sábado, 24 de enero de 2015

Ese otro mundo: el Poeta Fernando Pessoa

-Douglas González-

Conocí  a Fernando Pessoa, tras leer al filósofo de la negación, el rumano Emil Cioran –por llamarlo de alguna manera-, quien siempre se mostó intolerable, crítico hasta la corrosión a la hora de escribir sobre otros escritores. De su referencia sobre Pessoa me llamó la atención la denotada admiración de Cioran hacia el poeta portugués, cuya obra, a su juicio guardaba un cerrado paralelismo con sus escritos, salpicados de un epidérmico y otras veces profundo nihilismo trajinados aquí y allá bajo la figura de sus aforismos.
Enseguida me hice un febril lector del Pessoa poeta. Pero cuando salió publicada esa especie de oda literaria, a las plenitudes de sus yoes, el Libro del Desasosiego, y que en alguna medida es la revelación de sus diferentes biografías psico-espirituales, esa que transmigra a través de todas sus personalidades perfiladas en sus heteronóminos, tuve el encuentro definitivo con el escritor que habitaba detrás de esos poemas que más de una vez fueron claves para interpretar el Universo, cuya vida la vivió como si fuera un personaje literario. Creo que Pessoa nunca aspiró a otra cosa que ser el personaje de una trama, como las que el prefiguraba en sus poemas.


De Pessoa se nos indica que fue genial e infeliz, un poeta entregado a la más impostergable de las condenas humanas: la soledad. Para adentrarse en ella, se negó a ser acompañado por gente de carne y hueso, y creo sus personajes, sus heteronóminos: Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, eran todos los hombres que en algún momento quiso y pretendió ser y representaban los amigos irreales con los que quiso acompañar su existencia tan matizada por tanto sentido de irrealidad.
Fumaba compulsivamente a manera de distracción y a la vez violentar el tiempo matando el suyo propio. Lo que no resolvía su lucidez poética, buscaba encontrarlo a través de los efluvios del vino, al que hipotecó gran parte de su vitalidad. Pero más que ninguna otra cosa, Pessoa fue un soñador, un soñador dotado del talento de escribir lo imposible en los cuadrantes de la poesía. No es vano decir que todos los sueños, residen en Pessoa, su literatura y sus heterónimos.
Aún Pessoa suele recorrer la ruta insalvable de la calle los Doradores, de ese Caliz personal que siempre fue Lisboa, la ciudad de su incomprensión. En ella vivió el exilio personal, ese régimen excluyente que llegó a afectarlo a él con él mismo, y que lo llevó tantas veces a estar fuera del ámbito de su personalidad, en momentos asomándose a las oscuras habitaciones de lo esotérico, en otros inventado movimientos literarios y reuniones con escritores inexistentes. Descifrando las estrellas por las noches o intentado dilucidar alguna otra realidad echando las cartas del Tarot sobre la mesa. No eran divertimentos de oficio, eran la manera de ocupar su tiempo libre no literario, con esa otra literatura que era su propia vida, y la manera también de seguir manteniéndose al margen de una realidad que para él nunca existió de un todo.
Ese hombre de aspecto grave y formal, un tanto esquivo y huidizo, de paso apresurado a la hora de atravesar las calles de Lisboa, siempre reservándose en su profundo anonimato, como el solitario jinete en su travesía por el Sahara; ese hombre  que caminaba para entretener los extravíos insalvables de su existencia, murió a los 47 años, por insuficiencia hepática producto de su apegado consumo al alcohol, con el que intentaba apagar el fuego de su incansable melancolía. Nos dejó mucho más que extraordinaria poesía, y ese otro gran poema inconcluso que es el Libro del Desasosiego. Pero el mayor legado de Pessoa no fue su  obra escrita, sino esas voces de mundos metafísicos lanzadas al tiempo con tinte de su sangre, el tono de su entrañable lucidez y las perpetuas tribulaciones de su alma.


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