jueves, 4 de diciembre de 2014

Aquí como que ya nadie habla de amor (fragmento de una novela)

Los emisarios del Alcalde regresaron del Circo con las manos vacías, solos, y con sus trajes negros llenos de polvo de esa tierra amarilla que pasea con el viento, los vientres hinchados de tanto pan y agua que fueron las únicas provisiones que llevaron para hacer el largo camino de ida y vuelta, y que ya amenazaban con reventar los nueve botones de sus sacos que lucían tan apretados como los de una camisa de fuerza, y que apenas les dejaba espacio para ventilar el asfixiado cuello de sus camisas blancas severamente curtidas, al verlos el Alcalde tuvo un mal presentimiento.

Con dificultad por lo recrecido de sus vientres inflados, los dos hombres se sentaron en un diminuto banco de madera detrás de la puerta del Despacho, nunca se sentaban en las sillas, siempre les gustaba sentirse apretujados uno contra otro, contaron lo que vieron esa tarde dentro de la Gran Carpa de treinta y seis metros de alto, por cuarenta metros de ancho, contados desde el centro de su circunferencia a cualquiera de sus bordes.


Lo primero que escucharon fue una música rimbombante de platillos y trompetas como de una marcha imperial, la misma usada de fondo para las funciones del Circo, y un foco luz que iluminaba un gran círculo en el centro del escenario, y se paseaba por las dos altas torres en las que se mecían un par de trapecios sujetos de un extremo a otro, por el vibrante cable que servía de cuerda floja; allí, en medio de una danza aérea, volaban y se intercambiaban los cuerpos de Beatriz y Pausides, vestidos tal como Dios los trajo al mundo, se abrazaban con todos sus huesos, con toda su piel, juntándose y derramándose en el ardor de sus sudores, besándose como dos locos, dejando caer la conciencia en el laberinto que tejían sus bocas, hurgándose con éxtasis uno dentro del otro para volverse a separar, una y otra vez, a veces quedando guindados de las piernas, otras de un brazo, yendo de un lado a otro en atrevidas contorsiones aéreas; otras aferrándose a los columpios, otras volando juntos hacia el eros con tal plenitud que parecía que en ese lugar no cabía un alma más, porque todo el espacio lo ocupaban sus cuerpos que como dos halos blancos parecían mecerse en esa breve eternidad convocada bajo la carpa estrellada, tratando de figurar a pleno día una noche de amor en la habitación más grande del mundo, donde sus cuerpos a veces eran dos, uno y ninguno.

Tras observar esa devoción entre los dos amantes, Justo y Olegario, los ayudantes del Alcalde, salieron de la carpa en silencio y con lágrimas en los ojos, con las gargantas anudadas por la emoción del llanto de comprobar la existencia de ese amor que juzgaron desmedido, entre Beatriz y Pausides, por lo que ambos hombres no tuvieron otro impulso que el de abrazarse mutuamente, dándose una especie de pésame, porque a partir de ese momento supieron que estaban muertos en vida, porque a ellos, nadie los había amado, ni jamás los amarían de esa manera tan vehemente como esos dos, en cuyos cuerpos parecían resonar las campanas del Big Bang de la creación universal.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.