¿Testigo?
He pensado a lo
largo de toda la semana si la selección para los testigos de mesa electoral, es
un derivado de una perturbadora lotería basado en los números de cédulas, una
especie de sorteo regido por las leyes de lo absurdo. O si utilizan la data de
la compañía de teléfonos celulares, para hacernos una emboscada digital que
irrumpe en nuestras vidas en forma de mensaje de texto, y que dice algo así:
escriba al 666 y verifique si usted fue seleccionado como testigo de mesa.
Siempre pensé que
estaría exceptuado de tal solicitud, simple: mi perfil no cuadra en la pasión
inútil del “funcionario”. Pero me pasó. Y de pronto me vi atrapado en ese
laberinto cuyo amenazante Minotauro es un domingo de cara gris del próximo mes
de diciembre, día de las elecciones municipales.
Me vi obligado a
notificar -tal como indica la Ley- mi imposibilidad de participar en esa insensatez, mis argumentos son
libertarios y existenciales, no tengo otros. No podía dejar de pensar en eso,
por temor a despertar un día convertido en un insecto, por no haber expresado
mi inconformidad, como le sucedió a Gregorio Samsa (protagonista de la
Metamorfosis de Kafka).
Supongamos que supero
la grima y el escrúpulo y soy testigo de esa parodia. ¿Qué obtendré a cambio de
ceder un domingo de mi vida, y exponerme a sufrir una depresión suicida? Y es que el domingo es otra cosa para mí, que
llevo una vida de solitario impertinente, y a veces víctima de mi propio
aislamiento, el cual no termino de entender de un todo, sólo sé que responde a
mi rechazo a sostener diálogos con la nada, y de mantenerme enfocado escribiendo
una novela. Imagínense ustedes cuántos diálogos con la nada estaría obligado a intercambiar
ese día.
Pero pensemos
que supero lo de mi oficio de escritor y decido participar en esa jornada errática,
pero sin obviar que soy un hedonista convencido, entonces ¿dónde dejamos el
placer en el oficio de vivir? Por ejemplo ese domingo como testigo de mesa ¿pudiera cambiarlo por un viaje a la playa? Por la sensualidad que hay en sumergir la
mirada en la transparencia del horizonte, donde no se distingue entre el mar y
el cielo, y disfrutar del sonido hipnótico de las olas y todos los hechizos que
ellas hacen fluir dentro de mí.
Acaso ese
domingo rodeado de rostros zombies y gente lúgubre –en su mayoría-, pueda canjearlo
sin sentir una gran pérdida, por ejemplo, con abandonar mi territorio íntimo, sobre
todo en las horas de la tarde cuando me gusta acostarme en la hamaca frente al
ventanal (vivo en piso 17), con media docena de libros regados a mi alrededor, los
que voy leyendo en forma de carrusel, a la vez que escucho algo de ese mágico
equilibrio musical que es el “cool jazz”, y que en momentos puede derivar hacia
Pink Floyd, o alguna otra banda de mi culto musical.
Y si la modorra
se asoma en forma de bostezo, agarrar un rato mis congas y ponerme a descargar
sumergiéndome en la rítmica del tambor. Lamentablemente no. Nada de eso es
negociable por un domingo como testigo
de mesa. Ni siquiera por el disfrute que hay en leer una de las páginas
escritas por Virginia Wolff, sería como comparar un domingo en Disney, con uno en
Los Enanitos en el Paseo Cabriales.
Por último,
contrapongo mi fe libertaria, entendiendo que la libertad no consiste en no
hacer nada, sino en profundizar en el hecho de jamás sentirte obligado a hacer lo
que no deseas y te niega, y que la plenitud de vivir, jamás puede postergarse,
o la vives y la asumes, o renuncias a ella que es una forma de morir
lentamente.
Crónica Urgente / Diario LA CALLE
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