domingo, 21 de junio de 2020


   Un día cualquiera




Era la mañana de un día cualquiera en la Babel de Hierro, al principio de una primavera accidentada por una lluvia que con su cielo teñido de gris había dejado colgando el amanecer. Una escalada de truenos seguida de una maraña de relámpagos que se rompían en el horizonte, como nudos rotos se dibujó por encima de la cabeza de José cuando cruzaba la puerta del edificio, y tuvo una corazonada como de dioses muertos, que descendían arropados por esa cortina de agua que cubría a la ciudad de Nueva York.
José se dio cuenta que traía pegado el perfume de las flores de Acacia que habían caído de los árboles por el peso de la lluvia, que alfombraban la calle de un anaranjado encendido y que impregnaban el aire con un aroma dulzón, como el que arrastra la brisa las tardes de los domingos en el cementerio. Entró contrariado de que su ropa estuviera impregnada con ese olor a muerto, con ese olor de mal presentimiento.
El portero le entregó las llaves con su mudo gesto de indiferencia. El reloj del lobby marcaba las 8:00am, la misma hora de todos los días de esa semana que iba a ese edificio a trabajar de handyman, albañil, pintor, plomero y vivir la fantasía de ser el mejor amigo de Manny Martínez, el pelotero estrella, el primera base de los Yankees de N.Y, quien lo había contratado para que hiciera unos arreglos en su departamento, quería aprovechar que estaría fuera de la ciudad por unos días, para no tener que lidiar con el polvo, el olor a pintura y el trajinar de las cosas,  José trabajaba a las millas como el mismo decía.
Era la cuarta semana del mes de marzo, y el manto gris seguía embargando el horizonte condenando a la ciudad a vivir una jornada de fría humedad donde se apagaban todos los colores.
El frío que salía del aire acondicionado lo sacó de su ensimismamiento y lo trajo de vuelta al banco de madera donde estaba sentado, con sus manos enganchadas, inmovilizado como estaba, sentía, que había quedado a unos cuantos pasos fuera de la realidad. Estaba preso y solo, que es como estar preso en un para siempre, porque la soledad es un olvido que lo va engranando todo, pieza por pieza hasta que no te queda ninguna a la mano.
¿Cuál había sido el error? Haber aceptado ese trabajo, aunque lo hizo bajo protesta y con reserva, hubo un nerviosismo que jamás se ausentó de su estómago. Como cuando presientes que todo lo malo va a suceder junto de una vez. Pero no sabes por qué. Le había dicho que si a Manny, llevado por la emoción la llamada telefónica, el reencuentro, y además se trataba de su pana Manny que era de los suyos, de su gente del barrio, la parte baja del Bronx. Ambos habían crecido juntos, los unía esa cadena de complicidades que suele darse en la infancia. Adolescentes, eran ya dos espigados jóvenes latinos, que sabían qué soñar y a qué aspirar, eran parte del lote y en un lote siempre hay un ganador, y un montón que se va quedando atrás.
Manny lo hizo, la pegó en la china como dicen, desde pequeño el deporte fue lo suyo, nació con eso y nunca perdió el objetivo, asumió el béisbol como una religión, entrenaba mañana, tarde, noche, a la hora que lo convocaran. Cumplía sus horarios preparatorios en cualquier estación del año, nada lo detuvo, si era invierno, otoño o verano, nunca se dejó seducir por las promesas aventureras que llegaban con cada primavera. Así, transformó su cuerpo en una máquina perfecta, y su mente en una memoria donde almacenó las jugadas magistrales de los grandes jugadores, luego aprendió a imitarlas imprimiéndoles su propio estilo, y en el campo de juego se hizo el milagro, fue fichado para las mayores, y vino el éxito, y es que en New York esa es la clave, el éxito lo es todo, es una ciudad donde no hay lugar para nostalgias.
Mientras Manny bateaba vuela cercas, él se quedó fondeando en el puerto de las esperanzas, siempre anduvo a la búsqueda de un milagro, como quien espera encontrarse la puerta del Edén al voltear la esquina. La calle le fue haciendo un lugar, poco a poco se fue metiendo con los grupos musicales, y como metía mano a la tumbadora y le gustaba la rumba, se hizo el As de las fiestas, no faltaba a las celebraciones boricuas, cantando y tocando la bomba y la plena. José siempre anduvo metiendo mano en las parrandas culturales, y soñaba despierto con irse a vivir algún día a la Isla del Encanto, donde todos los días sale el sol detrás de ese abrazo cálido de la naturaleza que es el mar Caribe, donde todos van a pescar un pedazo de felicidad .
Manny vivía por los alrededores de Central Park, cerca de la séptima avenida. Su única advertencia antes de irse fue que no incomodara a los vecinos. Debía imaginarse que eran de un universo paralelo donde cada uno era dueño de su propio planeta, donde todos giraban en perfecto equilibrio, pertenecientes a una galaxia que solamente era visible a los ojos del gran dinero.
“Aquí te haces el  invisible, mejor que ni vean tu sombra”, le dijo, soltando una carcajada,  y luego agregó,“  y algo importante broder, usa siempre el ascensor de servicio, ya tu sabes cómo es, no vaya a ser que se te ponga la piña agria.
Ese recuerdo corría incesante en su mente, haciendo círculos en su pensamiento, mientras su cuerpo estaba entumecido por sus manos ancladas al  banco de listones verde oscuro, al que estaban sujetas las esposas con sus anillos de metal.
Sentado ahí, sentía que estaba suspendido en el tiempo, sentía que flotaba al otro lado de las cosas desde donde podía verlo todo, pero nadie podía verlo a él, era como un fantasma, y se decía así mismo que este mundo era tan hostil que incluso ser un fantasma sería una desgracia.
Cada minuto le incomodaba más su cuerpo aprisionado, ya el frío atacaba sus huesos que era sacudido por las desesperantes ganas de orinar. Sabía que había roto las reglas, esa vez que usó el ascensor de servicio, y se sintió como juan bobo, luego decidió a usar el de los propietarios, porque eso lo hacía sentir algo más que un simple albañil. Hasta que la descubrió a ella a las 8:30am, siempre la esperaba rato frente al ascensor, hasta que apareciese, era su secreto rito de todas las mañanas, hasta que la veía emerger del fondo del pasillo, era la fragilidad del enamoramiento en cuerpo y alma, hecho mujer con un rostro que lo hipnotizaba cada mañana. Elegante e inaccesible, 24 quilates de pura sofisticación, que transpiraba lujuria y algo salvaje que invitaba a explorar lo que estaba guardado dentro de ella.
José trataba de verla todos los días,  aunque fuera de lejos, cuando no la veía, se quedaba imaginándola, fantaseando con el recuerdo de su presencia, era un sueño que armaba todos los días y rompía cada noche.
Pero cada vez que la veía, él quería quedarse hasta con la última partícula de su fragancia, obsesionado con la tentación incesante de descubrir lo que había bajo los pliegues de su vestido. A esas alturas ella se había convertido en su fetiche, uno que esa mañana había decidido tatuar los signos de la fatalidad en su destino.
 Le era insoportable la presión de las esposas, levantó la vista en busca de alguien que pudiera ayudarlo, en ese preciso instante la vio parada al pie de la escalera, apareció de pronto, como salida de la pared, o  caída del techo, porque no la vio venir. Llevaba puesto un vestido negro que resaltaba su tez blanca y su figura delgada, caminaba con una elegancia severa, estaba acompañada por dos policías que se mostraban diligentes y atentos a su paso.
Al verla hizo intento levantarse y enderezar su postura, pero el choque de la mano de un policía contra su pecho lo paró en seco, “espere, no lo haga- le dijo-  quédese sentado y mantenga la calma.” Después entendió que hizo un gesto desesperado, como si hubiera sido empujado por un resorte.
La vio subir los peldaños, al llegar al descanso ella miró de soslayo hacía donde él estaba, le clavó mirada cargada de resentimiento, comentó algo a los agentes que enseguida miraron en su dirección, sintió que todos esos ojos lo juzgaban, “si, es el sádico ese”, parecía leer en sus miradas, que a la vez anunciaban una venganza impostergable como si se tratara del coro de las bacantes.
Otros dos agentes llegaron junto a él para quitarle las esposas, lo levantaron en vilo y lo pegaron a la pared como una estampilla, lo requisaron una vez más, para llevarlo al cuarto de interrogatorios. Al entrar José entendió que la cosa había llegado a mayores cuando entró y vio un vidrio oscuro en una de las paredes, supo que al otro lado estaba el dedo acusador y que sería sometido a una rutina de reconocimiento.
Lo dejaron solo unos minutos, pero se reventaba de las ganas de orinar, miró a su alrededor, y caminó hacia un rincón donde había una papelera donde pensó aliviarse, no había dado dos pasos, cuando una voz le habló por un parlante, por favor regrese a su lugar y manténgase sentado. Un temblor recorrió su espalda, no podía aguantar más, sintió que se orinaría encima. Oyó voces, y se abrió la puerta, entró un joven detective, que traía en una carpeta el expediente de su caso, le dijo que quedaría detenido por acoso sexual. En ese momento no supo que lo desesperaba más, si las ganas de orinar, o tratar de ponerle fin a esa pesadilla que amenazaba con encerrar su vida, por tiempo indefinido, como si todos a su alrededor, estuvieran armando el rompecabezas de su muerte y cada uno llevara oculta en su bolsillo una ficha para armar la figura de la escena final.
-Permítame ir al baño, por favor, le pido sólo un momento, sino creo que voy a terminar orinándome los pantalones -le rogó al detective-. Éste asintió y le hizo un gesto al policía que vigilaba la puerta de que le acompañara. Entró al baño con la sensación de haber alcanzado un alivio celestial, se vació con tal placer que en su imaginación vio ángeles y hasta el mismísimo rostro de maría santísima.

De regreso camino tan despacio como se lo permitía el agente que lo escoltaba, quería calmar el aturdimiento mental, pero no podía, imaginaba cosas terribles, no sería el primer inocente que es detenido por un error y condenado a la silla eléctrica, o condenado a prisión por años. Pensaba en las consecuencias nefastas, en una secuencia de equivocaciones, la historia, la vida; de casualidades funestas, estaban llenos esos casos de secuestro de la inocencia, que liquidaban una vida para siempre. Pensaba que la máquina del tiempo se había desajustado y había terminado poniendo su vida patas arriba, pero en el fondo de sus pensamientos, había como un destello de esperanza, de que en algún momento algo intervendría para arreglar todo y él quedar en libertad.

A esa idea estaba aferrándose desde hacía dos horas cuando lo esposaran para llevarlo a la Comisaría. Se sabía inocente, porque el único crimen que había cometido hasta ese momento, era ser el asesino de sus propias historias de fantasía, y por eso no condenaban a nadie, la palabra condena latigueó en todo su cuerpo, y su corazón latía agitado como el de una bestia que huye por la selva.
Durante el trayecto en el coche policial repasó cada día, cada hora, cada recorrido dentro del edificio, a ver si encontraba una falta y no encontró ninguna, elaboró su propia reconstrucción de los hechos, no encontró nada fuera de lugar.
Se conocía el camino de memoria, justo en la esquina del precinto, estaba el supermercado El Yunque donde tuvo uno de sus primeros trabajos, tenía fotografiada en su mente cada centímetro de esas calles, cada acceso hasta llegar allá. Pero  ahora lo veía todo de manera distinta, como si lo estuviera viendo con otros ojos. Porque ver la ciudad esposado desde una patrulla, era como verla a través de un calidoscopio salpicado de blanco y negro, con el temor de la incertidumbre, partida en muchos trozos, porque la veía con la mínima cuota de apacibilidad con que podemos ver el paisaje montados en una montaña rusa, donde todo está amarrado a la sensación del vértigo, visto a través del cristal del miedo.

Sabía que decir soy inocente, el yo no hice nada sería hablar con el vacío. No tendría respuesta. Estaba apegado a la idea de que se trataba de un error y que al llegar a la Comisaría, todo se aclararía.
Pero a esa hora su destino le era indescifrable, José ignoraba que su vida tomaría un desvío en el camino, que sería raptada por el perverso duende de la mala suerte.
Tras repasar sus actos y no encontrar nada por lo que sentirse culpable, José comenzó a divagar en las supersticiones, comenzó por echarle la culpa al edificio, al número del autobús que tomó esa mañana, al no haber cruzado la calle en el lugar preciso, a la chaqueta que se puso, o al pisar las flores de Acacia y dejarse impregnar con su perfume de mala suerte, que su abuela decía eran flores de mal agüero.
Aún no se sobreponía de la sorpresa de descubrir que en la Comisaría existía una denuncia en su contra. ¿Podía alguien haber descubierto las fantasías de su mente?  ¿Sabrían de sus eróticas ensoñaciones? Por eso cuando la vio subir las escaleras, meciendo su reluciente bolso de marca, quiso que ella sintiera de alguna manera lastima por él, como si su sola mirada bastara para despertar algo conmovedor en aquella mujer tan inescrutable.
Pero también se reprochó haber pasado muchas cosas por alto, y no haber tomado como una advertencia la cara de pesadumbre que ella adoptaba en cada uno de sus encuentros, cada vez que lo veía, o no haber evaluado el rechazo de la primera vez que lo ignoró junto a su good morning, esa frase que actúa como una especie de puente colgante de las relaciones sociales, y que ella siguió ignorando cada día,  lo esquivaba con el mismo asco, de quien tiene que compartir su café con algún apestoso indigente.
Ella siempre esgrimió una actitud de alerta, como alguien a quien le han robado la calma, esa era la razón por la que siempre sacaba de su bolso una cápsula negra que apretaba en su mano, como si de eso dependiera su vida. Fue el tercer día que la vio, que José cayó en cuenta de que esa cápsula era un aerosol de gas pimienta, que solían llevar las mujeres para defenderse de ataques sexuales. Una cosa era cierta, pero él nunca quiso admitir, esa mujer estaba embargada por el pánico.
Ella siempre siempre sufrió con su presencia, con su invasiva cercanía, herida por sus miradas lascivas, de seguro aterrorizada por cambio de ritmo de respiración y la tensión que mostraba su cuerpo al pasar junto a ella; aborrecida de su sonrisa insinuante, pero sobre todo el siseo de su voz cuando se paraba al lado de ella que en esos momentos no era la de hombre, sino el de una repulsiva serpiente.
José sintió el peso de la decepción en el centro de su pecho, pero pensó que igual no había prueba de nada, porque no existía el nivel probatorio de los deseos. ¿Su defensa? Diría que todo era un malentendido,  sería cuestión de esperar y pedir que llamaran a su pana Manny para que lo pusieran en libertad.
Lo habían vuelto a esposar al banco de madera, y  volvió el dolor de las esposas que lo entumecían hasta los hombros, y que hacía que la línea de sus pensamientos fuera una especie de zigzag intermitente.
Lo angustiaba el rumor del papeleo que como un remolino de hojas secas sumergía en la más inopia burocracia al despacho policial, agentes entrando y saliendo con grupos de detenidos, como si esa fuera una oficina de quejas y reclamos de productos defectuosos. Había un tumulto en la entrada que no decrecía, por el lento sistema de la burocracia, que pese al uso de computadoras, seguía triturando al tiempo con asombrosa parsimonia, mientras el ambiente se iba cargando de un calor húmedo que hacía sudar las paredes, suficiente para despertar su angustia, con una sensación de sucio pegajoso que se regaba por su piel. 
Pensó en la posibilidad de que lo dejarán ahí sentado toda la noche, porque en ese momento creía que todos se habían olvidado de que él estaba allí, esperando su proceso,  él que sólo quería dormir, cerrar los ojos, y comenzar a meterse en un sueño mientras tarareaba en sus labios la letra muerta de algún viejo bolero que transitara por su mente.
En la tarde casi noche, regresó el detective de la carpeta, le quitó las esposas y lo condujo a otro cuarto de entrevistas, al sentarse sintió la sangre correr, irrigando sus manos entumecidas.
El detective se echó para atrás -como si imitará una muy estudiada pose de cliché, de detective novelesco -. Había algo de cinematográfico en aquella escena porque hasta le ofreció  un cigarro, mientras él encendía uno y soltaba  un humo que envolvía con una danza circular la única lámpara de aquella habitación, con el cigarro pendiendo de sus labios, y adoptando una pose a lo John Wayne, le dijo que no sólo enfrentaría cargos por acoso sexual, sino que sería acusado de premeditar una violación.
José soltó una sola frase, todos ustedes y sobretodo ella están locos. El detective le replicó que de esa no saldría tan fácil, la mujer había presentado cargos, el caso iría a la Corte, ella está muy segura de su acusación, y la mantuvo en cada interrogatorio, dijo.
Ella dice que la acosabas cada día, que la mirabas como desnudándola, de manera sádica. La acechabas en el ascensor, esperabas para encontrarte con ella a la misma hora. Sino tratabas de cruzarte con ella en el pasillo, incluso hay cámaras que te grabaron mirando su trasero cuando ella caminaba en dirección contraria a ti en el pasillo. Ella está muy asustada y ha tenido que acudir a terapia con un especialista, ahora vive atemorizada, y  tu cara la persigue cuando cierra sus ojos por las noches, agregó el detective.
-Vas a necesitar un buen abogado - dijo-, porque en tu caso la Fiscalía hará énfasis en los muchos asaltos sexuales que se han registrado en esa zona, y que han sido cometidos por trabajadores domésticos con acceso a los condominios y el fiscal querrá dar un escarmiento con tu caso.
La siguiente escena pasó como en una película a cámara lenta, pidió su derecho a una llamada telefónica, y lo condujeron a una casilla pública en la antesala del pasillo de las celdas. Llamó a Manny varias veces, no respondió, por largos minutos permanecía aferrado al teléfono como si fuera su única tabla de salvación. Manny nunca contestó.
Nunca se había sentido como muerto pero aquél día fue la primera vez, lo sintió cuando se cerraron las puertas de la prisión a sus espaldas, dejándolo a su suerte en un lugar donde el tiempo era otra cosa, una agobiante, pequeña y mezquina eternidad. Donde la espera es una asesina de memorias personales,  todo se iba borrando de su mente, y sólo podía pensar en que estaba ahí y en cómo salir de ahí aunque fuera esfumándose por el aire, todo lo demás dejó de tener importancia.
El juez lo sentenció a un año de cárcel, o pagar una fianza de diez mil dólares, para otorgarle libertad bajo palabra, pero salió a los ocho meses, le pusieron un brazalete en su tobillo derecho, y cada uno de sus pasos sería monitoreado los siguientes 24 meses de su vida. Sus vecinos recibirían una notificación por escrito de que era un procesado por acoso sexual con libertad en garantía, bajo la supervisión del Estado. Debía informar a las autoridades si se mudaba de vecindario o cambiaba de trabajo.
No pudo pagar la fianza, Manny nunca apareció, jamás le contestó el teléfono.

Esa temporada los Yankees ganaron el campeonato. Pudo hablar con Manny un día cualquiera desde la cárcel cuando ya estaba por terminar la condena. Lo notó distante, seco y deseoso de cortar la llamada. Ninguno de los dos mencionó el incidente, sólo supo que Manny se mudó.
Desde la parada de autobús, el edificio penitenciario parece una inmensa fortaleza gris que gira sobre su propio eje, uno de esos espacios incógnitos de los que nunca sabemos nada, hermético e incognito como si no fuera de este mundo. Un año había bastado para que su cuerpo extrañara los hábitos de caminar en libertad, sin tener que mantenerse dentro de una raya amarilla.
Bajó del autobús y caminó directo al  Dunkin Donuts cercano a su casa, compró un paquete de una docena y un vaso gigante de café extra con vainilla.Tocó la puerta de su apartamento, y su prima María abrió y lo acogió con un abrazo familiar. Todo estaba en orden, le dijo, y no se demoró en irse. Te dejo para que estés cómodo y puedas relajarte, tomarte tu tiempo para descansar. Le hablaba como si él hubiera regresado de un largo viaje y tal vez era así.
José cogió el control remoto, y sintió el confort al tener 680 canales disponibles en su mano. Puso el canal deportivo, como era su costumbre, donde casualmente daban un resumen del campeonato mundial de béisbol que habían ganado los Yankees, en ese momento la pantalla fue ocupada por la figura de Manny Martínez parado en home, bateando un cuadrangular, era la escena de la temporada, la habían repetido los noticieros con insistencia, porque en ese turno al bate, Manny le dio tan fuerte a la pelota que esta describió una perfecta parábola que se alzó al infinito, hasta descender convertida en un vuela cercas, profundo y veloz como un rayo que rebotó contra las gradas, y le permitió remolcar una carrera y anotar la suya, tras recorrer llevado por las ovaciones del público las tres bases y pisar el home con la carrera que le dio la victoria a su equipo.

Apagó el televisor y se asomó por la ventana a ver la calle, a tomarse su café y ver pasar a su gente de todos los días, como solía hacer  las tardes de un día cualquiera del mes de abril, en New York. El día era tan lúcido que se podía tocar con la mano. Miró  el cielo y pensó con qué facilidad el cielo y el infierno pueden vivir a veces, en la misma ciudad, incluso en el mismo vecindario. Era una tarde con un sol como una bola de fuego, que avivaba los colores de todas las cosas, como si hubieran sido arrancadas del árbol de la vida por primera vez.

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