martes, 20 de enero de 2015



La cárcel de las palabras
-Douglas González C.-

Despojado de la palabra y sin razón a la que apelar, el hombre del Siglo XXI se encuentra prisionero de los dispositivos de la sociedad moderna –sin referentes del inconsciente, de la insustancialidad, indeterminada y flotante a decir de Baudrillard-, que sólo funcionan para perpetuar el imperio de las simulaciones, inclusive en los estadios de su vida íntima.
Para Elias Canetti (Premio Nobel 1981), las palabras han perdido su condición de imperio como expresión de la razón, ya se ubican en estadios más allá de lo que pueden traducir o expresar. Ante esa hecatombe de la palabra, lo que fuera ayer una generadora de libertades, ha producido un cerco inflexible y pétreo a la razón, lo que le valió al mismo Canetti bautizar como la gran “Comedia Humana de la locura”.



Jean Badudrillard , el filósofo de lo objetual, uno de los pensadores franceses más importantes del Siglo XX, señaló que todas las finalidades de las palabras han desaparecido, sólo permanecen los modelos que nos generan, porque ya nada está regido por ningún valor.

“Ya no hay ideologías, sólo simulacros”, y a esta categoría de la maniobra de lo que representa algo que en realidad no es Baudrillard, es como un dispositivo al que le asigna un correspondiente de totalidad, como un germen que lo invade todo, incluso la vida misma.

En esa génesis que transfigura todo su pensamiento literario y filosófico, y que convierte a Auto de Fe, en una de las novelas imprescindibles y por lo tanto inevitables del Siglo XX, el escritor Elias Canetti, plantea la tesis de que el hombre es un sujeto que tiende a enjaularse a sí mismo en una cárcel de palabras “convirtiéndolas en germen de toda suerte de malentendidos en su comunicación con los demás y cerrándose con ellas a la riqueza del mundo”.


El hombre en su quehacer del lenguaje construye “máscaras acústicas”, a decir de Canetti, las cuales actúan como un mecanismo en el choque constante de las palabras empleadas siempre como rígido instrumento de la propia codicia, de la propia voluntad de poder, e incapaces por lo tanto de servir a una comunicación real”, llegándose a la misma hiperrealidad de la que se sirve Baudrillard para postular el laberíntico sistema de simulaciones.

Todo ente encarcelado lo que hace es enfrentar una suerte de diferimiento de su sentencia a muerte, estar preso es estar en el camino de una muerte irremediable. Ese es el horizonte real del lenguaje para Canetti.
Mientras que para Baudrillard el movimiento que precede a esa muerte es la liberación del deseo, pero la muerte no es una finalidad en sí misma, sino una perpetua reversión cíclica que lo ocupa todo, “una gran forma, la misma en todos los dominios, la de la reversibilidad, de la reversión cíclica, de la anulación; la que en todas partes pone fin a la linealidad del tiempo, a la del lenguaje, a la de los intercambios económicos y de la acumulación, a la del poder. En todas partes toma para nosotros la formas de exterminación y de la muerte. Es la forma misma de lo simbólico. Ni mística, ni estructural, ineluctable”.



El hombre atrapado entre estas dos aguas, ante un horizonte donde nada vale nada, donde ningún intercambio simbólico logra determinar nada en la dinámica social moderna, su única opción sigue siendo recurrir a la palabra, a ese lenguaje confinado que alienta la tragedia porque se adviene, como asegura Claudio Magris, a esa “gélida e inexorable parábola de la enfermedad mortal contemporánea, el delirio de la palabra que parece haber desbaratado la razón del siglo”.

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