El equivocado valor político de la
muerte
Cuando a una sociedad se le impone un estado de guerra artificial, sea esta regresiva, guerra total, política, económica, bacteriológica, de los precios, del acaparamiento, eléctrica, electoral, de cualquier cosa que invente quien en ese momento haga de prestidigitador de las alucinaciones del poder; podemos decir que vamos camino hacia una total desposesión democrática.
Una barbarie que ha sido capitalizada en esa parte del país notablemente ingenua en términos civilizatorios, alienada por sus slogans, seriamente limitada en su analfabetismo funcional. Un segmento poblacional que cree, sostiene, alimenta, milita y defiende esta simulación permanente de guerra, porque creen que es la realidad más verdadera responsable de la crisis del país. Así lo indica un estudio de opinión de Datanálisis, de cuyos resultados se desprende esta misma porción del país respalda las medidas de saqueo popular coordinado como "El dakaso". Sin embargo, más allá de lo anecdótico que constituye este hecho de político clientelar, hay que tener presente sus consecuencias: La atmósfera creada por una convocatoria permanente a la guerra, aniquila a una sociedad tranquila y legítima, le hace romper sus lazos, y se abre la brecha al cultivo del miedo, según Hobbes y Maquiavelo, el miedo tiende a convertirse en la "pasión más corriente".
El desasosiego se convierte en el rector emocional que mentalmente neutraliza, liquida y condena al individuo. Es el momento en que la muerte se instala como premisa, como un cerco social, imponiendo la desocialización del individuo y su desterritorialización, generando un erosión de sus tradiciones, una pérdida de control de su mundo y del devenir histórico. Ya en ese momento se está en manos de la barbarie emergente, los hijos de Morlocks, salidos de las alcantarillas en el devenir de la medianoche. Son los nuevos gestores de la política sustentada en las entidades grandiosas del fracaso, tales como: la República, la Patria, la Revolución, el Socialismo. Residentes en una sociedad desfigurada por medalaganismo, donde lo popular, lo chabacano, el malandraje y el ultraje a los valores superiores civilizatorios es lo que prevalece como factores aliados de quienes sólo quieren permanecer en el poder.
Mientras el resto de la población queda sumida en el miedo y la des-posesión que los arrastra como una ola, porque ya no tienen de dónde agarrarse, porque jamás serán partícipes de ese festín de la inaugurada insensatez caníbal que tras devorar todos los principios democráticos, iniciará la caza del ciudadano independiente. Aquél que no se suma a su proyecto político revolucionario revelado como eficaz máquina de guerra utilizada para exterminar todo aquello que represente normas y los valores, en pos de lograr la instauración de su cultura de la demolición. A los ciudadanos apegados a una larga tradición cívica, buscarán aniquilarlo reduciéndole cada vez más su espacio de participación, negándole acceso a la toma de decisiones. Condenado a la no participación sabe que su destino final es la aniquilación política programada.
Es el valor recurrente hacia el cual apunta esta simulación de enfrentamientos bélicos permanentes, usados con el fin deliberado de mantener un nivel de pánico, zozobra, miedo y angustia en una población que es manipulada por la ficción de una conflagración que jamás ha existido.
Y es que en Venezuela desde hace rato se nos ha implantado un estado de guerra psicológico, fomentado desde el ámbito psicótico, de quien transitoriamente ha usufructuó el control del Estado. Durante los últimos 15 años hemos vivido sometidos a los imperativos que conlleva el enfrentamiento bélico, algo que cada día cambia de escenario, pero el rol país siempre es el mismo: vamos a ser invadidos, el imperio nos quiere arrasar, y el orden mundial capitalista sabotea el gobierno de la revolución. Así se repite cada semana, cada mes porque el gran promotor de nuestras guerras, siempre tiene
nuevos enemigos, aunque sean estos mayoritariamente puras invenciones metafísicas. Así, se nos ha ido arrebatando un país poco a poco. Nunca necesitamos ser invadidos, el enemigo se ha fomentado adentro, se ha construido el camino que nos conduce hacia la barbarie. Una barbarie que ha sido capitalizada en esa parte del país notablemente ingenua en términos civilizatorios, alienada por sus slogans, seriamente limitada en su analfabetismo funcional. Un segmento poblacional que cree, sostiene, alimenta, milita y defiende esta simulación permanente de guerra, porque creen que es la realidad más verdadera responsable de la crisis del país. Así lo indica un estudio de opinión de Datanálisis, de cuyos resultados se desprende esta misma porción del país respalda las medidas de saqueo popular coordinado como "El dakaso". Sin embargo, más allá de lo anecdótico que constituye este hecho de político clientelar, hay que tener presente sus consecuencias: La atmósfera creada por una convocatoria permanente a la guerra, aniquila a una sociedad tranquila y legítima, le hace romper sus lazos, y se abre la brecha al cultivo del miedo, según Hobbes y Maquiavelo, el miedo tiende a convertirse en la "pasión más corriente".
El desasosiego se convierte en el rector emocional que mentalmente neutraliza, liquida y condena al individuo. Es el momento en que la muerte se instala como premisa, como un cerco social, imponiendo la desocialización del individuo y su desterritorialización, generando un erosión de sus tradiciones, una pérdida de control de su mundo y del devenir histórico. Ya en ese momento se está en manos de la barbarie emergente, los hijos de Morlocks, salidos de las alcantarillas en el devenir de la medianoche. Son los nuevos gestores de la política sustentada en las entidades grandiosas del fracaso, tales como: la República, la Patria, la Revolución, el Socialismo. Residentes en una sociedad desfigurada por medalaganismo, donde lo popular, lo chabacano, el malandraje y el ultraje a los valores superiores civilizatorios es lo que prevalece como factores aliados de quienes sólo quieren permanecer en el poder.
Mientras el resto de la población queda sumida en el miedo y la des-posesión que los arrastra como una ola, porque ya no tienen de dónde agarrarse, porque jamás serán partícipes de ese festín de la inaugurada insensatez caníbal que tras devorar todos los principios democráticos, iniciará la caza del ciudadano independiente. Aquél que no se suma a su proyecto político revolucionario revelado como eficaz máquina de guerra utilizada para exterminar todo aquello que represente normas y los valores, en pos de lograr la instauración de su cultura de la demolición. A los ciudadanos apegados a una larga tradición cívica, buscarán aniquilarlo reduciéndole cada vez más su espacio de participación, negándole acceso a la toma de decisiones. Condenado a la no participación sabe que su destino final es la aniquilación política programada.
¿Cómo puede sentirse el ciudadano representado por un modelo político que al hacerse cargo de la conducción de la Nación, la han ido desmontando, ladrillo por ladrillo, hasta sumirlo en el más grave nivel de las miserías, por su incapacidad de gerenciar al Estado eficazmente?
Los datos históricos señalan que el desarrollo inteligente de la especie humana se registró hace
47 mil o 65 mil años, con la aparición del hombre de Neaderthal, con lo cual dio su gran paso evolutivo hacia el Homo Faber, acontecimiento que significó el gran salto en la condición de la especie, capaz de fabricar
utensilios útiles para su vida diaria, tal como lo evidencia el hallazgo de objetos fabricados con piedra Silex, encontrados en los restos de asentamientos prehistóricos cavernarios . Son los datos más evidentes que reseña el lugar común de la historia. Sin embargo, existe un hecho que para muchos
investigadores es mucho más trascendente y que en realidad marca el afloramiento de la humanidad, el
inicio de los ritos fúnebres.
El hecho de darle sepultura a los muertos, y más aún en de establecer una ubicación determinada en su geografía inmediata para agrupar sus entierros, como una manera de preservar al individuo de la muerte definitiva, también es una forma de rebelarse contra ella y extender mediante el rito fúnebre la posibilidad de no desaparición del que murió, una manera de conservarlo junto a ellos en su propia tierra, al lado de los vivos, lo que sin duda es una pretensión de vencer a la muerte y su arrebato.
El hecho de darle sepultura a los muertos, y más aún en de establecer una ubicación determinada en su geografía inmediata para agrupar sus entierros, como una manera de preservar al individuo de la muerte definitiva, también es una forma de rebelarse contra ella y extender mediante el rito fúnebre la posibilidad de no desaparición del que murió, una manera de conservarlo junto a ellos en su propia tierra, al lado de los vivos, lo que sin duda es una pretensión de vencer a la muerte y su arrebato.
Si
partimos de los anterior más como una condición reflexiva que como dato
histórico podemos afirmar que la pérdida de la ritualidad fúnebre, el abandono
de los muertos, la actitud sacrílega y vulgar de un sistema social hacia la muerte, pero
a la vez que es despojada de su asentamiento simbólico, la usan como valor preponderante que subyace en lo ideológico-doctrinal, como
herramienta de lucha política.Nos coloca como una sociedad asistir en primera fila al proceso de nuestra propia deshumanización.
El
primer impulso del hombre desde la época primitiva a nuestros tiempos es impulsada
por su instinto de sobrevivencia. Su gran experiencia traumática es que por
mucho afán, por exagerada que establezca la empresa de su vida, la muerte será
su destino final, un claro ejemplo democrático de la vida al que todos
asistimos “corporalmente” en condiciones de igualdad, en lo que es el cesar e
iniciar un proceso de desintegración.
En
Venezuela, vivimos marcados por el trauma de la muerte, la tasa de asesinatos en
manos de la delincuencia causa asombro y estupor, son tan considerablemente
alarmantes como el parte numérico de un país que libra una guerra, ¿tal vez lo
estemos y no lo sabemos?
Desde
hace quince años hemos venido escuchando un discurso bélico promovido desde la más
alta magistratura del Estado, la Presidencia, donde a veces el enemigo es una
ideología, una forma de consumo, un estilo de vida, un color de piel, una zona
residencial, un lance histórico, cualquier excusa ha sido perfecta para
endurecer a la sociedad, cerrarla sobre sí misma, dividirnos como pueblo,
aniquilando nuestra capacidad de reinventarnos, oxigenándonos. Colocándonos en
una encrucijada donde todo nos asfixia, el asedio de la inseguridad, la angustia
por los choros, el ambiente carcelario (cultura Pran) de las calles del centro
de la ciudad y en muchas barriadas. Vivimos una angustia de guerra, la angustia
del combatiente que sale y se persigna cuando regresa vivo a su casa al final
de la jornada, porque ha estado viviendo evitando su encuentro con la muerte en
esta guerra, investida en el llamado “pueblo en armas”.
LA
DEGRADACION DE LA MUERTE RESPONDE A SU TRIVIALIDAD. Cuando la muerte se ha
hecho una condición trivial, en su acto de dominación nada fortuito que pase a ser el rector de las
movilizaciones, de la desconstrucción de todo lo que representaba la vida, la
desterritorialización del trabajo, la cultura. Inaugura una vuelta en el
tiempo, con su respectiva necesidad de choque, de trauma que se verá
residenciado en la larga tensión social en que se convive a partir de entonces.
Es guerra, aunque esta vez se trate de pueblo contra pueblo. No es entonces un hecho casual que un fulano
lo maten a las 9 de la noche de un viernes, y la Policía Científica llegue con
su equipo forense a hacer el levantamiento de Ley a la 1pm o hasta a las cinco
de la tarde del sábado, casi 24 horas después. El hacinamiento dantesco en las
morgues y la podredumbre de su entorno de trabajo, unos resguardos con techos
de zinc, que semejan el galpón de un taller mecánico de mala muerte, donde
yacen los cadáveres menos putrefactos, esperando turno para la necropsia de
ley. Los enseres utilizados martillos ferreteros, serruchos, seguetas y
mandarrias, a los alrededores descuidados pipotes de metal que en un momento
transportaron aceite, son utilizados para echar los restos humanos que va
desechando el examen patológico, alrededor de ellos y encima, una docena de
gatos hambrientos se encaraman aquí y allá buscando robar un bocado del festín.
Porque
en tiempo de guerra, infundada como la que vivimos en Venezuela, o no, las
sociedades tienden a coagularse, a gangrenarse en varias partes de su cuerpo,
es el único método que conoce históricamente para resistir y vencer. En el caso
que nos ocupa, es una guerra que llaman regresiva, total de un sector de la
sociedad que detenta el poder político con pretensiones totalitarias y
hegemónicas.
PATRIA,
SOCIALISMO O MUERTE. Cuando en Venezuela se enarboló el lema con el cual se
pretendió acelerar y radicalizar el proceso revolucionario del que hablaba Hugo
Chávez –decimos hablaba porque este proceso hoy se encuentra prácticamente
desmantelado por los nuevos patricios que manejan el poder y la administración
del Estado-, en realidad se estaba consagrando el desmantelamiento de las
relaciones individuo-sociedad que en sí mismos, constituyeron históricamente una
unidad viva, cuyos valores están depositados en la llamada moral cívica y como
tal le sería fatal contraponerle el de la muerte, o peor aún, pretender sustituir
al elemento vida con el factor muerte. Desde entonces se le ha creado a los
individuos una confusión entre los roles de la vida y la muerte y una
devaluación de sus respectivas garantías, al mismo tiempo un grave descenso en
la capacidad cívica de controlar a la muerte, por qué al fin y al cabo que es
la ciudad, sino la expresión de una especie de pacto social, en el que el
individuo se entrega a su elaboración, sostenimiento y contribución, a cambio
de que esta con su planificación, instituciones y cuerpos médicos y armados, lo
defiendan lo más posible de la muerte y en cierta medida establezca su control
frente a su amenaza. Propio de las sociedades muy evolucionadas. Roto este
pacto comienza la moral cívica, a costa en
este caso de un patriotismo salvaje, comienza la elaboración de la insensibilidad, las deshumanización,
hasta que ésta de manera perversa se convierta en la nueva moral cívica, por
supuesto ya degradada se convierta en el paradigma del patriotismo salvaje cuyo
objetivo es lograr el servilismo vulgar, la subordinación absoluta a esa mística
concepción de Patria.
LA
SOCIEDAD DE LOS SUICIDAS. Sumada a
esta desconstrucción del pacto tetraédrico, ciudad-individuo-vida-moral cívica,
se yuxtapone la progresiva des-socialización a través de un reordenamiento
político perverso de la sociedad y su posterior des-territorialización, convirtiendo
a los individuos en una especie de extranjeros dentro de su propia comunidad.
Llegados a ese momento, el ciudadano promedio opta por aislarse, no participa, se
siente como los primeros hombres sólo frente a la muerte yque la vida tal como
la conoce, incluso la suya misma está sujeta a condicionantes que no maneja que
desconoce en toda su nueva realidad, y con las que jamás prevé involucrarse: “Hordas
de malandros disfrazados de luchadores políticos, delincuentes en el papel de
operadores electorales, bandas de delincuentes armados simulando ser un brazo
de defensa popular del régimen, personeros gubernamentales chabacanos y
vulgares, con poco o ningún grado de civismo, haciendo el papel de
reordenadores del Estado. Es en esa etapa que surge la posibilidad del suicidio
en todas sus posibles acepciones, directas, indirecta, sublimizadas o no,
propia del desespero social. El suicidio como gesto de desespero marca una ruptura
irrevocable. Como señala Morín, el suicidio consagra la total dislocación entre
lo individual y lo cívico.
Socialismo, Patria o Muerte, no sólo ha fracasado como mentor de una etapa política
dedicada a la consagración revolucionaria, peor aún indicas el fracaso de la
revolución bolivariana en su máxima expresión “donde se produce el suicidio –incluso en su
abstracción más metafísica- la sociedad
no sólo ha fracasado en su intento por ahuyentar la muerte, de procurar el
gusto por la vida al individuo, sino que ella misma ha sido derrotada, negada:
ya nada puede hacer por y en contra la muerte del hombre”, (E. Morín).
Por
lo pronto veremos síntomas de evolución de habernos deslastrado del patriotismo
salvaje, de la invaloración de la sociedad, cuando empecemos a tratar a
nuestros muertos con la consideración y respeto que merece un cuerpo difunto.
Cuando veamos al grueso de la sociedad retomar sus ritos funerarios con la
reserva y el decoro requeridos, no como sucede en los actuales momentos que las
funerarias con asaltadas, o cuando los choros sacan el cadáver de un compinche de
la urna y lo montan de parrillero en una moto y comienzan a darle vueltas, y
hacerle chanzas, más propio de una sociedad tribal, que de una nación que en
algún momento comenzó a diseñar su perfil civilizatorio, donde hordas de los individuos
permutadores de la miseria habitan e invaden cementerios, y los convierten en
escondite de sus actividades delictivas. Tenemos la urgente necesidad de no abandonar nuestros principios humanísticos, caso contrario la barbarie que promueve los antivalores e impone el país-canibal terminará por extinguirnos cada vez más, sustituyendo la vida con la muerte. Cuando Dostoievsky anunció la muerte de dios, sentenció que en adelante sería el factor humano -con todo lo que en sí podía convocar- lo que ocuparía su lugar de manera delirante, conduciéndonos hacia todos los peligros del totalitarismo, tal como acontece hoy con quienes hacen las veces de huéspedes del poder en Venezuela, empeñados en perpetuar una contracultura hostil contra los valores establecidos con el único objetivo de materializar la total desposesión democrática del país.
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