LIBRO DEL DESASOSIEGO / FRAGMENTOS
-Fernando Pessoa-
Todo
pensamiento, por mucho que pretenda fijarlo se me convierte tarde o temprano en
un desvarío. Donde quisiera poner un argumento o hacer correr un razonamiento,
me surgen frases, primero expresivas del propio pensamiento, luego otras
subsidiarias de las primeras, finalmente sombras y derivaciones de aquellas
frases subsidiarias. Comienzo a meditar sobre la existencia de Dios y me
encuentro hablando de remotos parques, de cortejos feudales, de ríos pasando
medio mudos bajo las ventanas a las que me asomo; y me veo hablando de ellos
porque me encuentro viéndolos, sintiéndolos, y hay un breve momento en [que]
una brisa real me toca en la cara, surgida de la superficie del río soñado a
través de metáforas, del feudalismo estilístico de mi abandono central.
Me
gusta pensar porque sé que no tardaré en no pensar. El raciocinio me encanta
como punto de partida -estación metálica y fría donde se embarca para el Gran
Sur. Me esfuerzo a veces por meditar sobre un gran problema metafísico o
incluso social, pues sé que la voz ronca del pensamiento tiene para mí colas de
pavo real, que se me irán abriendo si me olvido que estoy pensando y que el
destino del humanidad es una puerta en un muro que no existe, y que yo, por
tanto, la puedo abrir a los jardines que quiera.
Bendito
sea aquel elemento irónico del destino que da a los pobres de vida el sueño
como pensamiento, así como da a los pobres de sueño o la vida como pensamiento
o el pensamiento como vida.
Pero
hasta el pensamiento por encadenamiento de pensar se me vuelve cansado. Y
entonces abro los ojos de soñar, llego hasta la ventana y transfiero el sueño a
las calles o a los tejados. Y es en la contemplación distraída y profunda de
los conglomerados de tejas separadas en tejados, cubriendo el contagio astral
de las gentes alienadas, cuando el alma se me desprende de verdad, y no pienso,
no sueño, no veo, no particularizo; contemplo entonces de verdad la abstracción
de la Naturaleza, de la Naturaleza, la diferencia entre el hombre y Dios.
Escribo
con una extraña tristeza, siervo de un sofoco intelectual que me llega de la
perfección de la tarde. Este cielo de un azul precioso, derivando hacia tonos
rosados claros bajo una brisa igual y blanda, me da a la consciencia de mí
mismo ganas de gritarme. Al final estoy escribiendo para huir y refugiarme.
Evito los idilios. Me olvido de las expresiones exactas y ellas se me
abrillantan en el acto físico de escribir, como si la misma penas las
produjera.
De
lo que he pensado, de lo que he sentido, sólo sobrevive unas ganas inútiles de
llorar.
En
lo que somos y en lo que queremos somos la Muerte. La muerte nos cerca y nos
penetra. La vivimos y a eso le llamamos vida.
Vivimos,
dormimos y soñamos la muerte de los muertos y morimos a la de la vida.
Muerte
es lo que tenemos, muerte es lo que deseamos. La vida que vivimos es muerte.
Cuando
era niño cogía los coches de línea. Los amaba con un amor doloroso -bien que me
acuerdo- porque por no ser reales les tenía una inmensa compasión...
Cuando
un día conseguí tener entre las manos el resto de unas piezas de ajedrez, qué
alegría no sentí. Puse nombre a las figuras y pasaron a formar parte de mi
mundo de sueños.
Esas
figuras se definían con nitidez. Tenían vidas distintas. Uno vivía -cuyo
carácter yo decretaba violento y sportsman- en una caja que estaba encima de mi
cómoda, por donde paseaba a la tarde cuando yo y luego él, regresábamos del
colegio, un tranvía con interiores de cajas de cerillas, unidas por no sé qué
trozo de alambre. Él siempre saltaba con el tranvía en marcha. ¡Oh, mi infancia
muerta! ¡Oh cadáver vivo en mi pecho! Cuando me acuerdo de mis juegos de niño
ya crecido, la sensación de lágrimas me calienta los ojos y una nostalgia aguda
e inútil me corroe como un remordimiento. Todo aquello pasó, quedó inmóvil y
visible, visualizable, en mi pasado, en mi perpetua idea de mi habitación de
entonces, alrededor de mi persona invisualizable de niño, visto desde dentro,
que iba de la cómoda al tocador, o del tocador a la cama, conduciéndome por el
aire, imaginándolo parte de la línea tranviaria, el tranvía rudimentario que
llevaba a casa mis ridículos escolares de madera.
A
unos yo les atribuía vicios -tabaco, robos- pero no soy de índole sexual y lo
les tribuía actos, salvo, creo, una predilección que me parecía juego, la de
besar a las chicas y mirarles las piernas. Los hacía fumar en papel liado
detrás de una caja grande que había sobre una maleta. A veces por el lugar
aparecía un maestro. Y era con toda su emoción que me veía obligado a sentir,
que dejaba el cigarro falso y ponía al fumador mirándolo disimuladamente en la
esquina, esperando al maestro, y saludándolo, no lo recuerdo bien, como un
inevitable pasaje... A veces uno estaba lejos del otro y yo no podía manipular
a uno con un brazo y al otro con el otro. Tenía que hacerlos andar
alternativamente. Me dolía tanto esto como hoy el no dar expresión a una
vida... Ah, ¿pero a qué viene recordar esto? ¿Por qué no me quedé siendo un
niño para siempre? ¿Por qué no me morí allí, en uno de esos momentos, preso de
las argucias de mis escolares y de la vida como-que-inesperada de mis maestros?
Hoy ya no puedo hacer esto... Hoy sólo tengo la realidad con la que no puedo
jugar... ¡Pobre niño exilado en su virilidad! ¿Por qué he tenido que crecer?
Hoy,
cuando recuerdo esto, me llegan nostalgias de mucho más que esto. Ha muerto en
mí mucho más que mi pasado.
La
habilidad para construir sueños complejos me ha hecho crear obstáculos inútiles
en la vida.
En
la destrucción de la unidad de mi espíritu, he liberado pequeños impulsos,
capaces de inhibirse y de esconderse, por sutiles y fuertes, pero lo
suficientemente grandes para ser sacrificadamente instintos, instintos
realizables.
Tanto
he soñado que me he hecho nítido en el sueño, pero llegando a verme en sueños
tal cual soy, feo y grotesco, la conducción del propio sueño me ha faltado.
Ni
puedo tener compasión de mí mismo, porque no he llegado a ser jorobado o cojo o
manco. Soy totalmente inestético.
¿Cómo
voy a saber de amor si ni en sueños me creo digno de eso?
¿Cuántas
veces en el decurso de los mundos, no habrá un cometa errante puesto fina a una
Tierra? A una catástrofe tan material esta ligada la suerte de tanto proyecto
de espíritu. La Muerte acecha, como una hermana del Espíritu y del Destino
[...].
Muerte
es estar sujetos a un exterior cualquiera y nosotros, en cada momento de
nuestra vida, somos unos reflejos y un efecto de lo que nos rodea.
La
muerte subyace en nuestro gesto vívido. Nacemos muertos, muertos vivimos,
muertos ya entramos en la muerte. Compuestos de células viviendo de su
desintegración, estamos hechos de muerte.
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