sábado, 13 de febrero de 2021

 

Siempre hay que regresar a Comala


Juan Rulfo es uno de esos escritores que estamos condenados a llevar con nosotros por toda una eternidad. Su cincelada persistencia en la creación de esa atmósfera única con que cubre todo bajo un manto de ambigüedad, nos permite mirar esa línea del ultramundo que prescinde del espacio y del tiempo, donde vivos y muertos deambulan sin diferenciar quién está de un lado y cuál del otro.

Se entrecruzan, dialogan, sin que el lector nunca pueda comprobar esa diferencia, y sin que esta valoración sea  imprescindible para  tener la certeza irrevocable de saber a qué mundo pertenece uno o el otro, porque está abierto el horizonte aparente, ese que pareciera estar entre los dos mundos y no está en ninguno.

El lenguaje de Rulfo remite al cine, sus personajes son parcos de gestos y distantes, sus palabras parecen cargar sobre sí el nimbo misterioso de las cosas sin arraigo, que pueden desaparecer en cualquier momento. Parecen girar en torno a un centro místico al que vamos destinados todos los hombres condenados a ser.

Hay una economía del verbo. Los diálogos son breves y puntuales, sin divagaciones, lo que permite que todo el peso narrativo descanse en la descripción de sus movimientos, de las cosas que ven, de como la perciben y piensan, con apenas palabras. La descripción de Rulfo parece encuadrar la lente de una cámara que va en barreno, recogiendo cada detalle, nítido e impecable, y que el lector llega a sentir como si esa historia se estuviera proyectando frente a él en una pantalla de cine.

Comala es un pueblo habitado por la soledad y un viento que parece ser en realidad un puente entre difuntos. Allá llega Juan Preciado, quien desde un primer momento hasta el día de su muerte es abordado por el tejido de las almas muertas que lo rodean. Sabe que están ahí, incluso que esos ojos prestados del más allá no lo pierden de vista, lo ven por las oscuras rendijas de puertas y ventanas desvencijadas que más nunca se han abierto desde su abandono. Comala también puede ser una especie de purgatorio, o uno de los nueve círculos infernales descritos por Dante en la Divina Comedia. “Toqué la puerta; pero en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto”.

Ha sido mi experiencia en los talleres de Escritura Creativa que con Juan Rulfo topa el mayor número de alumnos. Luvina, Diles que no me maten  y fragmentos de su novela Pedro Páramo son los textos de Rulfo que siempre incluyo, y son los responsables de las mayores deserciones, ataques de pánico ante el monitor en blanco, o del comentario profe no puedo con esto.

Hubo un caso notable de una alumna, paciente psiquiátrica (nunca lo confesó) que según lo que diría tiempo después volvió al manicomio tras obsesionarse con muertos y aparecidos con los que conectó luego de leer Luvina, y escribir la práctica del taller. Cuento al que le agarró aversión porque decía que estaba habitado por muertos oscuros que la perseguían y veía salir por todos lados. Así me lo hizo saber en una visita intempestiva en la que se presentó al Taller, tras ser dada de alta de su última temporada en el psiquiátrico.

En Comala detrás de las palabras de Rulfo hay como un susurro del más allá que casi nunca llega a ser una voz, apenas es un señuelo, como el manto de esa suerte de hechizo que cubre su novela de principio a fin.

La densidad de la muerte está ahí, en Comala, por eso siempre regresamos a ese tramo novelesco del no-ser, a la Comala de Rulfo, donde comienza el otro lado del mundo, algo que Juan Preciado descubre tarde, cuando ya está viviendo entre las almas muertas que lo han rodeado hasta el desasosiego desde el día que llegó: “Hacía tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo. Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”.

Siempre hay que regresar a Comala, aunque sea para verle la cara a la muerte.

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