Un día cualquiera
Era la mañana de un día cualquiera
en la Babel de Hierro, al principio de una primavera accidentada por una lluvia
que con su cielo teñido de gris había dejado colgando el amanecer. Una escalada
de truenos seguida de una maraña de relámpagos que se rompían en el horizonte, como
nudos rotos se dibujó por encima de la cabeza de José cuando cruzaba la puerta
del edificio, y tuvo una corazonada como de dioses muertos, que descendían
arropados por esa cortina de agua que cubría a la ciudad de Nueva York.
José se dio cuenta que traía pegado
el perfume de las flores de Acacia que habían caído de los árboles por el peso
de la lluvia, que alfombraban la calle de un anaranjado encendido y que
impregnaban el aire con un aroma dulzón, como el que arrastra la brisa las
tardes de los domingos en el cementerio. Entró contrariado de que su ropa estuviera
impregnada con ese olor a muerto, con ese olor de mal presentimiento.
El portero le entregó las llaves
con su mudo gesto de indiferencia. El reloj del lobby marcaba las 8:00am, la misma
hora de todos los días de esa semana que iba a ese edificio a trabajar de
handyman, albañil, pintor, plomero y vivir la fantasía de ser el mejor amigo de
Manny Martínez, el pelotero estrella, el primera base de los Yankees de N.Y, quien
lo había contratado para que hiciera unos arreglos en su departamento, quería
aprovechar que estaría fuera de la ciudad por unos días, para no tener que
lidiar con el polvo, el olor a pintura y el trajinar de las cosas, José trabajaba a las millas como el mismo
decía.
Era la cuarta semana del mes de
marzo, y el manto gris seguía embargando el horizonte condenando a la ciudad a
vivir una jornada de fría humedad donde se apagaban todos los colores.
El frío que salía del aire
acondicionado lo sacó de su ensimismamiento y lo trajo de vuelta al banco de
madera donde estaba sentado, con sus manos enganchadas, inmovilizado como
estaba, sentía, que había quedado a unos cuantos pasos fuera de la realidad.
Estaba preso y solo, que es como estar preso en un para siempre, porque la
soledad es un olvido que lo va engranando todo, pieza por pieza hasta que no te
queda ninguna a la mano.
¿Cuál había sido el error? Haber
aceptado ese trabajo, aunque lo hizo bajo protesta y con reserva, hubo un
nerviosismo que jamás se ausentó de su estómago. Como cuando presientes que
todo lo malo va a suceder junto de una vez. Pero no sabes por qué. Le había
dicho que si a Manny, llevado por la emoción la llamada telefónica, el reencuentro,
y además se trataba de su pana Manny que era de los suyos, de su gente del
barrio, la parte baja del Bronx. Ambos habían crecido juntos, los unía esa
cadena de complicidades que suele darse en la infancia. Adolescentes, eran ya
dos espigados jóvenes latinos, que sabían qué soñar y a qué aspirar, eran parte
del lote y en un lote siempre hay un ganador, y un montón que se va quedando atrás.
Manny lo hizo, la pegó en la china
como dicen, desde pequeño el deporte fue lo suyo, nació con eso y nunca perdió
el objetivo, asumió el béisbol como una religión, entrenaba mañana, tarde,
noche, a la hora que lo convocaran. Cumplía sus horarios preparatorios en
cualquier estación del año, nada lo detuvo, si era invierno, otoño o verano,
nunca se dejó seducir por las promesas aventureras que llegaban con cada
primavera. Así, transformó su cuerpo en una máquina perfecta, y su mente en una
memoria donde almacenó las jugadas magistrales de los grandes jugadores, luego
aprendió a imitarlas imprimiéndoles su propio estilo, y en el campo de juego se
hizo el milagro, fue fichado para las mayores, y vino el éxito, y es que en New
York esa es la clave, el éxito lo es todo, es una ciudad donde no hay lugar
para nostalgias.
Mientras Manny bateaba vuela cercas,
él se quedó fondeando en el puerto de las esperanzas, siempre anduvo a la
búsqueda de un milagro, como quien espera encontrarse la puerta del Edén al
voltear la esquina. La calle le fue haciendo un lugar, poco a poco se fue
metiendo con los grupos musicales, y como metía mano a la tumbadora y le
gustaba la rumba, se hizo el As de las fiestas, no faltaba a las celebraciones
boricuas, cantando y tocando la bomba y la plena. José siempre anduvo metiendo
mano en las parrandas culturales, y soñaba despierto con irse a vivir algún día
a la Isla del Encanto, donde todos los días sale el sol detrás de ese abrazo cálido
de la naturaleza que es el mar Caribe, donde todos van a pescar un pedazo de
felicidad .
Manny vivía por los alrededores de
Central Park, cerca de la séptima avenida. Su única advertencia antes de irse fue
que no incomodara a los vecinos. Debía imaginarse que eran de un universo
paralelo donde cada uno era dueño de su propio planeta, donde todos giraban en
perfecto equilibrio, pertenecientes a una galaxia que solamente era visible a
los ojos del gran dinero.
“Aquí te haces el invisible, mejor que ni vean tu sombra”, le
dijo, soltando una carcajada, y luego
agregó,“ y algo importante broder, usa
siempre el ascensor de servicio, ya tu sabes cómo es, no vaya a ser que se te
ponga la piña agria.
Ese recuerdo corría incesante en su
mente, haciendo círculos en su pensamiento, mientras su cuerpo estaba
entumecido por sus manos ancladas al banco de listones verde oscuro, al que estaban
sujetas las esposas con sus anillos de metal.
Sentado ahí, sentía que estaba
suspendido en el tiempo, sentía que flotaba al otro lado de las cosas desde donde
podía verlo todo, pero nadie podía verlo a él, era como un fantasma, y se decía
así mismo que este mundo era tan hostil que incluso ser un fantasma sería una
desgracia.
Cada minuto le incomodaba más su
cuerpo aprisionado, ya el frío atacaba sus huesos que era sacudido por las desesperantes
ganas de orinar. Sabía que había roto las reglas, esa vez que usó el ascensor
de servicio, y se sintió como juan bobo, luego decidió a usar el de los
propietarios, porque eso lo hacía sentir algo más que un simple albañil. Hasta
que la descubrió a ella a las 8:30am, siempre la esperaba rato frente al
ascensor, hasta que apareciese, era su secreto rito de todas las mañanas, hasta
que la veía emerger del fondo del pasillo, era la fragilidad del enamoramiento en
cuerpo y alma, hecho mujer con un rostro que lo hipnotizaba cada mañana. Elegante
e inaccesible, 24 quilates de pura sofisticación, que transpiraba lujuria y
algo salvaje que invitaba a explorar lo que estaba guardado dentro de ella.
José trataba de verla todos los
días, aunque fuera de lejos, cuando no
la veía, se quedaba imaginándola, fantaseando con el recuerdo de su presencia,
era un sueño que armaba todos los días y rompía cada noche.
Pero cada vez que la veía, él quería
quedarse hasta con la última partícula de su fragancia, obsesionado con la
tentación incesante de descubrir lo que había bajo los pliegues de su vestido.
A esas alturas ella se había convertido en su fetiche, uno que esa mañana había
decidido tatuar los signos de la fatalidad en su destino.
Le era insoportable la presión de las esposas,
levantó la vista en busca de alguien que pudiera ayudarlo, en ese preciso
instante la vio parada al pie de la escalera, apareció de pronto, como salida
de la pared, o caída del techo, porque
no la vio venir. Llevaba puesto un vestido negro que resaltaba su tez blanca y
su figura delgada, caminaba con una elegancia severa, estaba acompañada por dos
policías que se mostraban diligentes y atentos a su paso.
Al verla hizo intento levantarse y enderezar
su postura, pero el choque de la mano de un policía contra su pecho lo paró en
seco, “espere, no lo haga- le dijo-
quédese sentado y mantenga la calma.” Después entendió que hizo un gesto
desesperado, como si hubiera sido empujado por un resorte.
La vio subir los peldaños, al
llegar al descanso ella miró de soslayo hacía donde él estaba, le clavó mirada cargada
de resentimiento, comentó algo a los agentes que enseguida miraron en su
dirección, sintió que todos esos ojos lo juzgaban, “si, es el sádico ese”,
parecía leer en sus miradas, que a la vez anunciaban una venganza impostergable
como si se tratara del coro de las bacantes.
Otros dos agentes llegaron junto a
él para quitarle las esposas, lo levantaron en vilo y lo pegaron a la pared como
una estampilla, lo requisaron una vez más, para llevarlo al cuarto de
interrogatorios. Al entrar José entendió que la cosa había llegado a mayores
cuando entró y vio un vidrio oscuro en una de las paredes, supo que al otro
lado estaba el dedo acusador y que sería sometido a una rutina de
reconocimiento.
Lo dejaron solo unos minutos, pero se
reventaba de las ganas de orinar, miró a su alrededor, y caminó hacia un rincón
donde había una papelera donde pensó aliviarse, no había dado dos pasos, cuando
una voz le habló por un parlante, por favor regrese a su lugar y manténgase
sentado. Un temblor recorrió su espalda, no podía aguantar más, sintió que se
orinaría encima. Oyó voces, y se abrió la puerta, entró un joven detective, que
traía en una carpeta el expediente de su caso, le dijo que quedaría detenido
por acoso sexual. En ese momento no supo que lo desesperaba más, si las ganas
de orinar, o tratar de ponerle fin a esa pesadilla que amenazaba con encerrar
su vida, por tiempo indefinido, como si todos a su alrededor, estuvieran
armando el rompecabezas de su muerte y cada uno llevara oculta en su bolsillo
una ficha para armar la figura de la escena final.
-Permítame ir al baño, por favor,
le pido sólo un momento, sino creo que voy a terminar orinándome los pantalones
-le rogó al detective-. Éste asintió y le hizo un gesto al policía que vigilaba
la puerta de que le acompañara. Entró al baño con la sensación de haber
alcanzado un alivio celestial, se vació con tal placer que en su imaginación
vio ángeles y hasta el mismísimo rostro de maría santísima.
De regreso camino tan despacio como
se lo permitía el agente que lo escoltaba, quería calmar el aturdimiento
mental, pero no podía, imaginaba cosas terribles, no sería el primer inocente
que es detenido por un error y condenado a la silla eléctrica, o condenado a
prisión por años. Pensaba en las consecuencias nefastas, en una secuencia de equivocaciones,
la historia, la vida; de casualidades funestas, estaban llenos esos casos de
secuestro de la inocencia, que liquidaban una vida para siempre. Pensaba que la
máquina del tiempo se había desajustado y había terminado poniendo su vida
patas arriba, pero en el fondo de sus pensamientos, había como un destello de
esperanza, de que en algún momento algo intervendría para arreglar todo y él quedar
en libertad.
A esa idea estaba aferrándose desde
hacía dos horas cuando lo esposaran para llevarlo a la Comisaría. Se sabía inocente,
porque el único crimen que había cometido hasta ese momento, era ser el asesino
de sus propias historias de fantasía, y por eso no condenaban a nadie, la
palabra condena latigueó en todo su cuerpo, y su corazón latía agitado como el
de una bestia que huye por la selva.
Durante el trayecto en el coche
policial repasó cada día, cada hora, cada recorrido dentro del edificio, a ver
si encontraba una falta y no encontró ninguna, elaboró su propia reconstrucción
de los hechos, no encontró nada fuera de lugar.
Se conocía el camino de memoria, justo en la esquina del precinto, estaba el supermercado El Yunque donde tuvo uno de sus primeros trabajos, tenía fotografiada en su mente cada centímetro de esas calles, cada acceso hasta llegar allá. Pero ahora lo veía todo de manera distinta, como si lo estuviera viendo con otros ojos. Porque ver la ciudad esposado desde una patrulla, era como verla a través de un calidoscopio salpicado de blanco y negro, con el temor de la incertidumbre, partida en muchos trozos, porque la veía con la mínima cuota de apacibilidad con que podemos ver el paisaje montados en una montaña rusa, donde todo está amarrado a la sensación del vértigo, visto a través del cristal del miedo.
Se conocía el camino de memoria, justo en la esquina del precinto, estaba el supermercado El Yunque donde tuvo uno de sus primeros trabajos, tenía fotografiada en su mente cada centímetro de esas calles, cada acceso hasta llegar allá. Pero ahora lo veía todo de manera distinta, como si lo estuviera viendo con otros ojos. Porque ver la ciudad esposado desde una patrulla, era como verla a través de un calidoscopio salpicado de blanco y negro, con el temor de la incertidumbre, partida en muchos trozos, porque la veía con la mínima cuota de apacibilidad con que podemos ver el paisaje montados en una montaña rusa, donde todo está amarrado a la sensación del vértigo, visto a través del cristal del miedo.
Sabía que decir soy inocente, el yo
no hice nada sería hablar con el vacío. No tendría respuesta. Estaba apegado a
la idea de que se trataba de un error y que al llegar a la Comisaría, todo se
aclararía.
Pero a esa hora su destino le era
indescifrable, José ignoraba que su vida tomaría un desvío en el camino, que
sería raptada por el perverso duende de la mala suerte.
Tras repasar sus actos y no
encontrar nada por lo que sentirse culpable, José comenzó a divagar en las
supersticiones, comenzó por echarle la culpa al edificio, al número del autobús
que tomó esa mañana, al no haber cruzado la calle en el lugar preciso, a la
chaqueta que se puso, o al pisar las flores de Acacia y dejarse impregnar con
su perfume de mala suerte, que su abuela decía eran flores de mal agüero.
Aún no se sobreponía de la sorpresa
de descubrir que en la Comisaría existía una denuncia en su contra. ¿Podía
alguien haber descubierto las fantasías de su mente? ¿Sabrían de sus eróticas ensoñaciones? Por
eso cuando la vio subir las escaleras, meciendo su reluciente bolso de marca,
quiso que ella sintiera de alguna manera lastima por él, como si su sola mirada
bastara para despertar algo conmovedor en aquella mujer tan inescrutable.
Pero también se reprochó haber
pasado muchas cosas por alto, y no haber tomado como una advertencia la cara de
pesadumbre que ella adoptaba en cada uno de sus encuentros, cada vez que lo
veía, o no haber evaluado el rechazo de la primera vez que lo ignoró junto a su
good morning, esa frase que actúa como una especie de puente colgante de las
relaciones sociales, y que ella siguió ignorando cada día, lo esquivaba con el mismo asco, de quien tiene
que compartir su café con algún apestoso indigente.
Ella siempre esgrimió una actitud
de alerta, como alguien a quien le han robado la calma, esa era la razón por la
que siempre sacaba de su bolso una cápsula negra que apretaba en su mano, como
si de eso dependiera su vida. Fue el tercer día que la vio, que José cayó en
cuenta de que esa cápsula era un aerosol de gas pimienta, que solían llevar las
mujeres para defenderse de ataques sexuales. Una cosa era cierta, pero él nunca
quiso admitir, esa mujer estaba embargada por el pánico.
Ella siempre siempre sufrió con su
presencia, con su invasiva cercanía, herida por sus miradas lascivas, de seguro
aterrorizada por cambio de ritmo de respiración y la tensión que mostraba su
cuerpo al pasar junto a ella; aborrecida de su sonrisa insinuante, pero sobre
todo el siseo de su voz cuando se paraba al lado de ella que en esos momentos
no era la de hombre, sino el de una repulsiva serpiente.
José sintió el peso de la decepción
en el centro de su pecho, pero pensó que igual no había prueba de nada, porque no
existía el nivel probatorio de los deseos. ¿Su defensa? Diría que todo era un
malentendido, sería cuestión de esperar
y pedir que llamaran a su pana Manny para que lo pusieran en libertad.
Lo habían vuelto a esposar al banco
de madera, y volvió el dolor de las
esposas que lo entumecían hasta los hombros, y que hacía que la línea de sus
pensamientos fuera una especie de zigzag intermitente.
Lo angustiaba el rumor del papeleo que
como un remolino de hojas secas sumergía en la más inopia burocracia al
despacho policial, agentes entrando y saliendo con grupos de detenidos, como si
esa fuera una oficina de quejas y reclamos de productos defectuosos. Había un
tumulto en la entrada que no decrecía, por el lento sistema de la burocracia, que
pese al uso de computadoras, seguía triturando al tiempo con asombrosa
parsimonia, mientras el ambiente se iba cargando de un calor húmedo que hacía
sudar las paredes, suficiente para despertar su angustia, con una sensación de
sucio pegajoso que se regaba por su piel.
Pensó en la posibilidad de que lo
dejarán ahí sentado toda la noche, porque en ese momento creía que todos se
habían olvidado de que él estaba allí, esperando su proceso, él que sólo quería dormir, cerrar los ojos, y
comenzar a meterse en un sueño mientras tarareaba en sus labios la letra muerta
de algún viejo bolero que transitara por su mente.
En la tarde casi noche, regresó el
detective de la carpeta, le quitó las esposas y lo condujo a otro cuarto de
entrevistas, al sentarse sintió la sangre correr, irrigando sus manos
entumecidas.
El detective se echó para atrás
-como si imitará una muy estudiada pose de cliché, de detective novelesco -.
Había algo de cinematográfico en aquella escena porque hasta le ofreció un cigarro, mientras él encendía uno y
soltaba un humo que envolvía con una
danza circular la única lámpara de aquella habitación, con el cigarro pendiendo
de sus labios, y adoptando una pose a lo John Wayne, le dijo que no sólo
enfrentaría cargos por acoso sexual, sino que sería acusado de premeditar una
violación.
José soltó una sola frase, todos
ustedes y sobretodo ella están locos. El detective le replicó que de esa no
saldría tan fácil, la mujer había presentado cargos, el caso iría a la Corte,
ella está muy segura de su acusación, y la mantuvo en cada interrogatorio, dijo.
Ella dice que la acosabas cada día,
que la mirabas como desnudándola, de manera sádica. La acechabas en el
ascensor, esperabas para encontrarte con ella a la misma hora. Sino tratabas de
cruzarte con ella en el pasillo, incluso hay cámaras que te grabaron mirando su
trasero cuando ella caminaba en dirección contraria a ti en el pasillo. Ella
está muy asustada y ha tenido que acudir a terapia con un especialista, ahora
vive atemorizada, y tu cara la persigue cuando
cierra sus ojos por las noches, agregó el detective.
-Vas a necesitar un buen abogado -
dijo-, porque en tu caso la Fiscalía hará énfasis en los muchos asaltos
sexuales que se han registrado en esa zona, y que han sido cometidos por
trabajadores domésticos con acceso a los condominios y el fiscal querrá dar un
escarmiento con tu caso.
La siguiente escena pasó como en
una película a cámara lenta, pidió su derecho a una llamada telefónica, y lo
condujeron a una casilla pública en la antesala del pasillo de las celdas. Llamó
a Manny varias veces, no respondió, por largos minutos permanecía aferrado al
teléfono como si fuera su única tabla de salvación. Manny nunca contestó.
Nunca se había sentido como muerto
pero aquél día fue la primera vez, lo sintió cuando se cerraron las puertas de la
prisión a sus espaldas, dejándolo a su suerte en un lugar donde el tiempo era
otra cosa, una agobiante, pequeña y mezquina eternidad. Donde la espera es una
asesina de memorias personales, todo se
iba borrando de su mente, y sólo podía pensar en que estaba ahí y en cómo salir
de ahí aunque fuera esfumándose por el aire, todo lo demás dejó de tener importancia.
El juez lo sentenció a un año de
cárcel, o pagar una fianza de diez mil dólares, para otorgarle libertad bajo
palabra, pero salió a los ocho meses, le pusieron un brazalete en su tobillo
derecho, y cada uno de sus pasos sería monitoreado los siguientes 24 meses de
su vida. Sus vecinos recibirían una notificación por escrito de que era un
procesado por acoso sexual con libertad en garantía, bajo la supervisión del
Estado. Debía informar a las autoridades si se mudaba de vecindario o cambiaba
de trabajo.
No pudo pagar la fianza, Manny
nunca apareció, jamás le contestó el teléfono.
Esa temporada los Yankees ganaron
el campeonato. Pudo hablar con Manny un día cualquiera desde la cárcel cuando
ya estaba por terminar la condena. Lo notó distante, seco y deseoso de cortar
la llamada. Ninguno de los dos mencionó el incidente, sólo supo que Manny se
mudó.
Desde la parada de autobús, el
edificio penitenciario parece una inmensa fortaleza gris que gira sobre su
propio eje, uno de esos espacios incógnitos de los que nunca sabemos nada,
hermético e incognito como si no fuera de este mundo. Un año había bastado para
que su cuerpo extrañara los hábitos de caminar en libertad, sin tener que
mantenerse dentro de una raya amarilla.
Bajó del autobús y caminó directo
al Dunkin Donuts cercano a su casa,
compró un paquete de una docena y un vaso gigante de café extra con vainilla.Tocó
la puerta de su apartamento, y su prima María abrió y lo acogió con un abrazo
familiar. Todo estaba en orden, le dijo, y no se demoró en irse. Te dejo para
que estés cómodo y puedas relajarte, tomarte tu tiempo para descansar. Le
hablaba como si él hubiera regresado de un largo viaje y tal vez era así.
José cogió el control remoto, y
sintió el confort al tener 680 canales disponibles en su mano. Puso el canal
deportivo, como era su costumbre, donde casualmente daban un resumen del
campeonato mundial de béisbol que habían ganado los Yankees, en ese momento la
pantalla fue ocupada por la figura de Manny Martínez parado en home, bateando
un cuadrangular, era la escena de la temporada, la habían repetido los
noticieros con insistencia, porque en ese turno al bate, Manny le dio tan
fuerte a la pelota que esta describió una perfecta parábola que se alzó al
infinito, hasta descender convertida en un vuela cercas, profundo y veloz como un
rayo que rebotó contra las gradas, y le permitió remolcar una carrera y anotar
la suya, tras recorrer llevado por las ovaciones del público las tres bases y pisar
el home con la carrera que le dio la victoria a su equipo.
Apagó el televisor y se asomó por
la ventana a ver la calle, a tomarse su café y ver pasar a su gente de todos
los días, como solía hacer las tardes de
un día cualquiera del mes de abril, en New York. El día era tan lúcido que se podía tocar con la mano. Miró el cielo y pensó con qué facilidad el cielo y
el infierno pueden vivir a veces, en la misma ciudad, incluso en el mismo
vecindario. Era una tarde con un sol como una bola de fuego, que avivaba los
colores de todas las cosas, como si hubieran sido arrancadas del árbol de la
vida por primera vez.
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