sábado, 31 de octubre de 2015


(Daniel Santos "El Jefe" en Caracas, fotografía tomada alrededor de 1966) 

Daniel Santos el hombre del Tíbiri Tábara

Pocos saben si en verdad en Catia, Caracas, existió un burdel llamado el Tíbiri Tábara. Nadie puede negar que cuando Daniel Santos andaba por la ciudad, cada noche terminaba en ese bar haciendo verdad la epifanía de sus recuerdos con los destellos de su voz. Y es que la historia de los pasos del jefe, del Inquieto Anacobero, por la ciudad, tienen un sello de leyenda que creció con los años, y como toda leyenda aún perdura, perpetuando la breve travesía de su vida que terminó desafiando el silencio y el olvido de la muerte, incluso llegando a invalidar su realidad.

Cuando terminaba una presentación, al mando con sus compañeros de farra les preguntaba ¿y para dónde nos vamos ahora muchachos?  y es que para Daniel la fiesta seguía y en los locales nocturnos estaban la suma de sus debilidades, el ron y la perfidia de lo seductor de la noche al acecho con todas sus magias efímeras,  y,  las prostitutas, porque si algo marcó el devenir del Inquieto Anacobero, fueron los amores inciertos que siempre lo esperaban en algún bar.

Amores como el de “La Gata”, María Luisa Saavedra, la prostituta dueña del mítico Tíbiri Tábara que el escritor Salvador Garmendia recrea en un capítulo de las rumbas caraqueñas de Daniel Santos en su cuento: “El Inquieto Anacobero”.

¿Fue la Gata una justificación o un disimulo para el olvido, o simplemente, otra parte de la leyenda, uno de esos amores de mil noches de Daniel Santos? la voz nasal más universal del bolero tropical, ese género musical que le pone melodía y letra a las noches de desamor.

Tal vez el El Tíbiri Tábara no fue un lupanar, pero con ese nombre bien mereció serlo. Lo que sí, fue una melodiosa guaracha que estelarizó Daniel Santos en los años 50, un homenaje a lo nocturnal y sus luminarias que siempre ejercieron un poderoso magnetismo sobre él.

Cuentan que cuando cantaba Virgen de Medianoche –una canción dedicada a las damas de la noche-, en el pasaje de su segunda estrofa que dice: “Señora del pecado cuna de mi canción, vine arrodillado junto a tu corazón”, siempre buscaba con su mirada inquieta el rostro de la meretriz de turno, la hembra más bella y exuberante del Bar, y entonces inclinaba ligeramente la cabeza, cerraba los ojos y abría los brazos para darle aire a sus pulmones y jugar libremente con el fraseo de su voz antillana ya enrumbada en el dialogo sacrosanto de una nueva aventura.

Recuerdo  que una tarde se formó una algarabía en el bar Los Corales, en la esquina de San Francisquito en la Parroquia San Juan de Caracas, donde una muchedumbre insistía en acompañar a la salida a un hombre mayor, de vientre prominente, de pelo y bigote platinado, vestía saco azul cruzado y lucía un par de lentes bifocales para el sol, que le daban aspecto de un mafioso de Las Vegas. Cuando me acerqué uno de los curiosos dijo, “coño pero si es Daniel Santos”, y le gritó “cántate una ahí jefe”, enseguida otros curiosos le secundaron en la petición a la que el Inquieto Anacobero, respondió entonando la primera estrofa de su canción “Despedida”  (…) vengo a decirle adiós a los muchachos (…) y se echó a reír, avanzando y saludando a todos hasta perderse en el interior de un lujoso Ford LTD. 

“Ese Daniel sigue con esa vaina del vicio, lo que vino fue a buscar coca”, dijo uno de los presentes, cuando todos lo vimos perderse al final de la calle. El Jefe andaba en Caracas, como siempre de rumba y juerga.






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