martes, 10 de febrero de 2015



A VECES
Douglas González
A veces tu definición del cielo alcanza hasta aquello que puedes mirar por tu ventana. Mientras que  la tierra es el Paraguas de uso con el que cubres las sombras de tu camino, la brevedad de tus pasos que van haciendo polvo al polvo, esa piedra con sentido de lejanías que eres tú.

Sin pensar que la nada nos espera, en la hora muerta donde medir el tiempo es tan inútil como lo ha sido siempre, ¿qué es la hora? Un estado de locura compartido, tan adentro de todos nosotros, que hasta lo llevamos en la muñeca haciendo tic tac, no para orientarnos, sino como brazalete de suscripción a un club, clave de esa locura colectiva a la que pertenecemos. Sabemos que el tiempo no existe, es una metáfora controladora, una idea inventada por algún Otelo celoso para que su amada siempre regresara sin demora a sus brazos.


Como si tu vida estuviera predestinada a cumplir la sentencia de ese libro antiguo de memorables historias, recogidas aquí, allá y en todos los lugares, cuya autoría se la quieren achacar a Dios, como mi vecino Jesús Guillermo quien sin ser albañil fabricó su casa según él guiado por inspiración divina, una caja de fósforo con una puerta y dos ventanas como la de los dibujos infantiles, incluso con sus torceduras irrevocables.
Pero al final sólo eso nos asiste, un cúmulo de palabras, fue tal cosa, fue tal otro. Fue y pisó la Luna, un paso más aquí o allá da igual. Eso será lo que nos dedique el recuerdo, salvo que tomes la previsión de hacerte muchas fotografías y las fijes a buen resguardo, y que no sean de papel, el tiempo las humilla y las pone amarillas antes de borrarte de un todo. 


Somos una suma de palabras agitadas por el viento, y en el siempre volveremos, con un apego mudo, a pesar del abrazo perpetuo de la Tierra, buscando cada mañana ese Sol de mil fuegos que pareciera que fuera a quedarse para siempre, aunque cada tarde caiga humillado de rodillas, detrás del horizonte, escondiéndose detrás de las montañas, apagándose en las aguas del mar, porque el Sol muere de mil maneras, incluso cuando tu cierras tus ojos.
Puedes caminar toda la Tierra, pero jamás encontrarás otro camino para salir de ella. Sólo en los sueños podemos volar sin tener que inventar complicados aparatos de ingeniería, en otros tiempos lo hacíamos viajando sobre las palabras y  cruzábamos invisiblemente el cielo, llenando las nubes de débiles metáforas que con los trazos de nuestras angustias que muchas veces se evaporan para caer como gotas de una lluvia asistida por una antigua nostalgia.


Hoy te veo asomar al abismo, pretendiendo guindar tu vida de un hilo como si eso bastara para medir lo imposible. Olvidas que primero debes sortear esa especie de eucaristía de los sentidos que es la cotidianidad. Pero como todos también temes morir, como temes a esa otra muerte que es la costumbre, también tiemblas ante a la secreta alquimia de tu cuerpo, que cada minuto se acerca a su destino que es el origen, volver a ser pasajero de estrellas, sin cifra de tiempo en la memoria que es la forma noble del olvido. 

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