lunes, 11 de enero de 2021

 

Lenguaje fallido y trastorno de la personalidad



Hablar es una conducta, escribir también lo es, para el filósofo y escritor austriaco, Karl Kraus. Somos lenguaje, nada está fuera de la palabra. Alguien que ejecute mal y de manera imperfecta cualquier ejercicio de la lengua, es síntoma de poseer graves perturbaciones mentales, como el uso de una oratoria accidentada, una escritura vacua, retórica sin sentido que no comunica nada, o la incapacidad de escribir el mínimo argumento con la debida claridad exponencial.

 El enrevesamiento conceptual, la yuxtaposición emocional de ideas vertidas a chorro sin guardar una lógica formal que debe regir la composición de textos suscritos a las leyes de la gramática no nos remiten a otra cosa que al ámbito de una disimulada barbarie mental. 

Creo que entre las fantasías de algunos escritores que no viven de la producción de sus textos está en trabajar en una instancia donde no haya otra exigencia que el oficio de la simplicidad, y hacer lo mínimo. Y así poder gastar el tiempo de ocio, derivado de esa inanidad, entregado a la lectura insaciable, atrincherados tras el escritorio donde gestamos el burocrático ejercicio de matar el tiempo.

 Kafka fue empleado en una compañía de seguros; Fernando Pessoa se dedicaba al rutinario oficio de contable en una agencia naval; George Orwell fue policía en Birmania y terminó lavando platos en Londres; Máximo Gorki trabajó como ayudante de cocina; William Faulkner fue obrero, pintor de techos y despachador de una bomba de gasolina; Juan Rulfo trabajó como agente de inmigración en una secretaría de gobierno. Sin duda la secreta felicidad de cada uno de ellos eran las brevedades que le robaban al tiempo de trabajo para escurrirse por los pasillos fantásticos de su imaginación.

 Trabajar era sólo el tributo que pagaban para mantenerse y vivir una vida literaria; algunos lo lograron con más holgura que otros, incluso les permitió ganar el Premio Nobel. El inabarcable Ludwing Wittgenstein, padre de la filosofía moderna del lenguaje y autor del “Tratactus Logicus Philosophicus”, fue soldado y un humilde maestro de escuela primaria. 

Hace unos años fui contratado por una firma asesora en comunicación estratégica, y asignado a un equipo cuyo oficio era única y exclusivamente velar por la imagen pública de un gran elefante blanco. Nuestra oficina estaba muy próxima a un centro comercial que era objeto de nuestras rondas y de largas e inacabadas tertulias, mientras desfilaban por la mesa docenas de tazas de café. En la planta baja había una muy nutrida librería con muchos títulos literarios novedosos y contaba con un extenso catálogo de autores poco difundidos, como era el caso de Elías Canetti, premio Nobel 1981, quien entonces resultó ser un notable hallazgo para mí.

 Tras despachar la monótona reunión de una hora cada mañana, que consistía en cuidar la salud de la imagen pública de aquél célebre elefante, enseguida nos entregábamos a deshacer cualquier gesto de trabajo que quedara en la sombra de nuestras sospechas, y dado que nuestra única responsabilidad era acudir a esa reunión matutina, a veces lográbamos despacharla por teléfono. Eso y escribir un breve artículo de opinión a la semana, que yo siempre entregaba, ante la mirada pasmosa de mis compañeros, a última hora del día fijado para su entrega, era nuestro único trabajo. 

Pero el ritual que en verdad cumplíamos con religiosidad de lunes a viernes, era darnos una vuelta por la librería, sentarnos a tomar café con la nueva adquisición en la mano, y disponer de su lectura en los sucesivos días en la oficina.

A partir de Auto de Fe, quedé por meses gravitando en el universo creado por Canetti para su protagonista Peter Kien, un rígido intelectual especialista en lenguaje, y sinólogo chino, con quien Canetti explora, mucho antes de que lo hiciera la psicología lacaniana, el planteamiento de todo lo que subyace en la elección del hombre ante el lenguaje que cuando elige la palabra que satisface su expresión, es el inconsciente del sujeto el que realmente habla, intermedia, para representar el mundo que describe.

En esa tienda me topé con los libros de Elías Canetti, quien mi amigo el abogado y escritor Orel Sambrano ya me había recomendado. Ese día compre “Auto de Fe”, novela compleja y profunda que leí en un mes, y que aún continúo releyendo, y que enseguida me abrió un apetito voraz por toda la obra de Canetti, por lo que la siguiente semana volví a la librería y compre el resto de los títulos que tenían del autor. Me hice adicto a Canetti, algo que me suele pasar con los autores trascendentales: Masa y poder, Las voces de Marrakesck, el juego de los ojos, la antorcha al oído y lengua salvada.

Auto de fe inicialmente se iba a llamar “Comedia humana de la locura”, ese era el drama que Canetti quiso desarrollar en su argumento. Eran los años que estuvo obsesionado por la locura, y los que se hizo eco de las teorías de su admirado Karl Kraus, filósofo y escritor austriaco que dedicó su vida a alertar la relación existente entre lenguaje y psiquis.

 Canetti nos revela de la existencia de las “máscaras acústicas” presentes en toda forma de hablar y escribir, las verdaderas representaciones del Yo. Vale apuntar que la lectura de Canetti me trajo a Karl Kraus, y con éste conocí una perspectiva diferente de la filosofía del lenguaje.

Canetti suscribió la idea de que en el uso del lenguaje estaba la clave no sólo de la locura sino de todas las aberraciones mentales y familiares (hay familias enteras que por generaciones sucumben ante el mal uso del lenguaje), el drama humano de la incomunicación y la demencia eran consecuencia directa del lenguaje: “El drama vive en el lenguaje de un modo único y especial (…) la constatación terrible de que esa locura brota del aislamiento del ser humano y de cómo el lenguaje, lejos de vivir para vencerlo, puede contribuir a extremarlo”.” Kraus fue un personaje seguido por Ludwing Wittgenstein, Walter Benjamin y otros, perteneció de forma pasajera a esa reunión de luminarias que el mundo conoció como el Círculo de Viena. 

La novela de Canetti se pliega al formato novela-ensayo, y sigue las pistas de Kraus, quien estimaba que un lenguaje limitado o deformado es indicador de severos trastornos de la personalidad, base de la decadencia social y promotor de los males del mundo. Para Kraus toda persona incapaz de escribir o que escribiera mal, hablara o se expresara defectuosamente, poseía severos desajustes psíquicos, era alguien que todavía mantenía hitos con la barbarie. El lenguaje se construye con los mismos moldes con los que está hecha la conciencia. 

A partir de Kraus retomé la lectura sobre la materia, pero diferente, los leía como si se trataran de novelas policiales en las que se persigue resolver un caso. Todo filósofo en cierta medida hace una cierta filosofía del lenguaje, y esa filosofía se ciñe a la búsqueda de un hallazgo. 

La hermenéutica nos brinda una antorcha en el camino a la hora de adentrarnos en ese tipo de análisis. Basada en la psicagogía, la hermenéutica revela la intención de quien habla o escribe. Siempre he sostenido que existen los pintores ingenuos, pero no hay escritores ingenuos. Escribir obedece a un conocimiento del arte de narrar, y a leyes muy bien definidas de la gramática que son de obligada observancia, no saberlas aplicar y pretender que pese a esa ignorancia se sepa escribir, es colocarse en la abundante fila de los analfabetas funcionales, mal que padecen muchos, incluso profesionales de las más diversas categorías.

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