sábado, 30 de junio de 2018





El cantante de los cantantes

Nadie te lo dio, fue una canción la que te otorgó ese título y te hizo inmortal, El Cantante, esa que escribió Rubén Blades a tu medida sin saberlo y que tú cantaste como se le canta a los dioses, porque en ella soneaste los rasgos de tu propia vida; ya ostentabas el de La Voz, porque ningún otro cantante había logrado solfear con tanto brillo como lo hacías tú, esas letras nacidas de la mixtura de los ritmos afroantillanos que llamamos salsa, esa sirena de mil voces que igual te contagia de alegría o de una concurrida nostalgia. Pero también tenías ese otro que tú mismo te colocaste, el hombre que camina debajo del agua.

Adorado en los altares de Venezuela, considerado un santo en el Callao, en Perú, tú, Héctor Lavoe, el jibarito de Ponce, un día te llevaste a Puerto Rico a Manhattan e hiciste de esas dos islas un solo país, donde te hiciste celebridad dándole una nueva voz a esa metáfora con título culinario que es la salsa, la del espíritu rebelde, la del desesperado sentimiento del marginado que  exige ser escuchado.

Le diste un hogar a los que no tenían voz ni esperanza, y  por eso mucha gente hizo de la salsa un lugar donde habitar. Donde era posible morirse de pena o bailar al mismo tiempo, porque nada importaba si venía con ese ritmo en clave. Quizás por eso Héctor eres tan imprescindible, que no hay fiesta salsera que se respete en la que no suene uno de tus acetatos de la eternidad.

No se trata de un ritmo que a todos ponga a bailar, sino de un concepto de vida que se te mete por las venas, con la rítmica de las congas, los timbales y el bongó, con su estilo rebelde y agresivo, rematado en ese sonido de los trombones, crudo y en aparente desorden, que retumban como en una comparsa de negros. Ese sonido de calle un tanto irreverente donde tus fraseos exportaban las estampas del barrio, como lo que puede cantar cualquier panita cuando uno se acuña en la esquina a vacilar.

En tus canciones, desnudaste a la vida tantas veces, le arrancaste todas sus vestiduras, y te la sandungueaste, con esa picardía herida, como son los desquites de amor. La desesperanza, la nostalgia, el desamor, la melancolía, pasaron del sentimiento al estribillo de un son montuno arrastrando todo un trajín de recuerdos, cargadas con el lacreo verbal del barrio que te acercaba tanto tu gente, porque era la mejor manera de huir de tus propias soledades, de tus insalvables destierros.

Pero la salsa es un monstruo de mil cabezas que termina devorando a sus hijos, y tu Héctor no fuiste la excepción. Y es que tanta guaracha, tanta rumba, tanto despecho salido de tu voz con el matiz de tus inconformidades, debía dejarte un fallo en el alma, y en ti sumó la incomprensión de tu propia vida.

El mal de amores, la suerte, las penas de sentimiento hondo, fueron las máscaras con las que siempre se te aproximó la muerte bamboleándote con sus excesos, hasta llegar un día a un piso 9 que nunca estuvo tan cerca de la vida como aquella mañana en que saltaste, esa página triste y vacía buscando en el silencio lo que ya no te daban las palabras. Después de eso tu vida fue una nota de silencio, hasta ese día de sudor anfibio del verano de junio de 1993, que volaste alto enlutando al pueblo salsero. 

Pero la verdadera muerte Héctor está en el silencio, y ahí tu inmortalidad, porque nunca has dejado de sonar, sigues conquistando cielos imposibles con sandunga y sabrosura.

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