jueves, 5 de julio de 2018



Carta de un Premio Nobel

De Fernando Pessoa he considerado imprescindible El Libro del Desosiego, que reúne una serie de aforismos que escribió bajo el influjo de uno de esos tantos hombres que en momentos fue, y los que nombró con sus heteronóminos,cada uno dotado de sus alegrías y sus desdichas, de incertidumbres y de una lúcida filosofía, como suelen hacerlo los poetas insomnes, navegantes de ese mar de inquietudes en el que solía sumergirse ese que se llamó Bernardo Soarez, pero que en momentos también fue Ricardo Reis, en otros Alberto Caeiro o Álvaro de Campos, pero que en esencia siempre volvía a ser Fernando Pessoa.

Ese libro, dotado de una prosa impecable, impregnado de una atmósfera de quietud reflexiva que le da albergue a una serenidad en la que la cumplida rutina diaria y la contemplación de ese mundo de menudencias, en su ir y venir de la oficina, pareciera contener todos los anhelos de la existencia. 

Embriagado por la prosa del libro del desasosiego, escribí el cuento “La Fiesta de la Señora”, un texto en homenaje a la palabra y al estilo pessoniano, y a su eco verbal de gente educada de la década de los 30 del siglo pasado, con su lenguaje culto y demorado en su predominante decencia. Siempre he sentido algo especial por ese cuento, dudo que esté entre los mejores que he escrito, pero sí creo que tiene una especial resonancia y es el que más he dado a leer a mis amigos poseedores de la condición crítica sobre un texto.

Cuando terminé de escribir La Fiesta de la Señora, y con los efectos de quien ha tenido una resaca, que me dejó lleno de dudas y no menos vacilaciones, escribí una carta a José Saramago, premio Nobel de literatura 1998, por cuya obra siempre he tenido gran afecto y aprecio –es la única carta que he escrito a un escritor consagrado en mi vida-, en la que le expuse mis inquietudes sobre mi quehacer como narrador y mi decisión de dedicarme de manera mucho más formal a la literatura. Esa carta la acompañé con una copia del cuento La Fiesta de la Señora, ambas se las envié a su dirección en Lanzarote, islas Canarias en España, en la que también mencioné otros proyectos literarios que me embargaban en ese momento. Transcurría el mes de mayo del 2008 según recuerdo, lo hice sin tener la mínima certeza de una respuesta, pero si convencido que necesitaba una apreciación mucho más real y definitiva que los elogios de unos amigos. Y como un jugador que lanza su última carta, dejé en la respuesta de Saramago si debía continuar con mi oficio de escribir.

Una mañana decembrina, cuando la carta enviada a Saramago ya se había convertido en una anécdota, apareció en mi buzón de correo la respuesta del Premio Nobel; habían transcurrido siete meses, un texto muy breve pero contestó dando cuenta de haber leído con atención mi carta y también el cuento. En la que dijo:

Escriba, nunca deje de hacerlo. Disfruté los logros de su cuento, en él usted me paseó por la calle de Los Doradores y me asomó por una ventana hecha de palabras por donde pude ver los rostros, los paisajes y los ambientes, los nombres y los sonidos de ese tiempo remoto que fue el mundo de Bernardo Soarez, que Fernando Pessoa construyó para él. Usted me he permitido reconocer una mudanza en los rasgos inéditos de su personalidad que estoy seguro serán una revelación para cada lector. Mi mejor consejo es escriba, manténgase escribiendo que usted lo logrará. 

Y eso he hecho.

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