Aquí como que ya nadie habla de amor (fragmento
de una novela)
Los emisarios del Alcalde regresaron del
Circo con las manos vacías, solos, y con sus trajes negros llenos de polvo de
esa tierra amarilla que pasea con el viento, los vientres hinchados de tanto
pan y agua que fueron las únicas provisiones que llevaron para hacer el largo
camino de ida y vuelta, y que ya amenazaban con reventar los nueve botones de
sus sacos que lucían tan apretados como los de una camisa de fuerza, y que
apenas les dejaba espacio para ventilar el asfixiado cuello de sus camisas
blancas severamente curtidas, al verlos el Alcalde tuvo un mal presentimiento.
Con dificultad por lo recrecido de sus
vientres inflados, los dos hombres se sentaron en un diminuto banco de madera
detrás de la puerta del Despacho, nunca se sentaban en las sillas, siempre les
gustaba sentirse apretujados uno contra otro, contaron lo que vieron esa tarde
dentro de la Gran Carpa de treinta y seis metros de alto, por cuarenta metros
de ancho, contados desde el centro de su circunferencia a cualquiera de sus
bordes.
Tras observar
esa devoción entre los dos amantes, Justo y Olegario, los ayudantes del
Alcalde, salieron de la carpa en silencio y con lágrimas en los ojos, con las
gargantas anudadas por la emoción del llanto de comprobar la existencia de ese
amor que juzgaron desmedido, entre Beatriz y Pausides, por lo que ambos hombres
no tuvieron otro impulso que el de abrazarse mutuamente, dándose una especie de
pésame, porque a partir de ese momento supieron que estaban muertos en vida,
porque a ellos, nadie los había amado, ni jamás los amarían de esa manera tan
vehemente como esos dos, en cuyos cuerpos parecían resonar las campanas del Big
Bang de la creación universal.
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