viernes, 25 de enero de 2019


El destino ineludible


El destino ese dios muchas veces descrito como avieso y caprichoso, se suele simbolizar de muchas maneras, como una sombra fugaz, que nos observa desde un lado del camino, el mendigo misterioso que aparece como sustraído  de la nada, el gato negro que se cruza intempestivamente delante de nuestros pasos, todos como marcando la ruta angustiosa del fin o la fatalidad del porvenir.

La mitología griega tan nutrida en fantasiosas deidades, llamó Moiras, a las constructoras del destino, sustantivo que prácticamente ha desaparecido de uso en nuestros días. Los romanos las llamarían más tarde como las Parcas, tejedoras en la línea de la vida de todo acontecer humano.

Un cielo nocturno nítidamente estrellado es para algunos un buen augurio para los asuntos del destino, mientras que si está nublado, sin estrellas, es sinónimo de que se sufre la  orfandad de aquelllas que tejen el buen destino en la bóveda celeste.

El destino conlleva algo de omnipotente, nadie escapa de sus propósitos, reyes, héroes, guerreros, genios, místicos, en algún momento ven abreviada la escasa línea del devenir frente a las sentencias de este juez de implacable cumplimiento. Ninguno ha escapado de él, porque la esencia real del destino es la suma de nuestro propio tiempo y no otra cosa, por muy fantástico que esto pueda parecernos.

Quienes en momentos de su vida se aproximan a la curva del destino, le llaman fatalidad, pero lo que manifiestan en verdad, es una suerte de apego hacia lo que creen pueden disfrutar, o detentar, perpetuamente, sea una relación, un cargo o una posición.

Frente a la fatalidad la incertidumbre humana contrapone el valor de la esperanza, que actúa como la poción mágica de los hechizos haciendo alucinar a quien bebe de su falso manantial, creyendo que con ello todo lo que desea permanecerá intacto en un futuro que jamás existirá, porque ya nada tiene en sus manos,  sólo es alguien más, aferrado a la esperanza.

En su novela Una Cita en Samarra (Appointment in Samarra), John Henry O´hara (EE.UU-1905), refiere una historia que ilustra como el tiempo, y sus figuraciones de realidad, siempre conspiran para que la fatalidad del destino termine imponiéndose, lo que en cierta medida es una burla en el código de las metáforas, a la inutilidad de la esperanza de quien ya sentenciado a su fin, cree que puede evitar ser alcanzado por la mano del destino.

La historia, es la del jardinero de un Rey, quien una mañana mientras observaba los rosales del jardín del palacio, ve a la Muerte detrás de uno de ellos, ésta le hace un gesto de que se acerque, lo que lo espanta y le hace correr atemorizado al Palacio buscando la protección del Rey, al verlo el jardinero se tira a sus pies y le suplica ayude a salvarlo, no quiere encontrarse más con la muerte, porque cree se lo va a llevar, necesita huir de ella. El Rey accede quiere salvar a su buen jardinero, le da su caballo más veloz y le dice huye, ahora mismo a Samarra, que allá no te alcanzará.

Esa misma tarde el Rey salió a pasear por su jardín, y detrás del rosal se encontró con la muerte, el Rey que no le teme le preguntó, ¿por qué asustaste y amenazaste a mi jardinero que tanto me sirve y a quien mucho aprecio? La muerte con un gesto de ironía le contesta, no lo amenacé, sólo me sorprendió verlo aquí esta mañana, porque esta noche debo encontrarme con él, tenemos una cita en Samarra.



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