martes, 12 de mayo de 2015


Gabriel García Márquez
o la memoria ausente
Douglas González

En 1924, el pintor francés Andrés Bretón intentaba liquidar la realidad, subvirtiéndola, al promulgar en París la vigencia de un nuevo códice capaz de mirar las cosas como nunca antes habían sido vistas, lo llamó El Manifiesto Surrealista, una nueva manera capaz de renombrar al mundo y sus objetos. Tras esta declaración Bretón logró prender todas las alarmas del status quo mundial. Seis años después, tres jóvenes escritores latinoamericanos, Alejo Carpentier (Ecua Yamba-O), Miguel Angel Asturias (El Hombre de Maíz) y Arturo Uslar Pietri (Lanzas Coloradas), echaban al río Sena al Manifiesto surrealista junto a la certeza original de sus seguidores, lo ahogaron por innecesario y redundante, porque eso que proclamaba, no era una manera de ver las cosas exclusiva de un movimiento artístico snob, sino que era algo mucho más, que no sólo tenía vida propia, sino que coexistía al otro lado del mundo, en Latinoamérica, donde la magia no era parte de una declaración formal, sino de una cotidianidad, donde el mundo y todas sus cosas no sólo parecían nacer de nuevo, sino que muchas veces lo hacían todos los días, cubierto por el manto del Realismo Mágico.

Para ese momento estos tres fundadores de la incipiente nueva narrativa latinoamericana, hacían dos cosas: Uno, convalidaban la idea del filósofo dominicano Pedro Henríquez Ureña, ideólogo y predicador de la nueva utopía americana, quien afirmaba que América fue descubierta como esperanza de un mundo mejor, un mundo que desde sus raíces, nace en oposición a la realidad establecida. Es el alimento, el cultivo de la invención, y la posibilidad abierta a las utopías. Dos, abrían el camino para que casi treinta años después Gabriel García Márquez cifrara todos los misterios, los asombros, la mitología diaria de ese nuevo mundo y lo dotara de un nuevo alfabeto para todos los hombres con su nueva manera de nombrar las cosas, con una sola y única posibilidad, escribir una historia, no de una humanidad, sino la invención del mundo latinoamericano. Es así que de la mano de Gabriel García Márquez, el resto del orbe redescubre América y él la bautiza y por primera vez asignándole su nombre imperecedero, tierra del realismo mágico.

Viajante, vendedor de libros, residente sempiterno en la habitación de una casa de putas –donde devoraba los libros de Virginia Wolff y William Faulkner-, cineasta, guionista y caricaturista a destiempo, Gabriel García Márquez, fue el tiempo hecho memoria, sobre todo si tomamos a pie juntillas aquella sentencia de Jorge Luis Borges: “El tiempo es la sustancia de la que estamos hechos”.

García Márquez fue uno de esos personajes de estirpe condenados a vivir para siempre, una memoria como la suya, ancestral, anacrónica e intemporal, siempre termina pactando con la eternidad. Creo que García Márquez nos seguirá contando las maravillosas invenciones de sus historias, esas que una vez no lograban precisar donde comenzaba o terminaba el asombro los habitantes de Macondo. El Gabo continuará su andar peregrino persiguiendo el carromato de alguna Eréndira, extasiándose con el amor virginal de Remedios La bella, cobijándose bajo la sombra centenaria de los Buendía, o simplemente siguiéndole los pasos a esa legendaria estirpe de matriarcas como Ursula Iguarán, Mamá Grande o la mítica Isabel de Macondo, tratando de revelarnos desde sus mejores páginas la deslumbrada sustancia que aún esconde su literatura.


En la foto: Saliendo del Hotel Caracas Hilton junto a García Márquez cuando lo entrevisté en el año 1989

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