Siempre hay que regresar a Comala
Juan Rulfo es uno de esos escritores que estamos condenados a llevar con nosotros por toda una eternidad. Su cincelada persistencia en la creación de esa atmósfera única con que cubre todo bajo un manto de ambigüedad, nos permite mirar esa línea del ultramundo que prescinde del espacio y del tiempo, donde vivos y muertos deambulan sin diferenciar quién está de un lado y cuál del otro.
Se entrecruzan, dialogan, sin que el lector nunca pueda comprobar esa
diferencia, y sin que esta valoración sea
imprescindible para tener la
certeza irrevocable de saber a qué mundo pertenece uno o el otro, porque está
abierto el horizonte aparente, ese que pareciera estar entre los dos mundos y
no está en ninguno.
El lenguaje de Rulfo remite al cine, sus personajes son parcos de gestos y
distantes, sus palabras parecen cargar sobre sí el nimbo misterioso de las
cosas sin arraigo, que pueden desaparecer en cualquier momento. Parecen girar
en torno a un centro místico al que vamos destinados todos los hombres
condenados a ser.
Hay una economía del verbo. Los diálogos son breves y puntuales, sin
divagaciones, lo que permite que todo el peso narrativo descanse en la
descripción de sus movimientos, de las cosas que ven, de como la perciben y
piensan, con apenas palabras. La descripción de Rulfo parece encuadrar la lente
de una cámara que va en barreno, recogiendo cada detalle, nítido e impecable, y
que el lector llega a sentir como si esa historia se estuviera proyectando
frente a él en una pantalla de cine.
Comala es un pueblo habitado por la soledad y un viento que parece ser en
realidad un puente entre difuntos. Allá llega Juan Preciado, quien desde un
primer momento hasta el día de su muerte es abordado por el tejido de las almas
muertas que lo rodean. Sabe que están ahí, incluso que esos ojos prestados del
más allá no lo pierden de vista, lo ven por las oscuras rendijas de puertas y
ventanas desvencijadas que más nunca se han abierto desde su abandono. Comala
también puede ser una especie de purgatorio, o uno de los nueve círculos
infernales descritos por Dante en la Divina Comedia. “Toqué la puerta; pero en
falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto”.
Ha sido mi experiencia en los talleres de Escritura Creativa que con Juan
Rulfo topa el mayor número de alumnos. Luvina, Diles que no me maten y fragmentos de su novela Pedro Páramo son
los textos de Rulfo que siempre incluyo, y son los responsables de las mayores
deserciones, ataques de pánico ante el monitor en blanco, o del comentario
profe no puedo con esto.
Hubo un caso notable de una alumna, paciente psiquiátrica (nunca lo
confesó) que según lo que diría tiempo después volvió al manicomio tras
obsesionarse con muertos y aparecidos con los que conectó luego de leer Luvina,
y escribir la práctica del taller. Cuento al que le agarró aversión porque
decía que estaba habitado por muertos oscuros que la perseguían y veía salir
por todos lados. Así me lo hizo saber en una visita intempestiva en la que se
presentó al Taller, tras ser dada de alta de su última temporada en el
psiquiátrico.
En Comala detrás de las palabras de Rulfo hay como un susurro del más allá
que casi nunca llega a ser una voz, apenas es un señuelo, como el manto de esa
suerte de hechizo que cubre su novela de principio a fin.
La densidad de la muerte está ahí, en Comala, por eso siempre regresamos a
ese tramo novelesco del no-ser, a la Comala de Rulfo, donde comienza el otro
lado del mundo, algo que Juan Preciado descubre tarde, cuando ya está viviendo
entre las almas muertas que lo han rodeado hasta el desasosiego desde el día
que llegó: “Hacía tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo.
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”.
Siempre hay que regresar a Comala, aunque sea para verle la cara a la
muerte.
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