jueves, 25 de octubre de 2018


Estambul


En mi libreta de apuntes y sospechas tengo anotada y subrayada en rojo la palabra Estambul, como sinónimo de reunión de realidades inhóspitas, ante las que hay que estar alerta. Sustantivo de lo ruin, nombre de una de esas ciudades donde pueden ofrecerte un banquete de antropófagos a la carta. Estambul me resuena como dotada de una arquitectura del horror, como las ciudades descritas por H. P. Lovecraft, como algo brutal y atroz. Con el nombre Estambul, asocié todo lo relativo a turcos, árabes, a la media Luna, ante lo que desarrollé casi una especie de fobia, tolerancia cero.

Sin duda, derivado de una psicosis transitoria, diría cualquier psicoanalista de la que sólo Hollywood y mi apasionamiento por el cine son los únicos responsables. Y eso me pasó con Estambul, tras ver la película Expreso de Media Noche que narra la pesadilla a la que es sometido su protagonista tras ser recluido en una prisión turca, al ser detenido con una carga de heroína en el aeropuerto de Estambul. Una película que te deja anclado al espanto y con nauseas las siguientes 24 horas.

Por eso aquella mañana que fui a la sala de espera del terminal internacional en Maiquetía, y vi en la pizarra que anunciaba los próximos arribos la palabra Estambul, mi realidad fue otra. Y es que había tantos cuentos de esos vuelos internacionales procedente de esa oscura ciudad, que estuve rato contemplando la pizarra, tratando de convencerme de que no se tratara de un error, en una lista de arribos en la que aparecían Quito, Bogotá, Puerto España, Costa Rica; Estambul era la palabra disonante.

En el terminal internacional del Aeropuerto de Maiquetía, hay más funcionarios uniformados que pasajeros. No hablemos de los vestidos de civil disfrazados de agentes secretos, se agrupan de a cuatro por toda el área de espera. Venciendo los prejuicios pregunté a uno de los uniformados, que si siempre llegaban vuelos de Estambul, con cara de bonachón y de responder una curiosidad casual, dijo en tono afable, llegan todos los días, pero primero hacen escala en Cuba. Y usted a que se dedica, preguntó. Soy periodista le contesté. La cara del hombre cambió a estado de pocos amigos, su mirada se tornó capciosa y tomó distancia. 

Traté de hacerme el desentendido, pero cuando levanté la mirada lo vi hablando con un primer grupo de uniformados, y vi que a medida que les contaba todos me clavaban las miradas. Yo veía la pizarra la palabra Estambul y ellos vigilaban mis pasos. Me retiré hacia la fuente de soda. Enseguida aparecieron los primeros cuatro de civil, con radios y dejando entrever las cachas de sus pistolas poco disimuladas bajo sus camisas, todos con caras de mensajeros de ministerio, se pararon justo detrás de mí.

Imaginé siendo conducido a una oficina de interrogatorios y la odisea de una detención, por periodista fisgón, espionaje en un área estratégica, pudieran alegar. Cautelosamente giré sobre mis talones y me dirigí al quiosco de periódicos que está justo a la salida. Calculé que estaba a unos 6 u 8 pasos de la puerta, justo en ese momento otros dos se pararon justo frente a mí. Pensé en lo irremediable mientras la adrenalina hacía de las suyas en todo mi cuerpo.

Calculaba qué hacer, cuando escuché que gritaban mi nombre desde la puerta de arribo, caminé rápido y me metí en el tumulto de los pasajeros que acababan de llegar, tomé la maleta de mi amiga y le dije vámonos rápido, no voltees, salgamos por la puerta lateral que hay unos tipos que me están siguiendo. Nunca sentí a Estambul tan cerca de mí.

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