La
cárcel de las palabras
-Douglas González C.-
Despojado
de la palabra y sin razón a la que apelar, el hombre del Siglo XXI se encuentra
prisionero de los dispositivos de la sociedad moderna –sin referentes del
inconsciente, de la insustancialidad, indeterminada y flotante a decir de
Baudrillard-, que sólo funcionan para perpetuar el imperio de las simulaciones,
inclusive en los estadios de su vida íntima.
Para
Elias Canetti (Premio Nobel 1981), las palabras han perdido su condición de
imperio como expresión de la razón, ya se ubican en estadios más allá de lo que
pueden traducir o expresar. Ante esa hecatombe de la palabra, lo que fuera ayer
una generadora de libertades, ha producido un cerco inflexible y pétreo a la
razón, lo que le valió al mismo Canetti bautizar como la gran “Comedia Humana
de la locura”.
Jean
Badudrillard , el filósofo de lo objetual, uno de los pensadores franceses más
importantes del Siglo XX, señaló que todas las finalidades de las palabras han
desaparecido, sólo permanecen los modelos que nos generan, porque ya nada está
regido por ningún valor.
“Ya
no hay ideologías, sólo simulacros”, y a esta categoría de la maniobra de lo
que representa algo que en realidad no es Baudrillard, es como un dispositivo
al que le asigna un correspondiente de totalidad, como un germen que lo invade
todo, incluso la vida misma.
En
esa génesis que transfigura todo su pensamiento literario y filosófico, y que
convierte a Auto de Fe, en una de las novelas imprescindibles y por lo tanto
inevitables del Siglo XX, el escritor Elias Canetti, plantea la tesis de que el
hombre es un sujeto que tiende a enjaularse a sí mismo en una cárcel de
palabras “convirtiéndolas en germen de toda suerte de malentendidos en su
comunicación con los demás y cerrándose con ellas a la riqueza del mundo”.
El
hombre en su quehacer del lenguaje construye “máscaras acústicas”, a decir de
Canetti, las cuales actúan como un mecanismo en el choque constante de las
palabras empleadas siempre como rígido instrumento de la propia codicia, de la
propia voluntad de poder, e incapaces por lo tanto de servir a una comunicación
real”, llegándose a la misma hiperrealidad de la que se sirve Baudrillard para
postular el laberíntico sistema de simulaciones.
Todo
ente encarcelado lo que hace es enfrentar una suerte de diferimiento de su
sentencia a muerte, estar preso es estar en el camino de una muerte
irremediable. Ese es el horizonte real del lenguaje para Canetti.
Mientras
que para Baudrillard el movimiento que precede a esa muerte es la liberación
del deseo, pero la muerte no es una finalidad en sí misma, sino una perpetua
reversión cíclica que lo ocupa todo, “una gran forma, la misma en todos los
dominios, la de la reversibilidad, de la reversión cíclica, de la anulación; la
que en todas partes pone fin a la linealidad del tiempo, a la del lenguaje, a
la de los intercambios económicos y de la acumulación, a la del poder. En todas
partes toma para nosotros la formas de exterminación y de la muerte. Es la
forma misma de lo simbólico. Ni mística, ni estructural, ineluctable”.
El
hombre atrapado entre estas dos aguas, ante un horizonte donde nada vale nada,
donde ningún intercambio simbólico logra determinar nada en la dinámica social
moderna, su única opción sigue siendo recurrir a la palabra, a ese lenguaje
confinado que alienta la tragedia porque se adviene, como asegura Claudio
Magris, a esa “gélida e inexorable parábola de la enfermedad mortal
contemporánea, el delirio de la palabra que parece haber desbaratado la razón
del siglo”.
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