jueves, 21 de mayo de 2020



      A la gripe española la
tomaron a jodedera


La gripe española desembarcó en Venezuela en octubre de 1918, Caracas era un valle con una estampa de provincia anclada al Siglo XIX, del que no había logrado separarse totalmente porque llevaba su pasado a cuestas como uno de esos matrimonios irreparables a los que el divorcio suele llevarles toda una vida.

A Caracas siempre le costó mirarse a sí misma, al principio, en su tiempo de Capitanía General se miraba en Madrid, luego tras los años de la independencia, hizo de París su más obcecado espejismo; después con la llegada de la cultura del petróleo, lo sería Nueva York. Quizá por esa falta de mirada a su propio interior, a Caracas le costó hacerse como ciudad, y quedó a medio camino, entre la capital que soñaba con tener el esplendor de esas lejanas urbes y su ancestral condición de pueblo grande, hospedado a las faldas del Ávila, con sus casas de techos rojos hechos de arcilla bondadosa, sembradas a  las riberas del río Guaire.

El Siglo XX llegaría poco a poco como una entrega a retazos, para ello demoraría los primeros 40 años de la nueva centuria, en instalarse de manera definitiva y desplegar sus ambiciones modernistas, entre tanto la realidad seguía entretejiéndose con una dosis de creencias absurdas y extravagantes.

Quizá la dictadura de Juan Vicente Gómez quien en ese momento gobernaba al país con mano de hierro, puso un acento en mantener al pueblo en esa ignorancia-inocente de rostro provinciano.

La Caracas de entonces se movía al compás de un acopio de rumores, y conjeturas especulativas, que derivaban en una amplia red de hechos no confirmados. La realidad se mecía en una cuerda floja entre lo verdadero y lo falso, como las historias de espantos y aparecidos, era un escenario dibujado por susurros y cuchicheos, que cada día necesitaba ser verificado por los hechos, que se diseminaban bajo la atmósfera del miedo –tiempos que se le tenía miedo a cualquier cosa-, a los que se buscaban ignorar, escapar con la burla y la risa, disfrazándolo con la sempiterna jodedera caraqueña.

Con la Gripe Española no fue distinto, aparecidos los primeros síntomas sin todavía  mostrar todo su poder de contagio mortal y su avance devastador, en una época del año en que lo más común era tener la visita de algún catarro, enseguida el hecho se redujo a jodedera, la gente comenzó a llamarla de diversas maneras, producto de su propia invención imaginaria: Juan sabroso, la Cosiata, la patada de Monagas, la Guariconga, el abrazo de Cedeño (alegoría a la peligrosidad del general Arévalo Cedeño, quien alzado en armas juró quitarle la cabeza al dictador Juan Vicente Gómez).

La pandemia entró por La Guaira, luego pasó a Caracas, donde el primer muerto por la peste se registró en el café y  pastelería La Francia, a pocas cuadras de la Plaza Bolívar, donde un hombre tras tomarse un brandy cayó muerto en ipso facto, botando sangre por la boca. La gripe española se expande tan rápido como van apareciendo las recetas milagrosas que prometen curar el mal. Ungüentos, pastillas, lavativas y jarabes, pomadas, y purgantes escalaban la senda de los milagros junto a las gotas de tintura de nuez vómica.

 Si alguien tosía en la calle o en un lugar público la gente huía despavorida, las personas morían de un paro respiratorio y se les encontraban tiradas en la calle en medio de un charco de sangre, “la gente cae muerta como moscas”, era el comentario que andaba de boca en boca.

La superstición popular muy dada a ver apariciones y cosas inexistentes, pronto enciende el terror en la ciudad asegurando que en la punta del cerro El Observatorio en el 23 de enero, había amanecido ondeando una bandera negra, señal de que el Ángel de la muerte rondaba el cielo de la ciudad.

Muchos salían de sus casas, a cualquier hora del día, tapándose la cabeza como quien busca protegerse del sol inclemente del mediodía, pero realmente trataban  de bloquear su mirada del cerro del Observatorio y de la bandera negra del mal agüero. Muchos juraban haberla visto y que de su sola visión se les paraban los pelos; otros aseguraban que jamás vieron ondear el fulano pabellón negro, pero los más crédulos defendían el cuento, señalando, que aparecía y desaparecía con los vaivenes de la muerte, el terror se apoderó de las calles de Caracas.

El gobierno de Gómez reaccionó lento, nombró una aparatosa Junta de Socorro, al mismo tiempo que ejercía una férrea represión sobre las conversaciones, reuniones o discusiones públicas sobre la peste, mientras que su inoperante burocracia se quedaba de brazos cruzados sin tomar ninguna medida de control sanitario, se limitaba a mantener a las personas dentro de sus casas, mientras que en los periódicos la peste era un tema censurado.

Se prohibieron los besos, los amapuches y los abrazos. Los enamorados estaban condenados a llevar un penitente frasco de agua oxigenada, para desinfectarse los labios antes de besarse. El limón se vendía por bolsas, la gente los hervía y se bañaban con eso. La Virgen del Carmen se le presenta a una niña en sueños y le da la cura milagrosa, 60 gotas de Yalatu disueltas en agua caliente. Un médico eminente recomienda  purgas de aceite de ricino y limpiarse frecuentemente la lengua.

Los cementerios tuvieron que contratar a un personal especial que ganaba una prima por cada muerto que llegaba, las cifras de entierros iban de 16 a 80 por día, las carpinterías dejaron de hacer muebles y vitrinas, y tuvieron que acudir a los aserraderos, cortadores de madera y todo aquel que supiera manejar un serrucho y clavar un clavo para que los ayudaran a fabricar ataúdes.

El oscurantismo civilizatorio y la censura fueron los principales aliados en la  propagación de la gripe española que cobró más de 80 mil muertos, en una Venezuela detenida en medio de una desatinada e inoperante economía rural, en un tiempo que el país apenas alcanzaba los 3 millones de habitantes, donde la jodedera fue el mejor invento para ponerse de espaldas a la realidad.

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