurnah.

 

La pereza en el arte de escribir



A Raymond  Carver por mucho tiempo lo han calificado como un escritor minimalista, y así aparece en muchos compendios y libros de la crítica especializada;  la ausencia de recursos ornamentales y sobreabundantes en su uso del lenguaje, tan usuales en el quehacer literario, ha sido suficiente para ganarse esa etiqueta.

Algo que a mí en lo personal nunca me acomodó de un todo, siendo desde 1988 un lector recurrente de sus libros.  A Carver nunca lo he dejado de releer a lo largo de tres décadas, y digo releer porque tras su muerte, nunca más se publicaron nuevos títulos suyos. Nunca hubo, como suele pasar con otros escritores, que si los últimos cuentos que corregía cuando le sobrevino la muerte, o un baúl encontrado entre sus pertenencias repleto con los originales  de una obra sin corregir, como pasó con el poeta portugués Fernando Pessoa, y que permitieron la publicación póstuma de su Libro del Desasosiego.

En lo personal  Carver fue un escritor que jugaba a lo simple y simplicidad y minimalismo no es lo mismo aunque se parecen. El minimalismo puede entenderse como un pose ante…, un estilo,  una manera de ser en el mundo y de relacionarse con las cosas, el polo opuesto de la complejidad, el otro lado de la balanza. Entre tanto la simplicidad tiene un dejo filosófico, se basa en comprender la complejidad y desmontarla, accionar su deconstrucción,  y eso lo hace mirarlo a la distancia, salir y entrar en el juego a su antojo. El minimalismo está limitado a sí mismo, la simpleza es de amplitud universal.

Detrás de Carver siempre intuí algo de pereza mental en el escritor, simple y harta flojera, puede ser ¿por qué no? ¿Por qué es Carver  y Carver es un genio?  Pero admitámoslo y evaluemos que lo hizo, y lo hizo de manera deliberada. Carver estaba consciente de su arte de escribir y de su simplicidad.

La puesta en escena de los personajes de Carver denotan eso, falta de voluntad en revelarse al mundo, son lentos, sin llegar a ser taciturnos, pero jamás desnudan su interior. Pensar es un trabajo al cual no todos estamos dados a hacerlo, y hay personas que les cuesta por tedio, y a esto se inclinan muchos en las tribunas de la crítica con respecto a Carver.

Son personajes que hablan poco de sí, lo que los hace que sean tipificados como egoístas, por la reducción de ellos a su propio mundo, donde parece que nadie más puede entrar. Esa simplicidad por pereza es la que hizo de Carver el escritor único que es.

Inscribiendo, como en todos sus relatos esa suerte de epigrafía esencial, leemos  de Carver la entrega del final de su cuento  “La Casa de Chef”, escrita desde lo simple y llano, de manera contundente y sin lugar a apelaciones que pudieran sugerir el uso de palabras diferentes.

-Amor, dijo, Wes, escúchame.

-¿Qué pasó?, dijo. Pero dijo eso nada más. Parecía que ya se había decidido. Pero, habiéndose decidido ya, no tenía ninguna prisa. Se recostó en el sofá, puso las manos en su regazo y cerró los ojos. No dijo nada más. No hacía falta.

Dije su nombre para mis adentros. Era un nombre fácil de decir, y llevaba mucho tiempo diciéndolo. Luego lo dije de nuevo. Esta vez lo dije en voz alta. Wes, dije.

Abrió los ojos. Pero no me miró. Sólo estaba sentado ahí, mirando hacia la ventana. La gorda Linda, dijo. Pero supe que no era ella. Ella no era nada. Sólo un nombre. Wes se levantó y cerró las cortinas y el océano desapareció así nada más. Fui a preparar la cena. Todavía teníamos pescado en el congelador. No había mucho más. Lo limpiaremos esta noche, pensé, y eso será todo. (Raymond Carver /La Casa de Chef)

Douglas González Droz


Sostiene Pereira 26 años después



Antonio Tabucci murió en el año 2012, pero dejó para la posteridad, una nutrida obra literaria en la que es necesario adentrarse, con la mirada de quien explora por primera vez un bosque desconocido. De su publicación ya distan unos precisos veinte seis años, 1995, debo a mi amigo Orel que en aquél entonces me aconsejara en repetidas ocasiones leer  “Sostiene Pereira”, él como abogado sin duda  había quedado asombrado de cómo esa palabra, como simple alegato tribunalicio, la voz, sostiene Pereira se repite como un verso, como palabra recurrente, como una palabra mágica, una especie de “ábrete sésamo”,  que articula una puerta dimensional sobre la realidad, o los hechos innegables de la realidad. Ante la insistencia de Orel compre el libro y desde que lo abrí en la primera página la mañana de un sábado, no lo cerré hasta terminarlo con el mismo sentimiento vago de nostalgia del que está impregnado su personaje.

A lo largo de estos años, en varias ocasiones he releído Sostiene Pereira, un par de veces he visto la película basada en éste texto, protagonizada por Marcelo Mastroianni, quien no sólo encarna a Pereira, sino que le da vida y nos lo deja como imagen viva para el recuerdo

Pero ¿quién es Pereira?  Para sostener todo lo que narra a lo largo de la  novela. Corre el año de 1938, Pereira es un periodista mediocre de mediana edad, amante de la literatura, a quien un día lo encargan de dirigir la página cultural de un periódico gris, llamado Lisboa. Su nombramiento coincide con un ambiente álgido de protestas estudiantiles contra el gobierno dictatorial de Salazar. Pereira se encarga de hacer notas elegiacas, sobre figuras históricas de la literatura, hasta que un día lee un artículo sobre la vida y la muerte de un joven ensayista llamado Monteiro Rossi, un revolucionario conspirador a tiempo completo. Pereira busca contactarlo y lo contrata, enseguida se genera un vínculo entre el viejo periodista y el novel escritor, quien entra a la vida de Pereira junto a su novia Marta, una joven de radicales convicciones socialistas.

Pereira deambula en soledad cuando no está escribiendo, su única compañía es el retrato de su difunta esposa con quien habla todos los días, se despide de ella al ir a su trabajo y la saluda al llegar, tras su muerte Pereira está herido de nostalgia, o quizás lo estaba desde antes, su vida lo refleja así. «...sin embargo sentía una gran nostalgia, de qué no podría decirlo, pero era una gran nostalgia de una vida pasada y de una vida futura, sostiene Pereira». 

Pereira también  tiene herida la esperanza por aquello que pudo haber sido y no fue, a Pereira no le interesa la política y guarda silencio ante la oleada represiva del Gobierno, hasta que un día la policía secreta allana su casa en busca de Monteiro Rossi, Pereira es ultrajado y  Rossi para evitarlo se entrega, alli mismo lo torturan y golpean hasta matarlo.

Ante el hecho atroz Pereira es obligado a salir de su burbuja literaria, se declara combativo y decide publicar la denuncia del asesinato en la primera plana del periódico, se vale de una artimaña para evadir la censura, para el momento de la salida de la edición matutina a la calle, Pereira ya tiene previsto huir de ese infierno del estado policial que vive  Lisboa, lleva consigo su pasaporte y el retrato de su mujer, lo demás, incluso la literatura parece sobrarle ante la evidencia irrevocable de la vida.

“Es difícil tener convicciones precisas cuando se habla de las razones del corazón, sostiene Pereira”.

Douglas González Droz

domingo, 27 de junio de 2021

 

Después de Casablanca


La muy focalizada sociología hollywoodense, siempre a la búsqueda del color local y sus elementos exóticos, fue por muchos años el único testigo ocular de realidades lejanas y exactas que nos llegaban en forma de películas, imágenes y palabras, porque estaban fuera del alcance del ámbito civilizado. Lugares lejanos de las activas metrópolis, y cuyo conocimiento de los pueblos que estaban perdidos más allá de  su horizonte, era alimentado con el mismo ingrediente que se fabrican las leyendas.

Es el caso de Tanger, ese pedazo de tierra bereber, ubicada al Norte de Marruecos, que por su cercanía al Peñón de Gibraltar, se convirtió en el puente de entrada de Europa a África y a la región del Medio Oriente también fue un territorio incierto, "terra incognita". Películas como Casablanca -1942- nos muestran una elocuente imagen de la época en que la ciudad era gobernada por las mafias del contrabando, ofreciendo más que una revelación del espíritu del lugar, una descripción que va más allá de lo reseñado en las guías turísticas.

La película Casablanca es como un ojo que recorre la teatral vida cotidiana, que en todo parece poner un acento melodramático, entremezclado con altas dosis de romanticismo, severos signos de decadencia y excesiva peligrosidad.

La Tanger de la década de los años 40, era una ciudad pobre, pero con encanto, el contrabando era la empresa más lucrativa del momento, que brillaba con todo el esplendor de una galaxia recién formada.

Sorprendente, te acostabas pobre y te levantabas rico, la fortuna podía alcanzarse en una sola la noche; pero de la misma manera podía perderse en cuestión de horas. Por el mundo se oía la noticia, sólo necesitas un poco de suerte para hacerte rico en Tanger.

El dinero tapizaba sus calles, el gasto vilipendioso se incrementaba como los acordes de una marcha rimbombante, aunque en la parte antigua la ciudad, estaba sumergida en una atmósfera taciturna; el ambiente era calmo y revelaba sosiego, que de alguna forma contagiaba con su clima de quietud al otro lado de la ciudad; el emergente con su nueva economía, y así ambos terminaban acoplándose en una densidad monótona, donde el cambio es una extrañeza como pasa en la sinfonía “El Bolero” del compositor Maurice Ravel, de acentuada influencia morisca, que repite “ad infinitum” un tema y un contra-tema, que en cierta manera  describe esos dos lados de la vida, uno donde los días son iguales en blanco y azul, teniendo de fondo los colores del desierto, impregnando todo de luz y calor. Dos, otro que alberga una vida llena de vanidades, y en la que los diseñadores franceses enviaban sus bellas modelos con los trajes de su última colección que junto a los más modernos automóviles, últimos modelos, se disputaban las calles junto a los asnos y camellos.

Cualquier cosa se podía comprar en Tanger, una ciudad de dos caras; la  tradicional árabe con mixturas bereber, y la inquietante llena de perversidad y lujuria, de ostentosa vida nocturna. Todo, desde drogas, armas hasta la siempre codiciada carne humana (léase trata de blancas), podía negociarse en la terraza de algún café que funcionaba como el mercado negro de la mafia, desde un avión hasta un pequeño país africano sin nombre preciso en el mapa.

Algún parecido con la realidad actual latinoamericana, es pura casualidad, o un cruce de tiempos, porque esas historias oscuras que por años llenaron el imaginario social sobre los países del Medio Oriente y el espíritu cautivo de sus ciudades al borde del desierto, se ha mudado para América Latina; aunque existe una gran diferencia, la cultura del crimen en este lado del mundo, carece de la seducción y el misterio que rodeaba la geografía del Sahara; aquí la violencia es pornográfica; y aunque se escriban en Hollywood muchos libretos sobre esta realidad, lo más seguro es que ni en una sola de esas películas podamos ver una escena tan memorable como esa donde Humphrey Bogart, dice recostado del piano –tras recibir la noticia del abandono de la mujer que fue el exceso de su vida- , “Play it again Sam”.

 

La condena eterna de la fantasía




Cada lector reescribe la novela que lee, hace una versión única del texto porque completa con su imaginación, junto a los recursos de su fantasía, aquellos silencios, omisiones de la trama novelística que deliberadamente fueron excluidas por el autor, quien en su texto sólo entrega un segmento de la historia total; este desempeño de complementar aspectos de la trama, es el que convierte a la multitud de lectores, en escritores de lo que leen.

El texto original es sólo el punto de partida de una extravagante y prolongada permutación de las lecturas que lo reescriben. De allí, que cada lectura responda a la imaginación y subjetividad del lector, nunca habrá dos lecturas de una obra con la misma percepción narrativa ni estética. Cuando leemos imaginamos, aquello que no nos dice el narrador, por no sobreabundar el texto, al que le agregamos lo que de su lectura nos cuenta la imaginación.

Afirmar que cada lectura reescribe una nueva versión de una novela, no es un acto temerario. Así tenemos que La Ilíada de Homero contaría con cientos de miles de versiones generadas por cada uno de sus lectores, y que se seguirán multiplicando mientras se lea este clásico de la literatura. Es oficio del lector completar aquellas partes en blanco, de lo que no se nos cuenta nada en la historia original.

Cabría preguntarse ¿cuál es la original de todas sus versiones? Ninguna lo es, decirlo sería incurrir en una grave equivocación. Una novela, una obra épica, no existe hasta tanto no es leída por alguien, pero una vez que esto sucede el texto se disipa en las manos del lector y pasa a ser sujeto de la infinita permutación de su fantasía.

Para algunos críticos literarios esta condición es revelada como un recurso técnico, denominado como “el dato oculto”, pero todas las obras están fecundadas de igual manera, haciendo más evidente el verdadero papel del lector que es la de inventar los datos ausentes en cada historia, a medida que se va adentrando en las líneas del texto.

 Cuando se lee la frase que pronuncia el protagonista de la novela de Joseph Conrad “El corazón de las tinieblas”, el aventurero Charles Marlow, al navegar el río Congo en África, tras observar lo degradante de los campamentos improvisados que yacen en los rincones del río, dice, “hemos llegado a las puertas del infierno”.

Tras leer esa frase la imaginación agrega nuevas escenas y elementos que responden a lo más íntimo de la ilusión: Tupida selva, cruenta y agresiva, semejante a una bestia salvaje sumergida en su sopor tropical, toda ella esparce en su resoplar un aire enrarecido capaz de fundir las voluntades de aquellos que se acercan al costado de esa mole gigantesca de intrincada vegetación cuyos árboles parecen estar anudados entre sí, a lo largo y ancho de cientos y cientos de kilómetros que se extienden selva adentro.

Cada vez que alguien se adentran en ella, al traspasar el borde del camino, esta  aventurándose en lo inexplicable.

Por eso quizá toda esa vorágine de hombres y mujeres asentados a la orilla del gran río Congo, vivían entre la ruina, la basura, la miseria y los desechos humanos confundidos en el extenso lodazal que se formaba a lo largo de sus márgenes. Las casas las llamaban, Kilukeni kanda, pero en realidad no eran casas, ni siquiera habitaciones, las más de las veces se trataba de montones de piedras o maderos, dispuestos de manera irregular, tratando de figurar una habitación, con techos de restos de palma, cortezas y bejucos amontonados con improvisación.

Era un asentamiento en el que la realidad tal como la conocemos estaban adulterados los espacios, había un regadero, sin límites; un conjunto anárquico y descollante de vulgaridad. En un morada podía ver a alguien dormitando en el día acostado sobre unos harapos sucios, a medio vestir y cubierto por un enjambre de moscas, y a menos de dos metros se podía entrever a una pareja copulando de manera desenfrenada apenas tapados con un guiñapo de tela transparentada por lo vieja y gastada, hecha jirones, colgada entre dos pilas de piedras.

La violencia es la constante día a día en ese enjambre de lo incivilizado. A unos treinta metros de un improvisado embarcadero se ve balancear el cuerpo de un hombre guindado de un árbol,  había sido linchado tras ser sorprendido violando a una niña de once años. Al atardecer un muchacho es degollado para robarle su ración de comida. Río abajo flotan henchidos en su descomposición, los cuerpos de dos hombres que habían sido quemados vivos. Pena máxima por esos lares, castigo que consiste en bañar al trasgresor de combustible y prenderte fuego mientras duerme.

Algunos refugios tenían colgadas en sus entradas cabezas humanas cercenadas, momificadas por el calor, el tiempo y lo sofocante de aquel clima; se mostraban como prestigiosos trofeos para su dueño.

El ser humano es un ser que ambiciona totalidades, por eso su vocación a completar los cuadros en blanco, incluso en la realidad que lo rodea. Cuando examinamos la lógica analítica de la que se vale el detective Sherlock Holmes, nos damos cuenta de un hecho particular, que con apenas una pieza, arma todo el rompecabezas. La reunión de pistas de cada caso, no es otra cosa que encontrar el dato oculto, el leit motiv del crimen y su perpetrador.

A través del relato "El Corazón de las Tinieblas", el territorio africano se nos muestra como una franja marcada por la barbarie, opuesta a la cultura y valores del mundo occidental. África no es un continente, es otra dimensión de lo humano, y el Congo descrito por Conrad vive bajo el espeso manto de una niebla que va y viene, pero que siempre está presente como un techo de oscuridad y de sombras que acobija un mundo aparte.

¿Quiénes son ellos? No hacen proclamas, ni son especializados inventores, ni persiguen la genialidad; tampoco están afiebrados por el virus del conocimiento, ni desarrollan la ciencia, el libro les es un objeto extraño, los derechos humanos una frase vacía, hueca; la vida se comprende en amos y esclavos, ambos gobernados por la muerte. Tienen adornos y fetiches con más valor que un ser humano. No construyen imperios, ni metrópolis como los antiguos egipcios, la mayoría de sus comunidades vive en la soterrada era del neolítico.

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Don José


Existen los escritores de culto, aquellos a los que un grupo de lectores sigue y se apega con devoción, la obra de ese escritor, se persigue, sus libros y los conservan como si se tratara de la reliquia mortuoria de un santo, y forman una especie de feligresía para quienes el volumen de cada texto es un objeto de veneración, incluso algunos elevan a ese autor a una especie de dios personal, del que cada palabra, cada frase la asumen con una fe ciega.

Tengo un amigo cuya adhesión a la obra del escritor Ernesto Sábato, no fue propiamente un culto, sino una variante del afecto pocas veces comprendida que es la amistad literaria, la podemos diferenciar del culto porque en ella no intermedia la existencia de una idolatría, ni de una veneración. La amistad literaria tiene una forma de trascendencia del amor basada en los libros y sus lecturas, que nos permite prescindir de los ritos del conocerse mutuamente, del saludo, de estrechamiento de manos o del abrazo fraterno, o de estar al tanto o no, sobre la existencia del otro.

Ritualidad que es sustituida por la simbología que reposa en sus textos, que nos  remite a esa mirada inaugural con la que desde ellos se cifra el mundo, y prolongan la existencia de otras realidades que sólo pueden abordarse dentro de ese universo de palabras.

Una amistad literaria nace de lo admirativo; así era el lazo que unía a mi amigo con Ernesto Sábato. Por eso cuando el centenario escritor murió, enseguida lo llamé y le di mi más sentido pésame, algo que mi amigo agradeció.

En la lista de mis amistades literarias se encuentra José Samarago, quien ocupa una posición relevante y entre las más sentidas y cercanas, por la naturaleza revelada de su obra; pero sobre todo, por la de conexión inesperada que encuentro en sus novelas, hay en ellas ecos ancestrales que se descifran detrás de sus palabras que semejan a las memorias perdidas.

Saramago es uno de esos escritores cuya obra crece en una dimensión particular, al igual que William Faulkner, García Márquez, Joseph Conrad, Dostoievski, Virginia Woolf, Philip Roth, John Doss Passos, Saúl Bellow, entre muchos otros. Escritores de los que siempre lamentaremos leer su último libro.

La voz de Saramago se apagó en el año 2010, desde esa fecha tomé en cuenta que no habrían nuevos libros de él, que ya no nos brindaría el acostumbrado asombro de su particular inventiva. Tengo casi todos los libros escritos por Saramago, a excepción de dos o tres, para el momento de su muerte tenía pendientes por leer seis de esos títulos, los cuales decidí digerir con mesura, como quien degusta la última botella de un vino añejo celosamente envejecido; los voy leyendo a la razón de uno o dos por año, pienso que cuando se me acaben me tocará releer aquellos que considere más cercanos a mi inquietud literaria.

Parte de esa lectura comedida es la novela “Todos los nombres”, una trama que refleja la escisión del tiempo exterior y el abrir una brecha por donde asomarnos a la conciencia de Don José, quien vive en una burbuja de la que  entra sale por momentos para asomarse a la realidad. Su trabajo es rutinario, impensado como si fuese un mecano, su existencia está volcada en seguir en horas secretas, la pista a las divagaciones de una secreta obsesión.

Don José es el único nombre que aparece en las 318 páginas de la novela, el resto de los personajes son como piezas de ajedrez, carecen de nombre particular, se conocen por sus funciones. El edificio donde está la Conservaduría General del Registro Civil, al igual que Don José es una vieja construcción que no entró en el inventario de la modernidad, luz eléctrica y teléfono son la mayor expresión tecnológica que hay en esa oficina, y que Saramago describe: “La puerta antigua, la última capa de pintura marrón está descascarillada, las venas de la madera,  a la vista, recuerdan una piel estriada. Hay cinco ventanas en la fachada. Apenas se cruza el umbral, se siente el olor a papel viejo”.

En ese edificio cumple un horario de perpetuidad Don José, llenando ficheros, actualizando la data de vivos y muertos. Es un hombre rubicundo, con vientre un tanto prominente, su cuerpo denota ausencia de ejercicio y es una gran suma de flacidez; sobrepasa la mediana edad y parece que llevará años arrastrando el cansancio, su rostro denota las marcadas líneas de una prolongada obstinación. Vive en una pequeña casa que está justo al lado de la Conservaduría, y que de hecho pertenece a ese organismo, al igual que le pertenece Don José. La casa posee una puerta interna que la comunica directamente con la sala de despachos.

Don José se ha obsesionado en  hacer un seguimiento de la vida de personajes famosos. Lo hace a través de las actualizaciones de información oficial  que llegan a esa oficina, actas de matrimonios, nacimientos de hijos, cambio de residencia, adquisición de nuevas propiedades, traspasos de vehículos, y un largo etcétera de menudencias de la vida común y que el aparato burocrático se encarga de archivar.

Digamos que Don José tiene especial predilección por la gente famosa. Por eso cada tarde tras la hora del cierre oficinesco, él se escurre y toma prestadas las fichas originales del Registro, para hacer un duplicado exacto para su archivo que consta de varias carpetas, en las que el va agregando los aspectos novedosos que sobre ellos publiquen los periódicos o revistas. Cada noche Don José tijera en mano se da a la faena de recortar montones de páginas con lo publicado e integrarlos a sus carpetas.

Parco de gestos, reservado de palabras, como buen burócrata viste de manera formal y sin relevancia, sobre su camisa torpemente planchada remata una corbata que cierra su nudo condenatorio bajo los pliegues de su papada. Siempre viste de gris o marrón, indistintamente de la época del año, tiene dos abrigos y una cazadora, debajo de su catre guarda cada noche, tras repulirlos, el único par de zapatos que tiene. Sobre su cabeza deslucen unos largos mechones de color cenizo que tratan de ocultar su incipiente calvicie. Tiene la estampa de un hombre triste.

Toda soledad soporta una repetición, una rutina inconmensurable, la de Don José es la de ir a de una realidad a otra, la de la oficina de la Conservaduría, a su casa-habitación; en ambas se dedica al mismo quehacer, recolectar y archivar datos. Viendo la vida de Don José a distancia nos percatamos que no es más representativa que el mobiliario de la oficina. La diferencia entre él y ellos es que Don José respira, come, defeca y orina, de resto su vida es tan impersonal como la de cualquier escritorio del Despacho gubernamental que Saramago nos describe como “un enjambre burocrático que trabaja sin descanso desde la mañana hasta la noche”.

Los escribientes no tienen más remedio, deshilvanar el tiempo por esos pasillos donde se  escurren las sombras. A Don José la soledad no le pesa, ni siquiera piensa en ella, ignora que existe. En el momento de nuestro encuentro en las primeras páginas de la novela, Don José nos muestra que es un hombre incapaz de dar testimonio sobre el amor. No ha tenido la capacidad de amar, está imposibilitado de hacerlo debido a la perturbación de su retraimiento existencial. Simple, jamás se propuso a amar, era algo ajeno a su naturaleza, como jamás pensó tocar una computadora. Aunque es el año 1997, y en la Conservaduría aún escriben con máquinas de escribir y el archivo se lleva de manera manual.

Así, sin saber amar, su vida se conforma con esas cuotas de pequeñas alegrías, los hallazgos y descubrimientos sobre las famosas personalidades. El amor compromete una porción de fe, como apunto Octavio Paz, “en todo amor hay una eucaristía”. Don José está lejos de albergar esa posibilidad, pues quien se niega al pecado, también está negado al milagro, y el amor comprende algo de esos dos. Don José está condenado al desamor. Pero ésta no es su única condena, porque él es un habitante de lo absurdo, como Sísifo quien vive  condenado a subir una inmensa piedra hasta la cima de una montaña y luego dejarla caer, y volverla a subir y dejarla rodar otra vez por toda la eternidad.

Una tarde a Don José lo asalta la realidad. Tras sustraer de manera oculta cinco fichas originales de personajes de renombre para hacer los duplicados para su colección y abrir el paquete en su casa vio que algo cayó  al piso, era una sexta ficha que se vino pegada a las otras. No es la de una persona famosa, es una ficha de una mujer común y corriente, Don José la detalla al levantarla del suelo y la observa, algo de esa mujer lo conmueve, Don José flechado por aquel rostro, siente un fuerte impulso, la urgente necesidad, de conocerla.

A partir de ese momento la vida de Don José tuvo un único fin, encontrar a la misteriosa mujer de la ficha. Decide seguirle el rastro, duerme poco, piensa en ella mañana y noche; la jornada de trabajo se le hace insoportable, mira a su alrededor y todo lo ve marcado por el aburrimiento, a cada minuto ve el reloj, espera con ansiedad la hora de salida. Su cuerpo vive una sola emoción, encontrarla.

Don José respira con la certeza de ese encuentro. Recorre los lugares donde aparece algún  registro, sus últimas direcciones de residencia, la escuela donde estudió, entra y sale de los sitios protegido con las sombras de la noche; asalta ventanas, registra viejos archivos de oficinas donde ella trabajo, allana escuelas a la medianoche, deshoja la guía telefónica, no descansa siguiendo los pasos de su nombre, pero todo es infructuoso. Su frustración crece cada día tanto como su pasión, la necesidad que tiene de ella gobierna sus sentidos y   dirige su vida.

Don José está enamorado pero no lo sabe, ignora la sintomatología del contagio amoroso; deambula como un fantasma, anda atolondrado e incongruente, presa de una agitación febril.

Abrumado por el fracaso de su búsqueda, Don José decide tomar unas vacaciones, pero no descansa, dedica el cien por ciento de su tiempo a trajinar día y noche tratando de dar con ella . Duerme poco por su mente inquieta, siente que la ciudad se la esconde, le borra cada pista. Cuando Don José cree estar cercano a encontrarla, el azar inmóvil que reacomoda el orden de las cosas, lo extravía, y Don José debe volver mismo al punto de partida, una y otra vez. No confía en nadie, se siente vigilado pero lo sabe desde un ámbito incierto porque no logra comprobar nada.

Un día mientras trabajaba en la sección de fallecidos del Registro Civil, se encontró con la ficha de ella; lo primero pensó era que se trataba de una confusión o quizá alguien semejante con el mismo nombre. Entonces examinó la  nueva ficha, leyó los datos adjuntos y comprobó que era ella, los más apesadumbrados sentimientos hicieron peso sobre su cabeza. Era ella no había duda, hacía pocos días que había muerto. Mareado, y con visibles síntomas de estar descompensado, Don José se sentó en su escritorio exhibiendo en su rostro una palidez de sudario, había sufrido un cataclismo en su conciencia que le derrumbó todo.

Una vez aceptada la infeliz realidad de su muerte, Don José hizo lo indecible, hasta el inventar una excusa oficial, para ir tras ella en el Cementerio, tiene la esperanza romántica de pararse sobre su tumba, y poder presentir de alguna manera algo de su disipada presencia. En el cementerio le ubican el número de la tumba y la sección donde reposa, está enterrada en la zona de los suicidas, enterarse de eso supuso un nuevo golpe bajo para Don José. Él buscándola con la vida, ella alejándose con la muerte. Pasa y se adentra en el cementerio, le dicen que en las siguientes dos horas cesan las actividades.

Don José asistido por un croquis va a la sección indicada. Llega con la última puesta de sol de la tarde, se cierne la oscuridad pero no lo amedrenta, se queda ahí parado sobre la tumba de ella, por fin la encontró,. ensimismado en sus pensamientos Don José no se percata que ha avanzado la noche, y sigue ahí junto a la cripta, pasan horas hasta que se da cuenta, es tarde y decide pasar la noche alli. Se recuesta al pie de un olivo justo frente a la tumba. Al amanecer cuando se dispone a marcharse, presto a abandonar con gesto de gallardía el  lugar del reposo de la mujer que ama sin saberlo, a Don José lo sorprende la aparición de un pastor y un rebaño de ovejas que éste lleva a apacentar por aquel lado del camposanto; el ovejero lo saluda y le pregunta que hace ahí a esas horas. Don José le explica que vino por la tarde a visitar la tumba de una amiga y se había quedado dormido junto a su tumba.

El pastor en su respuesta le sugiere que ese cementerio es un laberinto invisible, “Por ejemplo, la persona que está aquí, dijo el pastor tocando con el cayado el montículo de tierra, no es quien usted cree (…) Quiere decir que ese número está equivocado, preguntó temblando Don José (…) Ninguno de los cuerpos que están aquí enterrados corresponde a los nombres que se leen en las placas de mármol, dijo el pastor”.

Don José es expulsado una vez más de su frágil ensueño, su mente da un vuelco, es como una locomotora que viaja a 100 Km/h y choca de frente con la realidad, Todo se desdibuja, en ese mundo donde vive la mente de Don José, un mundo extraño e incomprensible que lo mantiene hechizado, viviendo dentro de una pesadilla de la que parece no puede despertar, y que lo arrastra con fuerza abismal, con un sentimiento depravado, hacia las zonas más turbias e inescrutables del alma humana.

Antes de admitir su derrota definitiva interroga el pastor albergando una cierta esperanza:  “¿Y los números? Pregunta Don José. Están todos cambiados, repuso el pastor, (…) alguien los cambia antes de de que traigan y coloquen las piedras con los nombres”.

Al salir del Cementerio, y pese a la adversidad acontecida Don José decide seguir viviendo la intriga de averiguar mas sobre la vida de aquella mujer. No se da por vencido pese al revés sufrido. Sabe que no existe ninguna posibilidad de tener un encuentro cara a cara con ella, pero decide buscarla entre los espacios metafísicos que le provee la imaginación; es el último rebrote de una pasión que le permitirá sobreponer los ánimos, para empezar a reunir la mayor cantidad de datos posibles para reconstruir, cada día, cada paso de la vida de ella.

Don José se conformará con hacer el registro de su historia. Si, un registro es la única forma que tiene para resolver el acertijo de encontrarla. Quizá en algún momento entre en razón y descubra lo inútil de su empeño. Entonces comprenderá que ella es solo el recuerdo de algo que no tuvo, pero que esta ahí, como aquello que se puede ver pero no tocar que es la nostalgia. La muerte no es opuesta a la vida, es parte de ella, dice Haruki Murakami en su novela Tokio Blues, si algún día Don José llegara a leerla, entonces comprendería que esa mujer que se ha obsesionado por encontrar, vive presente en su vida, y que él sigue buscándola sin saberlo.

Douglas González Droz

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