miércoles, 7 de noviembre de 2018



Barranco


Hay momentos frágiles y el despertar es para mí es uno de ellos. Por lo general abro los ojos con recelo, sin saber a ciencia cierta que me espera a este lado de la realidad, o si sigo en ese largo viaje de las horas del sueño. Para mí, es como nacer todos los días, no hay uno igual a otro, siempre me levanto con la sensación –los primeros tres minutos- de que estoy aquí por primera vez, y en ese breve lapso de tiempo lo que hago es recuperar mi memoria de todos los días, en solo dos pasos ir al baño y prepararme un café.

Pero ese día fue la excepción. 

Abrí los ojos y escuché correr el agua de la ducha, entonces a esa mi fragilidad de despertar se sumó esa otra la certeza de estar acompañado, la certeza de haber dormido con alguien, una especie de “Alíen” que se coló en mi mundo y que en ese momento se bañaba en mi baño, me resultó intolerante, todo baño es un santuario personal. Abrí los ojos para espiarla y vi que estaba en la fase transitoria de abandonar mi bunker.

Esta como otras, debía ser una despedida impersonal, la única que se puede dar después de un barranco, porque al día siguiente al amanecer siempre uno concluye que esa persona ya no te dice nada, que es prescindible, porque ya tienes el sentimiento de rebote que es la súbita sensación de que entre los dos hay que marcar distancia porque no se cumple ni uno solo de los requisitos para seguir siendo los amantes que fuimos en la brevedad de una noche.



 Aquello que empezó cuando ambos le dimos paso a la euforia que suelen darse dos solitarios al mirarse, introduciéndonos en ese mar de fondo que son los gestos universales del coqueteo, después derivar en el tímido acercamiento, hasta llegar al hola como estás y bla, bla, bla, lo demás que sigue es una cadena de frases hechas, estrictamente para el consumo de la nocturnidad con su manual de usos estereotipados, porque aquí no se trata de ser nada original, porque a esa altura del juego los cuerpos se mueven con el piloto automático de los sentidos, que siempre los dirige hacia la ruta orgiástica, sin que ninguno de los dos oponga resistencia a inaugurar otro episodio de amor efímero. 


La vi, estaba de espaldas mientras se ajustaba la ropa, a esa hora, su cuerpo vertido en el espejo iluminado por la cruda luz del día, revelaba todos sus encantos, en ese momento lo que tenía ante mí era la imagen de una mujer joven, atractiva que estaba buenota, pero que pertenecía a ayer. 

Casi se instala esa mañana en mi apartamento, porque cuando me descuidé arrancó con una charla de las energías, de Conny Méndez y vainas así, me quedé mirándola como quien para nada está interesado en sus palabras. Así que no tuve otra opción y se lo solté: “¿Sabías que Conny Méndez se suicidó?”, le dije mirándola inquisitivamente y utilizando mi mejor tono de confidencialidad periodística.

-Sí, con toda su metafísica y su pensamiento positivo bla, bla, bla, un buen día no aguantó la depresión y se ahorcó, rematé.

Después de pronunciar esa última frase sé que no me lo perdonó. Nos quedamos viendo frente a frente, como dos pistoleros parados en el medio de un duelo en una polvorienta calle de un pueblo del Oeste a las 12 del mediodía, listos para desenfundar cada uno su respectivo Colt 45 en medio de una lacerante escena de inevitable despedida.

En ese momento sonaba una canción de Sabina que decía “Hola y adiós”, y el click de la puerta al cerrarse sin murmurar un adiós, me devolvió mi mundo con todas sus inexactitudes latentes, después de caer por un barranco.

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