domingo, 27 de junio de 2021

 

La condena eterna de la fantasía




Cada lector reescribe la novela que lee, hace una versión única del texto porque completa con su imaginación, junto a los recursos de su fantasía, aquellos silencios, omisiones de la trama novelística que deliberadamente fueron excluidas por el autor, quien en su texto sólo entrega un segmento de la historia total; este desempeño de complementar aspectos de la trama, es el que convierte a la multitud de lectores, en escritores de lo que leen.

El texto original es sólo el punto de partida de una extravagante y prolongada permutación de las lecturas que lo reescriben. De allí, que cada lectura responda a la imaginación y subjetividad del lector, nunca habrá dos lecturas de una obra con la misma percepción narrativa ni estética. Cuando leemos imaginamos, aquello que no nos dice el narrador, por no sobreabundar el texto, al que le agregamos lo que de su lectura nos cuenta la imaginación.

Afirmar que cada lectura reescribe una nueva versión de una novela, no es un acto temerario. Así tenemos que La Ilíada de Homero contaría con cientos de miles de versiones generadas por cada uno de sus lectores, y que se seguirán multiplicando mientras se lea este clásico de la literatura. Es oficio del lector completar aquellas partes en blanco, de lo que no se nos cuenta nada en la historia original.

Cabría preguntarse ¿cuál es la original de todas sus versiones? Ninguna lo es, decirlo sería incurrir en una grave equivocación. Una novela, una obra épica, no existe hasta tanto no es leída por alguien, pero una vez que esto sucede el texto se disipa en las manos del lector y pasa a ser sujeto de la infinita permutación de su fantasía.

Para algunos críticos literarios esta condición es revelada como un recurso técnico, denominado como “el dato oculto”, pero todas las obras están fecundadas de igual manera, haciendo más evidente el verdadero papel del lector que es la de inventar los datos ausentes en cada historia, a medida que se va adentrando en las líneas del texto.

 Cuando se lee la frase que pronuncia el protagonista de la novela de Joseph Conrad “El corazón de las tinieblas”, el aventurero Charles Marlow, al navegar el río Congo en África, tras observar lo degradante de los campamentos improvisados que yacen en los rincones del río, dice, “hemos llegado a las puertas del infierno”.

Tras leer esa frase la imaginación agrega nuevas escenas y elementos que responden a lo más íntimo de la ilusión: Tupida selva, cruenta y agresiva, semejante a una bestia salvaje sumergida en su sopor tropical, toda ella esparce en su resoplar un aire enrarecido capaz de fundir las voluntades de aquellos que se acercan al costado de esa mole gigantesca de intrincada vegetación cuyos árboles parecen estar anudados entre sí, a lo largo y ancho de cientos y cientos de kilómetros que se extienden selva adentro.

Cada vez que alguien se adentran en ella, al traspasar el borde del camino, esta  aventurándose en lo inexplicable.

Por eso quizá toda esa vorágine de hombres y mujeres asentados a la orilla del gran río Congo, vivían entre la ruina, la basura, la miseria y los desechos humanos confundidos en el extenso lodazal que se formaba a lo largo de sus márgenes. Las casas las llamaban, Kilukeni kanda, pero en realidad no eran casas, ni siquiera habitaciones, las más de las veces se trataba de montones de piedras o maderos, dispuestos de manera irregular, tratando de figurar una habitación, con techos de restos de palma, cortezas y bejucos amontonados con improvisación.

Era un asentamiento en el que la realidad tal como la conocemos estaban adulterados los espacios, había un regadero, sin límites; un conjunto anárquico y descollante de vulgaridad. En un morada podía ver a alguien dormitando en el día acostado sobre unos harapos sucios, a medio vestir y cubierto por un enjambre de moscas, y a menos de dos metros se podía entrever a una pareja copulando de manera desenfrenada apenas tapados con un guiñapo de tela transparentada por lo vieja y gastada, hecha jirones, colgada entre dos pilas de piedras.

La violencia es la constante día a día en ese enjambre de lo incivilizado. A unos treinta metros de un improvisado embarcadero se ve balancear el cuerpo de un hombre guindado de un árbol,  había sido linchado tras ser sorprendido violando a una niña de once años. Al atardecer un muchacho es degollado para robarle su ración de comida. Río abajo flotan henchidos en su descomposición, los cuerpos de dos hombres que habían sido quemados vivos. Pena máxima por esos lares, castigo que consiste en bañar al trasgresor de combustible y prenderte fuego mientras duerme.

Algunos refugios tenían colgadas en sus entradas cabezas humanas cercenadas, momificadas por el calor, el tiempo y lo sofocante de aquel clima; se mostraban como prestigiosos trofeos para su dueño.

El ser humano es un ser que ambiciona totalidades, por eso su vocación a completar los cuadros en blanco, incluso en la realidad que lo rodea. Cuando examinamos la lógica analítica de la que se vale el detective Sherlock Holmes, nos damos cuenta de un hecho particular, que con apenas una pieza, arma todo el rompecabezas. La reunión de pistas de cada caso, no es otra cosa que encontrar el dato oculto, el leit motiv del crimen y su perpetrador.

A través del relato "El Corazón de las Tinieblas", el territorio africano se nos muestra como una franja marcada por la barbarie, opuesta a la cultura y valores del mundo occidental. África no es un continente, es otra dimensión de lo humano, y el Congo descrito por Conrad vive bajo el espeso manto de una niebla que va y viene, pero que siempre está presente como un techo de oscuridad y de sombras que acobija un mundo aparte.

¿Quiénes son ellos? No hacen proclamas, ni son especializados inventores, ni persiguen la genialidad; tampoco están afiebrados por el virus del conocimiento, ni desarrollan la ciencia, el libro les es un objeto extraño, los derechos humanos una frase vacía, hueca; la vida se comprende en amos y esclavos, ambos gobernados por la muerte. Tienen adornos y fetiches con más valor que un ser humano. No construyen imperios, ni metrópolis como los antiguos egipcios, la mayoría de sus comunidades vive en la soterrada era del neolítico.

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