lunes, 2 de febrero de 2015



Montarse en el Metro a las 7am

-Douglas González-

En Caracas en el Metro puede comenzar o terminar todo, desde una historia laboral porque surge aquello de que te encuentras a Pedro o a Juan, y te pueden soltar eso de tanto tiempo perdido, sin saber de ti, y tú le echas la culpa al vivir en la ciudad, tratando de llegar siempre a tiempo y hacer magia para ver si logras ese poquito extra que te hará sentirte vivo más allá del cumplimiento rutinario y lo asfixiante que se ha vuelto vivir en Caracas, una ciudad que siempre está dispuesta a robarte esos minutos libres en lo que puedes hacer lo que realmente te dé la gana.
Y si a pesar de ser esquivo, inevitablemente te encuentras con un viejo compinche, Pedro o Juan,  que por aquellas circunstancias de cuéntame que estás haciendo o en qué andas, los dos entramos apretujados en el siguiente vagón, esquivando el tumulto que roba carteras y tumba celulares, apartándote lo suficiente de la puerta, porque sabes que ahí se instalan los charleros y los tarjeteros, unos a suministrar su dosis de retórica marginal, una especie de metalenguaje que todos por instinto nos hemos visto obligados a entender, los segundos a ver cómo te jalan la cartera. Siempre al entrar al vagón te vas a encontrar con: Buenos días no venimos a robar, ni a vender, sólo pedimos, ustedes me entienden una colaboración para el entierro del pana tal,  o la medicina, la ayudita para la viuda del panita equis que quebraron anoche. -todo eso lo sientes en un intenso movimiento, bajo el ritmo de vallenato, y piensas que estás ahí prestado por un ratico, entre los hijos de Morlocks.
Y sobre ese tejido de voces de todos los días que nadie quiere escuchar, uno trata de sostener una conversación. Pedro o Juan te dice; coño brother y de verdad te pagan esa miseria? Pregunta que te lanza cuando ya tú le has confesado que pese a todas tus especialidades y la verga de Triana que eres, el pipirinei pues!!! estás casi en el estatus de salario mínimo, coño ganas menos que un carretillero en los predios de Mozambique, que es algo así como comenzar a acariciar el desagradable trato con la indigencia o estar enfermo de pobreza. Algo a lo que todo el mundo le saca el cuerpo porque en definitiva están convencidos de que esa vaina se pega, y en este país es casi un delito ser pobre y  pelabola, porque nadie te reconoce, porque si vas a un barrio y le preguntas al que vive en un rancho si es pobre te dice que el no, pero el que vive en el ranchito de al lado sí.
En definitiva sufres de esa lepra que es estarse comiendo un cable, si no se lo han llevado los choros  y donde si de vaina alguien te quiere es tu mamá. El Metro está muy lleno de gente enferma de eso de pelar bola y no tener uno, dispuestos a hacer cualquier vaina, para salvar el día.
En medio de ese barullo Metro en hora pico, y el dame tu teléfono, Pedro o Juan te lanza una de solidaridad intensa, me interesa ayudarte brother, y te da la tarjeta corporativa de la empresa, con el pásate por la oficina a ver si dejas de trabajar en esa mierda, endosado. 
Oyes eso, piensas que te sorprendió ese día que prometía ser monótono, asfixiante como esa horda de zombies que pulula a esa horas en el Metro, lleno de mierda purita, gente con caras de no sabemos de dónde, porque son de un fenotipo distinto al de nuestras costumbres visuales, muy tukis, de chorito o de malandro recién bañadito en la mañana y zapatos impecables pero o muy chillones y si son de cuero exceso de betún, eso siempre los delata. Y cuando hablan sacan ese otro lenguaje que no es venezolano ni nada, sino el hecho verbal de mucha piraña motorizada, como el exceso de cortes zayiyan, y gel tan fijados en sus cabezas, como sus pensamientos, y siempre esa mirada propia del resentido, del que sale a la calle todos los días a ver a qué pendejo le endosa el cobro atrasado de esa trampa verbal que es la exclusión social, por todo aquello que tu o cualquier otro muestra que tiene, y ellos piensan que eso les pertenece, así nomás, que se lo arrebataron en algún momento de la historia. Y andan a la búsqueda de la revancha, el arrebatón o del están pegao, todo eso que ellos creen un legítimo acto de justicia social. 
Todos parecen cortados de moldes iguales de una misma cartulina, como sus mujeres, en sandalias, casi cholas, de un cuerito que hace milagros para sostener el pie de esas moles vientruas y blusas chupinas muy forradas al cuerpo, dejando que se desborden los excedentes de sus carnes que, según la estética, deberían estar ajustados a otro lugar, todos apretujados en el Metro como si fuéramos una lata de fiambre, carne de almuerzo.
El resto de los 60 segundos que demora en vagón por llegar a la próxima estación donde se baja el brother, transcurren entre un silencio en quebrado que va rompiendo esa extraña fluctuación del lenguaje que acompaña a los que ya no tenemos que decirnos nada, y además evitamos hablar de política. Es cuando comienza la ronda de preguntas predecibles, y la chama aquella…?, el panita Jesús como siempre está voladísimo, tu sabes. Vi a fulana el fin en tal sitio, está chocadita (vieja y cuerpo maltratado). Te acuerdas del profe de…….ahí va, no es un diálogo, es un conteo agonizante hasta que cada uno pueda retornar al estado placentero del soliloquio y la soledad.
Y es que el Metro de Caracas, es un pequeño universo, si  carece de algo es de confort, aire límpido, porque siempre está enrarecido a cosa con sudor y cosa usada (pacuzo, le llaman), producto de su saturación. Porque medio mundo baja de todos lados, especialmente en las horas pico a zambullirse en ese mar de gente que es el Metro, muchos se colean a la cañona, pero como todos es de todos, esa distorsión psicótica que impuso en su momento cierto carácter bipolar extinto, pareciera que la cosa es una rebatiña. Muchos de los usuarios del Metro, se montan por montarse, por buscar un guiso, un tumbe, hacerse una ruta.  Ningún otro propósito para inspirarles, sino pasear de arriba abajo en un  interminable ir y venir, de los trenes. Porque si algo es cierto es que nunca desaparecen, se bajan unos pero pareciera que a cada momento se suben sus dobles.
El metro con toda la monstruosidad que engendra en la mente de quienes lo patean de arriba abajo todos los días, tampoco está negado a lo infernal y lo sublime, igual que el país que naufraga en medio de un caos laberíntico. Hace tiempo dejó de ser aquél templo de la conducta cívica, incluso se llegó a hablar de un “cultura Metro”, ejemplo corrección y cumplimiento de las reglas. Pero todo eso es una historia pérdida en medio de esta nutrida decadencia, por lo que parece nunca más volverá. Sin embargo, pese a los embates de lo sórdido, aún en el Metro hay tiempo, un poquito de espacio para que algunos, como aquellos  dispuestos a intercambiar un par de tórridas miradas provocadoras, de esas que se deslizan insinuantes pasando sobre las cabezas de una media docena de pasajeros para ir a ruborizar los ánimos que inician los romances incipientes y subterráneos, que muchas veces duran hasta que por el parlante el operador anuncia la próxima estación: Mariperez, que es donde me bajo yo.

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