miércoles, 28 de octubre de 2015



Madrid no es una ciudad, es una invención literaria

En el café Gijón ya nadie pregunta por Francisco Umbral



Las ciudades no sólo son espacios urbanos de una convocada arquitectura sobre la que el tiempo desliza su pincel sobre ella otorgándole nuevas identidades,  impregnándola de esa atmósfera única, determinada por los acreedores de los sentidos de nuestra percepción, físicos y anímicos, con los que transitamos cada instante. A través de los cuales valoramos la experiencia de haberla vivido. Es así como las ciudades van siendo depositarias de una plasticidad y una estética con que las reinventamos tantas veces como el pincel nos permita pintarla en nuestra memoria la emoción convocada, la que adosamos a una calle, dejamos enclavada en una esquina, perpetuada en un paisaje, en la estampa de  una edificación o pegada frente a un portal.

Es esa porción de la memoria que teje certezas y ambages que nutren a la ciudad revelada que habita en nuestro interior, imposible mostrar el mapa de toda su extensión, más que con nuestros sentidos cifrados en la nostalgia. Quizá por eso Italo Calvino llamó a las ciudades invisibles a aquellas que emergen para ser habitadas sólo por nuestras conciencias, más allá de los millones de personas que puedan vivir en ellas, pero también hay ciudades de las que nos enamoramos aunque jamás vivamos en ellas, que sólo habitamos en nuestra memoria.

 Así pasa con el París del mayo del 68, revivido como los colores de un calidoscopio con  todas sus combinaciones, por el escritor Alfredo Bryce Echenique, en su  novela “La vida exagerada de Martín Romaña”. Si al llegar a la última página cerramos la novela y volamos a París debemos buscar la ciudad doble, una fijada en una geografía que podemos visitar, la otra existe en las metáforas que llenan las páginas de un libro con mapas de colores;  cada una hay que salir a buscarla con razones y caminos distintos, a ver cuál de las nos encontramos. Si no estaríamos obligados a reelaborar en nuestra conciencia, de manera indefinida la prolongación de sus recuerdos para poder encontrarnos con ella, ahora que la psicología coloca a la nostalgia dentro de los géneros fantásticos de la literatura, porque se trata de una invención del cerebro.

Lo mismo sucede con el Madrid de Francisco Umbral y su célebre Café Gijón, ambos forman parte de otra ciudad, una ciudad literaria que se inventó el mismo escritor en los años 60, para sentirse bien en ella, amar sus calles y su ampulosa geografía, algo que sólo es posible cuando vestimos a la ciudad con los datos de nuestra identidad secreta .

Por eso si usted va a Madrid, y se deja caer en el cruce entre las calles, Los Cibeles y Colón, por el Paseo de Recoletos, en el número 21 de Villa y Corte de Los Milagros, verá usted a pie de la calzada tres amplias galeras con translucidos ventanales de cristal y madera –al genuino estilo de la belle epoqué-, sobre ellos leerá una inscripción en grandes letras doradas, adosadas sobre un mármol, “Café Gijón”.

Centro de tertulias decimonónico, abrió sus puertas en 1888, siempre fue el reservorio de pintores, poetas y escritores, actores y gente aproximada a las vanguardias culturales, aunque también visitado por militares y políticos; costumbrista, irreverente y vanguardista, también era punto de encuentro de algunos comunistas de la llamada izquierda exquisita, cuando ser comunista era algo serio.

El Café ha jugado posiciones según la época, a lo largo de su centenaria historia, pero quizás la mayor de ella para efectos de esta crónica, fue en 1980 cuando el escritor Francisco Umbral publicó la novela que consagró su nombre: “La noche que llegue al Café Gijón”, en la que reseña los entretelones vividos entre dos décadas, 60 y 70, en medio de ese ambiente de artistas e intelectuales y con la que Umbral da a luz a su gran invención literaria que es la ciudad de Madrid.

Y es que Francisco Umbral, al paso de los años fue el escritor que vivía reinventando la ciudad, un Madrid, que según Umbral no cabe en una novela, porque es un género literario, también elaborado por muchos otros escritores, como fantasía de sus emociones, cada una de ellas homologadas en un sustantivo en el caben algunas cosas y otras no, sólo tienen cabida las cosas que nombran, porque son las que reconoce; las otras quedan remitidas al silencio, están en la sombra, como un vago telón de fondo. Pero en todas y en cada una Umbral reinventa al Café Gijón, o viceversa, cada vez que inventa al Café Gijón, inventa un Madrid. 

Al Umbral de los últimos tiempos no le importó el peso de los años, los fue arrastrando con estoicismo en la última década de su vida, hasta ya convertido en viejo tótem literario, cuando lo efímero de la moda lo condenó al ostracismo, relegando su literatura en el olvido.

Hoy Francisco Umbral no es más que un autor de culto, para unos pocos coleccionistas de glorias literarias. En los últimos tiempos, fue espaciando sus visitas al Café Gijón hasta hacerse invisible; el Café que fue su nudo gordiano por más de treinta años, donde fijó el trono del reino de la palabra, al que veía emerger en medio de la amplitud del verbo y su espíritu semántico noche tras noche, cuando sus habituales comensales iniciaban la larga travesía de las tertulias literarias, quienes muchas veces eran sorprendidos por el amanecer con una buena taza de café y las lámparas encendidas.

Si Camilo José Cela fue el gran escritor de la post guerra republicana española, Francisco Umbral fue el gestor de la prosa donde se reflejó mejor la nueva España que emergió en el crepúsculo de la dictadura y su posterior declive y muerte, no sólo del generalísimo Francisco Franco, “Caudillo de España por la Gracia de Dios”, sino de una época que se apagaba con todas sus luces en el año 1975, y daba paso a una nación rejuvenecida tras los 40 años de letargo en la que la mantuvo el régimen mesopotámico del franquismo.

Así, el país íbero, pasó de un control monacal, a una vida liberal, sus ansias de su sensualidad, su irreverencia, dejando atrás con el desdén al orden y al mando de un tiempo aciago y trémulo, a otro desinhibido, temerario y despampanante, como quien pasa de la escritura cuneiforme al ordenador en una sola clase.

España salió en busca de su nuevo destino que tuvo una de sus mejores voces en la literatura de Francisco Umbral, cabecilla de esa nueva intelectualidad, en cierta medida influenciada por los escritores iconoclastas de la generación “Beat” norteamericana, con los ecos irreverentes del incomprendido movimiento hippie, y la intelectualidad del mayo francés, de pensamiento arrollador y deconstructivista. Toda una mezcla a la que Umbral colocó el factor altisonante de su nuevo verbo, caustico, líquido, pero sobretodo libre que le permitió escribir la mejor literatura de esa época.

Hubo un tiempo en que la prosa más respetada en España fue la de Francisco Umbral, y aunque La Noche que llegué al Café Gijón no es su mejor novela, según su propia opinión, es la que mejor habla de él, de su lenguaje, de su estilo. Cabalgando entre memorias y anécdotas a veces ciertas, otras elucubradas, muchas nacidas de  esa mixtura que surge a medio camino entre realidad y fantasía; pero también llena de esas frases perpetuas que están hechas para quedarse girando como un cometa errante en el espacio de las ideas. Habitadas por la indescifrable fantasmagoría que está detrás de su semántica y que lucha por manifestarse, en cada párrafo, la novela de Umbral teje dos leyendas, la del Café Gijón y la de él como el escritor que  se planteó como tarea reinventar la literatura moderna española, no sabemos si lo logró de un todo, pero por lo menos mostró el camino. Por eso “La Noche que llegué al Café Gijón” no sólo es un libro, también se trata de un país, de una época y de una literatura.

Pero el primer Madrid que nos presenta Umbral en su novela es el que sale a su paso cuando apenas es un recién llegado de provincias, es el Madrid de la década del 60, sobre lo que dice: “en ese entonces la ciudad era un resumen de muchas Españas”, y es allí en el Café Gijón frente a una máquina de escribir portátil Olivetti –hace lo que muchas veces admiró ver al notable Alonso Paso escribir sus comedias en medio de la osmosis cultural del café-, donde  emergen todas esas Españas que parecen converger en una sola de compleja metamorfosis revelada en cada escritura que aparece sobre la página en blanco.

El Madrid del Café Gijón, es la ciudad tomada por el ojo literario de Umbral, la que se reconstruye en la ascesis de su verbo, de quien ve en ella un perpetuo acto creativo, porque el Umbral que llega una noche al Café Gijón, está incapacitado de conocer alguna otra ciudad  es un joven febril marcado con el único propósito: hacerse escritor y hace de Madrid su mejor disculpa para escribir.

En ese tiempo el Café Gijón iba por las tardes, portátil en mano, aunque a escribir, otra a hacer que escribía. “La disyuntiva era estar en el Café, o en la puta calle”, dirá Umbral años después, al rememorar su recurrencia diaria de ir al Café Gijón. Claro en la calle lo esperaba el monólogo de la soledad y la intemperie. Elementos que entonces Umbral juzgó suficientes como para darles la espalda, refugiarse en un rincón de aquel café y alentarle a iniciar el camino que lo llevaría a escribir 120 libros. 

Pero hay una comprobatoria de lo afirmado por Heráclito una vez más, el Café Gijón ya no es el mismo, ha cambiado, es otro café, donde ya nadie nombra a Francisco Umbral, esa especie de dios demiurgo que le otorgó su existencia literaria y con ella, la posibilidad de hacerse metáfora de esa calle.

Platón decía que el transcurso del tiempo es la imagen en movimiento de la eternidad. Ese tiempo terminó por derrotar a Francisco Umbral, hoy ya no es centro de comentarios, porque pocos lo leen, menos aún preguntan por él.  De ir al Café Gijón y sentarse en una silla frente a la barra, o en una mesa compartida, y hacer un ejercicio de arqueología del ambiente, bastaría para palpar esa vieja identidad literaria con que nos embriagó Umbral y que hoy hay que ir a buscar bajo las piedras como si fuera un tesoro escondido.

Pero si algo alimentó Umbral conviviendo en el café Gijón fue su persistencia creadora. Siempre pasó a nado la única playa que conoció, a la que alcanzaba como un campeón en solitario. Era lo único que estaba facultado para hacer y hacerlo bien, incluso imitando a los dioses, porque literatura y utopía siempre van de la mano, buscando crear un espacio habitable ese del que hablaba Julio Cortázar, quien una vez entró en un bar de españoles en Estocolmo llamado Cronopios, y se enamoró tanto de esa palabra que la incorporó como concepto avant garde, librepensador, contestatario, inconforme, hedonista, al equipaje "pret a porte" de su literatura, algo de eso hizo Umbral con el Café Gijón.

El Café es ahora un monumento, una atracción turística. Hace poco leí un reportaje en un diario español, que refería que el espacio donde ahora se reúnen los escritores e intelectuales se limita a una sola mesa, y no van todos los días, quizás  los jueves y no es seguro. Por las noches dejó de ser el paso obligado de los trashumantes literarios, la metamorfosis de la metrópoli cambiante lo ha convertido 126 años después en un Bar de “Ambiente”. 

Ya no es necesario que alguien recuerde a Francisco Umbral, no hace falta ni nombrarlo en un lugar que ya no es el de él, donde ahora se cifra otra realidad. Poco importaría si mañana por la tarde lo vieran entrando de improviso con su elegancia estatuaria, su sempiterna bufanda alrededor del cuello, su cabello peinado al estilo de Serrat, su mirada despectiva a todo lo que no sea culto e intelectualmente elaborado. Su andar de dandi incomprendido. Su sorna hacia todo lo mal escrito.  El, quien cambió la sección de opinión del periodismo español, de la cual fue su mayor vedette, sería tomado por un personaje estrafalario, algo demodé, por aquello que pudiéramos llamar incomprensión del momento. Pero Francisco Umbral murió hace catorce años su segunda muerte, la definitiva. La primera tuvo cuando declinó su influencia como escritor y perdió su ascendencia sobre una juventud que ya no le interesaba oírle, y con ella, él empezó a desvanecerse, en esa segunda muerte que es la del Café Gijón que él inventó

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