domingo, 13 de noviembre de 2022

 

El Miranda infinito de Carrillo


Mi nombre es Julio César Carrillo dijo el hombre a manera de presentación, cuando jaló la silla para sentarse en la mesa de la panadería donde yo tomaba café, con la lentitud contemplativa que a veces nos proporcionan las mañanas, un minuto antes había solicitado compartirla conmigo. Era un hombre nutrido en gestos humildes, vestía como las personas que con los años se han obligado a la vida sencilla, como si la merma de la juventud les produjera  una especie de  cansancio o hastío que les impidiera  transitar por los pasillos de la elegancia. Su rostro curtido hablaba de su pasado, de faenas del campo de sol a sol, y evidenciaba el desgaste bondadoso por las agujas del tiempo. Hablaba con un entrañable acento guaro que me recordó las viejas voces de algunos pobladores de mi infancia, de los valles del Turbio y de la tierra  rojiza de Quíbor. Tengo 72 años, acotó, en algún momento de nuestra conversación, con un gesto en el que se mezclaban ingenuidad y timidez y que comprendí lo había acompañado siempre. 

Julio César despachaba con fruición un enrollado dulce que mojaba dentro de su taza de café, entretanto yo atendía una llamada telefónica, en medio de la cual  pronuncié  la palabra ambigüedad, lo que bastó para que una vez que colgara el teléfono, mi  improvisado compañero de mesa me preguntara, disculpe doctor, pero esa palabra ambiguo a qué hace referencia exactamente. Sentí que esa pregunta  no venía sola, y que detrás de ella se escondía un puente de palabras, pero a esa hora yo le hacía fintas al aburrimiento, así que no esquivé su pregunta. Aunque primero fue necesario aclararle que yo no era ningún doctor, para luego derivar un poco en el carácter indeciso de la palabra ambigüedad, tan escurridiza como un pez en el agua. 

¿Si Usted no es doctor entonces que es? Preguntó. Periodista y escritor, le dije. A Julio César se le iluminó el rostro con el brillo sustantivo de esas miradas que sólo son posibles en las personas que se han dedicado a descubrir el mundo por sí mismos, sin jamás haber pisado una escuela. "Yo apenas estudié hasta segundo grado -esa frase la enarboló  con una amplia sonrisa que se dibujó en su cara con orgullo-. No tengo familia, sólo tenía mamá y murió cuando yo era muy pequeño, antes de morir ella me regaló a la familia de la finca donde trabajaba y ahí me crié solo. No se nada de nadie, nada, ni de papá, ni de hermanos, ni tíos, primos, nada". Tras escucharlo entonces entendí que ese lector que se había formado en Julio César -quien me confesó que su único tesoro eran sus libros- había fabricado al  escritor como quien diseña un artificio para que lo acompañe en la vida.

Nunca me casé, dijo, aunque compartí con muchas mujeres al final me quedé solo. Una vez le cortaba el cabello a un cliente -porque yo soy barbero de profesión-, a un doctor como usted, era psicólogo, y le pregunté a qué se debía eso, y él me respondió que esa era una opción de vida. Hubo una pausa de silencio, ambos nos concentramos en nuestros cafés. Me sentía escrutado por su mirada curiosa, como quien observa algo de su interés desde un horizonte lejano.
"Pues mire doctor ya le dije que soy escritor y quiero publicar un libro, insistió Julio César, a quien tras reiterarle mi protesta por su insistencia de colocarme el título doctoral, que además pronunciaba con cierto acento pantagruélico, convino en decirme, bien tranquilo si usted no lo es no importa, pero usted para mí será el doctor. Eso me lo dijo de manera llana, como si sus palabras estuvieran sincronizadas con la forma en que estaba sentado en la mesa, con los brazos alrededor del plato, un gesto afable que invitaba a la confidencialidad. 
"Yo aprendí a leer y escribir a los cipotazos, pero para mi leer es lo que más me gusta en esta vida, y digo lo mejor que me ha pasado; llevo más de veinte años escribiendo, cosas de aquí y de allá, tiempo en el que he colaborado con portales de opinión en internet y como articulista de periódicos y en algunos semanarios. Pero desde hace quince años que estoy escribiendo un libro sobre Francisco de Miranda, de ese libro es que quiero hablarle doctor -dijo- de ese tengo más de setenta páginas escritas".

La sola mención de Miranda hizo que Ambos nos extendieramos en nuestras respectivas impresiones sobre el personaje más genuino de la historia venezolana y que sobresalía de los otros porque era un universo en sí mismo. "Tengo veintidós libros sobre Miranda, entre ellos varios de su diario personal la Colombeia." Eso nos bastó para seguir prolongando el diálogo de esa mañana, adentrándonos en ese laberinto de vida que es Miranda. 

Sin embargo, cuando nombró la Colombeia, no pude dejar de hacerle la observación de que yo tuve 27 tomos de ese diario. Dado que en mi época de novel reportero en Caracas, me tocó hacer la cobertura noticiosa de la Presidencia de la República, y descubrí que ese Despacho tenía a su cargo la publicación de la Colombeia, la recopilación de los diarios de Francisco de Miranda recuperados por la Nación en una subasta en Londres. Hasta la fecha que yo hice el recuento se habían editado 27 tomos que se estaban distribuyendo a las bibliotecas del país y en ese entonces logré que me donaran una de esas colecciones.  Esos libros no creo sean muy comunes por aquí -dije-, y le acote esa Colombeia se la había regalado a un amigo hacía unos años cuando me fui a vivir al exterior. 
-¿Dondé la consiguió ? Pregunté-. 
-Mire doctor son quince tomos y me los regaló un vendedor callejero de libros usados -respondió -, de esos que están por las aceras, quien viendo mi interés en esos libros cada vez que yo pasaba por ahí, un día me dijo llevate esos libros chico, pesan mucho para yo estarlos llevando y trayendo, además nadie me los va comprar.  Eso sí, te los regalo si te los llevas hoy mismo, te los doy porque esos me los vendió un carajo por tres lochas.
-Y usted los ha revisado bien -pregunté. 
-Están como nuevos -contestó Carrillo. 
No sé porque en ese momento pensé que esos eran mis libros, y que mi amigo se había visto en la necesidad de venderlos por alguna crisis económica transitoria; y le pregunté a Carrillo, sino se había fijado si esos libros tenían algún sello con el nombre de alguien en alguna parte.
-Déjeme decirle que sí doctor,  abajo en el lomo, tienen un sello con el nombre de Douglas González.
-Esos son mis libros Carrillo -le dije-,  yo soy Douglas González.
-No puede ser. Yo tengo los libros que eran suyos doctor, los que usted le regaló a su amigo?
-Sí Carrillo, al parecer él prefirió venderlos que leerlos, frase que no pude evitar fuera acompañada por una risa sonora.
-Qué tipo tan loco -dijo Carrillo viéndome con asombro-, lo que botó para la calle fue oro puro.

El saber que tenía unos libros que alguna vez fueron míos le amplió la brecha de confianza a Carrillo, quien me expuso, "mi historia de Miranda es distinta, es poética, a veces relata historias pero siempre desemboca en lo apologético". 
Imaginé el estilo de Carrillo, lleno de alabanzas, con visiones de héroe homérico sobre Miranda, en medio de un verbo vehemente, dando cuentas de todas las acciones del generalísimo. 
-Por eso le digo doctor, mi  Miranda es distinto -dijo-, no se parece a ninguno; es una exaltación, un canto donde trato de recoger todas las imágenes existentes en la conciencia nacional sobre el precursor de la independencia.
-Entiendo muy bien lo que usted dice -respondí.

Me enseñó un par de libros que según él eran reveladores sobre Miranda y que cargaba atajados en una carpeta llena de papeles. El correr de la mañana fue disipando el diálogo poco a poco hasta que despedimos justo cuando Carrillo terminó su café.
 
Lo vi perderse al fondo de la calle de su cotidianidad con su carpeta bajo el brazo llena de trazos de su biografía infinita sobre Francisco de Miranda, escrita por ese entusiasta poeta en el que se había convertido, quien partiendo desde lo elegíaco había encontrado el único lenguaje que podía remitir la grandeza del héroe que tanto admiraba, "desde la poesía de voz encumbrada, única manera de escribir algo a la altura de ese personaje tan universal", como el mismo me dijo. 
Estoy seguro que día a día la poesía de Carrillo irá sumando versos y metáforas en su quehacer de reconstruir con el lenguaje de los dioses la vida de Francisco de Miranda, el americano más universal .

Douglas González  ©copyright

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