El cantante de los cantantes
Nadie te lo dio, fue una canción la que te otorgó ese título
y te hizo inmortal, El Cantante, esa que escribió Rubén Blades a tu medida sin
saberlo y que tú cantaste como se le canta a los dioses, porque en ella
soneaste los rasgos de tu propia vida; ya ostentabas el de La Voz, porque
ningún otro cantante había logrado solfear con tanto brillo como lo hacías tú,
esas letras nacidas de la mixtura de los ritmos afroantillanos que llamamos
salsa, esa sirena de mil voces que igual te contagia de alegría o de una
concurrida nostalgia. Pero también tenías ese otro que tú mismo te colocaste,
el hombre que camina debajo del agua.
Adorado en los altares de Venezuela, considerado un santo en
el Callao, en Perú, tú, Héctor Lavoe, el jibarito de Ponce, un día te llevaste
a Puerto Rico a Manhattan e hiciste de esas dos islas un solo país, donde te
hiciste celebridad dándole una nueva voz a esa metáfora con título culinario
que es la salsa, la del espíritu rebelde, la del desesperado sentimiento del
marginado que exige ser escuchado.
Le diste un hogar a los que no tenían voz ni esperanza,
y por eso mucha gente hizo de la salsa
un lugar donde habitar. Donde era posible morirse de pena o bailar al mismo
tiempo, porque nada importaba si venía con ese ritmo en clave. Quizás por eso
Héctor eres tan imprescindible, que no hay fiesta salsera que se respete en la
que no suene uno de tus acetatos de la eternidad.
No se trata de un ritmo que a todos ponga a bailar, sino de
un concepto de vida que se te mete por las venas, con la rítmica de las congas,
los timbales y el bongó, con su estilo rebelde y agresivo, rematado en ese
sonido de los trombones, crudo y en aparente desorden, que retumban como en una
comparsa de negros. Ese sonido de calle un tanto irreverente donde tus fraseos
exportaban las estampas del barrio, como lo que puede cantar cualquier panita
cuando uno se acuña en la esquina a vacilar.
En tus canciones, desnudaste a la vida tantas veces, le
arrancaste todas sus vestiduras, y te la sandungueaste, con esa picardía herida,
como son los desquites de amor. La desesperanza, la nostalgia, el desamor, la
melancolía, pasaron del sentimiento al estribillo de un son montuno arrastrando
todo un trajín de recuerdos, cargadas con el lacreo verbal del barrio que te
acercaba tanto tu gente, porque era la mejor manera de huir de tus propias
soledades, de tus insalvables destierros.
Pero la salsa es un monstruo de mil cabezas que termina
devorando a sus hijos, y tu Héctor no fuiste la excepción. Y es que tanta
guaracha, tanta rumba, tanto despecho salido de tu voz con el matiz de tus
inconformidades, debía dejarte un fallo en el alma, y en ti sumó la
incomprensión de tu propia vida.
El mal de amores, la suerte, las penas de sentimiento hondo,
fueron las máscaras con las que siempre se te aproximó la muerte bamboleándote
con sus excesos, hasta llegar un día a un piso 9 que nunca estuvo tan cerca de
la vida como aquella mañana en que saltaste, esa página triste y vacía buscando
en el silencio lo que ya no te daban las palabras. Después de eso tu vida fue
una nota de silencio, hasta ese día de sudor anfibio del verano de junio de
1993, que volaste alto enlutando al pueblo salsero.
Pero la verdadera muerte Héctor está en el silencio, y ahí
tu inmortalidad, porque nunca has dejado de sonar, sigues conquistando cielos
imposibles con sandunga y sabrosura.
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