jueves, 2 de julio de 2015






 Un ramo de rosas rojas
con alas de mujer


            -Extracto del cuento-

En el cartel estaba escrito a manera de advertencia: “Unos fuman, otros beben, otros se drogan y otros se enamoran…cada quien se mata a su manera”. Si sólo le hubiera prestado atención a esas palabras de tanto calibre que como enviadas por el mismísimo Oráculo de Delfos parecían anunciar mi futuro.



Pensar que siempre estuvieron ahí, a la vista como si el iluminado aviso de una marquesina teatral el día de un estreno. Esas palabras vivían todos los días conmigo, justo a mi lado, sobre el escritorio de la gorda Margot, que es decir lo mismo que sobre el mío, porque estábamos pegados unos con otros, ahí cerquita dándome su alerta para que no me adentrara en ese peligro suicida del enamoramiento, si hubiera leído la discreta sabiduría de su consejo, jamás lo hubiera hecho.

 

 
  
¿Por qué no la tomé en serio, cada día que las tuve frente a mí? Sólo requerían de tres segundos de atención que bastaban para su lectura, cuando cada mañana me las encontraba frente a mí como un mosaico de señales de tránsito: “Peligro piso resbaladizo / reduzca la velocidad”, algo así por el estilo, o como si fuera una orden de prohibición decretada por una especie de Tribunal omnisciente.-



Bien si eso en realidad hubiera sucedido así ahora mismo yo no estaría tratando de desamarrar los nudos con los que me ha atado la nostalgia, esos mismos que enredo y desenredo entre las idas y venidas de este despecho tan ebrio de melancolía que me hace subir y bajar el ánimo como si fuera un ascensor enloquecido, fuera de control, llevándome al vértigo de mis sentidos cada vez que vengo y me escucho soltar una y otra vez el invariable monólogo de mi mal querer, de quien como yo es declaradamente un adicto con clara vocación de hipocondriaco en asuntos amorosos.



El único testigo de todo este desbarajuste emocional es el amigo Johnny Walker Red, ese solitario y eterno caballero inglés, a quien he hecho mi cómplice en la fabricación de este compás de espera, o de perdida esperanza. Estoy parado en el balcón, campaneando mi whisky con los dos últimos cubitos de hielo que pude exprimirle a la nevera, esperando a ver como comienza a brotar el amanecer y la noche se reduce dentro de mí como una sombra incesante, tratando de descubrir la razón del por qué los amores felices carecen de historia y son los amores contrariados, los infortunados por la insospechada naturaleza del fracaso y del destino, los únicos que siempre tienen una, aunque sean historias de desamor.



 

 Pero a estas alturas, la frase “cada quien se mata a su manera”, la llevo tatuada por todo el cuerpo, como una especie de Hachimaki, ese pedazo de tela que se amarraban en sus cabezas los Kamikases japoneses cuando volaban hacia su misión suicida. ¡Claro! Jamás sospeché que ese simple cartel, cursi y soberanamente kitsch, se reservara la secreta sabiduría, de una revelación para mí. Eso nunca lo supe, aunque siempre estuvo ahí anunciando y previniéndome y gritando a diario esa verdad que tantas veces me negué a leer, que hacía tiempo se había decretado el fin del amor, ese invento medieval –un mito creado por los mismos que aseguraban que la Luna era una inmenso queso que flotaba sobre nuestras cabezas, y que quien algún día llegara a alcanzarla sería inmensamente rico-, que como todos los inventos del alma, hasta los que la incluyen a ella son inexistentes.



 
 

 El amor ni siquiera llega a ser un concepto real, además el que se enamora es el corazón que no tiene cerebro, no piensa, ni posee memoria, quizás por eso es que a veces elegimos mal y perdonamos tantas otras, y es que el corazón solo sabe repiquetear con latidos acelerados y frenéticos con lo que abre los surtidores de todos esos fluidos que nos alucinan como verdaderas sustancias sicotrópicas, que junto a la adrenalina y todas esas secreciones hormonales que fabrica nuestro cuerpo en éxtasis, ayudan a crear un clima de satisfacción. Y uno que va por ahí de iluso pensando que ese retumbar del corazón es como el lenguaje cifrado de los tambores de la selva, capaces de transmitir un mensaje de amor, como si fueran una especie de clave universal, la que decodificamos poniéndole las palabras de nuestra recurrencia, de nuestra propia invención romántica, sin saber que el Corazón al igual que los tambores, repiquetea cuando los instintos y la lujuria muchas veces se juntan para formar un Bembé.(D.G)

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