sábado, 30 de junio de 2018


Caracas: un cielo azul pintado por guacamayas

Caracas ya no es un nombre, sino un espacio que muta a cada instante que se nombra, y su nombre antiguo parece estar obligado a perseguir cada día eso nuevo que termina siendo ella, para nunca dejar de parecerse a lo que convocan esas tres sílabas del ancestral fonema indígena de los caribes.

Caracas es una metáfora, con nombre de ciudad que puede significar muchas cosas a la vez, la alegría, la derrota, la victoria, la esperanza,  la tristeza, la exuberancia, la pesadumbre, la abundancia y la penuria, la parranda y la nostalgia de soñarnos algo que queremos ser y ya no somos; pero sobretodo Caracas es una forma de vivirla inventada por nosotros mismos.

La complejidad de Caracas, lo que la hace difícil es que las ideas que existen sobre la ciudad se yuxtaponen y terminan definiendo su realidad geográfica, entonces Caracas termina siendo una idea de ciudad convertida en accidentada metrópolis. Por eso Caracas tiene mucho de esnobista y novelera, quizás sea esa la razón por que la vive aferrada al cerro el Ávila, su eterno espíritu vigilante, la animada y sempiterna cordillera que la separa de ese mar de embrujo que es el Caribe. El Ávila, un puente entre esas dos realidades a veces complementarias, otras irreconciliables; testigo único de las desnudeces de sus vestimentas, de las mudanzas de su rostro.



EL martes llegamos a esa Caracas en las tempranas horas de la mañana, poco después del amanecer, y esa es la hora que debes mirarla bien, porque es la única cara de bondad que te mostrará a lo largo del día. El negro Jo y yo íbamos entrevistarnos con el propietario de una planta de televisión que deseaba una asesoría para hacer una reingeniería del formato de su noticiero.

Subimos por Bello Monte hasta llegar a la cima de las colinas, llamamos al Gordo quien vendió la idea de hacer los cambios y nos presentó como una opción. Era una hora antes de lo acordado. Pueden venirse ahorita, pero deben esperar en el jardín de atrás, o en la panadería que está más arriba a que yo los llame, todavía no los puedo hacer pasar, aquí hay una gente importante reunida y ustedes son periodistas y se trata de mantener la confidencialidad de quien se reúne con quien, nos dijo. Entendida la seña del Gordo, nos fuimos a esperar tomándonos un café.

Cuando te bajas frente a la panadería el clima de esa parte del valle caraqueño te abraza con una brisa calma y fría, enseguida te reciben los graznidos de las inmensas guacamayas que brotan de todos lados, asomándose desde los árboles en medio de su abundante vegetación, resaltando en medio del tupido verde su largo plumaje de azul destellante de metro y medio de largo y su penacho amarillo.

Verlas revolotear entre la inmensidad serena de la calle le pone un acento bucólico a esa hora del día, pero entrar a la pastelería y verlas caminar sobre la barra al lado de la máquina de hacer el café “expresso”, y aletear sus alas para hacer su viaje corto entre una mesa y otra,  una y otra vez, buscando un pedazo de pan, parece una función ensayada de una perfeccionada domesticación.



No son de nadie, comenta uno que se da cuenta de nuestra mirada de asombro, vienen cada día y se van, sólo aquí puedes estar tan cerca de ellas, afuera en la calle ni se te acercan.

Para entrar a la panadería se sube una escalera de 12 peldaños, como quien va a un primer piso. Tiene una puerta de vidrio grande de dos hojas, una de ellas permanece abierta cuando alguna guacamaya lograba colarse en su interior. Afuera, al lado de la puerta, en un largo pasillo que se extiende hasta el fondo  paralelo al local,  bordeado por una baranda, donde había una hilera de no menos de 10 o 15  guacamayas posadas allí con su incesante cotorreo, a las que se van sumando las que los meseros van sacando del local, y ellas van y se posan a esperar las migajas que les dan los comensales.

En algún momento, ante un sonido estrepitoso, todas se echan a volar en bandada, pintando de más azul el cielo caraqueño. Regando con matices índigo el lejano Ávila que despunta con sus picos desde el otro lado de la ciudad.
Eso lo hacen a cada rato, comenta un señor mientras toma un tímido sorbo de café, ahorita vuelven otra vez, y a veces vienen con más, dice, y nos explica que la tradición de las guacamayas azules se ha extendido por todo Bello Monte, donde muchos vecinos las alimentan en sus balcones o ventanales de sus apartamentos.



Creo que hay más de 600 en esta urbanización. Muchas familias han adoptado a su guacamaya, incluso a grupos de ellas, son las mascotas y el símbolo de aquí, señala, y explica que esta práctica se ha extendido a otras urbanizaciones vecinas del Este de Caracas, hasta Baruta sabemos existen personas, comunidades enteras comprometidas en alimentarlas y atenderlas.
Una tradición que comenzó hace unos 40 años con un vecino de aquí que comenzó alimentando una y mire usted por donde ya vamos, dice uno de los asiduos a la panadería quien resaltó que todos los días viene a tomar su café para ver y disfrutar de las guacamayas.

El Gordo nos llama para que nos acerquemos al lugar de la reunión. Salimos de del café y su algarabía de guacamayas.

A esa hora el cielo es como un mar inverso. Las nubes se devoran unas a otras como inquietos tiburones hasta desaparecer del esmaltado añil caraqueño que en ese instante en más azul gracias al incesante vuelo de las guacamayas que cada día cruzan el cielo para que nunca pierda su color.

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