Montarse
en el Metro a las 7am
-Douglas González-
En
Caracas en el Metro puede comenzar o terminar todo, desde una historia laboral
porque surge aquello de que te encuentras a Pedro o a Juan, y te pueden soltar
eso de tanto tiempo perdido, sin saber de ti, y tú le echas la culpa al vivir
en la ciudad, tratando de llegar siempre a tiempo y hacer magia para ver si
logras ese poquito extra que te hará sentirte vivo más allá del cumplimiento
rutinario y lo asfixiante que se ha vuelto vivir en Caracas, una ciudad que
siempre está dispuesta a robarte esos minutos libres en lo que puedes hacer lo
que realmente te dé la gana.
Y
si a pesar de ser esquivo, inevitablemente te encuentras con un viejo
compinche, Pedro o Juan, que por aquellas
circunstancias de cuéntame que estás haciendo o en qué andas, los dos entramos
apretujados en el siguiente vagón, esquivando el tumulto que roba carteras y
tumba celulares, apartándote lo suficiente de la puerta, porque sabes que ahí
se instalan los charleros y los tarjeteros, unos a suministrar su dosis de
retórica marginal, una especie de metalenguaje que todos por instinto nos hemos
visto obligados a entender, los segundos a ver cómo te jalan la cartera. Siempre
al entrar al vagón te vas a encontrar con: Buenos días no venimos a robar, ni a
vender, sólo pedimos, ustedes me entienden una colaboración para el entierro
del pana tal, o la medicina, la ayudita
para la viuda del panita equis que quebraron anoche. -todo eso lo sientes en un intenso movimiento, bajo el ritmo de vallenato, y piensas que estás ahí prestado por un ratico, entre los hijos de Morlocks.
Y
sobre ese tejido de voces de todos los días que nadie quiere escuchar, uno trata de sostener una conversación. Pedro o Juan te dice; coño brother y de
verdad te pagan esa miseria? Pregunta que te lanza cuando ya tú le has
confesado que pese a todas tus especialidades y la verga de Triana que eres, el
pipirinei pues!!! estás casi en el estatus de salario mínimo, coño ganas menos
que un carretillero en los predios de Mozambique, que es algo así como comenzar
a acariciar el desagradable trato con la indigencia o estar enfermo de pobreza.
Algo a lo que todo el mundo le saca el cuerpo porque en definitiva están
convencidos de que esa vaina se pega, y en este país es casi un delito ser
pobre y pelabola, porque nadie te reconoce,
porque si vas a un barrio y le preguntas al que vive en un rancho si es pobre
te dice que el no, pero el que vive en el ranchito de al lado sí.
En
definitiva sufres de esa lepra que es estarse comiendo un cable, si no se lo
han llevado los choros y donde si de
vaina alguien te quiere es tu mamá. El Metro está muy lleno de gente enferma de
eso de pelar bola y no tener uno, dispuestos a hacer cualquier vaina, para
salvar el día.
En
medio de ese barullo Metro en hora pico, y el dame tu teléfono, Pedro o Juan te
lanza una de solidaridad intensa, me interesa ayudarte brother, y te da la
tarjeta corporativa de la empresa, con el pásate por la oficina a ver si dejas
de trabajar en esa mierda, endosado.
Oyes eso, piensas que te sorprendió ese
día que prometía ser monótono, asfixiante como esa horda de zombies que pulula
a esa horas en el Metro, lleno de mierda purita, gente con caras de no sabemos de
dónde, porque son de un fenotipo distinto al de nuestras costumbres visuales,
muy tukis, de chorito o de malandro recién bañadito en la mañana y zapatos impecables
pero o muy chillones y si son de cuero exceso de betún, eso siempre los delata.
Y cuando hablan sacan ese otro lenguaje que no es venezolano ni nada, sino el
hecho verbal de mucha piraña motorizada, como el exceso de cortes zayiyan, y
gel tan fijados en sus cabezas, como sus pensamientos, y siempre esa mirada
propia del resentido, del que sale a la calle todos los días a ver a qué
pendejo le endosa el
cobro atrasado de esa trampa verbal que es la exclusión social, por todo aquello
que tu o cualquier otro muestra que tiene, y ellos piensan que eso les
pertenece, así nomás, que se lo arrebataron en algún momento de la historia. Y
andan a la búsqueda de la revancha, el arrebatón o del están pegao, todo eso
que ellos creen un legítimo acto de justicia social.
Todos parecen cortados de
moldes iguales de una misma cartulina, como sus mujeres, en sandalias, casi
cholas, de un cuerito que hace milagros para sostener el pie de esas moles
vientruas y blusas chupinas muy forradas al cuerpo, dejando que se desborden
los excedentes de sus carnes que, según la estética, deberían estar ajustados a
otro lugar, todos apretujados en el Metro como si fuéramos una lata de fiambre,
carne de almuerzo.
El
resto de los 60 segundos que demora en vagón por llegar a la próxima estación
donde se baja el brother, transcurren entre un silencio en quebrado que va
rompiendo esa extraña fluctuación del lenguaje que acompaña a los que ya no
tenemos que decirnos nada, y además evitamos hablar de política. Es cuando comienza
la ronda de preguntas predecibles, y la chama aquella…?, el panita Jesús como
siempre está voladísimo, tu sabes. Vi a fulana el fin en tal sitio, está
chocadita (vieja y cuerpo maltratado). Te acuerdas del profe de…….ahí va, no es
un diálogo, es un conteo agonizante hasta que cada uno pueda retornar al estado
placentero del soliloquio y la soledad.
Y
es que el Metro de Caracas, es un pequeño universo, si carece de algo es de confort, aire límpido, porque
siempre está enrarecido a cosa con sudor y cosa usada (pacuzo, le llaman), producto
de su saturación. Porque medio mundo baja de todos lados, especialmente en las
horas pico a zambullirse en ese mar de gente que es el Metro, muchos se colean
a la cañona, pero como todos es de todos, esa distorsión psicótica que impuso en
su momento cierto carácter bipolar extinto, pareciera que la cosa es una rebatiña.
Muchos de los usuarios del Metro, se montan por montarse, por buscar un guiso,
un tumbe, hacerse una ruta. Ningún otro
propósito para inspirarles, sino pasear de arriba abajo en un interminable ir y venir, de los trenes. Porque
si algo es cierto es que nunca desaparecen, se bajan unos pero pareciera que a
cada momento se suben sus dobles.
El
metro con toda la monstruosidad que engendra en la mente de quienes lo patean de
arriba abajo todos los días, tampoco está negado a lo infernal y lo sublime, igual
que el país que naufraga en medio de un caos laberíntico. Hace tiempo dejó de
ser aquél templo de la conducta cívica, incluso se llegó a hablar de un “cultura
Metro”, ejemplo corrección y cumplimiento de las reglas. Pero todo eso es una
historia pérdida en medio de esta nutrida decadencia, por lo que parece nunca
más volverá. Sin embargo, pese a los embates de lo sórdido, aún en el Metro hay
tiempo, un poquito de espacio para que algunos, como aquellos dispuestos a intercambiar un par de tórridas
miradas provocadoras, de esas que se deslizan insinuantes pasando sobre las
cabezas de una media docena de pasajeros para ir a ruborizar los ánimos que
inician los romances incipientes y subterráneos, que muchas veces duran hasta que
por el parlante el operador anuncia la próxima estación: Mariperez, que es
donde me bajo yo.
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