La hora de la tarde
Nada inquietante se
revelaba en él, nadie hasta ese momento había reparado en su presencia, como cincelada
a la mesa, salvo cuando faltaban cinco minutos para apagar las luces del
establecimiento, uno de los meseros le anunció que ya iban a cerrar. Él era el
único cliente sentado en aquél salón con cincuenta mesas y 200 sillas
desoladas, su imagen solitaria sentado en medio de aquel desierto de cosas
inanimadas, lo remitía a él, no como un hombre solo, sino como un hombre único,
o como el único hombre tal como se sentía en ese momento.
Por eso cuando escuchó la advertencia de cierre no
se inmutó, le pareció haberla escuchado en medio de un sueño, porque así sentía
todo lo que le rodeaba; era percibido como algo ajeno a su conciencia; un asunto
irrelevante e imprescindible como las jugarretas de los delirios promovidos por
su imaginación psicógena, que le hacía ver un mundo de relación y certezas,
como un todo concatenado, cuando en verdad en el mundo no había más que
fragmentos de realidad.
Las luces se apagaron junto al último compás del
solo para piano de Ludwig Van Beethoven, Canción para Elisa, que sonaba por los
parlantes como música de ambiente, él reconoció la melodía y pensó en la mujer,
en esa necesidad de compañía, pero no pensó en cualquier mujer, eso sería convocar una
pesadilla, pensó en algo más elevado que trascendiese la mera cualidad de la
belleza, que se afirmara en el encanto, tal como la describió Swedenborg, como
la cualidad imprescindible que debe poseer la hembra creada por Di-os, para
complementar el conocimiento del hombre, y conducirlo al intercambio de alma, a revelarle la sabiduría del amor, tal como hizo Diotima al mostrarle la
genealogía del amor a Sócrates.
©Copyright. Douglas González
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