domingo, 27 de junio de 2021

 

Don José


Existen los escritores de culto, aquellos a los que un grupo de lectores sigue y se apega con devoción, la obra de ese escritor, se persigue, sus libros y los conservan como si se tratara de la reliquia mortuoria de un santo, y forman una especie de feligresía para quienes el volumen de cada texto es un objeto de veneración, incluso algunos elevan a ese autor a una especie de dios personal, del que cada palabra, cada frase la asumen con una fe ciega.

Tengo un amigo cuya adhesión a la obra del escritor Ernesto Sábato, no fue propiamente un culto, sino una variante del afecto pocas veces comprendida que es la amistad literaria, la podemos diferenciar del culto porque en ella no intermedia la existencia de una idolatría, ni de una veneración. La amistad literaria tiene una forma de trascendencia del amor basada en los libros y sus lecturas, que nos permite prescindir de los ritos del conocerse mutuamente, del saludo, de estrechamiento de manos o del abrazo fraterno, o de estar al tanto o no, sobre la existencia del otro.

Ritualidad que es sustituida por la simbología que reposa en sus textos, que nos  remite a esa mirada inaugural con la que desde ellos se cifra el mundo, y prolongan la existencia de otras realidades que sólo pueden abordarse dentro de ese universo de palabras.

Una amistad literaria nace de lo admirativo; así era el lazo que unía a mi amigo con Ernesto Sábato. Por eso cuando el centenario escritor murió, enseguida lo llamé y le di mi más sentido pésame, algo que mi amigo agradeció.

En la lista de mis amistades literarias se encuentra José Samarago, quien ocupa una posición relevante y entre las más sentidas y cercanas, por la naturaleza revelada de su obra; pero sobre todo, por la de conexión inesperada que encuentro en sus novelas, hay en ellas ecos ancestrales que se descifran detrás de sus palabras que semejan a las memorias perdidas.

Saramago es uno de esos escritores cuya obra crece en una dimensión particular, al igual que William Faulkner, García Márquez, Joseph Conrad, Dostoievski, Virginia Woolf, Philip Roth, John Doss Passos, Saúl Bellow, entre muchos otros. Escritores de los que siempre lamentaremos leer su último libro.

La voz de Saramago se apagó en el año 2010, desde esa fecha tomé en cuenta que no habrían nuevos libros de él, que ya no nos brindaría el acostumbrado asombro de su particular inventiva. Tengo casi todos los libros escritos por Saramago, a excepción de dos o tres, para el momento de su muerte tenía pendientes por leer seis de esos títulos, los cuales decidí digerir con mesura, como quien degusta la última botella de un vino añejo celosamente envejecido; los voy leyendo a la razón de uno o dos por año, pienso que cuando se me acaben me tocará releer aquellos que considere más cercanos a mi inquietud literaria.

Parte de esa lectura comedida es la novela “Todos los nombres”, una trama que refleja la escisión del tiempo exterior y el abrir una brecha por donde asomarnos a la conciencia de Don José, quien vive en una burbuja de la que  entra sale por momentos para asomarse a la realidad. Su trabajo es rutinario, impensado como si fuese un mecano, su existencia está volcada en seguir en horas secretas, la pista a las divagaciones de una secreta obsesión.

Don José es el único nombre que aparece en las 318 páginas de la novela, el resto de los personajes son como piezas de ajedrez, carecen de nombre particular, se conocen por sus funciones. El edificio donde está la Conservaduría General del Registro Civil, al igual que Don José es una vieja construcción que no entró en el inventario de la modernidad, luz eléctrica y teléfono son la mayor expresión tecnológica que hay en esa oficina, y que Saramago describe: “La puerta antigua, la última capa de pintura marrón está descascarillada, las venas de la madera,  a la vista, recuerdan una piel estriada. Hay cinco ventanas en la fachada. Apenas se cruza el umbral, se siente el olor a papel viejo”.

En ese edificio cumple un horario de perpetuidad Don José, llenando ficheros, actualizando la data de vivos y muertos. Es un hombre rubicundo, con vientre un tanto prominente, su cuerpo denota ausencia de ejercicio y es una gran suma de flacidez; sobrepasa la mediana edad y parece que llevará años arrastrando el cansancio, su rostro denota las marcadas líneas de una prolongada obstinación. Vive en una pequeña casa que está justo al lado de la Conservaduría, y que de hecho pertenece a ese organismo, al igual que le pertenece Don José. La casa posee una puerta interna que la comunica directamente con la sala de despachos.

Don José se ha obsesionado en  hacer un seguimiento de la vida de personajes famosos. Lo hace a través de las actualizaciones de información oficial  que llegan a esa oficina, actas de matrimonios, nacimientos de hijos, cambio de residencia, adquisición de nuevas propiedades, traspasos de vehículos, y un largo etcétera de menudencias de la vida común y que el aparato burocrático se encarga de archivar.

Digamos que Don José tiene especial predilección por la gente famosa. Por eso cada tarde tras la hora del cierre oficinesco, él se escurre y toma prestadas las fichas originales del Registro, para hacer un duplicado exacto para su archivo que consta de varias carpetas, en las que el va agregando los aspectos novedosos que sobre ellos publiquen los periódicos o revistas. Cada noche Don José tijera en mano se da a la faena de recortar montones de páginas con lo publicado e integrarlos a sus carpetas.

Parco de gestos, reservado de palabras, como buen burócrata viste de manera formal y sin relevancia, sobre su camisa torpemente planchada remata una corbata que cierra su nudo condenatorio bajo los pliegues de su papada. Siempre viste de gris o marrón, indistintamente de la época del año, tiene dos abrigos y una cazadora, debajo de su catre guarda cada noche, tras repulirlos, el único par de zapatos que tiene. Sobre su cabeza deslucen unos largos mechones de color cenizo que tratan de ocultar su incipiente calvicie. Tiene la estampa de un hombre triste.

Toda soledad soporta una repetición, una rutina inconmensurable, la de Don José es la de ir a de una realidad a otra, la de la oficina de la Conservaduría, a su casa-habitación; en ambas se dedica al mismo quehacer, recolectar y archivar datos. Viendo la vida de Don José a distancia nos percatamos que no es más representativa que el mobiliario de la oficina. La diferencia entre él y ellos es que Don José respira, come, defeca y orina, de resto su vida es tan impersonal como la de cualquier escritorio del Despacho gubernamental que Saramago nos describe como “un enjambre burocrático que trabaja sin descanso desde la mañana hasta la noche”.

Los escribientes no tienen más remedio, deshilvanar el tiempo por esos pasillos donde se  escurren las sombras. A Don José la soledad no le pesa, ni siquiera piensa en ella, ignora que existe. En el momento de nuestro encuentro en las primeras páginas de la novela, Don José nos muestra que es un hombre incapaz de dar testimonio sobre el amor. No ha tenido la capacidad de amar, está imposibilitado de hacerlo debido a la perturbación de su retraimiento existencial. Simple, jamás se propuso a amar, era algo ajeno a su naturaleza, como jamás pensó tocar una computadora. Aunque es el año 1997, y en la Conservaduría aún escriben con máquinas de escribir y el archivo se lleva de manera manual.

Así, sin saber amar, su vida se conforma con esas cuotas de pequeñas alegrías, los hallazgos y descubrimientos sobre las famosas personalidades. El amor compromete una porción de fe, como apunto Octavio Paz, “en todo amor hay una eucaristía”. Don José está lejos de albergar esa posibilidad, pues quien se niega al pecado, también está negado al milagro, y el amor comprende algo de esos dos. Don José está condenado al desamor. Pero ésta no es su única condena, porque él es un habitante de lo absurdo, como Sísifo quien vive  condenado a subir una inmensa piedra hasta la cima de una montaña y luego dejarla caer, y volverla a subir y dejarla rodar otra vez por toda la eternidad.

Una tarde a Don José lo asalta la realidad. Tras sustraer de manera oculta cinco fichas originales de personajes de renombre para hacer los duplicados para su colección y abrir el paquete en su casa vio que algo cayó  al piso, era una sexta ficha que se vino pegada a las otras. No es la de una persona famosa, es una ficha de una mujer común y corriente, Don José la detalla al levantarla del suelo y la observa, algo de esa mujer lo conmueve, Don José flechado por aquel rostro, siente un fuerte impulso, la urgente necesidad, de conocerla.

A partir de ese momento la vida de Don José tuvo un único fin, encontrar a la misteriosa mujer de la ficha. Decide seguirle el rastro, duerme poco, piensa en ella mañana y noche; la jornada de trabajo se le hace insoportable, mira a su alrededor y todo lo ve marcado por el aburrimiento, a cada minuto ve el reloj, espera con ansiedad la hora de salida. Su cuerpo vive una sola emoción, encontrarla.

Don José respira con la certeza de ese encuentro. Recorre los lugares donde aparece algún  registro, sus últimas direcciones de residencia, la escuela donde estudió, entra y sale de los sitios protegido con las sombras de la noche; asalta ventanas, registra viejos archivos de oficinas donde ella trabajo, allana escuelas a la medianoche, deshoja la guía telefónica, no descansa siguiendo los pasos de su nombre, pero todo es infructuoso. Su frustración crece cada día tanto como su pasión, la necesidad que tiene de ella gobierna sus sentidos y   dirige su vida.

Don José está enamorado pero no lo sabe, ignora la sintomatología del contagio amoroso; deambula como un fantasma, anda atolondrado e incongruente, presa de una agitación febril.

Abrumado por el fracaso de su búsqueda, Don José decide tomar unas vacaciones, pero no descansa, dedica el cien por ciento de su tiempo a trajinar día y noche tratando de dar con ella . Duerme poco por su mente inquieta, siente que la ciudad se la esconde, le borra cada pista. Cuando Don José cree estar cercano a encontrarla, el azar inmóvil que reacomoda el orden de las cosas, lo extravía, y Don José debe volver mismo al punto de partida, una y otra vez. No confía en nadie, se siente vigilado pero lo sabe desde un ámbito incierto porque no logra comprobar nada.

Un día mientras trabajaba en la sección de fallecidos del Registro Civil, se encontró con la ficha de ella; lo primero pensó era que se trataba de una confusión o quizá alguien semejante con el mismo nombre. Entonces examinó la  nueva ficha, leyó los datos adjuntos y comprobó que era ella, los más apesadumbrados sentimientos hicieron peso sobre su cabeza. Era ella no había duda, hacía pocos días que había muerto. Mareado, y con visibles síntomas de estar descompensado, Don José se sentó en su escritorio exhibiendo en su rostro una palidez de sudario, había sufrido un cataclismo en su conciencia que le derrumbó todo.

Una vez aceptada la infeliz realidad de su muerte, Don José hizo lo indecible, hasta el inventar una excusa oficial, para ir tras ella en el Cementerio, tiene la esperanza romántica de pararse sobre su tumba, y poder presentir de alguna manera algo de su disipada presencia. En el cementerio le ubican el número de la tumba y la sección donde reposa, está enterrada en la zona de los suicidas, enterarse de eso supuso un nuevo golpe bajo para Don José. Él buscándola con la vida, ella alejándose con la muerte. Pasa y se adentra en el cementerio, le dicen que en las siguientes dos horas cesan las actividades.

Don José asistido por un croquis va a la sección indicada. Llega con la última puesta de sol de la tarde, se cierne la oscuridad pero no lo amedrenta, se queda ahí parado sobre la tumba de ella, por fin la encontró,. ensimismado en sus pensamientos Don José no se percata que ha avanzado la noche, y sigue ahí junto a la cripta, pasan horas hasta que se da cuenta, es tarde y decide pasar la noche alli. Se recuesta al pie de un olivo justo frente a la tumba. Al amanecer cuando se dispone a marcharse, presto a abandonar con gesto de gallardía el  lugar del reposo de la mujer que ama sin saberlo, a Don José lo sorprende la aparición de un pastor y un rebaño de ovejas que éste lleva a apacentar por aquel lado del camposanto; el ovejero lo saluda y le pregunta que hace ahí a esas horas. Don José le explica que vino por la tarde a visitar la tumba de una amiga y se había quedado dormido junto a su tumba.

El pastor en su respuesta le sugiere que ese cementerio es un laberinto invisible, “Por ejemplo, la persona que está aquí, dijo el pastor tocando con el cayado el montículo de tierra, no es quien usted cree (…) Quiere decir que ese número está equivocado, preguntó temblando Don José (…) Ninguno de los cuerpos que están aquí enterrados corresponde a los nombres que se leen en las placas de mármol, dijo el pastor”.

Don José es expulsado una vez más de su frágil ensueño, su mente da un vuelco, es como una locomotora que viaja a 100 Km/h y choca de frente con la realidad, Todo se desdibuja, en ese mundo donde vive la mente de Don José, un mundo extraño e incomprensible que lo mantiene hechizado, viviendo dentro de una pesadilla de la que parece no puede despertar, y que lo arrastra con fuerza abismal, con un sentimiento depravado, hacia las zonas más turbias e inescrutables del alma humana.

Antes de admitir su derrota definitiva interroga el pastor albergando una cierta esperanza:  “¿Y los números? Pregunta Don José. Están todos cambiados, repuso el pastor, (…) alguien los cambia antes de de que traigan y coloquen las piedras con los nombres”.

Al salir del Cementerio, y pese a la adversidad acontecida Don José decide seguir viviendo la intriga de averiguar mas sobre la vida de aquella mujer. No se da por vencido pese al revés sufrido. Sabe que no existe ninguna posibilidad de tener un encuentro cara a cara con ella, pero decide buscarla entre los espacios metafísicos que le provee la imaginación; es el último rebrote de una pasión que le permitirá sobreponer los ánimos, para empezar a reunir la mayor cantidad de datos posibles para reconstruir, cada día, cada paso de la vida de ella.

Don José se conformará con hacer el registro de su historia. Si, un registro es la única forma que tiene para resolver el acertijo de encontrarla. Quizá en algún momento entre en razón y descubra lo inútil de su empeño. Entonces comprenderá que ella es solo el recuerdo de algo que no tuvo, pero que esta ahí, como aquello que se puede ver pero no tocar que es la nostalgia. La muerte no es opuesta a la vida, es parte de ella, dice Haruki Murakami en su novela Tokio Blues, si algún día Don José llegara a leerla, entonces comprendería que esa mujer que se ha obsesionado por encontrar, vive presente en su vida, y que él sigue buscándola sin saberlo.

Douglas González Droz

©Copyright. Douglas González

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