martes, 15 de mayo de 2018


Hay ciudades que existen sólo para 
que nos enamoremos de ellas

Hay libros que uno no deja de leer nunca, con los que uno se propone una lectura interminable, para mí los verdaderos libros de culto, que están a la mano para la lectura recurrente, para abrirlo y reencontrarnos en él. Uno de mis verdaderos libros de culto es La Vida Exagerada de Martín Romaña del escritor peruano Alfredo Bryce Echenique, quizás porque Romaña tiene muchos rasgos de mí, o viceversa. ¿Pero quien no quiere vivir la vida pantagruélicamente con una dosis de exageración?. Siempre tuve varios en mi casa, de esa edición de Plaza y Janes, de portada azul celeste que aparece el sillón Voltaire de color rojo, sobre éste los dos cuadernos de navegación (de la memoria) uno azul y el otro rojo, los que iba escribiendo Martín Romaña según su estado de ánimo y los eventos que sucedían en su vida.

Cuando alguien que apreciaba iba a mi casa, aparecía yo con un ejemplar de Martín Romaña y se lo obsequiaba, creo haber regalado no menos de 12 ejemplares, comprados en una librería en liquidación en una de esas pérdidas calles del Boulevard de Sabana Grande, donde seguro podías escuchar esa canción de Sabina, los bulevares de los sueños rotos y parecerte que allí, eso también era verdad. Sabana Grande de los poetas, los bohemios, los trashumantes literarios, cuadras y calles donde podíamos soñar vivir en esa otra vecindad que sentiamos nos pertenecía por estar siempre tan cerca en los libros, nos parecían que estaban a la vuelta de la esquina, como el París de Martín Romaña.



Las ciudades no sólo son espacios urbanos de una convocada arquitectura sobre las que el tiempo, o los tiempos, se mueven en cada momento otorgándole una identidad, impregnándola de esa atmósfera única, determinada no sólo por la suma de sus factores físicos y anímicos con los que transitamos cada instante, y con los que le asignamos un valor, la experiencia de haberla vivido. Es así, como las ciudades van siendo depositarias de una plasticidad, una estética con que las reinventamos tantas veces como en ellas concursen en nuestra emocionalidad, con la  que nos asista y que vamos dejando adosada en una calle,  clavada en una esquina, fijada en un paisaje,  como una nota poética en la puerta de una edificación o escribir una frase frente a un portal. Tuve un amigo Massimo, en la escuela de Letras, que durante semanas salía en las tardes con tres lápices de grafito y un sacapuntas, a escribir frases poéticas, o poemas haiku –estilo japonés- por todas las esquinas de Caracas, decía que estaba sembrando la ciudad con su poesía.




Y esa ciudad, que es esa porción de la memoria teje certezas y ambages que nutren a la ciudad revelada que habita en nuestro interior, la que se nos va mostrando en esa experiencia única que jamás se mostrará en el mapa con toda la extensión fantasmagórica de sus posibilidades, que van más de nuestros sentidos. Quizá por eso Italo Calvino llamó a las ciudades invisibles a aquellas que emergen para ser habitadas sólo por nuestras conciencias, más allá de los millones de personas que puedan vivir en ellas, y nos propone varias acepciones: “Las ciudades de  la memoria. Las ciudades del deseo. Las ciudades de los signos. Las ciudades sutiles. Las ciudades de los intercambios (la de los no-lugares). La ciudad del cielo. La ciudad de los muertos y la ciudad de los ojos”. Pudiéramos agregar a esa categorización, tantas ciudades como emociones le asignemos al horizonte móvil de su geografía. Calvino también nos deja un corolario sobre el vínculo ciudad: “hay ciudades que sólo existen para que nos enamoremos de ellas”.

 Así pasa con el París del mayo del 68, revivido como los colores de un calidoscopio con  todas sus combinaciones, por el escritor Alfredo Bryce Echenique, en “La vida exagerada de Martín Romaña”. Si al llegar a la última página cerramos la novela y volamos a París buscando esa la ciudad doble, una anclada en una geografía a la que podemos visitar, la otra a las metáforas alucinantes salidas de las páginas de un libro,  cada una hay que salir a buscarla por caminos distintos, a ver si la encontramos. Sino, tendríamos que tener la carga subjetiva de su memoria y la posibilidad de convocar de cada una de sus nostalgias para poder pisar una de sus calles. (DG)


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