jueves, 25 de diciembre de 2014

    El despecho  (apunte para una novela)

    Cuando Lázaro terminó con Lina, pronto se vio desalojado de los lenguajes y los códigos de la exactitud. El primer síntoma que le mostró que ese asunto de las lágrimas que a cada rato se le salían solitas no era una crisis pasajera, sino el anuncio de algo mucho más grave, fue cuando comenzó a irle mal con los números y raspó matemáticas y después empezó su divorcio definitivo con todo aquello que fuera preciso, olvidaba direcciones y números telefónicos, y a esa larga lista de distracciones y ceros se sumaron rápidamente, como en una especie de solidaridad automática, física y química, por lo que ese trimestre raspó las Tres Marías.

     
    Exiliado como quedó en ese mundo vacío e inconmensurable de la impresición nacida del desamor, donde no podía ver nada con certidumbre propia, porque todo pasaba por el cristal empañado de sus emociones, Lázaro estaba incapacitado de definir una imagen nitidamente, porque ese lugar de su visión, era ocupado por la expresión sinóptica extendida del quiebre que ese largo horario de penumbras alentaba en sus sentimientos. 
    El único sitio capaz de darle acogida y rescatarlo de esa dimensión vacua donde se encontraba, y al que además estaba obligado a entrar para reconocerse un poco cada tarde, era el bar de la esquina, donde al llegar se apropiaba de la mesa más cercana a la rockola, sacaba un montón de monedas que iba metiendo una a una en la ranura de la caja musical que serpenteaba colores vivos cada vez que comenzaba a sonar una canción. Lázaro pedía una cerveza y se sentaba a escuchar ese viaje imaginario, como quien ha comprado pasajes de ida y vuelta, con el que visitaba todos esos mundos poblados con metáforas sobre la adversidad y languidez de un amor. Donde el ritmo de cada canción principiaba en él, el rito silencioso de su propio exorcismo a través de esos viejos boleros que con sus letras llenas de melancolía intentaban borrar ese accidentado pedazo de su historia, como definitivo testamento de soledad y abandono, o brindarle la esperanza cumplida de un milagro capaz de quitarle el giro heliocéntrico al que estaban anclados sus sentimientos. Uno de esos días fue que descubrió que tenía el mal endémico de los caribeños: Sufría de despecho, un padecimiento tan virulento como el de una enfermedad mortal.
    También supo que el bolero era el mejor elixir que se ha inventado para superar esta dolencia propia del Caribe, único lugar del mundo donde –para curarse- se celebra el mal de amores.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.